Introducción

ESTE libro presenta al lector la versión española de cuarenta y cinco Apocalipsis —judíos, cristianos y gnósticos; uno pagano— compuestos en un lapso temporal de unos seiscientos años: entre la mitad del siglo III a. de C. y los siglos III/IV d. de C. Hay unos pocos más, pero son más tardíos —a partir del siglo VI o VII d. de C.— y tienen menor interés.

Es normal que el público piense que solo existe un escrito de esta clase, el que lleva el nombre de Juan, el Apocalipsis por excelencia, el libro que cierra la colección de textos que llamamos Nuevo Testamento. Resulta, sin embargo, que el judaísmo y el cristianismo primitivo nos han legado muchos más escritos de este género, muy interesantes para conocer las ideas sobre el fin del mundo y las expectativas de futuro que albergaban judíos y cristianos en la época en la que surge el cristianismo, ideas —o al menos muchas de ellas— que duran hasta hoy día. Para entender, sin embargo, este tipo de escritos es preciso que adelantemos alguna información que precise tanto su configuración literaria como el mundo en el que nacieron, presentando también los temas más recurrentes que suelen aparecer en este tipo de literatura que llamamos «apocalíptica» y que ayudan a comprenderla.

Terminología

«Apocalipsis» es un vocablo griego que se utilizaba ya antes de la era cristiana, y que tenía el sentido de «descubrir», por ejemplo, el cuerpo o la cabeza, «quitar un velo», o «desvelar» algún misterio o secreto. Pero su aparición, su utilización solemne, casi como un título, en el Apocalipsis o Revelación de Juan (1, 1: «Revelación de Jesucristo, concedida [al vidente Juan] para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto…»), hizo que desde ese momento se denominara así a otros libros parecidos que contenían también desvelaciones de misterios, sobre todo referidos al fin del mundo. Del mismo modo se designó también como «apocalíptica» al género literario de los libros que trataban de este tema y revelaban los arcanos o secretos análogos, como la suerte de los justos en el más allá.

Un género literario amplio

No es fácil caracterizar este tipo de libros ni hacer un repertorio de ellos, porque son a veces tan variados en forma y pensamiento, que en ocasiones resulta arduo precisar qué formas de lenguaje o qué contenidos han de aparecer exactamente en esos textos para que puedan designarse como «apocalipsis». Temas y motivos de estos libros se encuentran en otros escritos que no llamaríamos «apocalipsis» y, a la inversa, hay textos claramente apocalípticos que solo contienen algunos de los elementos, de forma o de contenido, que consideraríamos básicos en los apocalípticos.

Por esta razón los estudiosos del tema prefieren hablar de un «género literario amplio», la apocalíptica, que se caracteriza, en primer lugar, por ciertos rasgos estilísticos o características literarias comunes. Estos son:

• Los apocalipsis son literatura de revelación, normalmente para un grupo restringido. No hay apocalipsis si el autor no atrae a su lector con el desvelamiento de nuevas y prodigiosas realidades, presentes o futuras, que ignora.

• Los apocalipsis ocultan normalmente el nombre del autor. El escritor apocalíptico no desvela prácticamente nunca su nombre (hay alguna excepción notable, casi única, precisamente el Apocalipsis de Juan, o la Primera Carta a los Tesalonicenses de Pablo), y suele amparar su escrito bajo el nombre de un gran héroe o personaje del pasado. Esta acción se denomina técnicamente «seudonimia», vocablo griego que significa «nombre falso». Este fenómeno de la seudonimia solía deberse a que el autor se creía un personaje poco importante, o bien porque sentía que estaba escribiendo con el mismo espíritu que dominaba a ese héroe célebre del pasado que lo amparaba, o bien —finalmente— porque era un auténtico impostor y pensaba que su libro tendría más difusión si se presentaba al amparo de un nombre ilustre. Respecto a los autores judíos, es posible pensar también que los «apocalípticos» pensaban que había pasado ya la época de los profetas en Israel, y que todo lo que sonara a los lectores como «profecía» debía ser adscrito de alguna manera a la escuela de algún «profeta», en sentido amplio, del pasado, cuando Dios se comunicaba con los hombres por medio de ellos.

• El autor es un visionario. Los secretos que desvela a su público los ha recibido de Dios por medio de una visión, un sueño inspirado, un viaje celeste, o un éxtasis del alma que se ve arrebatada a los cielos, donde contempla misterios que en la tierra son inaccesibles.

• Estas visiones se expresan en un lenguaje específico, la mayoría de las veces en forma de largos discursos, o bien de un diálogo entre el ser humano y un revelador divino. No es una terminología llana y directa, sino cargada de símbolos, de espectaculares imágenes, de especulaciones sobre números y fechas, de largas listas de eventos históricos —aunque presentados como futuro—, de escenas donde intervienen animales que hablan o se comportan como seres humanos.

Lo curioso del caso es que este mundo de imágenes y símbolos se repite en muchos libros apocalípticos. Parece, por tanto, que con el tiempo se había ido formando entre judíos y cristianos un repertorio tradicional de imágenes y símbolos apocalípticos que los autores usan o copian unos de otros. Los apocalipsis, tal como los leemos hoy, no son el reflejo sencillo de un trance visionario, sino un producto literario, confeccionado en la paz de un escritorio, incluso aquellos que parecen estar transmitiendo visiones absolutamente personales, como el Apocalipsis de Juan. La mayoría de los críticos modernos no dudan de que en el fondo de estas obras pueda haber una serie de visiones auténticas. Pero a la vez afirma que, casi en todos los casos, a la hora en la que el autor pasa a texto escrito sus experiencias «visionarias», lo hace valiéndose de imágenes que toma de otras obras del género. Un «apocalipsis» es, pues, un producto literario, no una transcripción más o menos exacta de visiones personales.

• En muchos casos interviene un ángel o un ser celeste que acompaña al vidente en su viaje celestial, o se le aparece posteriormente y le explica el tenor de sus visiones.

• El contenido de estas visiones trata de temas relacionados de algún modo con el origen del mundo o de la raza humana, o se ocupa del sentido final de la historia —de Israel, de los cristianos o del mundo en general—, del fin del mundo y de los procesos que lo acompañan: las batallas o conflagraciones cósmicas finales, la resurrección, el juicio, el paraíso o mundo futuro, con la suerte de justos y malvados, etc.

• La evolución o etapas de la historia realmente pasada ya en tiempos del vidente suelen ser presentados por este en forma de visión previa de lo que va ocurrir más tarde. Es decir, el autor presenta el pasado adornado de futuro. Pero, naturalmente, esta relación de los sucesos pasados es críptica y misteriosa, como si acabaran los apocalípticos de recibirla así en una visión de lo que va a ocurrir en el futuro. El lector tiene que esforzarse por entender lo que se le dice oscuramente y sentir que el pasado ocurrió realmente como el vidente lo había predicho. De este modo, el autor cree suscitar la confianza del lector: si todo ha ocurrido como predijo él hace siglos, es claro que ulteriores predicciones sobre el final del universo, que presenta el libro, se cumplirán también.

El mundo de los apocalípticos

Todos los autores de libros apocalípticos vivieron en un mundo religioso particular conformado por unas características de pensamiento teológico especiales. Veremos luego que la peculiar historia de Israel ayudó a configurar este mundo. Sus rasgos más notables son los siguientes:

• Dios existe. Ningún autor duda de su existencia, ni necesita probarla; ni se cuestiona. Tampoco duda de que es un Dios único, el Dios de Israel, el mismo que el de los cristianos. Este Dios es absolutamente trascendente, es decir, está muy por encima de todo lo humano y no se puede representar con ningún rasgo de hombre. La concepción de este Dios presentada por la apocalíptica ha evolucionado mucho desde la figura antropomórfica de la divinidad que aparece en el libro del Génesis, un Dios que busca a Adán, que se ha escondido entre los árboles después de haber pecado. Ahora, en tiempos de los apocalípticos, este Dios es tan lejano que solo se comunica con los hombres por medio de intermediarios —normalmente ángeles—. Es tan distante, por ejemplo, que ni siquiera creó el mundo directamente, sino por medio de su Palabra o de su Sabiduría. Sin embargo, a pesar de su lejanía, este Dios se sigue preocupando de la humanidad, sobre todo de su pueblo elegido, y actúa en la historia de modo que esta camine hacia la salvación de los justos.

• Dios es creador del mundo y del ser humano, pero el estado idílico del principio duró muy poco. La mala inclinación del hombre condujo al pecado, y este trastornó todos los planes divinos sobre el cosmos y la historia. Además de la perversión de la naturaleza humana, el mal tiene un origen suprahumano: hay una potencia malvada, un demonio o muchos, un ángel maléfico o muchos, que se oponen a los planes de Dios y del hombre, y que en el fondo son los últimos responsables de la existencia del mal. El apocalíptico trata de quitar de los hombros de Dios o del ser humano la última responsabilidad por la existencia del Mal en el mundo. Además, al final de la historia el Mal será vencido por el Bien, Dios y sus elegidos.

El aspecto contrario de estas afirmaciones sobre el Mal es: todo lo bueno procede de «arriba», en último término de la divinidad.

• La historia no es cíclica, como pensaban los griegos o los persas y otros pueblos. No se repiten el universo y los acontecimientos en él ocurridos después de un periodo más o menos largo y tras una conflagración o fuego purificatorios finales, sino que la historia es lineal: camina directamente hacia un objetivo. Es una línea más o menos recta, que va desde los orígenes hasta un fin predeterminado por Dios. Llegará un momento en que todo se acabará irremisiblemente, tal como la divinidad lo tiene pensado y decidido de antemano. Esta idea se denomina «determinismo», y significa que, pase lo que pase y lo que hagan los humanos, al final Dios llevará a cabo sus planes. Hoy se pensaría que esta mentalidad determinista supone la negación de la libertad humana, pero los apocalípticos no lo vieron así: los malos lo son voluntariamente y son responsables de sus actos, aunque se vean influidos por las potencias del Mal.

• De resultas del pecado y del mal mundano, la historia se divide en dos grandes mitades: la «edad presente» y la «edad futura». La presente —que dura desde la creación del mundo hasta el final físico de este, que normalmente coincide con la época del autor o está muy cerca— será sustituida por una edad futura, paradisíaca, donde todo será distinto y mejor.

Las concepciones de esta edad futura, aún por llegar pero muy cercana, varían: unas veces se piensa que ocurrirá en esta misma tierra, renovada y purificada: los justos salvados vivirán en ella felices durante mucho tiempo, mil años o más; otras veces se afirma que la edad futura tendrá lugar en una tierra y un cielo renovados. Estos se hallan ya preparados por Dios en las alturas celestes, y descenderán al lugar donde los hombres habitan una vez que hayan sido aniquilados la tierra y cielo actuales; otras veces se piensa que la edad futura constará a su vez de dos partes: una tendrá lugar en esta tierra —normalmente un Israel idílico y restaurado— durante un cierto lapso de tiempo; la segunda parte ocurrirá en un paraíso o cielo en el que entrarán unos pocos, los justos salvados; finalmente —aunque es raro— hay una última concepción que sitúa la edad futura exclusivamente en un espacio ultraterreno: un lugar celeste de suprema felicidad.

• La concepción de las dos edades o épocas del universo y del hombre va unida a un pesimismo esencial sobre este mundo y esta «edad»: todo está corrompido; los justos son escasísimos; las fuerzas del Mal campan por sus respetos; todo es una verdadera catástrofe espiritual y material necesitada imperiosamente de corrección divina. Entre los apocalípticos se genera un menosprecio enorme por el mundo presente a la vez que se crean unas expectativa inmensas por el «mundo» que va a venir.

• Todo lo que va ocurrir no afecta solo a Israel o al pueblo cristiano, el verdadero Israel, sino al mundo entero: se pasa de un interés particularista por la historia de Israel como pueblo elegido, a una visión absolutamente global o universal, incluso del cosmos todo en cuanto cosmos, no solo de la humanidad que en él mora. Lo que va a ocurrir afectará, pues, a todos los habitantes de la tierra, no solo a judíos y cristianos. Y no solo a los justos, sino a malvados y fieles por igual…, aunque con diferente signo desde luego.

• Normalmente, la llegada de la edad futura tiene lugar por la intervención de un intermediario divino. Esta figura no aparece siempre en los apocalipsis, y cuando lo hace es también muy variada. Puede ser un mero hombre, un «mesías» muy judío, guerrero victorioso que vence con la ayuda divina a los reyes de la tierra —coaligados con las fuerzas del Mal— reunidos contra Israel. O bien puede ser una figura semidivina, raramente un ángel, normalmente un «mesías» mitad divino y mitad humano, un «como hijo de hombre» que procede de Dios, que desciende desde la alturas a la tierra cabalgando sobre las nubes o la luz, y que es el encargado de arreglar la pésima situación del mundo con una fuerza divina, extraordinaria. Finalmente —aunque es raro—, esta figura salvadora puede ser Dios mismo, que intervendrá directa y misteriosamente con toda su potencia para arreglar el caos pecaminoso de la humanidad y del cosmos.

• El final acontecerá muy pronto: el fin del mundo está «a la vuelta de la esquina». Aunque este final sea rápido e inesperado, normalmente habrá signos que indicarán que el fin se acerca. Estas señales serán casi siempre inmensas catástrofes naturales: choques de astros, variaciones en el curso de las estrellas, otros desastres cósmicos que tendrán su reflejo en la tierra, o bien serán luchas feroces entre los pueblos, enfermedades, azotes o plagas generalizadas, etc.

• La salvación, sin embargo, es el estado final de los justos. Esta salvación va por sus pasos determinados. Primero tendrá lugar la intervención divina —directa o indirecta— que acaba con el mundo presente; luego la resurrección; posteriormente, un juicio sumarísimo divino, y finalmente la entrada en el paraíso o gloria de los justos.

La resurrección adquiere también en la apocalíptica tonos muy variados: puede ser de solo los justos (normalmente los judíos o cristianos observantes de la ley divina; en otros casos, de los justos que han observado la ley natural plasmada luego en el Decálogo), o bien de todos los humanos: unos resucitarán para ser aniquilados o condenados eternamente; otros, para vivir felices por toda la eternidad.

¿Por qué se generaron los escritos apocalípticos?

El nacimiento de lo que hemos llamado «género apocalíptico» está íntimamente ligado a la historia de Israel y a los deseos de liberación que se van formando en el pueblo en general, y en especial en algunos grupos de piadosos, que se destacan de la masa por su conocimiento de las Escritura, por su observancia de la Ley o por su piedad en general. La apocalíptica tiene, pues, que ver con las esperanzas nacionales de salvación y con el concepto de «mesianismo» que poco a poco se va generando en Israel —en especial a partir de los siglos III y II a. de C.— y que luego heredarán los cristianos.

Desde el siglo VIII a. de C. el pueblo judío —formado por doce tribus que se habían ido asentando paulatinamente en el territorio de Israel/Palestina desde el siglo XII a. de C.— fue objeto de codicia y de ataques por monarquías o imperios exteriores, que fueron minando su existencia como pueblo independiente. El primer gran fracaso nacional, producto de estos ataques, fue la aniquilación de todas la tribus del norte junto con la caída de la capital, Samaria, en el 722 a. de C., tras el asedio del monarca asirio Salmanasar, y la consiguiente deportación de una buena parte del pueblo, que dejó muy desprotegido el territorio norte de Israel. Quedaron en el sur, con capital en Jerusalén, solo tres tribus: la de Judá, y la de José/Benjamín.

Pero en el siglo VI a. de C. ese resto de Israel es zarandeado por el Imperio babilónico, con su rey Nabucodonosor a la cabeza. Tras una serie de avatares, la historia concluye de un modo parecido a la del Reino del Norte. Después de varios asedios, Jerusalén cae definitivamente en manos de los babilonios: el Templo, llamado de Salomón, es destruido, y lo mejor de la población es deportada en dos tiempos a Babilonia (587 a. de C.). Se produce de nuevo un cierto vacío no solo de poder, sino de los estratos superiores de la población que se rellena con gente de otras procedencias.

El exilio en Babilonia no dura mucho, en realidad hasta la época del rey Darío I (521 a. de C.), poco menos de 70 años. Tras ese tiempo, parte de los deportados vuelve a Israel y reorganiza el Estado, no sin violencia contra los que se habían quedado. Es en ese momento cuando se reescriben, organizan y se editan las antiguas Escrituras sagradas y se recogen tanto los oráculos de los profetas como las historias de la monarquía en Israel y las narraciones sobre el comportamiento del pueblo. Pero tras el exilio Israel no es libre en realidad: durante doscientos años formará parte del Imperio persa, y bajo esa dominación es cuando el pueblo judío, y algunos grupos, comienzan a añorar el cumplimiento de la promesa de Dios a su rey amado David: «Nunca faltará sobre el trono de Israel un descendiente de esa estirpe: Yo consolidaré el trono de tu realeza… Tu casa y tu trono permanecerán siempre ante mí…» (2 Samuel 7, 12-16). Pero la realidad es muy otra: el pueblo siente la opresión política y religiosa; no se cumple la promesa divina al patriarca David; piensa que el dominio extranjero no es ayuda ninguna para cumplir la ley otorgada por Dios al pueblo; Israel no puede desarrollar su propia personalidad y no puede tener una constitución basada exclusivamente en la ley divina; la tierra de Yahvé no es en realidad propiedad de Dios (simbolizado en su pueblo elegido), sino de los monarcas extranjeros… Como Israel es tan pequeño y con tan pocas fuerzas, es absolutamente necesario que Dios intervenga para solucionar esta lamentable situación.

A pesar de estos deseos, por desgracia no había visos de solución. Tras las victoriosas campañas de Alejandro Magno, el poder mundial cambió. Ya no mandaban los persas sobre el Oriente Medio, sino los monarcas griegos, sucesores de Alejandro. Israel no quedó liberado del yugo extranjero, sino que pasó a poder de los reyes de Egipto, los Ptolomeos griegos, y —tras unos cien años, más o menos— cayó en manos de los monarcas seléucidas, también griegos, sucesores de Alejandro Magno en el Oriente Medio.

Bajo el dominio de estos reyes la situación de opresión política y espiritual empeoró muchísimo. Tanto que uno de esos reyes, Antíoco IV Epífanes, apoyado ciertamente en el interior del país judío por aristócratas israelitas, pretendió que Israel dejara de ser Israel y se convirtiera en un pueblo helenizado, como los demás del reino. Para ello tenía que cambiar su religión, sus costumbres e incluso su Dios. Yahvé había de ser sustituido por Zeus.

Estalló entonces la rebelión de los Macabeos, que se opuso a todas estas pretensiones de poder extranjero y de helenización por la fuerza. Pero ocurrió que, bajo estos monarcas, los sucesores de Judas Macabeo, judíos de pura cepa, la situación política y espiritual no mejoró. Con el paso de los años, los más piadosos del pueblo cayeron en la cuenta de que todo había sido un espejismo: Israel seguía espiritualmente tan mal como siempre; los reyes se comportaban en el fondo como déspotas extranjeros; la ley divina seguía sin cumplirse en su totalidad; más que nunca era necesaria la intervención de Dios para que toda la situación se enderezara. Es en esta época cuando se conformaron con mayor viveza las esperanzas claramente mesiánicas en un mundo mejor para Israel.

Hasta el momento la figura del Mesías como tal no había ocupado un espacio grande en la mentalidad del pueblo, como se desprende de las pocas menciones al Mesías en escritos de esos años. Pero, desde estos momentos de rápida evolución espiritual a finales del siglo II a. de C. y durante el siglo I a. de C., el Mesías y las esperanzas de renovación y bienaventuranza que este habría de aportar empezaron a ser fundamentales en el pensamiento religioso de la mayoría de la población. El pueblo creía cada vez más en ellas, y nuevos escritos espirituales reflexionaban sobre la figura del Mesías y la extendían sobre el pueblo.

El colmo del sentimiento de opresión política y religiosa llega con el dominio de los romanos, a pesar de que estos, en líneas generales, eran tolerantes en materias de religión. Este dominio romano se había sentido como latente detrás de la figura de los últimos monarcas macabeos, pues Roma se había ido haciendo poderosísima en el Mediterráneo desde el siglo III a. de C. e intervenía indirectamente en el país. Y fue en el 60 a. de C. cuando Pompeyo Magno, llamado por los judíos mismos para dirimir disputas domésticas sobre el trono, entró en Jerusalén, pisó los ámbitos prohibidos del Templo y desde ese momento, hasta pasados muchos siglos, la huella de la bota romana no dejó nunca de sentirse en Israel.

En esos momentos se enardeció la antigua esperanza de la salvación nacional y del dominio final de Israel sobre todas las potencias del mundo: los enemigos del pueblo serían aniquilados por la divinidad; los habitantes de Israel serían purificados por Dios; a Israel le aguardaba un futuro glorioso. Si este mundo era una injusticia viviente, el mundo por venir se vería libre de Satanás y sus satélites, todo Israel —y el universo entero— quedarían bajo el dominio de Dios; en ese mundo futuro dichoso e ideal prevalecerían la justicia y la felicidad de los justos, naturalmente judíos.

En este ambiente de exaltación nacional y religiosa, pleno de una tensa espera en un mundo mejor, se criaron los autores de los apocalipsis, tanto judíos como judeocristianos.

¿Quiénes están detrás realmente de los escritos apocalípticos?

En realidad no lo sabemos: no conocemos a ninguno de sus autores, salvo a Pablo de Tarso. Ni siquiera sabemos con exactitud quién era ese misterioso Juan —desde luego no el apóstol, el hijo del Zebedeo, compañero directo de Jesús— que «firma» el Apocalipsis, ya que este escrito se compuso hacia el 96 d. de C., y hacía muchos años que el primer Juan, el Zebedeo, había muerto.

Desde luego, el grupo de autores apocalípticos no formó secta ninguna en Israel, como pudieron ser los esenios, los fariseos, los saduceos o los zelotas. Si de alguno de estos grupos están cerca los autores es del de los esenios, con quienes comparten ese dualismo esencial entre el Bien y el Mal, entre este mundo perverso y el futuro dichoso por venir, ese amor extremado por la Ley y la voluntad divinas, y esa creencia acendrada en un final casi inmediato del mundo. Pero también otros grupos judíos podían participar más o menos de tales creencias.

Estos misteriosos autores proceden probablemente del conjunto amplio y poco preciso denominado los «piadosos de Israel», que se formó como una suerte de grupo heterogéneo hacia principios del siglo II a. de C., y que constituyó el núcleo popular de la resistencia espiritual y material de los Macabeos contra la influencia del pensamiento griego en Israel. Sus miembros quizá fueran el germen tanto de los esenios, por un lado, como de los fariseos por otro, pero como grupo o secta concreta los apocalípticos no existieron nunca. Son un ejército de autores anónimos que ante todo persiguieron la pureza y la fidelidad de Israel a su pasado. Los cristianismos apocalípticos, con Jesús de Nazaret y luego Pablo de Tarso a la cabeza (véanse los capítulos 20 y 21 de la presente obra), son herederos de estos judíos fieles; solo que, a diferencia de la mayoría, creían que el Mesías de Israel había llegado ya, y que ellos —y solo ellos— formaban el Israel restaurado y renovado del final de los tiempos. Pero en lo demás sus creencias eran sensiblemente iguales a las de los grupos de «piadosos».

En la formación de estas creencias apocalípticas los expertos han creído ver influencias del pensamiento religioso de fuera de Israel. Algo aparentemente extraño en gentes tan puristas. Pero es así. Desde luego las ideas sobre la inmortalidad del alma, la existencia de otra vida, la resurrección y los premios y castigos en un mundo no situado en la tierra no son ideas judías originarias y no existían entre el pueblo israelita en el siglo IV a. de C.; eran productos genuinos de la religiosidad y de la mística griega desde hacía siglos que se extendieron fuera de Grecia y que habían sido asimilados por el judaísmo desde la época de la invasión silenciosa en el Oriente del pensamiento helénico tras la muerte de Alejandro Magno. Otros estudiosos han visto en las concepciones dualistas de estos personajes apocalípticos —la confrontación de las dos edades de la historia; el determinismo férreo por el que el Espíritu del Bien, Dios, controla esa historia— ideas tomadas y asimiladas de la prestigiosa religión de los magos irano-persas. Esto último no es seguro, a pesar de que Israel había estado más de doscientos años bajo dominio persa, pero lo que sí parece cierto es que estos autores apocalípticos, tan misteriosos, que supieron esconder su verdadera personalidad tras atribuciones falsas de sus obras a otras personalidades, a pesar de que creyeron ser quizá los sucesores de los gloriosos profetas de Israel, han influido enormemente en el pensamiento religioso de la cristiandad hasta hoy día, como se verá.

Por eso merece la pena aunque solo sea echar una ojeada a algunas de sus producciones, las que presentamos en este libro.