Uno

—¿Qué crees que le pasó a tu madre?

A Bel le rechinó esa palabra. Madre. Poco natural. No tanto como mamá. Esa le atravesaba los labios, deformados y enfadados, como una babosa inflada que por fin queda en libertad, cayendo al suelo para que todo el mundo se la quede mirando. Porque todo el mundo lo haría, todo el mundo lo hacía siempre. Esa palabra no pertenecía a su boca, así que Bel no la decía, al menos si podía evitarlo. Sentía frialdad por madre, una cierta distancia.

—Tranquila, tómate tu tiempo —dijo Ramsey, con vocales entrecortadas y expuestas.

Bel lo miró evitando la cámara. La piel negra de Ramsey se llenó de líneas de preocupación que le tiraban de los ojos, fijos en Bel, porque ya se estaba tomando su tiempo, demasiado, más que en las preentrevistas de los últimos días. Él se frotó las sienes, justo donde el pelo rizado negro se desvanecía sobre las orejas. Ramsey Lee: cineasta, director, de South London, a todo un mundo de aquí y, aun así, aquí estaba, en Gorham, New Hampshire, sentado delante de ella.

Ramsey carraspeó.

—Um... —empezó a decir Bel, atragantándose con esa babosa—. No lo sé.

Ramsey se echó hacia atrás, haciendo crujir la silla, y Bel supo por su mirada de decepción que no lo estaba haciendo bien. Peor. Debía de ser por la cámara. La cámara cambiaba las cosas, su permanencia. Un día, miles de personas verían esto, separadas de ella tan solo por el cristal de las pantallas de sus televisiones. Analizarían cada palabra que decía, cada pausa que hacía, y tendrían algo que opinar al respecto. Estudiarían su cara: su cálida piel blanca y el rubor de sus mejillas, su barbilla afilada que se marcaba más cuando hablaba y, sobre todo, cuando sonreía; su pelo corto rubio miel, sus ojos redondos gris azulado. «¿A que es clavadita a Rachel?», dirían esas personas al otro lado de la pantalla de la tele. Bel pensaba que se parecía más a su padre, en realidad. Pero gracias.

—Lo siento —añadió Bel, apretando los ojos, con intensos parches naranjas en las zonas iluminadas por los focos naranjas. Solo tenía que superar este documental, fingir que no estaba odiando cada segundo, hablar de Rachel, y su vida volvería a la normalidad, volvería a no hablar de Rachel.

Ramsey sacudió la cabeza, dejando ver una sonrisa.

—No te preocupes —dijo—. Es una pregunta complicada.

Pero no lo era, en realidad. Y la respuesta tampoco era complicada. Realmente Bel no sabía qué le había pasado. Nadie lo sabía. Esa era la cuestión.

—Creo que...

Alguien se tropezó detrás de la cámara con un cable que se había soltado de la pared. Uno de los focos parpadeó y se apagó, balanceándose sobre su pata raquítica. Una mano se estiró para agarrarlo antes de que se cayera y lo puso derecho. 

—Mierda. Perdona, Rams —dijo el chico que se había tropezado, volviendo a meter el cable suelto en la toma de corriente. Ahora que se había apagado la luz, Bel veía bien por primera vez. No podía decir que no se había fijado en él antes, cuando Ramsey le presentó al equipo, cegada por las luces y la cámara. Debía de ser el más joven de los cuatro miembros del equipo, no podía ser mucho mayor que ella. Y era, quizá, la persona más ridícula que Bel había visto jamás. Tenía el pelo castaño a la altura de los hombros y le caía en densos rizos, apartado a un lado de la cara pálida, llena de ángulos y sombras. Llevaba unos pantalones de tela escocesa y un jersey morado con dinosaurios verdes y amarillos caminando por el pecho.

—Perdona —dijo de nuevo con un marcado acento. También debía de ser de Londres. Gruñó mientras empujaba el enchufe en la pared y la luz parpadeó de nuevo, y volvió a la vida, ocultándolo de Bel. Menos mal, el jersey de ese tipo la estaba distrayendo.

—Te dije que pegaras con cinta todos los cables, Ash —dijo Ramsey, girándose para mirar detrás del foco.

—Lo he hecho... —La voz de Ash sonó detrás del foco, angular, en cierto modo, como su cara—. Pero se acabó la cinta.

—Hay cincuenta mil rollos arriba —respondió Ramsey.

—Cincuenta y uno mil —dijo la mujer que estaba detrás del micrófono: un palo largo apoyado en un trípode con una cabeza peluda gris colgando sobre Bel y Ramsey, justo por encima del encuadre. Saba, así la había llamado Ramsey, y la presentó como «la de sonido». Llevaba unos auriculares enormes que le eclipsaban la cara, apretándole la piel marrón de las mejillas con pliegues poco naturales.

—Lo siento —dijo la voz de Ash—. Luego lo arreglo.

—No pasa nada —dijo Ramsey, suavizando la expresión durante un segundo. Luego le dijo al hombre de detrás de la cámara—: James, ¿por qué estás haciendo una panorámica de Ash?

—Pensaba que, como íbamos a hacer un documental estilo cinema vérité, igual querías meter esto —respondió el operador de cámara.

—No, no quiero meter esto. Vamos a empezar desde el principio y hacer otra toma. Y cuidado con dónde pisáis esta vez.

Ramsey sonrió compungido a Bel, que estaba allí sentada en un sofá de felpa delante de todos ellos, con los cojines artísticamente colocados detrás de ella.

—Ash es mi cuñado —dijo, a modo de explicación—. Lo conozco desde que tenía once años. Es su primer empleo, ¿verdad, Ash? Asistente de cámara.

Ash: asistente de cámara. Saba: la de sonido. James: operador de cámara. Y Ramsey: cineasta, productor, director. Seguro que era muy agradable que unas palabras así siguieran a tu nombre, unas palabras que has elegido tú. Las de Bel eran otras: «Esta es Annabel. La hija de Rachel Price». Esa última parte se decía en un susurro. Porque aunque Rachel había desaparecido, todo giraba a su alrededor. Gorham ya no era su lugar; era el pueblo en el que había vivido Rachel Price. El número 33 de la calle Milton ya no era el hogar de Bel, era la casa en la que había vivido Rachel Price. El padre de Bel, Charlie Price, bueno, era el «marido de Rachel Price», aunque el apellido Price era el suyo.

—Ash, la claqueta —le recordó Ramsey.

—Oh. —Ash apareció por detrás del foco con una claqueta blanca y negra en las manos. En ella se leía: «La desaparición de Rachel Price». El nombre del documental. Debajo, escrito a mano: «Entrevista a Bel». Y le sorprendió de verdad que no pusiera simplemente «La hija de Rachel Price».

Ash se colocó enfrente de la cámara, haciendo ruido al frotar el dobladillo del pantalón.

—Toma seis —dijo, bajando la claqueta con un ruido fuerte y desapareciendo rápido del plano.

—Volvamos a empezar. —Ramsey suspiró. Ya llevaban aquí cuatro horas y empezaba a notársele en la cara—. Tu madre lleva más de dieciséis años desaparecida. En todo este tiempo, no ha habido ni rastro de ella. Ni actividad en sus cuentas bancarias, ni comunicación con la familia, no se ha encontrado ningún cadáver, a pesar de las búsquedas exhaustivas. Y, por supuesto, se han producido avistamientos —dijo, haciendo demasiado hincapié en la palabra para que saliera de soslayo—. En internet, hay personas que afirman haber visto a Rachel en París. Brasil. Incluso hace tan solo unos meses, cerca de North Conway. Pero, por supuesto, son afirmaciones sin confirmar. Tu madre se desvaneció sin dejar rastro el 13 de febrero de 2008. ¿Qué crees que le pasó?

Bel no podía volver a decir «no lo sé», porque entonces no la dejarían irse nunca.

—Para mí es un misterio tan grande como para el resto del mundo —dijo, y por el destello en los ojos de Ramsey, sabía que esa había sido una respuesta mejor. Vale, sigue—. Conozco todas las teorías sobre lo que pudo pasar. Y si tuviera que elegir una...

Ramsey asintió, insistiéndole.

—Creo que intentaba huir. Se fue. Y luego quizá algún asesino oportunista la asesinó. Es el término que usan los medios. O quizá se perdió en las Montañas Blancas y murió en la nieve y algún animal dio con sus restos. Por eso nunca la encontraron.

Ramsey se inclinó hacia delante, frotándose la barbilla, pensativo.

—Entonces, Bel, ¿dices que crees que lo más probable es que tu madre esté muerta?

Bel asintió a medias, mirando fijamente al café que había en la mesa delante de ella. La botella de agua completamente llena solo era atrezo, no podía beber. El tablero de ajedrez de mármol con todas las piezas listas para atacar, sus rodillas apuntando al centro en tierra de nadie. Esta sala de juntas reconvertida en el hotel Royalty Inn en Main Street era el escenario. La botella de agua, el tablero de ajedrez y los cojines, el atrezo. Nada de esto era real para nadie más, todo era por el espectáculo.

—Sí. Creo que está muerta. Creo que murió aquel mismo día, o poco después.

¿De verdad lo creía? ¿Acaso importaba? Desaparecida significaba desaparecida.

Ramsey miraba ahora también el tablero de ajedrez.

—Dices que crees que tu madre intentaba huir —dijo, volviendo a mirarla—. ¿Estás segura?

Bel se encogió de hombros.

—Supongo.

—Pero hay pruebas fehacientes que contradicen la teoría de la huida. Rachel no sacó dinero del banco en los días y semanas previos a su desaparición. Si pensaba huir y empezar una nueva vida, habría necesitado dinero. Y no solo eso, tampoco cogió su cartera, con su carné de identidad, y dejó las tarjetas bancarias en casa. Tampoco se llevó el teléfono. No cogió nada de ropa ni pertenencias. Nada. Ni siquiera se llevó el abrigo con el día tan frío que hacía. Lo encontraron en el coche, con su teléfono y la cartera.

«Y yo», pensó Bel.

—¿Cómo explicas eso? —le preguntó Ramsey.

¿Qué quería que dijera?

—No lo sé. —Bel volvió a esas tres palabras, se escondió tras ellas.

Ramsey pareció notar la barricada, se echó hacia atrás y se irguió.

—Ya tienes dieciocho años, Bel. No tenías ni dos años cuando Rachel desapareció. Veintidós meses, de hecho. Y, por supuesto, una de las cosas más destacadas de este caso y que lo aleja de todos los demás, es que tú estabas con ella. Tú estabas con tu madre cuando desapareció.

—Sí —dijo Bel, sabiendo perfectamente qué pregunta venía después. Daba igual cuántas veces le preguntaran, la respuesta era la misma. Y era peor para Bel, sin duda.

—¿Y no recuerdas nada de aquel día? ¿Ir al centro comercial? ¿Estar en el coche?

—No me acuerdo de nada —dijo sin emoción alguna—. Era muy pequeña como para acordarme. O como para decirle a alguien lo que vi aquel día.

—Y esto es lo más sorprendente. —Ramsey se inclinó hacia delante, las palabras saltaban por el medio mientras él intentaba mantener la voz equilibrada—. Eras una niña pequeña, demasiado joven como para comunicarte bien con alguien, con la policía. Pero si alguien se llevó a Rachel, la sacó del coche, en el lugar donde la encontraron contigo dentro, eso significa que tú debiste de ver quién fue. Lo viste. En un momento dado, has tenido que saber, aunque sea brevemente, la respuesta del misterio.

—Soy consciente.

Sorprendente, ¿no? Lo más sorprendente, de hecho.

Bel cerró los ojos y tres abrasadoras manchas solares invadieron el mundo oscuro dentro de su cabeza. Las luces eran demasiado intensas. También daban calor, ¿o se lo estaba imaginado? Entonces, ¿por qué tenía la cara tan caliente?

—¿Estás bien? ¿Quieres continuar? —le preguntó Ramsey.

—Sí. —No tenía elección, en realidad. Había acordado contratos, firmado exenciones y renuncias. Y, lo más importante, se lo había prometido a su padre. Podía fingir amabilidad por él. Decir «sí» y «no» y «lo siento» en los momentos adecuados.

—¿De verdad no recuerdas nada de ese día?

—No. —Y tampoco lo haría la próxima vez que le preguntaran. Ni la siguiente. No recordaba lo que pasó, no tenía ni idea. Solo lo que supo más tarde, cuando fue lo suficientemente madura para saber cosas: que la había dejado. Abandonada en el asiento trasero del coche, pasara lo que pasara.

—Este es uno de los casos más debatidos y estudiados de pódcast de crímenes reales y redes sociales, sobreviviendo en la conciencia del público incluso dieciséis años después —dijo Ramsey, con los ojos brillantes—. El nombre de Rachel Price es casi sinónimo de misterio. Porque su desaparición fue como un puzle y la naturaleza humana es querer resolver puzles, ¿no crees?

¿Bel tenía que responder a eso? Demasiado tarde.

—Y eso es porque —continuó Ramsey— parece que Rachel desapareció dos veces aquel día. ¿Puedes contarnos qué ocurrió aquella tarde a las dos? ¿Dónde fuisteis tu madre y tú?

—¿Otra vez?

—Sí, por favor. Para la cámara —dijo Ramsey, quitándole la culpa a Bel y poniéndosela a la cámara. Las cámaras no tenían sentimientos. Ramsey parecía majo. Pero, bueno, eso era lo que él quería que ella pensara, ¿no?

Bel carraspeó.

—Aquella tarde yo estaba en el coche con Rachel. Fuimos al centro comercial White Mountains, que está en Berlín, cerca de Gorham, a unos diez minutos. Las cámaras de seguridad nos grabaron entrando en el centro comercial. Rachel me llevaba en brazos.

—¿Y por qué fuisteis al centro comercial?

—Me solía llevar en sus días libres, eso me han dicho —dijo Bel—. Rachel trabajaba allí, en una cafetería. Volvió para tomarse un café y ver a sus antiguos compañeros. No era raro. La cafetería se llamaba Moose Mouse.

Evidentemente, Bel no se acordaba de eso, pero había visto las grabaciones de las cámaras, las últimas imágenes de Rachel Price con vida. Sentada en la cafetería, la pequeña Bel con un abrigo azul y brazos rollizos, retorciéndose en el regazo de Rachel. Rodeadas de mesas vacías. Borrosas, pero aquellas figuras parecían felices. Ajenas a que las dos estaban a punto de desaparecer, una de ellas para siempre.

—Pero lo que sí fue raro —dijo Ramsey— es que, cuando os acabasteis las bebidas, Rachel se levantó para marcharse, todavía contigo en brazos. Salisteis de Moose Mouse a las dos y cuarenta y nueve, eso dicen las cámaras, y se os ve en las imágenes. Hasta que giráis una esquina, en un punto ciego de las cámaras de seguridad y...

Parecía estar esperando algo.

—Desaparecimos —dijo Bel, rellenando las lagunas.

—Os desvanecisteis —añadió Ramsey—. No aparecéis en la cámara en la que deberíais haber aparecido si Rachel hubiera continuado caminando. No aparecéis en ninguna cámara después, en ninguna de las que hay en las salidas. En ningún sitio. Lo que significa que no salisteis. Pero lo hicisteis. Desaparecisteis las dos dentro del centro comercial y no hay ninguna explicación. ¿Se te ocurre cómo pudo ser?

—No lo sé, no me acuerdo. —Era un tema algo recurrente.

—La policía analizó las grabaciones tras la desaparición de Rachel. Estudiaron y contaron a todos los que estaban en el centro comercial. Y luego volvieron a contar. Los números encajaban, menos dos. Tú y Rachel. Las únicas que entrasteis y nunca salisteis. La policía incluso consideró si, por algún motivo, salisteis disfrazadas, cambiasteis de apariencia, pero eso no encajaba con los números. Os desvanecisteis, sin más.

Bel se encogió de hombros, sin saber muy bien qué quería Ramsey que dijera. Ahora estaba des-desvanecida.

—Y lo siguiente que sabemos es que tú volviste a aparecer. Te encontraron sola en el coche de Rachel, abandonado en una carretera cerca del parque estatal Moose Brook. El coche estaba en el arcén, con las luces antiniebla puestas y el motor en marcha. Un hombre —Ramsey comprobó sus notas—, Julian Tripp, pasó por allí y te encontró un poco pasadas las seis de la tarde. Llamó enseguida a la policía...

—De hecho, actualmente es mi profesor, el señor Tripp.

Ramsey sonrió, no le importó la interrupción.

—El mundo es un pañuelo.

—Bueno, el pueblo es muy pequeño —puntualizó Bel.

—Creo que es evidente porque los aficionados a los crímenes reales están obsesionados con este caso. No hay respuestas desde que acabó el juicio. No se puede resolver y jamás tendrá sentido. Y para ti tiene que ser mucho más duro porque tú estuviste presente. —Ramsey hizo una pausa—. ¿Cómo ha sido, Bel? ¿Crecer a la sombra de un misterio imposible como este?

Nadie lo había preguntado así antes. Sí que lo sentía como una sombra, casi todos los días, algo oscuro y desagradable de lo que apartarías la vista si sabías qué era lo mejor para ti. Y Bel lo sabía. Se apretó la nariz, con la fuerza suficiente para llegar al cartílago. Luego se acordó de que la estaban grabando y que había un micrófono planeando sobre ella. Mierda. Igual Ramsey eliminaba eso.

—No ha sido para tanto —dijo por fin—. Acepté hace mucho que nunca tendríamos respuestas. No es culpa mía no poder recordarlo, era demasiado pequeña. Y como no tengo esos recuerdos, jamás resolveremos el misterio de Rachel Price, pero no pasa nada. De verdad. Tengo a mi padre. —Bel hizo una pausa y sonrió ligeramente—. Se esforzó mucho para darme una infancia lo más normal posible, dadas las circunstancias. Es el mejor padre que podría tener. Por eso no quiero que la gente sienta pena por mí —dijo, muy en serio. Esperaba que la cámara pudiera captar eso—. Tengo suerte, en realidad...

—Um, Ramsey. —La voz de Ash flotó desde detrás del foco.

—Estamos rodando, Ash. —Ramsey se dio la vuelta para mirarlo.

—No, si ya lo sé. —Se acercó un poco y Bel por fin pudo volver a verlo—. Es que ya nos hemos pasado de hora y creo...

Señaló la puerta que daba al vestíbulo del hotel. En la ventana había una cara aplastada contra el cristal que los observaba. Bel se hizo visera con la mano, pero las luces eran demasiado fuertes como para ver quién era.

—Ya está aquí —dijo Ash, mirando la hora en su teléfono—. Llega pronto.

—¿Quién es? —preguntó Bel. Sabía que Carter y la tía Sher­ry no grababan sus entrevistas hasta la semana que viene.

—Mierda —dijo Ramsey entre dientes, comprobando la hora en su reloj. Miró rápidamente a Bel, con los ojos muy abiertos, despojados de las arrugas de amabilidad.

Bel se inclinó hacia delante, perdiendo también las suyas. Endureció el tono.

—¿Quién está aquí, Ramsey? ¿Quién es esa mujer?