
En Faddenfield siempre ha habido dos familias importantes: la nuestra y la de los Magnolia. Un linaje de brujas... y otro de cazadores. Mientras nosotras vigilamos el pueblo desde la colina, ellos lo hacen desde su castillo en los acantilados, antaño conocido como el Castillo de las Flores. Hoy es solo el Magnolia, y hace las veces de instituto, biblioteca, museo e, incluso, de atracción turística; aunque no es que vengan muchos turistas por aquí.
Decir que entre nosotros ha habido siglos de enemistad es quedarse corto. También ha habido sangre. Firmamos la paz en dos ocasiones. La primera, en la época de Joann Wytte, salió mal. La segunda... podemos decir que fue un éxito, porque gracias a ello vencimos a los demonios. Sin embargo, nunca han terminado de fiarse de nosotras. Y es mutuo.
Hace unos años, Anabel conoció a un cazador de brujas de Japón durante una de sus cacerías a una bruja corrupta especialmente poderosa... Y, cuando volvió, se lo trajo con ella. A él y a...
—¿Vamos a tardar mucho? —nos pregunta Hikari mientras se quita la chaqueta mojada por la lluvia y la deja en el perchero.
Hikari Ito, hija de Takedo e hija adoptiva de Anabel, es una chica alta de cuerpo delgado y atlético, pelo azabache y mirada tranquila. Se podría decir que la he visto crecer; Circe y ella llevan siendo amigas desde que eran unas crías. O al menos lo eran. Ahora no sé qué mosca les ha picado.
—Una hora, como máximo —responde Rhiannon mientras observa cómo la cazadora se acomoda tras el hombro su espada maldita.
Intercambio una mirada significativa con Rhiannon. Aparte de la magia, solo hay una cosa que puede herir a los demonios: las espadas malditas, armas forjadas en el propio Infierno y hechas de un metal que puede atravesar la carne de esas criaturas. Nadie sabe cómo Salomon, el hijo de Ahinoam y fundador de la Hermandad, obtuvo la primera espada maldita, la misma que se ha ido heredando entre los líderes de la Hermandad hasta llegar a Anabel y que le permitió robar más espadas para sus discípulos.
La que lleva Hikari ahora es un ejemplar bastante básico que, probablemente, perteneció a un demonio menor, un súbdito de un demonio de mayor categoría. Lo que las distingue son los ornamentos y el brillo; la de Hikari es una simple hoja de metal, sin adornos en la empuñadura, prácticamente opaca. Esas espadas son las que más abundan. Las espadas de alto rango, como la de Anabel, emiten luz y son una obra maestra de la herrería.
Mamá también luchaba con una espada maldita; las brujas espirituales comenzaron a utilizarlas cuando se dieron cuenta de que mezclar su sangre con la de despojados daba lugar a brujas menos poderosas, brujas que no podían controlar los elementos. La que tenemos en el salón es el mayor trofeo del aquelarre, pues mamá la consiguió tras vencer a uno de los demonios de alto rango dentro del Infierno: uno de los Setenta y Dos de Bael. Si los demonios siguieran habitando este mundo, Circe y Morgana tendrían que robarles una espada con nuestra ayuda... Pero, como hace ya mucho que terminamos con los demonios que quedaron atrapados en nuestra dimensión después de que las Puertas se cerraran, la única manera de conseguir una espada maldita nueva a día de hoy es... robársela a otra bruja.
—¿Y esa espada? —pregunto mirando significativamente a Circe.
—Pues es mi espada —responde Hikari—. ¿Qué pasa?
Carraspeo de una manera un tanto dramática. Por fin, Circe se da cuenta de lo que le estoy pidiendo y asiente imperceptiblemente. Un leve mareo hace que la cabeza me pite durante un segundo, y me concentro para bloquear la magia de Circe.
—¿Es nueva? —presiona mi hermana—. ¿O heredada?
Hikari carraspea y desvía la mirada, algo azorada.
—Nueva, por supuesto.
—¿Ya has matado a tu primera corrupta? —comenta Circe con retintín—. No te creía capaz.
Hikari abre mucho los ojos y algo parecido a la furia se dibuja en su rostro, pero, antes de contestar, respira hondo y su respuesta es calmada.
—La que dejó de entrenar para pasarse el día mirándose al espejo fuiste tú, no yo.
Circe se ríe por lo bajo.
—¿Lo disfrutaste? —pregunta en tono morboso—. Lo de matarla, digo.
Hikari palidece.
—Claro que no. Pero era una bruja corrupta, y era mi deber.
Circe me sonríe, lo que indica que Hikari dice la verdad: ha matado a una corrupta, y no a una bruja blanca. Rhiannon y yo suspiramos imperceptiblemente y la cazadora da un respingo.
—¿Estabas usando tus poderes conmigo? —le reprocha.
—Hum. ¿Cómo dices? —replica Circe desinteresada.
El rubor acude a las mejillas de Hikari, que se frota las sienes, percatándose de que, quizás, ese dolor de cabeza no era arbitrario. La magia mental deja huella.
—¡Te dije que no volvieras a hacerlo!
—También me dijiste que ibas a aprender a bloquearme, y aquí seguimos. —Circe se mira las uñas con aire distraído.
Cuando Circe utiliza su empatía, la cabeza de sus víctimas lo detecta instintivamente. Mareos, dolores de cabeza, pitidos... Suelen ser las señales. Como Circe no sabe utilizar bien sus poderes, en vez de dirigir su magia a una única persona, no puede evitar sentir las emociones de todos los que la rodean. Una buena émpata sabría concentrarse en una sola persona, pero, en fin, ninguna de nosotras podría definirse como «buena» en su campo. Rhiannon, quizás, y aun así lleva años sin utilizar la magia.
—Puede que no sepa bloquearte, pero en un duelo sin magia no me ganarías.
—Tenemos la espada de mamá en el salón —le espeta Circe—. Si quieres la descuelgo; apuesto a que sigo siendo mejor que tú.
Las chispas que saltan entre ellas parecen cobrar vida propia. Rhiannon carraspea incómoda.
—Esperad a que completemos el Ritual primero —les dice—. Después haced lo que queráis, pero fuera de casa. No quiero destrozos.
Las chicas suspiran y se cruzan de brazos, y nosotras aprovechamos para dirigirnos al torreón.
—Deberíamos repasar el protocolo —sugiere Rhiannon mientras subimos las escaleras.
Por supuesto que Rhiannon quiere repasar el protocolo; ¡Dios nos libre de olvidar las normas! Mi hermana comienza a hablar, pero apenas la escucho. Llevo años haciendo esto; lo único que quiero es acabar cuanto antes.
—Lo más importante es que el círculo no se rompa. Debemos darnos las manos en todo momento. Si nos soltamos, los demonios lo tomarán como una invitación a nuestro mundo.
Circe y yo asentimos, yo un poco más hastiada que ella.
—Hikari, mantente lejos de nosotras, no intervengas por nada del mundo.
—Bueno, por nada del mundo no —protesta ella.
Rhiannon le lanza una mirada molesta.
—No vamos a realizar ningún pacto —dice alzando una ceja.
Hikari se rasca una ceja.
—¿Ni siquiera si os prometen ser millonarias? Yo me lo pensaría.
Las tres hermanas nos quedamos calladas, tomándonos en serio lo que la cazadora acaba de decir... Hasta que nos damos cuenta de que ha intentado hacer una broma.
Reprimo una carcajada.
—¿De qué serviría el dinero si estamos muertas? —le pregunto, alzando la ceja con sarcasmo.
—Seguro que hay algo que os tienta —insiste ella en tono juguetón—. Hay deseos que vale la pena cumplir.
—¡Ah!, ¿sí? —pregunta Circe divertida—. ¿Cuál es el tuyo?
Hikari alza el mentón y Circe se cruza de brazos desafiante. Por un momento, parece que hemos viajado en el tiempo, que Hikari y Circe vuelven a ser las niñas a las que teníamos que vigilar las tardes en las que mamá y William se iban a trabajar.
—Pues mira, no me importaría pedirle a un demonio que vuelva a ponerte gafas y aparato. Sería muy muy divertido.
Circe la fulmina con la mirada.
—Vaya, qué graciosa —responde—. Pues yo les pediría que desaparecieras de la faz de la tierra, así no tendría que fingir que no te conozco de nada cuando estamos en el instituto y te comportas como una rarita.
—¿Rarita yo? Al menos no voy por ahí fingiendo ser quien no soy.
La cara de Circe se vuelve roja.
—No, claro que no, porque tu madre les pone una amonestación a todos los que osan respirar encima de ti.
Anabel es la directora del Magnolia desde que somos pequeñas. Es cierto que a veces se toma ciertas... libertades. Por ejemplo, cuando a mí me mandaban a su despacho, tendía a expulsarme unos días sin ni siquiera escuchar mi versión de los hechos; como aquella vez en la que el gimnasio se incendió y me echó la culpa a mí.
Efectivamente, la culpa era mía, pero ella no tenía pruebas.
—¡Bueno, basta ya! —interviene Rhiannon. Estamos en la base de la escalera de caracol que lleva al torreón, situada en el tercer piso—. Esta noche es importante, comportaos. Ya sois mayorcitas.
Circe y Hikari se cruzan de brazos.
—¿Tú qué pedirías, Ri-Ri? —le pregunto para suavizar el ambiente.
—¿No es obvio? Ser madre.
—Qué fácil es hacerte feliz, hija mía —replico—. ¿Y ser millonaria no?
—Bah, no sé ni para qué respondo.
—¿Y tú, Ember? —me pregunta Circe, dándole la espalda a Hikari como si no estuviera allí.
—¿Yo? —respondo mientras agarro la barandilla de madera barnizada y me columpio hacia atrás, haciéndome la interesante—. Ay, pues no sé.
—Claro que lo sabes —interviene Rhiannon—. No te hagas la tonta.
Nuestras miradas se cruzan y ella esboza una sonrisa de comprensión. Respiro hondo y tuerzo la boca, lamentando tener que echar a perder el momento.
—Vale, sí que lo sé —admito—. Les pediría recuperar a mi padre.
Hikari chasquea la lengua.
—¿Ves? —dice—. Ese es uno de los deseos por los que valdría la pena arriesgarlo todo.
Yo suelto un resoplido y agito una mano, restándole importancia al asunto.
—No te alteres, cazadora. Ni siquiera los demonios pueden resucitar a los muertos.