Reino de Jerusalén, año de 1120, 11 de Mayo.
La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Salomón se había fundado en el año 1118, bajo la premisa pública de custodiar a los peregrinos en Tierra Santa. Ese mismo año de 1118, en el mes de abril, el rey Balduino II había sido coronado rey de Jerusalén. Dos años más tarde, Balduino, hombre temeroso de Dios, otorgó como emplazamiento las caballerizas del Templo, donde los caballeros cabalmente cumplirían con la misión.
Una noche, su primer gran maestre, Hugues de Payns, se encontraba organizando la salida de carromatos. El rey había dejado instrucciones de que una escolta estuviese en las inmediaciones del Templo.
Cerca de la medianoche, André de Montbard y Godofredo de Bisol supervisaban el traslado de reliquias y manuscritos. Mientras tanto, Godofredo de Saint-Omer y Payen de Montdidier preparaban las carretas que llevarían a Jaffa para embarcar rumbo al puerto de Marsella. El destino final era Troyes. Los caballeros Arcimbaldo de Saint-Armand, Hugo Rigaud, Gondemaro y Rolando continuaban con sus labores en el Templo.
La escolta que envió el rey a cargo de André de Craon estaba constituida por veinte hombres bajo su mando. El encargo era llevar a buen resguardo los carromatos al puerto.
La obscuridad reinaba, sólo los faroles de mano y las antorchas apostadas a un costado de los carromatos daban destellos de luz, se respiraba tensión en los guardias; de repente, uno de ellos observó a lo lejos cómo se vislumbraban un par de siluetas que portaban una vela, la cual iluminaba sus pasos. De a poco, iban tomando forma a medida que se acercaban: parecían ser monjes, vestían con hábito blanco, aparentaban tener alrededor de unos 35 o 40 años. Los guardias les interrumpieron el paso. Uno de ellos, el de mayor edad, pidió hablar con Hugues de Payns sobre un asunto urgente. Los guardias sopesaron la situación, ya que no era una hora habitual para diligencias; llamaron a André Craon, quien no vio riesgo alguno en convocar a Hugues de Payns, así que envió a un par de hombres a buscarlo. Cuando arribó ante André y sus guardias, observó a los enviados.
—Soy Hugues de Payns, ¿para qué me buscáis?, ¿qué os apremia a venir a esta hora?
—Vemos que os refugiáis bajo la noche, quizás esperando no tener miradas curiosas en el entorno —dijo uno de los monjes.
—No nos refugiamos de nada, hermano, ¿cuál es vuestra encomienda?
—¿Puedo hablaros en privado?
Hugues de Payns sopesó la situación y asintió. Pasaron al patio del Templo.
—Decidme, ¿en qué puedo ayudarles? ¿Cuál es la urgencia?
—Como ya os dije, os ocultáis en la noche para llevar a cabo el traslado, pero lo que debéis proteger sigue oculto y, aunque estéis a la luz del día, no verá la luz.
—Perdonad, no os entiendo… ¿Qué tratáis de decirme?
—Aún no llevan lo realmente importante. —El monje observó a Hugues y continuó—: Resguardan todo lo que a la vista está y creen que tiene valor simbólico, pero aún os falta lo más importante… Por algo se les encomendó la seguridad de este sitio.
—Disculpad, ¿quién sois vos? ¿Quién os ha enviado?
—Nos envía el Maestro… pero no nos distraigamos de lo importante. —Acompañado por un movimiento, de la mano agregó—: Hugues de Payns, venid, seguidme, iremos a ese lugar que ha aguardado pacientemente el paso de los años. Ahora os mostraré el camino.
Hugues de Payns siguió al hombre e insistió:
—¿Os envió el Maestro?, ¿por qué no hemos sido avisados?
—Soy uno de sus discípulos, mi nombre es Nicolás —contestó, mientras advertía el tránsito de un par de carromatos y ordenó que se detuviera el último—. Revisa el carromato, observa el cargamento. —Dirigiéndose al conductor, decretó—: Bajad todo y regresad al patio principal. Y ustedes, Hugues de Payns y André, haced bien en seguirme.
Todos se quedaron de una pieza al escuchar la orden de descarga. Hugues de Payns se dejó llevar por su intuición y les indicó que cumplieran con lo que se les había exigido.
Avanzaron hacia lo que una vez fue el altar. Ahí se ocultaba una trampa, que retiraron. Se trataba de una loza de piedra de metro y medio en sus lados. Fue difícil removerla, se necesitaron cuatro caballeros para lograrlo; una vez la retiraron y habiéndose disipado el polvo generado, inclinaron una antorcha para iluminar el interior: para su sorpresa, observaron unas escaleras. Hugues de Payns y André trataron de disimular su asombro.
Descendieron treinta y tres peldaños, que conducían hasta una pequeña sala donde dominaban la oscuridad y el silencio; en ese momento, todos cubrieron sus rostros con pañoletas. Hugues de Payns y André empuñaban antorchas, el discípulo del Maestro, Nicolás, iba libre de manos. En el fondo de esa sala había un falso muro que se desplazaba con cierta dificultad. El tiempo no había pasado en vano y, poco a poco, se abrió ante ellos una cámara oculta. Observaron asombrados reliquias que se creían perdidas tras la destrucción del Templo por Nabucodonosor: un cofre de oro, fragmentos de un báculo que portó Moisés (el de la serpiente de bronce, que fue destruido en el primer Templo por Ezequías), la vara de Aarón.... También había innumerables manuscritos, los cuales se ubicaban en las repisas, al fondo de la cámara.
—He aquí lo que realmente deben proteger. Esas reliquias tienen un valor simbólico, incluso sagrado, y por qué no decirlo: de poder. Los manuscritos son lo esencial: contienen el formulario de la ciencia del universo, que aún está lejos de nuestra compresión. Ésa es nuestra misión… y, ahora, también la suya. —El discípulo hizo una pausa—. Para asimilarla, deben prepararse y seguir creciendo en lo espiritual, como espero que ya hayan comprendido.
Hugues de Payns miró y asintió con un movimiento de su cabeza.
—Llévense todo —ordenó el discípulo.
—Iré por ayuda —contestó André.
—¿Por qué sacarlo a la luz? ¿Acaso no es más seguro que reliquias y manuscritos permanezcan aquí? —intervino Hugues.
—No, no lo es…
—Pero, si llevan tanto tiempo en este sitio a buen resguardo, ¿no es mejor que continúen aquí?
—Habrán de llevar las reliquias y manuscritos a Troyes, ya que deben cambiar su morada —afirmó el discípulo.
Hugues de Payns se mostraba confundido; al final, sólo comentó:
—Deberemos trazar un plan.
—Todo está dispuesto. El conde Hugues ya se ha hecho cargo.
—El viaje es largo, ¿será seguro su traslado? —inquirió André.
—Sí, no dudéis más. No sean hombres de poca fe. Si se quedan aquí, alguien más podría descubrir las reliquias. Y no sabemos de sus intenciones. Solo hay algo que es seguro: hay que moverlas de aquí. Esperad. —El discípulo sacó de su bolso un cuenco de piedra un poco más grande que el ancho de una copa—: Tomen, deberán llevar esto con ustedes.
—¿Qué es? —preguntó Hugues de Payns.
—Una reliquia, una piedra sagrada. Ya lo entenderán en su debido momento.
Los caballeros templarios se pusieron a trabajar. Subieron todo lo que se encontraba en esa cámara secreta. Cuando terminaron de cargar el carromato, se dispusieron al avance. Al frente iba la escolta del rey Balduino II; detrás, los carromatos y los caballeros en la retaguardia.
En la distancia había un grupo de hombres acechando, ya llevaban tiempo vigilándolos. Habían estado en el Templo antes de la caída de Jerusalén... sin éxito. En cuanto salió el último carromato de Jerusalén, fueron tras ellos. A la mitad del camino fueron emboscados por ese grupo de hombres; la noche fue aliada de esa turba, que tomó por sorpresa al contingente. Hubo un cruel enfrentamiento, la pelea fue intensa. Los superaban dos a uno, pero la destreza en el manejo de las armas de la guardia y el valor los caballeros permitieron que no se notara su desventaja en número.
Durante la trifulca, uno de los atacantes se escabulló entre los carromatos, como si conociera su objetivo (o quizá fuera sólo por azar) marchó directo al último carromato... y ahí lo vio… No tuvo tiempo suficiente y sólo tomó un fragmento; al tenerlo entre sus manos, sólo pensó en huir para no verse sorprendido. Sintió un profundo gozo al llevárselo consigo, aunque fuese sólo un fragmento de ese objeto. Sus compañeros, al verlo huir, trataron de retirarse; algunos fueron capturados y llevados a comparecer ante el rey Balduino. Esto demoró la salida a Jaffa, lo que condicionó que hubiera que llevar más refuerzos.
Hugues de Payns, al revisar los carromatos, no se percató de lo que se había sustraído: sólo habían perdido la vida tres hombres de la guardia del rey. Hugues sopeso la situación: su camino apenas iniciaba, pues debían llegar a Troyes. El viaje de Jerusalén a Jaffa se llevó a cabo sin mas incidentes, reforzaron la escolta y salieron al amanecer. Una vez en Jaffa, se dirigieron al muelle, donde ya estaba dispuesta la embarcación que los llevaría a Marsella. Hugues y Andre supervisaron que todo estuviera a bordo. El Mediterráneo fue benévolo, como si la propia naturaleza, por designio divino, los hubiese protegido. Hugues, junto a los otros caballeros de la orden, tuvieron el tiempo suficiente para meditar sobre cada objeto que debían proteger, pero entendía que era en los manuscritos donde se encontraba el verdadero tesoro.
Ya en Marsella, los esperaba una escolta de caballeros flamencos del Condado de la Champaña, así como del Condado de Nevers. Ellos llevaban cerca de un mes en esa ciudad portuaria, esperando a Hugues de Payns y a sus hermanos. No podía ser menor la estrategia de seguridad planeada para el viaje a Troyes. El conde Hugues fue quien envió a la escolta, pues conocía la importancia de los objetos sagrados y manuscritos que se trasladaban.