MARIA VITTORIA CALVI / LA ONOMÁSTICA FABULADA DE CELAMA: EL ESPÍRITU DEL PÁRAMO

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Todo lector de la extensa obra de Luis Mateo Díez, ya desde el primer acercamiento, se habrá percatado de la abundancia, a veces abrumadora, de nombres singulares, utilizados para designar lugares y personas. Esta riqueza se fundamenta en un interés de corte antropológico del autor por las tierras leonesas, sus parajes y sus habitantes, bien visible en la primera versión de Relato de Babia (1981) (Payeras Grau, 2003), pero se convierte en uno de los recursos creativos más potentes de su universo literario. En este estudio, me propongo profundizar en el papel clave de topónimos y antropónimos, tanto reales como imaginarios, en la edificación del universo mítico de Celama. Antes de entrar en detalle, veamos algunos de los rasgos esenciales de estas piezas lingüísticas.

De acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia (versión 23.8 en línea https://dle.rae.es], la onomástica es la ‘Ciencia que trata de la catalogación y estudio de los nombres propios’. En particular, la toponimia y la antroponimia estudian, respectivamente, los nombres de lugar y los nombres de persona. Entre las distintas aproximaciones teóricas, prevalecen hoy las que defienden la naturaleza meramente designativa del nombre propio, que señala e individualiza, pero no tiene significación, a diferencia de los nombres comunes, que significan y generalizan (García Sánchez, 2011). El nombre propio, sin embargo, tiene otras propiedades relevantes: la motivación, es decir, su relación con el nombre común (o el nombre de persona, en el caso de [6] los antropotopónimos) del que deriva y con el referente (los topónimos, por ejemplo, pueden reflejar los rasgos físicos de algún lugar y sus avatares históricos); y la evocación, que abarca el conjunto de asociaciones fónicas, semánticas y simbólicas que un nombre puede suscitar. La capacidad evocadora adquiere especial importancia en el acto pragmático de poner nombres a lugares, personas, animales u otras entidades, en el que entran en juego varios aspectos icónicos, indexicales y simbólicos, que vinculan los nombres con el contexto social y cultural al que pertenecen. De esta manera, dentro de un texto literario la onomástica desempeña un papel clave en la creación de significado (Smith, 2016).

La siega. © Archivo familiar LMD

Los topónimos de Celama

El ciclo narrativo de Celama comprende las novelas El Espíritu del Páramo (1996), La ruina del cielo (1999) y El oscurecer (2002), posteriormente reunidas en el volumen El reino de Celama (2003), junto con el apéndice «Vista de Celama» (ya publicado en 1999). Esta trilogía ocupa un lugar destacado en la narrativa del autor: aunque en toda su obra Luis Mateo Díez «nos sitúa ante territorios de la irrealidad, ante la metáfora de lo real concretada en espacios legendarios, simbólicos y míticos» (Álvarez Méndez, 2017: 135), Celama se distingue tanto por su peculiaridad geográfica como por su atmósfera (Castro Díez, 2017: 111); Celama «no es solamente un “más allá” de la realidad, sino un trasunto metafísico que sostiene un universo de referencias plenamente cohesionado […] es un estado del alma, incluso la contiene en la forma de su significante» (Pozuelo Yvancos, 2011: 107-108). En cuanto topónimo, Celama designa un territorio, descrito pormenorizadamente en el primer capítulo, pero se va llenando de valores simbólicos y resonancias míticas a medida que avanza el relato. Aunque guarda cierta relación formal con los topónimos Cela y Celada, existentes en la geografía leonesa y quizá relacionados con la raíz hidronímica sel-, ‘río’ (García Martínez, 1997: 207-208), su origen es más bien literario: es evidente su parentesco con la Comala que Juan Rulfo modeló como escenario de su novela Pedro Páramo.

La red de asociaciones se amplía gracias a la alternancia denominativa entre el topónimo ficticio Celama y algunos nombres comunes convertidos en topónimos, Páramo, Llanura y Territorio, que designan el mismo referente. El primero de ellos —que descuella en el título del primer relato del ciclo, El Espíritu del Páramo (1996), reforzando el parentesco con la ya citada novela de Rulfo—, remite al Páramo Leonés de la toponimia real: la descripción inicial de la geografía y el origen geológico de Celama es el fiel trasunto de esta comarca (Andres-Suárez, 2010: 162-163; Castro Díez, 2017: 109). En la toponimia real, el nombre genérico páramo va acompañado del identificador leonés, que lo individualiza, mientras que en la onomástica fabulada de Celama se emplea de forma aislada, al ser «particular y único» (Díez, 2015: 649). La motivación de este topónimo reside en la configuración del territorio, un yermo y pedregoso «reino de la nada» (Díez, 1996: 14), sin confines definidos: en contraste con el otro Páramo boscoso de la antigüedad, del que se conserva memoria en la lápida mencionada en el epígrafe (García, 2010), el territorio de Celama se presenta al lector como un campo abierto, vacío, en pugna por la significación. Mediante el acto de poner nombres a lugares y personajes, que desencadena una intrincada red de asociaciones, Luis Mateo Díez irá dando concreción a esta geografía literaria.

Es digno de mención que, según explica el autor en el apéndice, la creación toponímica forme parte de las prácticas lingüísticas de los lugareños:

Las gentes de Celama llaman indistintamente a su comarca Páramo, Llanura o Territorio, del mismo modo que nombran las medidas de la propiedad por Hectáreas y Heminas, y se refieren a las Lindes como términos de demarcación […]. También nombran los Pagos como señuelos geográficos y, como en tantos otros sitios, sitúan un Páramo Alto y un Páramo Bajo, en la herencia de lo que pudo ser siglos atrás un Páramo del Suso y un Páramo del Yuso. (Díez, 2015: 646; las cursivas son mías)

A continuación, el autor define con precisión contundente el valor performativo del acto de nombrar: «nombrar es un modo de apropiarse y, a la vez, de detallar el mapa verbal que suele ser el que mejor sirve para establecer un itinerario» (2015: 646). Poner nombres es, en definitiva, un acto generador, que tiene una función estructuradora del entorno; la espacialización de Celama se construye en el texto a través de la percepción de los habitantes, es decir, en una dimensión social y colectiva. No sorprende que «Los lugares del relato» inventariados en el apéndice del El Espíritu del Páramo se definan por medio de citas textuales: lejos de remitir a la toponimia real, este compendio onomástico consagra la autonomía del territorio fabulado. Casi todos los nombres son ficticios, pero guardan varios lazos con la toponimia real, creando esa mezcla [7] peculiar de familiaridad y extrañeza que connota la atmósfera distintiva de Celama.

A la izquierda, un cocinero, y a la derecha, el alcalde Ángel. © Archivo familiar LMD

Dicho compendio, al que se ciñen mis observaciones, incluye cuarenta y tres entradas, aunque no todas, en rigor, son topónimos; no lo es, por ejemplo, el nombre de la línea de transportes que cruza la Llanura sin detenerse nunca, La Ruta. En el apéndice de la trilogía, el listado se enriquece hasta enumerar ciento veinte nombres: un número elevado para un territorio de limitada extensión, pero representativo de la riqueza propia de la toponimia menor, que responde a la necesidad de dominar y orientarse en el ambiente más próximo.

En general, se trata de topónimos totalmente ficticios, pero bien asentados en los procesos formativos reales. El nombre de la capital comarcal, Santa Ula de Celama, tiene forma de hagiotopónimo, igual que la capital del Páramo Leonés, Santa María del Páramo. El pueblo de Dalga, al que llega Rapano al comienzo de la novela, reenvía al nombre de la Laguna Dalga, ubicada en dicha región leonesa; otra villa de Celama, Los Oscos, comparte el nombre con una comarca de la provincia de Lugo, pero las coincidencias puntuales no son muchas más. Hay varios casos de afinidades formales: por ejemplo, el nombre de Olencia —capital de La Vega, la comarca lindante con Celama— es similar al del pueblo berciano de Oencia; el nombre del río Sela, que junto con el Urgo marca los confines naturales de Celama, es el perfecto anagrama de Esla, uno de los ríos que limitan el Páramo Leonés (Castro Díez, 2017: 109). Asimismo, algunas formaciones contienen elementos recurrentes en la toponimia real, tales como villa- (por ejemplo, Villalumara) y val- (por ejemplo, Valcueva).

En este listado, además, el autor especifica con minucia el tipo de emplazamiento al que se refieren los topónimos: se reseñan villas, como Anterna o El Argañal; pueblos, como Arvera, Dalga, Las Gardas, Omares o Sormigo; poblaciones, como Dolta o Villalumara; aldeas, como Los Llanares, y caseríos, como el de Valma. Es de especial interés el uso toponímico de nombres comunes referidos a accidentes geográficos, edificaciones o medidas agrarias, tales como piedra, camino, hemina, pago, noria o linde, acompañados por algún identificador, ya sea antropónimo, topónimo, u otro nombre común. Entre las formaciones de este tipo, cercanas a la motivación del signo y usuales en la toponimia comarcal, se encuentran Hemina de Midas (con una alusión humorística al legendario rey Midas), Hemina de Valcueva, Piedra Escrita y Piedra del Rayo. Por último, el término Pozo, empleado en el texto sin especificación alguna, pero con mayúscula, oscila entre la función designativa del topónimo y el carácter generalizador del nombre común: señala un lugar de ubicación variable, emblemático de la búsqueda incesante de agua, mediante la excavación de un subsuelo del que se presiente la «emanación imprevista de un aliento fúnebre» (Díez, 1996: 17).

Los nombres de persona

Igual que los topónimos, los nombres de persona suelen derivar de sucesivas transformaciones de nombres comunes, topónimos, gentilicios u otros antropónimos. Sin embargo, la imposición de un nombre a una persona determinada responde a motivaciones distintas, como las tradiciones familiares. Otra diferencia radica en su notable multivocidad, es decir, la posibilidad de aplicar un mismo nombre a diferentes individuos, lo que hace necesaria la presencia de identificador adicional (por ejemplo, un apellido para los nombres de pila) (García Sánchez, 2019). Por otro lado, la elección de los nombres de los personajes literarios permite explorar una rica multiplicidad de valores icónicos, indexicales y simbólicos, que contribuyen a la construcción del universo narrativo.

Celebración de la Navidad. © Fernando Díez

El Reino de Celama alberga una miríada de seres humanos en permanente lucha por dominar un ambiente hostil, cuidadosamente identificados por nombres señeros, no solo por su rareza, sino también por su unicidad, incluso en ausencia de apellido. En El Espíritu del Páramo, sin alcanzar la exuberante polifonía de La ruina del cielo, se mencionan casi sesenta nombres de persona, junto con algunos nombres de animales, como Mensa, la mula de Ismael Cuende, y varios identificadores genéricos, como el gentilicio para el Alemán de Sormigo, y algunos nombres de oficio: los Ingenieros, los Peritos y el Cobrador de Tributos. Los apellidos son solo una docena, y se utilizan, por ejemplo, para personajes destacados, como el médico Ismael Cuende, o para familias enteras, como en los Baralos y los Rodielos, enfrentados en descomunal batalla por la posesión de la mítica Gallina Cervera.

Los nombres de pila se reparten de forma equitativa en tres grupos. El primero comprende nombres existentes en la onomástica castellana, desde los más conocidos, como Amparo, Benigno, Fidel, Ismael, Mara y Venancio, a los más raros, como Alcino, Leda, Olivio y Palmiro (todos ellos incluidos en el listado de nombres con frecuencia igual o mayor a veinte personas del Instituto [8] Nacional de Estadística de España, según he comprobado en https://www.ine.es/). El segundo grupo engloba nombres de persona no registrados como tales (aunque no se puede excluir que tengan cierta vigencia ocasional) pero utilizados en castellano como nombres comunes; entre ellos, Celda, Cristal, Pruno, Rabanal, Risco, Tilde, Zarco, etc. Sobresale, por último, un nutrido tropel de nombres exclusivos de la onomástica fabulada de Celama (salvo eventuales usos esporádicos difíciles de reseñar), tales como Armila, Avidio, Belsita, Bugido, Osina, Tero, Verino y Vina, todos ellos marcados por una clara sonoridad castellana. El resultado es, una vez más, una continua fluctuación entre familiaridad y extrañeza, que transforma una comedia humana de reconocible cuño rural en sustancia literaria de alto vuelo.

Estación de tren. © Fernando Díez

La creatividad verbal que el autor aplica a los antropónimos no parece obedecer a un esquema planificado, sino regirse, más bien, por combinaciones aleatorias de sílabas, guiadas, eso sí, por una notable sensibilidad acústica, que favorece asociaciones icónicas: los nombres insólitos, con sus sonidos y su ritmo, pueden percibirse como miméticos y, por lo tanto, muy apropiados para caracterizar a los personajes, resaltando su rareza y su unicidad. A esta adecuación fónica se suman, a veces, valores simbólicos o irónicos: pensemos, por ejemplo, en el cuarteto singular formato por Baro Leza y sus tres hijos, Rufo, Alcino y Rapo. La recurrencia de bisílabos llanos (el apellido Leza y todos los nombres de pila salvo el trisílabo Alcino), la repetición de la erre vibrante (Rufo / Rapo), y el uso de oclusivas combinadas con vocales abiertas (Baro / Rapo) generan un ritmo rápido y enérgico que se corresponde con la acción, emprendida cuando Baro Leza decide celebrar el fin la miseria. En el plano semántico, además, se introduce un contrapunto irónico: el nombre Rufo, que como adjetivo puede aplicarse al pelo rizado, contrasta con la cabeza pelada del chico.

En una obra literaria, en todo caso, una de las principales funciones de los nombres de persona es la de señalar a los personajes, focalizando la atención del lector; al comienzo sabemos muy poco de ellos, pero a medida que avanza la lectura los nombres se enriquecen con asociaciones significativas (Smith, 2016: 307). En el universo de Celama los nombres constituyen el principal elemento caracterizador de los personajes, junto con su voz y sus palabras (Pozuelo Yvancos, 2011: 121). Veamos, por ejemplo, la presentación inicial de un personaje clave, Rapano, que protagonizará la última novela del ciclo, El oscurecer: «El tren de Olencia venía por el invierno de la Vega mientras iba amaneciendo y los ojos de Rapano podían distinguir una línea quebrada que perdía la continuidad en el horizonte […]. La Vega era lo único que conocía Rapano y en su conciencia infantil no había otra idea del mundo que la que delimitaban las hectáreas del Caserío de Valma […]» (Díez, 1996: 23; las cursivas son mías). El narrador adopta la perspectiva de su visión infantil y sus percepciones ante la inmensa llanura del Páramo, citándolo dos veces por su nombre sonoro y singular. A continuación, se oye su voz, ya como persona mayor que recuerda su vida ante un auditorio y en un contexto enunciativo que solo podemos intuir. El relato prosigue a través de sus palabras, que se irán alternando con las del narrador en la tercera persona: «Era el nueve de enero de mil novecientos cuarenta y siete y yo tenía ocho años. El tren lo habíamos cogido en el apeadero de Valma, a eso de las seis y media, noche cerrada todavía» (1996: 23). Casi nada se dice de su aspecto físico, en contraste con la profusión de palabras dedicadas al paisaje, excepto unos pocos rasgos descriptivos que estigmatizan la pobreza: el jersey con los codos rotos, el hatillo al hombro «que apenas pesaba».

El insólito antropónimo Rapano, en cuanto índice, genera en los lectores una curiosidad expectante: a través de la mirada escrutadora del niño nos adentramos en el reino desolado de Celama. Las sensaciones que experimenta a lo largo de este viaje iniciático —el frío, el escozor de los sabañones, la voz distante del tío, el silbido de las piedras que este le lanza para marcar el camino—, evocan de forma tangible la dureza del entorno. Rapano es, en definitiva, la conciencia encarnada del Páramo.

M. V. C.—UNIVERSITÀ DEGLI STUDI DI MILANO, ITALIA

Bibliografía

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— (2019): «La Toponimia, una rama de la Onomástica con entidad propia», Moenia, n.º 25, pp. 63-78.

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