Y cualquiera de estos nombres tuvieron tanta fuerza que permanecieron. ¿Eran indicios que hay que descifrar porque remiten a algo distinto de lo visto? No sé. Arturo Carrera, «Por aquí pasamos»
Fede apareció como tío al volver a Argentina; antes o no lo veía o no lo recuerdo. Aunque mi familia siempre me dijo que nunca me acordaba de nada, que me confundía los nombres, los parentescos y las circunstancias.
Vivió un tiempo con nosotras en Almagro, en el límite con Once, donde estuvimos los primeros años después de nuestro regreso de México. Es probable que haya estado el tiempo que le llevó conseguir un departamento para alquilar luego de que se le venciera el contrato del anterior. Alquiló toda su vida y cada dos años se mudaba. No se cansaba de hacerlo, al contrario. Ver un departamento, proyectar una nueva vida en él, otra distribución de los muebles y del espacio, una nueva rutina —la ilusión de volverse otro—, todo eso lo revitalizaba. Un cambio en su vida, el cambio que estaba a su alcance, la manera rápida de empezar de nuevo. Quizás se mudaba cuando la ilusión de haber cambiado se desvanecía. En todo caso coincidía con el término del contrato de alquiler. Antes de mudarse había un periodo de gracia en el que se la pasaba hablando del departamento que había elegido, la disposición de los ambientes, las puertas, los marcos de las ventanas, el parqué. Cada cosa que volvía a ese lugar ideal para él. Era un momento lleno de esperanza, el futuro se abría incierto y renovado. Tendría que buscar nuevos comercios donde comprar, establecer nuevos vínculos con vecinos, encontrar las maneras de llegar y desplazarse. Lo esperaba ese tiempo suave en el que todo es nuevo, y lo degustaba de antemano, montado sobre las cenizas del presente. Y las palabras que nombraban cada nuevo elemento o material se llenaban de misterio, repetidas por el tío una y otra vez, siempre rondándolas, como si no quisiera que se alejaran, que ese tiempo terminara. Hay palabras que en cierto sentido le pertenecen, que están asociadas a él y lo nombran. Estilo Luis XV, sillón Tudor, sillas Thonet se las escuché por primera vez a Fede. La palabra «parqué» está vinculada, unido su sentido, con un departamento en alquiler donde podría vivir él. Cuando el piso no tenía parqué, tenía moqueta. Nunca alfombra.
«Kitchenette» es otra palabra de Fede, que lo alude aun en la decadencia que implica. Vino después, cuando los departamentos eran más chicos y ni siquiera tenían cocina. Fede fue un tío al que yo vi estar cada vez peor. Su situación económica era precaria, en camino descendente. En cierto sentido se adelantó a lo que sería la situación general de todos. Un empeoramiento de generación en generación, de década en década, y la inestabilidad como forma inevitable de vida hasta llegar al monoambiente que tenía una kitchenette. Pero el tío Fede hablaba de ella con entusiasmo; en definitiva, era algo diferente, y el cambio era mayor. Era mucho más práctica que una cocina convencional. No había que entrar en ella, ya estaba ahí, al alcance de la mano.
La primera vez que la vi me pareció un placar, no una cocina. Se cerraba con una puerta corrediza que se iba desenrollando y cuando estaba completamente desplegada cualquiera podía abrirla para buscar ropa. Una cocina placar era algo singular que solo Fede podía conseguir.
Sus departamentos se volvían un lugar donde vivir antes de que se mudara a ellos. Algo casi sagrado: ese y no otro. Y se instalaba convencido, o convenciendo al que lo escuchaba, de que era el lugar que él había elegido por sus cualidades específicas, sin que el factor económico hubiera influido en lo más mínimo. El dinero estaba y no estaba presente en el tío Fede. Gastaba todo lo que tenía para comprar algo que quería y a veces no le quedaba para pagar el alquiler. En cierto sentido el dinero era omnipresente, trasladado a los objetos, a su valor —que se adecuaba a su precio—. Y no aparecía como un factor que lo condicionara. Aun en su decadencia, Fede gastaba con desmesura y entusiasmo, y la escasez no lo amargaba. Solo admitía cosas exquisitas a su alrededor y las palabras tenían un papel muy importante en esa transformación del mundo.
Mantenía los muebles que podía, que trasladaba en las mudanzas, pero compraba nuevos, adaptados y necesarios para ese departamento en particular. Aquellos de los que se desprendía, inevitablemente tenía que hacerlo, se los daba a alguien seleccionado, como si el objeto estuviera destinado a esa persona o fuera justo para su casa, lo que necesitaba ahí. A vos, Sofi, acá te vendría perfecta mi mesa ratona. Y la mesa de Fede pasó a ser un mueble de nuestra casa.
El monoambiente necesitó una mesa plegable, que ya de por sí era mínima y que se convertía en algo todavía más pequeño. Estaba hecha con distintas piezas de madera taraceada, más oscuras, rojas, casi blancas. Era una mesa exquisita en la que Fede servía el té para dos personas como máximo.
* * *
En la casa de Villa Gesell de mi tía Pachi, prima de mi madre y de Fede, yo iba con él a robarles plantas del jardín delantero a los vecinos del barrio que tenía identificados como nazis. Esquivábamos las estatuas de enanos y duendes, que Fede consideraba un rasgo típico del mal gusto nazi, y cargábamos las macetas pesadas por la calle de tierra hasta el jardín de Pachi, donde las dejábamos peligrosamente visibles para sus dueños. Quizás señalarlos como nazis le permitía hacer esa transgresión, que era lo que más le divertía.
* * *
Se había quedado parcialmente pelado. Durante un tiempo habló de un tratamiento para la calvicie; después, de un injerto de pelo. El injerto era bastante moderno, superador de todo lo existente hasta el momento, y muy costoso. Pero eso no impidió que se convirtiera en la verdadera solución, la única manera de volver a tener pelo en esa bola lustrosa. Juntó todo su dinero disponible, pidió prestado lo que no llegó a juntar y finalmente hizo el tratamiento.
El resultado fue muy raro. Su cabeza quedó sembrada con unos pelos ralos y escasos. No dejaba de ser calvo por tenerlos, no llegaban a cubrir el cuero cabelludo. Ni siquiera daba la sensación de que fuera pelo humano. A Fede le pusieron pelo de muñeca. El manojito de pelo débil estaba colocado en el cuero cabelludo en puntos muy regulares, equidistantes. Una zona de siembra trabajada por un campesino muy meticuloso. Se veía la línea de cada mechón injertado igual que se ve en las muñecas. Era un trabajo demasiado prolijo para parecer pelo natural. Pero a él lo dejó conforme: no habló más de hacer otra cosa y se quedó para siempre con ese pelo de muñeca que lo volvía un poco irreal.
* * *
Trabajó toda su vida traduciendo del francés. Libros de historia o técnicos que lo obligaban a investigar términos o expresiones. Nunca terminaba de conocerlos todos. Siempre aparecía uno nuevo, más específico, que lo llevaba a buscar en libros poco hallables. Y se internaba en esa nueva terminología como si entrara de noche en el mar. Leía diccionarios técnicos que explicaban esos usos, buscaba el término equivalente en castellano y, si no existía, pensaba la mejor traducción, o la posibilidad de dejarlo en francés. Le daba muchas vueltas y comentaba sus reflexiones y dudas. Esas palabras lo sacaban de la máquina de escribir y del diccionario común, lo llevaban a una búsqueda por la ciudad, en bibliotecas, librerías y personas especializadas, como si saliera a su encuentro. Quizás no buscó traducir textos literarios porque no quería o porque los disfrutaba más como lector despreocupado y prefería los libros técnicos, la dificultad específica, la nomenclatura. Le gustaba la literatura francesa y leía mucho, pero también le gustaba la historia, la antropología, aprender cosas nuevas. Siempre hablaba de sus lecturas, literarias o no, con mucho entusiasmo. Cada libro lo llevaba a otro, y entonces sus comentarios se ramificaban. Aunque no le pagaban mucho por sus traducciones, ese trabajo le permitía vivir de manera más libre, sin horarios fijos y sin tener que ir a una oficina.
En un momento decidió mudarse a España y seguir trabajando como traductor para las editoriales españolas. Tenía la esperanza de mejorar su situación; quizás también buscaba un cambio, uno mayor. Hay que tener un título en la vida; si no, miralo a Fede. El primer tiempo tuvimos contacto con él. Hablaba con mi madre y nos enterábamos de sus mudanzas, de su vida sociable y activa. Todo tenía un aire fresco y vital, y estaba contento con su nuevo ambiente. Muchos años después vino a Argentina. Volvió, pero no nos avisó ni se contactó con mi mamá. Nos enteramos por mi primo Pablo, hijo del tío Negro y de la tía Beti, con el que sí se veía. No sabíamos dónde vivía, solo que estaba acá, que no quería ver a mi mamá y, por extensión, a nosotras, mi hermana y mis primas Natalia y Mariana. No sé qué le pasa a Fede. A veces se revira. Lo conozco desde que éramos chicos.
El tiempo fue pasando sin que nos preguntáramos demasiado. En un momento Pablo nos contó que había muerto. Fue una noticia rara, tenía algo abrupto. Fede moría como un desconocido, su muerte nos agarraba desprevenidas, ajenas, en medio de nuestras cosas, en otro tema. Nos agarraba fuera de lugar. Tenía cáncer y fue muriendo poco a poco, probablemente vino enfermo, pero en ninguna de sus muertes parciales supimos que estaba enfermo. Se fue acercando a su fin y nunca modificó su decisión de no ver más a mi mamá y al resto de nosotras. Quizás no le dio tiempo para que se le pasara el malestar con mi madre, tuvo poco tiempo o no tuvo el suficiente, como si no hubiera logrado encontrar el término exacto que permitía traducir esa palabra que nombraba su enojo.
* * *
Una palabra detrás de otra. Las frases que el tío Fede empezaba no tenían un final cercano. El hilo del discurso continuaba sin pausa y sin interrumpirse por los comentarios del interlocutor que, ante la extensión sin fin, intentaba en algún momento
—sin efecto, por lo demás— entrar en diálogo con él, acotar algo que le permitiera un ida y vuelta. Ante la irrupción de otra voz, Fede seguía hablando y levantaba la suya para tapar la que había aparecido sin prestar oído al comentario. Por un momento variable había dos pistas que sonaban juntas, una más fuerte, que lograba imponerse, porque la otra paraba, derrotada por la imperturbable continuidad. Y Fede quedaba otra vez solo con el continuo de su frase, sin hacer pausas que invitaran al oyente a intervenir. No había invitación, no la había habido; más bien, un intento ininterrumpido de no dar paso, de alargar el flujo y aferrarse al continuo como si pudiera o quisiera hablar eternamente. En un momento, llegaba al final, o más bien a una pausa, y tomaba aire. Y ese repentino silencio era abismal, el callarse abrupto de la naturaleza viva. Era un silencio en el que el oyente salía del arrullo de un rumor constante para arrojarse a decir algo, apurado y confuso porque por fin tenía una oportunidad impensada. Ese silencio abierto en el habla infinita tenía algo de imposible que, sin embargo, sucedía. Y lo que fuera que se dijera en ese momento daba la sensación de que Fede escuchaba detrás de un velo; que, si bien se había callado, el hilo de su discurso continuaba en su cabeza. Hasta que finalmente retomaba un nuevo impulso y volvía a cabalgar en una nueva ininterrumpida frase. Hablar con él era aprender el arte de escuchar. Cuando volvía a entrar en la corriente de su voz, otra vez no había nada que pudiera pararla. Sonido tras sonido tras sonido. Carrusel continuo de resonancias, de tonos altos y bajos y de caminos abiertos de frases y frases. Algo se ponía en marcha, más poderoso que la presencia del otro y la interacción; algo que corría con la fuerza del movimiento perpetuo, del decir sin freno.
* * *
Su papá era militar, igual que su hermano mayor. Durante la dictadura Fede tuvo muy poca relación con su hermano Josecito, que estuvo en la represión de Tucumán. Mi abuela materna, que era su tía, tampoco permitió que la visitara. Cuando terminó la dictadura, Josecito intentó recomponer la relación con mi abuela Micha, a quien quería mucho, y ella lo recibió en su casa por primera vez, con la foto de su hijo Chufo a su lado. Micha, nunca participé en nada contra la familia. Siempre que pude los protegí. Más o menos así fue la explicación que le dio a mi abuela, con la que obtuvo en cierto sentido su perdón, y cada tanto la visitaba. Con mi tía Ceci, en cambio, nunca dejó de verse. Tenían la misma edad y eran muy unidos desde chicos, cuando los primos y los hermanos pasaban todo el tiempo juntos. Pero con mi madre no mantuvo relación
—ella se llevaba mejor con Fede—, por lo que yo tampoco tuve vínculo con él. Mi primo Josecito se fue a Tucumán para no tener que reprimir a la familia. Así, el tío Josecito se fue a matar a otros que no eran parientes. Y eso, de una manera compleja, decía algo a su favor.
* * *
De chico Fede vivió en Rusia con su hermano y sus padres. El tío José se peleó con Perón y por eso lo mandó de agregado militar a la URSS. Fede contaba bastante de Rusia, muchas cosas estaban relacionadas con confusiones de lenguaje. Su madre, Amanda, les hablaba a los taxistas en español, a falta de una lengua extranjera. Y cuando quería que doblaran de manera repentina, les decía en castellano: ¡Doble ahí, doble ahí!, pensando quizás que usar una instrucción corta hacía la frase más comprensible. Y, curiosamente, el taxista ruso entendía sus palabras. Fede contaba que «doble ahí» en ruso sonaba parecido a «puto». La madre les decía puto, puto y el tío Fede se reía lleno de picardía. Él amaba a su madre y la palabra «puto» esparcida en ruso por ella le parecía adorable, certera. Y su madre, que era tan convencional y de las buenas costumbres, decía la palabra prohibida como una verdad a gritos, mirando a la cara del chofer, con el cuerpo inclinado hacia él. Sin disimulo. La palabra callada, la que su padre, el militar, no podía ni nombrar en sus pensamientos en escuadra. La palabra a rusa voz, expulsada a los cuatro vientos, que su madre nombraba con desparpajo, algo que en su lengua no podía; la verdad que, sin embargo, conocía.
Romper el buen comportamiento era una cosa que Amanda hacía en forma torcida. No por su propia voluntad, que era seguir las buenas maneras a rajatabla. Persiguiendo ser correcta, lograba siempre revelarse. La tía Amanda no tenía muchas luces. El tío José, en cambio, era muy inteligente. Mi madre contaba que Amanda, en la época en la que vivían en la URSS, hablaba con otras esposas de cónsules por teléfono. No entendía nada de inglés o de otra lengua que no fuera el castellano, pero hablaba con ellas horas, largas conversaciones en una lengua que circulaba entre las dos, cada una distinta de la otra, indescifrables entre sí. A la noche le contaba al militar, su esposo, lo que había conversado con ellas. Largos recuentos de sus conversaciones en una lengua sin sentido que, de pronto, se volvía frondosa, llena de conexiones, de historias. Una noche, Amanda le contó a su marido, consternada e impaciente, que el papa Pío XII había muerto. Y el padre de Fede se sobresaltó. ¿Pero estás segura? Claro que lo estaba. Se había muerto, se lo dijo la esposa del cónsul de Turquía. En otras versiones la esposa del cónsul era de un país asiático y le hablaba a Amanda en inglés. El padre de Fede, en su papel de agregado militar, no perdió tiempo y empezó a divulgar la noticia. Ordenaron poner la bandera de la embajada a media asta —que en algunos relatos era la del Kremlin—, mandaron a informar a otros altos funcionarios. Hasta que llegó la desmentida. El papa no estaba muerto. ¿De dónde había salido esa noticia falsa? El papa, hasta donde le era posible, estaba vivo, reunido en su despacho con cardenales. Rápidamente la bandera volvió a su lugar. Con prisa la levantaron y la hicieron volar hasta la cima.
* * *
Los últimos años de su vida se dedicó a investigar el linaje familiar. A Fede le encanta toda la prosapia, sentirse un aristócrata. Leyó muchos libros, consultó muchas fuentes documentales en La Plata, en Buenos Aires y en España, estableció series de conexiones y se sentó a escribir. Lo hizo en Wikipedia, donde dejó armado el complejo entramado de la familia, un artefacto desbordante y lleno de ramificaciones.
Empezó por su bisabuelo paterno. Pero como ahí no arrancaba todo, todo lo que le importaba por lo menos, dedicó bastante espacio inicial a recorrer los vínculos que tenía la madre de ese bisabuelo hacia atrás con personajes relevantes de la historia y, por eso mismo, relevantes para la construcción del linaje familiar. Virreyes, adelantados, conquistadores, fundadores y otros gobernantes coloniales. Sin embargo, y a pesar de tener tanto ahí por donde moverse a gusto, no empezó por la madre de ese bisabuelo. Por cuestiones de apellido, su árbol genealógico arranca con Miguel Francisco de Villegas, en línea de sucesión paterna. El «de» se perdió y al tío Fede, y al resto de la familia, nos llegó Villegas a secas.
La entrada de Wikipedia desarrolla la vida de Miguel Francisco de Villegas centrándose en los hechos que lo vinculan con la construcción —o destrucción— del país. Las batallas militares en las que participó, su doble condición de militar y funcionario público, de la universidad y del Estado. Nada que importe para los objetivos familiares se deja afuera. Se menciona en una frase concisa, pero no por eso incompleta, que Miguel Francisco de Villegas es nombrado en Juvenilia. No solo se dice el título de la obra sino también el autor, para aquellos que no lo tengan tan claro, pero quizás, por sobre todas las cosas, para no privarse del placer de consignar un nombre, por ese lujo al que se entrega el tío Fede, el de conectar un nombre con otro sin dejar afuera ninguno. Y en una conversión certera de su escritura, el año de publicación de la obra pasa a ser el año en que se menciona a Miguel Francisco, como si fuera el año de una batalla: «En 1884, es nombrado en la obra literaria Juvenilia, de Miguel Cané». Batalla que, sin duda, Miguel Francisco ganó al dejar su nombre impreso en esos papeles.
Miguel Francisco de Villegas es central en la historia de la familia porque se conecta, y nos conecta a todos nosotros, los que vinimos después, a través de cadenas de cadenas que se fueron alejando cada vez más del origen deseado pero, si se remonta la historia hacia atrás, como lo hizo Fede, se puede vislumbrar la conexión —lateral, en una línea que no trazó un recorrido paralelo sino divergente— con el fundador de la ciudad de La Plata, el doctor Dardo Rocha Arana. Así, Miguel Francisco nos convierte en la familia que fundó La Plata, que desde entonces seguimos fundando, en perpetua fundación. Y es que Miguel Francisco tuvo el buen tino, para nuestro mérito, de casarse con una parienta lejana —prima lejana se dice, quién sabe cuánto— de Dardo Rocha, a quien la hermana de su mujer acercó todavía un poco más, al casarse con él. Entonces Dardo Rocha pasó de esa vaga distancia que designa el parentesco de primo lejano al cercano vínculo de concuñado. Se comía con él en las cenas familiares, se pasaban las Fiestas, se viajaba juntos, quizás. Hermana con hermana y sus respectivos maridos, uno de ellos Dardo Rocha y el otro nuestro pariente más directo, la línea del linaje que llega nada menos que al padre de Fede y a mi abuela Micha.
La historia de Miguel Francisco, tan prolífica hacia atrás y hacia los lados, continúa y parece no agotarse en ramificaciones. Su primo es mencionado por el tío Fede porque es nada menos que el «famoso literato argentino Estanislao del Campo». «Famoso» es la palabra clave, que se usa con generosidad pero que, aun cuando no sea usada, está detrás de un nombre. Sus hermanos también son de relevancia y «los más destacados» merecen menciones precisas. Hasta que finalmente se adentra hacia abajo, en los hijos de Miguel Francisco. Uno en particular, el abuelo de Fede, padre de su padre. Pero, a pesar de la línea paterna central que sigue, si se tiene que desviar o detener en algún otro hijo o hija de Miguel Francisco que tenga algo digno de mención, alguna conexión que proponga otra cadena de renombre para la familia, lo hace con toda intención. Ningún camino a un nombre relevante es obviado. Así, se detiene en el linaje paralelo de una hija de Miguel Francisco, hermana del abuelo de Fede, que tiene una conexión lateral, ciertamente secundaria, con Juan Manuel de Rosas. El enlace no es directo pero ahí está, como un entramado, una cierta zona de resonancia que vincula a una familia con otra y con otra y con otra hasta llegar a las que importan. El marido de esa parienta lejana se había casado antes, y enviudado oportunamente, con una sobrina nieta de don Juan Manuel de Rosas. Matrimonio, y muerte bien avenida, que permite que se case con nuestro pariente y, de esa manera, vibre en la familia el eco del nombre del Restaurador. Continúa Fede con quien fue su abuelo, que engendró a su padre, de quien aclara el alto rango de general de infantería y su extensa carrera de militar y funcionario como agregado militar en Moscú. Su abuelo, Jacinto Franklin Villegas Arana, promueve otra cadena, por la que se va pasando de un nombre a otro hasta llegar al Nombre, en una línea de subordinadas magistrales que Fede despliega sin poner un solo punto, con una maestría en el manejo de la lengua castellana quizás aprendida en tanto tiempo de contacto con la lengua francesa. Así se llega al director supremo de las Provincias Unidas del Río de La Plata, Gervasio Antonio de Posadas. Acto seguido Fede se adentra en zonas oscuras cuando se ocupa del suegro de su abuelo Jacinto Franklin, y más que nada de sus acciones, que lo acercan a otro Nombre, el de Julio Argentino Roca, ya que ese suegro, el padre de la esposa de Jacinto, participó de lo que el tío Fede no duda en calificar como «la famosa Conquista del Desierto», porque es eso lo que aparentemente importa, que sea famosa, para bien o para mal. Pero la conexión con la llamada Conquista del Desierto es todavía más densa, más oprobiosa, y funciona como un agujero negro donde la familia se abisma por múltiples direcciones en el horror, en el espanto de un linaje, ya que uno de sus generales era Conrado Villegas, primo tercero de Jacinto Franklin. Quizás aquí el tío Fede haya sido penetrado por el pudor de oscurecer nuestra progenie con ese genocidio fundante de la nación, del que ya no podremos desligarnos, y menciona esta equivalencia en forma lacónica, casi en voz baja. Sin embargo, como si dos propósitos contrarios se encontraran en la sintaxis, que habla en el silencio de la forma, su sobria frase equipara los dos nombres, al hablar de «la Conquista del Desierto de los generales Julio Argentino Roca y Conrado Villegas». Y nuestro nombre queda salpicado con la sangre de nuestros hermanos o, más bien, de nuestros tíos y tías.
En otra entrada de Wikipedia, Fede se dedica al parentesco del lado materno, también cuantioso y colmado de conexiones. Los antepasados de su madre lo llevan a España, y se queda un poco en padres, matrimonios e hijos en la región vasca. La entrada empieza con Martín José de Monasterio, el abuelo 5° de Fede que viaja al virreinato del Río de La Plata y, a partir de ahí, comienza una carrera que no para en cuestiones de nombramientos públicos y batallas. Fue regidor del Cabildo de Buenos Aires al mismo tiempo que héroe durante las segundas invasiones inglesas. Luego se adentra en la línea de descendencia en la que lejos, aunque no tanto, surge él mismo. Gracias al matrimonio de Martín José, Fede se vincula con la emperatriz y el emperador de México, con varios príncipes imperantes y con el alcalde de Valladolid, pero también, por si esto fuera poco, con la primera virreina criolla, Ana de Azcuénaga y Basabilbaso, y con su marido, el virrey del Río de La Plata. Y de sus hijos cuánto para decir, no solo por la cantidad —se consignan por lo menos ocho— sino por las obras y matrimonios y nombres resonantes. Continúa con uno de los hijos de Martín José, Francisco Ignacio de Monasterio Ugarte, el abuelo 4° del tío Fede, cuya hija, Carmen Micaela de Monasterio Elorga, se casó con un hombre que le dio que hablar —o escribir— ya que fue ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires. La mención de este cargo no le parecía que agotaba todo lo que se podía decir, así que aclara también que lo obtuvo en reemplazo de Nicolás Avellaneda, y ahí un Nombre que calma un poco sus ansias pero que no detiene su escritura, ya que también menciona que fue ministro hasta el final del mandato de otro Nombre, Adolfo Alsina. Qué exhausto, qué exultante habrá estado el tío Fede al poder llegar desde tan atrás a este momento. Aunque son tantos los momentos en verdad. Y la labor de Fede no termina ahí ni mucho menos, porque quedan los hijos de este matrimonio, y uno en particular, Miguel Ernesto Núñez Monasterio, que se casa con una mujer que también lo lleva a ir hacia atrás para nombrar a sus padres y, en especial, el puesto del padre de ella —jefe de primera clase de la Oficina de Telégrafo de Buenos Aires—, porque, aunque no sea algo espectacular, igual suma y espesa el linaje con capas y capas de importancia.
Luego sigue con sus hijos, y en especial con Lucía Núñez Monasterio Vieyra-Belem, que se casa con el doctor Antonio Silva Lezama. Y por fin el tío Fede llega a los padres de su madre. Ahí nace ella, su amada madre, y luego todo el intrincado entramado de ella se conectará con el que venía de su padre —que se está desarrollando en paralelo en otra entrada de Wikipedia— y que porta toda su carga de pasado, antepasados y simultáneos para cargar el nombre del tío Fede, y el nuestro, los que venimos después en línea divergente, con tantos nombres. Y es que todo se nombra, toda línea lateral y sucesoria. Toda digresión es central, tan central como el eje troncal, porque un linaje se construye también a los lados. Los padres y los padres de los padres, sus tíos y los tíos de los tíos, los hijos, los esposos y esposas, los primos y los primos de primos, los hermanos y hermanas, los cuñados y los padres de los cuñados y sus primos y primas, sus hermanos, los suegros, y más, los exesposos y exesposas, todo lo que venga a cuento. Nada se pierde. De la rama paterna nombra a todos los hijos de su abuelo Jacinto Franklin, a su padre y a sus tíos. Aclara las profesiones de ellos y de sus esposos y esposas. Y, sin embargo, cuando le toca el turno a él, al tío Fede, se detiene. Llega hasta la generación de sus padres y ahí mismo para. No nombra a los hijos que tuvieron, los primos de Fede —mi madre, la tía Ceci, el tío Negro, el tío Chufo—, ni a su hermano, ni a él mismo. Se detiene a las puertas de su nombre. Construye todo, una gran maquinaria de conexiones, de parentesco lateral y directo que vuela en todas direcciones en cadenas que parecen no terminar. Su escritura poderosa encabalga nombres y relaciones, con frases dentro de frases que podrían seguir y seguir, inagotable en su riqueza y capacidad de nombrar, pero de pronto se adentra en el silencio como en un acantilado. Y calla. Oculta y calla —¿por pudor, por falsa modestia?— su propio nombre. El único que importa, y por el que construyó ese mundo que es la genealogía familiar, no es nombrado, aunque ahí está todo lo que lo precede, toda la gloria y el horror recuperados, para él pero para toda la familia también, para todos los que vinimos y vendrán. Federico Villegas Silva Lezama, hijo de José Francisco Villegas y de Amanda Lucía Silva Lezama, y de todos sus antepasados, el tío Fede, quien fue traductor del francés, soltero sin descendencia y quien escribió la historia del linaje familiar, su legado de nombres, el mapa edificado, su intrincada y compleja obra.