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Aprendiendo a ser jueza

Mis tres destinos judiciales:
La Palma, El Escorial y Bilbao
(1981-1983)

Cuando aprobamos la oposición en 1980 mis compañeros de promoción y yo estuvimos muy poco tiempo en la Escuela Judicial. Creo que no pasó de un mes y medio, porque nos encontrábamos, como quien dice, estrenando la democracia. Se acababa de constituir el Consejo General del Poder Judicial, un nuevo ente que tenía que aprender a gestionar el aparato judicial. Había urgencia, una necesidad de resolver problemas que veníamos arrastrando del franquismo, por lo que resultaba imprescindible que nos incorporáramos cuanto antes a nuestros juzgados.

La selección de las plazas se hacía en un acto especial en el seno de la Escuela Judicial. Los directores de la escuela nos leían los destinos vacantes y nosotros íbamos eligiendo según el orden que las calificaciones nos habían adjudicado. Creo que ahora se sigue haciendo igual: han pasado cuarenta años, pero todo sigue igual. La esclerotización funciona. Como casi todo en la justicia y en la propia Administración, hay una incapacidad asombrosa para el cambio. Y ello, aunque los tiempos, las costumbres o los avances prodigiosos de la ciencia y la tecnología estén sacudiendo el mundo.

La verdad es que ese acto de la adjudicación de los destinos es emocionante. Los nuevos jueces saben que ese día se van a decidir cosas muy importantes para su futuro, pues significa que durante un tiempo, pueden ser varios años, su vida queda vinculada a un determinado juzgado y a un lugar concreto. Es un día de nervios, en el que a veces también cabe la solidaridad. Antes de que se produzca la lectura de los juzgados vacantes, y que cada uno escoja el juzgado que prefiere dentro de los que van quedando, se habla entre unos y otros. A veces, hasta se pide a algún compañero que renuncie a un juzgado al que pudiera acceder en beneficio del que va detrás, para permitirle a este conseguir ese destino deseado.

Recuerdo que yo comenté que me apetecía irme cerca de Marbella. Pero un colega que al parecer tenía su vida resuelta por allí, me pidió que se lo dejara, aunque iba unos números detrás de mí. Accedí contenta. Me quedaba una opción arriesgada pero muy atractiva: Canarias, y allí, el juzgado de la capital de la isla de La Palma, Santa Cruz de La Palma. Había visto unas fotos muy bonitas de la isla que me había enseñado Rosario, la mujer de un amigo de Eduardo Leira, mi marido.

Mi decisión fue irme con mis dos hijos, porque Eduardo se tenía que quedar en Madrid. Él dirigía el Plan General de la ciudad para el primer ayuntamiento democrático de la capital, con el alcalde Enrique Tierno Galván. Canarias daba un cierto respeto, porque está muy lejos, pero la idea de vivir en una isla me atraía. Quizá allí podría tener una casa con jardín. Así que le hice el favor al colega y solicité el juzgado de Santa Cruz de La Palma. Algunos compañeros me miraban con incredulidad: «Pero ¿tú crees que te va a ir bien en Canarias, casada y con dos hijos pequeños y tu marido aquí, en Madrid?». Nunca me arrepentí.

MI PRIMER DESTINO: CANARIAS.
LA JUSTICIA POR DENTRO

Sin duda, vivir sola en el campo, como pretendía, con dos niños —uno muy pequeño—, no iba a ser fácil. Pero se me ocurrió una solución.

Al lado de mi casa de Madrid vivía con sus padres un chaval, Pito, del que éramos muy amigos. Tanto él como Ana, su novia, preparaban las oposiciones a profesor de instituto. Sin embargo, en su casa atravesaban una situación económica muy regular y ni él ni Ana veían claro la posibilidad de vivir juntos, ni tenían sosiego para estudiar. Así que les propuse que se vinieran conmigo a La Palma. Alquilaría una casa grande y ellos podrían estudiar con tranquilidad. Yo les pagaría todos los gastos y, a cambio, ellos me echarían una mano con los niños cuando yo no estuviera en casa. Sobre todo si, como luego pasó con una cierta frecuencia, tenía que salir a cualquier hora de la noche ante incidentes que requerían la ineludible presencia del juez de instrucción. Se vinieron conmigo.

La isla de La Palma me fascinó. Tuve la suerte de alquilar una casa de campo preciosa, a las afueras pero muy cerquita de la propia capital de La Palma. Estaba en Velhoco, muy próxima a la ermita de la Virgen de las Nieves. A media ladera, tenía unas vistas únicas, muchos duraznos y una piscina. Contaba también con un pequeño terreno sin utilizar, detrás de la casa, en el que enseguida empecé a diseñar un espacio para cultivar hortalizas. ¡Me hacía tanta ilusión tener un huerto! Planté lechugas, pero pronto comprendí que esta actividad exigía una dedicación, unos conocimientos y un tiempo que yo no tenía. Las lechuguitas empezaron a crecer bien, y yo estaba con ellas como una niña con zapatos nuevos. Pronto sin embargo aparecieron unos gusanos verdes preciosos, de aspecto simpático —como de dibujos animados— y exactamente del mismo color de las lechugas. En un santiamén se las zamparon de forma inmisericorde.

Mi plaza estaba en el Juzgado mixto de Primera Instancia (civil) e Instrucción (penal) de Santa Cruz. Se encontraba en el piso superior de un bonito edificio en el que también se hallaba, en la planta baja, el Juzgado Municipal. Este era orgánicamente inferior al de instrucción. Es decir, que yo era la más jefa.

Aunque a veces me llevaba trabajo a casa, en ocasiones prefería estar allí, en el juzgado, no solo por la mañana sino también por las tardes. En mi despacho, que era cómodo y con una luz espléndida, se trabajaba muy bien. Además, me interesaba muchísimo conocer por dentro cómo funcionaba un juzgado. En mis años de abogada había trabajado sobre todo con las magistraturas de trabajo, que en cierta medida siempre fueron un poco diferentes a la justicia tradicional. Tanto por su independencia como por su cierta modernidad, al haber surgido más tarde. Debido a ello, yo apenas había tenido ocasión de ver cómo funcionaba la justicia civil o la penal de toda la vida. Por supuesto, tampoco había reflexionado mucho sobre cómo debía ser su organización. Solo tenía claro lo que no quería que pasara: el juez, es decir yo, debía actuar en todos aquellos actos en los que la ley así lo ordenaba. No iba, pues, a permitir que fueran los oficiales quienes hicieran las declaraciones. Sabía que eso pasaba en la mayor parte de los juzgados, en los que sin embargo siempre se hacía constar que habían sido los jueces los que estaban allí. Pero yo no lo veía bien: cuando se dijera y se hiciera constar «ante mí, la jueza», sería porque yo estuviera presente.

Incluso un abogado que venía desde Tenerife me advirtió: «Se cansará, señoría. Verá cómo, cuando lleve un tiempo, hará lo que hacen todos, que las pruebas las hagan los funcionarios». No sé bien lo que le contesté, pero me costaba aceptar el absurdo de que los jueces prefirieran leer lo que los funcionarios habían escrito cuando hacían los interrogatorios —en su nombre— en lugar de estar presentes y poder observar lo que respondían los propios interesados o los testigos, y cómo lo hacían. Muchas veces, los gestos, las zozobras, etcétera, explicaban más que lo que se decía.

Por supuesto, también tenía claro que no iba a permitir que se les exigiera a los ciudadanos ningún tipo de pago por hacer en el juzgado lo que debíamos. O por dejar de hacerlo.

Cuando era abogada laboralista había tenido alguna experiencia muy curiosa. Allá por los años setenta, un amigo de Eduardo, que luego llegó a ser una autoridad, me llamó angustiado para ver cómo podía ayudar a su cuñada. Ella había sufrido un aborto clandestino que, supongo que por malas prácticas de quienes lo realizaron, le provocó una terrible hemorragia, por lo que tuvieron que internarla en un hospital público. El aborto no dejó de estar penado hasta mucho más tarde, no hay que olvidarlo. Y como era entonces obligatorio, al considerarse un delito, el hospital dio parte al juzgado de guardia. Esa joven, su cuñada, había sido citada por el juzgado y, de un momento a otro, la procesarían por el delito de aborto.

Como abogada, yo no trabajaba en derecho penal. Solo lo hacía en los casos puramente políticos, que además se tramitaban en dos organismos especiales, el Juzgado y el Tribunal de Orden Público. No obstante, por supuesto, asumí su defensa. Fui para allá. No recuerdo qué me explicó el oficial, pero por lo que dijo, y por cómo lo dijo, intuí algo extraño. Lo comenté con un procurador amigo y me advirtió de que lo que me estaban transmitiendo era un mensaje en clave, que yo sin duda desconocía: si le daba a ese funcionario una cantidad sensible de dinero, la cosa se olvidaría, es decir, técnicamente, esas diligencias judiciales se archivarían. No me sentí capaz de entrar en ese mercadeo y le pedí encarecidamente que fuera él, el procurador, quien ofreciera el dinero. Y así fue. No puedo asegurar cuánto dinero le dimos al funcionario, pero desde luego más de 1.000 pesetas de las de entonces. Esas pesetas fueron supereficaces, ya que la joven cuñada no volvió a saber nada más de aquel procesamiento por aborto que la acechaba.

También cuando, nada más acabar la carrera, ejercí en un despacho de Barcelona, tuve ocasión de comprobar hasta qué punto la justicia se había convertido en un zoco. El abogado jefe con el que trabajaba me envió a un juzgado de lo penal para hacer la declaración de insolvencia de un cliente. Se trataba de demostrar que una persona, que en realidad tenía unas buenas condiciones económicas, era pobre de solemnidad. Con esa falsa declaración evitaría pagar las consecuencias del delito por el que estaba procesado. La ley exigía dos testigos que lo acreditaran. En el despacho me explicaron que en el edificio de la Audiencia Provincial había un agente —que además vivía en el propio Palacio de Justicia— que, por una módica cantidad, testificaba como si conociera efectivamente la insolvencia de aquel. Me quedé pasmada. Me parecía un escándalo terrible, pero todo el mundo jugaba en aquella ficción.

Así que cuando llegué a Canarias lo tenía claro. De entrada, no quería que, en ninguno de mis juzgados, pasaran esas cosas. Lo que todavía no tenía claro era lo absurdo y la falta de sentido común de la propia organización interna de un juzgado, de las leyes procesales y de los distintos cometidos.

PUERTAS ABIERTAS

Por la tarde no había nadie en el juzgado, pues los funcionarios solo trabajaban por la mañana. Y como yo siempre tenía la puerta abierta, una tarde una señora con aspecto de ser una vecina más me pidió permiso para entrar.

—Pase, pase y siéntese —le dije.

—Pues mire —me empezó a decir—, yo estoy de acuerdo en haber pagado en el juzgado todo lo que ustedes me pidieron, pero, la verdad, lo que no entiendo es por qué, después de haber cumplido yo, ustedes no me arreglan lo de mi hija.

De primer golpe, no entendí nada, pero enseguida vi que algo iba mal. ¿Qué diablos era eso de pagar lo que el juzgado le pedía? Le pregunté:

—Pero ¿quién le ha pedido dinero en este juzgado?

—Bueno, señora jueza, no, no ha sido en su juzgado, sino en el de abajo. Ha sido el señor Celso. Me dijo que él tenía muchísimo trabajo y que, si no le pagábamos las 3.000 pesetas que nos pedía, no lo podía hacer. Y lo peor —insistía la señora— es que con esfuerzo le hemos pagado esa cantidad y sin embargo no nos ha arreglado lo del nombre de mi hija.

Poco a poco, la cosa se fue aclarando. El Juzgado Municipal llevaba el registro civil y un problema muy frecuente allí, en la isla de La Palma, era que había personas a las que se había inscrito con nombres que después el juzgado no había registrado. Al no figurar inscritos tenían problemas enormes. Era necesario entonces que el propio Registro Civil recogiera esos nombres.

Había empezado a conocer que una de las curiosas peculiaridades de esta isla era que, históricamente, había estado muy vinculada a la masonería. Así, no era raro encontrar entre la población nombres tan especiales como Voltaire, Pensamiento o Libertad.

Le prometí a aquella señora que su asunto saldría enseguida. Hablé con el juez que regentaba el juzgado inferior y me prometió que aquel asunto se tramitaría de inmediato. No obstante, creo recordar que también me trató de asegurar que lo que aquella persona denunciaba no debía ser nada más que una confusión o algún malentendido. Lo que pasaba realmente en el Juzgado de Distrito, trataba de explicar, era que no tenían personal suficiente. Les era imposible cumplir con sus cometidos en plazo.

Obviamente, no me convenció. Me resultaba raro que solo fuera un caso aislado. Pregunté a mis propios funcionarios y muy especialmente a uno de ellos, Paco, que era toda una personalidad. Isleño de pura cepa, conocía todo, absolutamente todo, sobre lo que sucedía en nuestro juzgado y, yo diría, que en todos los juzgados de La Palma. Era un señor en el sentido más clásico de la palabra, una autoridad en la isla que formaba parte del club cívico de Los Leones. Era extraordinariamente simpático, con una ironía deliciosa. Más o menos, me venía a decir que, ante lo reducido de los sueldos que percibían los funcionarios de justicia, era habitual que procuradores y abogados dieran todo tipo de propinas junto a las liquidaciones de las costas para resolver los asuntos que tenían pendientes.

No me confirmó que en el Juzgado de Distrito se cobraban directamente cantidades espurias. Pero lo dejó entrever.

Entonces se hizo una inspección en el Juzgado Municipal, el de abajo, y aparecieron miles de asuntos pendientes con anotaciones de que, efectivamente, los interesados habían pagado. Eran aquellos ciudadanos que, desesperados, habían hecho lo que les habían pedido, en el afán de resolver sus asuntos de una vez por todas.

Decidida a remediar la cuestión, hablé con el juez titular del Juzgado de Distrito. Le dije que aquello no era otra cosa que un delito de cohecho. Se pedía a los ciudadanos cantidades de dinero para tramitar sus asuntos. En su jurisdicción ni siquiera podía apoyarse en las tasas y costas de lo civil.

El juez de distrito me mostró obviamente su disgusto. Recuerdo que, con sorpresa, oí por primera vez eso que luego escucharía en más ocasiones.

—No, Manuela, no abras un proceso por esas irregularidades. Los asuntos feos se lavan en casa —me dijo, y continuó—: cuando se sepa lo que aquí ha pasado será un escándalo.

Pero no, no le hice ningún caso y abrí un procedimiento por pedir y cobrar cantidades de dinero indebidamente, para no hacer otra cosa que cumplir con su obligación.

Pronto me di cuenta del impacto que esa decisión había tenido en la isla. Un día que hacía la compra en el mercado —la «recova» dicen en Canarias—, una señora me paró y me dio la enhorabuena:

—Una mujer ha tenido que ser quien se haya atrevido a desmontar ese tinglado.

Me sentí orgullosa.

UNA TASA PECULIAR: «PSC», POR SI CUELA

En la conversación de aquel día con Paco también surgió otro asunto. Este sí relativo a mi juzgado, y parece que también a otros de la isla. De su mesa había sacado unos papeles que me enseñó con cuidado. Eran las hojas de los procedimientos, lo que se llamaba el «papel timbrado», por el que se cobraba un pequeñísimo precio. Este sentaba la base de las tasas judiciales, es decir, lo que el Estado cobraba por el servicio de la judicatura. Los tipos de estas habían ido aumentando, respondiendo a diversos conceptos que se habían ido estableciendo en sucesivas leyes. Se habían venido dictando normas muy rigurosas para que se supiese lo que los intervinientes en los juicios debían pagar y lo que pagaban. Esas tasas se cobraban como parte de las costas, que debía pagar el perdedor del juicio civil al ganador de este y que incluían, además de aquellas, el coste del procurador y de los abogados de ambas partes en litigio. Las costas también se pagaban en la jurisdicción penal, cuando alguien era «condenado en costas». Sin embargo, en este caso, no había tasas. En los procedimientos judiciales civiles —que eran en los que se pagaban las dos cosas, tasas y costas— se exigía para su cobro rellenar unos muy detallados recibos por triplicado, en los que figuraba la denominación de cada uno de esos diferentes conceptos con precio público, en los que se recogía la propia definición de la ley que lo había establecido. Esta podía ser, por ejemplo, la disposición general transitoria (DGT) de tal o cual decreto o ley. Como la denominación de la norma resultaba muy larga, el concepto se solía anotar en el recibo mediante sus correspondientes iniciales.

Paco me fue repasando con su bolígrafo los distintos conceptos hasta llegar a uno que me pareció similar a los anteriores. En este se recogía una cantidad más o menos análoga, pero distinta. Ponía «PSC».

—Señora jueza, ¿a que usted no sabe qué tipo de costas es esta? —me preguntó.

—No, Paco —confesé—, no tengo ni idea. Pero, la verdad, tampoco sé qué tipo de tasas son estas otras que aparecen más arriba.

Paco sonrió de oreja a oreja y, con su tono cadencioso canario, me dijo:

—Pues «PSC» es «por si cuela», una manera habitual de mejorar esos tan escasos emolumentos de los funcionarios.

Bueno, pues ya estaba confirmado: en los juzgados se pagaban cantidades que no eran debidas, para dar un trato mejor a quien las abonaba.

«Esto se tiene que acabar —pensé—. Es una vergüenza. En la democracia que empezamos, esto tiene que terminarse.»

Obviamente, el concepto «PSC», por más ingenioso que resultara, desapareció de inmediato de los recibos de costas de mi juzgado.

Pocos años después, lo que había aprendido en La Palma —y lo que años después constaté en el Juzgado n.º 19 de Madrid— me llevó a insistir ante el Ministerio de Justicia sobre la conveniencia de eliminar toda tasa judicial, para evitar aún más las tentaciones de cobro en un marco de justicia gratuita. En 1986, se eliminarían.

CAMBIO DE DESTINO POR MOTIVOS FAMILIARES:
EL ESCORIAL

Aunque mi vida en la isla era muy buena, en cuanto tuve la ocasión de cambiarme de destino a un juzgado más cerca de Madrid, no lo dudé. Influyó que mi hija, Eva, que tenía entonces nueve años, ya había regresado a la capital junto a su padre. Aunque inicialmente se había venido a La Palma conmigo y con el pequeño Manuel, no le había gustado el colegio canario y echaba de menos su escuela de Madrid y sus amigos.

Eva fue siempre una niña deliciosa, lista, dulce y guapa. Recuerdo que su abuela Amelia, la madre de Eduardo, me contaba que, cuando era todavía muy pequeña y estaban las dos juntas viendo una película, era Eva la que le aconsejaba que no mirara las escenas que le parecía que iban a resultar desagradables.

Inicialmente, quisimos llevarla al Liceo Francés. Vivíamos cerca y a los dos nos parecía un colegio excelente. No la admitieron, y entonces nos recomendaron uno muy nuevo, que se había formado por una cooperativa de padres y profesores en Moratalaz: el Siglo XXI. Era muy parecido a lo que podía ser un colegio público, con el atractivo adicional de responder a una iniciativa, obviamente laica, de la sociedad civil. Había muchos niños del barrio de allí, de Moratalaz. Las instalaciones eran precarias, pero las carencias estaban compensadas por el entusiasmo de sus propulsores. Algunos cursos se impartían en espacios bajos de los edificios de Moratalaz destinados a comercios, debidamente habilitados. El programa pedagógico era, en los años ochenta del siglo XX, efectivamente de futuro, dirigido de hecho al siguiente siglo, como su nombre pretendía. No había libros, las clases empezaban con asambleas y los chavales trabajaban en equipo. Resultó un colegio excelente, en el que Eva siempre sacó media de notable en todo y se rodeó de amigos y amigas inseparables. Los profesores me decían:

—Eva puede sacar sobresaliente.

Pero ella me replicaba:

—¿Para qué? Me gusta el notable y me deja más tiempo para jugar.

Me encantaba esa ausencia de obsesión por la competencia. Ese equilibrio, querer ser buena, pero no pretender ser ante todo la mejor. Los y las amigas venían a casa con frecuencia. Les gustaba. A mí siempre me divertía sorprenderlos y tratar de que se lo pasaran bien. Me había comprado un estuche de colorantes de comidas y disfrutaba preparando comidas de colores insospechados, agua azul, huevos cocidos morados o pasteles raros.

Y luego estaba el pequeño Manuel. Cuando nació, Eva ya tenía casi ocho años. Estaba en un albergue de verano. A su vuelta, la fui a recoger al autobús. Me puse un vestido entallado comprobando que, ¡oh, qué placer!, ya me cabía, a pesar de haber parido hacía tan solo dos semanas. Volvimos juntas a casa y fuimos de un tirón adonde estaba Manuel en la cuna. Recuerdo su cara cuando lo vio: sorpresa, pero sobre todo, felicidad.

Siempre asumió mucho su rol de hermana mayor y Manuel la consideró su gurú en muchas ocasiones. Manuel también fue al Siglo XXI. También se benefició de sus enseñanzas, lejos de las tradicionales repeticiones memorísticas. Su potencial de creatividad se mostró muy pronto, y hoy es un excelente arquitecto.

Disfrutar con los hijos desde que son pequeños es, en mi opinión, algo maravilloso, único. Tenerlos en brazos, acariciarlos, llevarlos de la mano y sentir todo el calor de su manita pequeña en la tuya, dormirlos y verlos dormir, escuchar sus maravillosas preguntas y sus conclusiones de ese mundo que, contigo, van viendo e intentando comprender, todo ello es pura felicidad.

Sin duda, nuestra memoria no puede recordar toda esa cantidad de momentos de felicidad, pero algunos sí se quedan ahí y funcionan como abono para esa parte de nosotros que es tan esencial, nuestra sensibilidad. Amelia, la madre de Eduardo, a quien yo quise y admiré muchísimo, cuando ya tenía más de noventa años, me contaba que ella creía que con la edad cada vez se te intensificaba más la ternura que te producían los niños. Se levantaba entonces del sillón y buscaba un precioso poema del indio Rabindranath Tagore y me lo leía de nuevo despacio, con entonación y también con emoción.

Sí, ahora yo, con ochenta años, noto efectivamente mi mayor ternura por los niños. Como le pasaba a ella, seguramente nos pase a otros muchos viejos. Mis nietas pequeñas me vuelven a reproducir recuerdos de los nietos mayores y de Eva y Manuel. Me hace revivir la felicidad y la sorpresa que todos ellos me han causado.

Aquella vida en La Palma estaba incompleta si no podía tener a mis dos hijos a mi lado, así que en 1982 salió la posibilidad de volver y no lo pensé más. Aunque me dolía dejar ese paraíso en el que vivíamos, yo no quería permanecer lejos de Eva, y aquella plaza en El Escorial, tan cerca de Madrid, era la oportunidad de estar todos juntos de nuevo.

Sin embargo, yo aún no sabía que, por gajes del oficio, en El Escorial apenas iba a permanecer tan solo un año y medio. No obstante, allí tuve ya la ocasión de ver cómo podía esforzarme por cambiar la inercia absurda del funcionamiento tradicional.

Para quien no lo conozca, El Escorial es una visita obligada. Pueblo de veraneo aristocrático de los años cincuenta, cuenta con grandes hoteles, caros restaurantes y su teatro, el Carlos III, junto al bosque de la Casita del Príncipe, la Herrería y, obviamente, su gran monumento: el famoso Real Monasterio de San Lorenzo, la inmensa mole del sueño herreriano.

A veces me sorprende lo poco que se valora en estas profesiones de servicio público el enorme placer que ofrece, y la oportunidad que brinda, poder discurrir por diferentes pueblos, comarcas y ciudades de nuestro variadísimo país.

Ser funcionario tiene muchas ventajas. Cambiar, poder estar aquí o allá es algo estupendo. Eso sí, siempre que te guste desparramarte, y afincar, por distintas ciudades o pueblos. Por lo menos, mí me parece una forma muy interesante de vivir. No me refiero al placer de viajar, de conocer lugares distintos o de hacer turismo en nuestro tiempo libre. Sino a ir más allá. Cuando eres funcionario público o una autoridad y has de cambiar de una ciudad a otra, no eres un turista más. Tienes la oportunidad de implicarte, de integrarte en la propia estructura de tu nuevo destino.

Al llegar al Juzgado de Primera Instancia e Instrucción de San Lorenzo de El Escorial ya sabía algo más de cómo no debía funcionar un organismo de este tipo. Empezaba a intuir cómo se deberían hacer las cosas. Pero no iba ser fácil, ya que el juzgado tenía un partido judicial inmenso: desde la frontera con Ávila hasta la frontera con Madrid capital. El espacio territorial que le correspondía al juzgado se había convertido en un disparate. No solo era inmenso, sino que durante todos los años anteriores —los setenta— se había superpoblado. Majadahonda, por ejemplo, que se había transformado en una creciente población satélite de Madrid, y podía tener entidad judicial por sí sola, correspondía todavía al Juzgado de San Lorenzo de El Escorial.

Nada más llegar a mi puesto, me vinieron a ver los procuradores y abogados más influyentes. Me insistieron en que el juzgado estaba absolutamente colapsado. Era cierto. Además de estar de acuerdo con ellos respecto a que no dábamos abasto, fui más allá. Les comenté a aquellos procuradores que me preocupaba mucho la corrupción que había visto en otros sitios. Les conté la experiencia que había vivido en La Palma. Me miraron con cara rara, como si se sorprendieran de mi «descubrimiento». Pero, por el momento, no comentaron nada más.

Como estaba convencida de que era imposible desatascar el trabajo que había con el poco personal que teníamos, empecé a hacer gestiones. Fui al Ministerio de Justicia y al recién constituido Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y les expliqué la situación. El primero no podía atender nuestras reclamaciones. No había presupuesto. En el CGPJ, me recibió Fernando Ledesma, que pronto iba a ser ministro de Justicia. Amable pero distante, me comentó que, desde allí, desde el Consejo, estaban promocionando la gran informatización de los juzgados. Con ello, afirmaba, una vez implantados los ordenadores, se resolverían todos los problemas que yo le contaba. Era la primera vez que lo oía y reconozco que me impactó. La verdad, en aquel momento yo no tenía ni idea de lo que era la informática. Lo escuché como quien oye hablar de la tierra prometida. Después, he visto repetir la misma cantinela con obligado escepticismo, sobre todo tras constatar cómo se ha informatizado —tan mal— la justicia.

Tenía que hacer lo que pudiera para racionalizar aquello. Por supuesto, planteé de nuevo abiertamente que yo haría todas las pruebas. El secretario judicial, un hombre muy inteligente, me advirtió tal como me había pasado ya en Canarias:

—No vas a poder hacerlo tú, es imposible.

Reforzó su argumento en lo que venía efectuándose durante años, convertido en inevitable rutina. Los propios abogados, me explicaba, estaban acostumbrados a que las pruebas las hicieran los funcionarios y, a la vez, a que el juzgado renunciara siempre a hacer pruebas que los jueces no podían delegar, como son los reconocimientos judiciales. Por el contrario, yo pensaba que estas eran de las mejores pruebas que se podían hacer.

Los abogados se sorprendían, quizá con resquemor, pero nada podía frenarme: yo no solo llevaba a cabo las pruebas, sino que las realizaba como entendía que debían hacerse, en la sala de audiencias y con la toga puesta. Lo de estar ante la jueza no era un decir, sino una ostensible realidad.

Mi decisión no era un capricho. En los pleitos civiles, en muchas ocasiones, lo que más te puede dar luz sobre el litigio que se disputa es ver por ti misma el objeto de la disputa. Resulta ser lo mejor. Esto, que es de sentido común, cobraba especial trascendencia en pleitos rurales. Las discusiones por las lindes, por las servidumbres de paso y muchos otros aspectos de las propiedades rusticas, exigen ver por una misma sobre el terreno lo que se pleitea. Me encantaba hacer reconocimientos judiciales. Me ponía mis zapatos bajos y echaba a andar lo que fuera necesario. La sierra de Madrid es bonita. Ningún problema, antes al contrario, de ir a recorrerla, a verla, e intentar devolver la paz en ese litigio que la envenenaba.

También resultaban utilísimos los reconocimientos judiciales en los litigios que podían suscitarse sobre si un negocio estaba o no abierto. Recuerdo con cierta diversión una vez que fuimos a reconocer una carnicería. Para resolver el pleito, creo que era necesario dilucidar sobre si la carnicería en cuestión estaba en funcionamiento o no. Era en un pueblo de tamaño medio en la propia sierra de Guadarrama. La carnicería, que sin duda estaba cerrada, la habían decorado rápidamente antes de mi reconocimiento, para que pareciera que estaba en uso. Habían colgado piezas de carne y decorado el establecimiento con lo que habían considerado necesario para dar el pego. Pero cuando les pregunté a los aparentes arrendatarios por la caja que habían hecho los días anteriores, sobre los pedidos y los últimos clientes, les pillamos desprevenidos. Era mentira. No había actividad alguna. El improvisado decorado no había conseguido engañarnos. Supongo que el abogado se disculparía con su cliente mentiroso, echándole la culpa al juzgado: «Es una jueza muy rara. Hace todos los reconocimientos judiciales que se le piden». Sí, era así. Y los resultados me daban la razón: merecía la pena hacerlos.

Lo curioso del asunto es que esta prueba, el reconocimiento, que está concebida para que el juez pueda acertar con la verdad, tiene que documentarse en una descripción no del juez, sino del secretario judicial. Este último tenía que ir pertrechado de papel y bolígrafo o de máquina de escribir para plasmar allí, en donde se tratase —a veces en pleno campo y escribiendo sobre la marcha—, la descripción de lo que veía. Esto que cuento transcurría en los primeros años ochenta del siglo pasado.

Recuerdo una ocasión en que, mientras el secretario inmortalizaba su crónica del objeto del litigio, se levantó viento y las hojas del acta se volaron, cayendo en un estanque próximo. Mi primera reacción entonces fue llevar una máquina de fotografía instantánea, una Polaroid, que permitía obtener la foto de forma inmediata, para que todos los presentes pudieran corroborar que había sido tomada en ese preciso momento. Bueno, pues de nuevo el absurdo. La primera prueba de reconocimiento judicial que hice sustituyendo la peculiar descripción mecanografiada del secretario por la foto la impugnó la Audiencia. Supongo que sería por recurso de la parte que se sintió agraviada, por lo evidente que resultaba la foto, donde se veía que no tenía la razón. Más allá del origen de la impugnación, lo que se cuestionaba era el medio, la fotografía, algo que obviamente no se había previsto en el siglo XIX, cuando se había elaborado el Código de Enjuiciamiento Civil.

Todo esto demuestra lo interesante que es detectar las raíces de la burocracia. En el siglo XV, cuando los jueces no sabían ni leer ni escribir, resultaba no solo útil sino imprescindible que fuera el escribano —antecedente de los secretarios— el que dejase constancia por escrito. Lo cuestionable es que algo que fue muy útil en su momento acabe manteniéndose a lo largo de los siglos hasta convertirse, por inercia, en una norma absurda, sin utilidad alguna, pero de rutinario obligado cumplimiento. Para mí era difícil comprender cómo algunas prácticas antiguas aún subsistían, quizá como una muestra más de esa consustancial pereza de lo público a cuestionar jamás el porqué de las cosas. Había normas que respondían en todo caso al más conservador de los principios: lo que no está expresamente permitido, está prohibido; en lugar de aplicar un principio más abierto y que posibilita la innovación: lo que no está expresamente prohibido, está permitido.

La cuestión es que entonces una máquina de fotos no podía sustituir, ni seguramente siquiera complementar, a la litúrgica escritura del secretario.

Este no fue el único momento en el que tuve que enfrentarme al «como siempre se ha hecho». En el Juzgado de El Escorial, otras de las sorpresas que me llevé fue cuando el secretario, después de haber hecho varios reconocimientos judiciales, me dio un sobre con algunos miles de pesetas.

—¿Qué es esto? —le pregunté extrañada.

—Es el importe de las tasas que le corresponden al juez por hacer los reconocimientos judiciales.

Me extrañó muchísimo. Me sentía ignorante sobre todo lo relativo a las tasas legales y pensé que el secretario sabía mucho más que yo de todo aquello, pero decidí que en algún momento, más tranquila, lo estudiaría bien. El secretario añadió que él cobraba cantidades mucho más importantes, pues era a él a quien correspondía cobrar todas las tasas de las notificaciones y requerimientos. Me explicó además que se había preparado primero las oposiciones a juez y que, al final, como no las había sacado, se había presentado y ganado las de secretario. Estaba muy satisfecho, pues añadió:

—Ahora gano más que vosotros, los jueces...

Sí, en aquel momento me resultó extraño, pero estaba tan ocupada que no pensé más en eso. No obstante, me entró una duda: ¿podría ser que los abogados pensaran que yo hacía las pruebas de reconocimiento judicial para ganarme unas cuantas pesetas de más y no como necesidad para averiguar la verdad? Me abrumaba la cuestión. 

UNA PESADILLA EN EL ARMARIO

Con todo lo que implicaba mi cargo en el desbordado Juzgado de El Escorial, lo malo no era resolver los juicios que yo hacía y redactar sus correspondientes sentencias. Lo peor era tratar de responder, además, a los atrasos acumulados antes de mi llegada al juzgado. Cuando entré por primera vez en mi despacho, en septiembre de 1981, encontré un armario que encerraba una auténtica pesadilla. Parece que lo estoy viendo: estrechito, muy alto y abarrotado de expedientes. Estaba lleno de pleitos gordísimos que habían visto los jueces anteriores y sobre los que, por las razones que fueran, no habían dictado sentencia. Cuando abría el armario maldito, no podía dejar de pensar en lo absurdo que era que un juez que llegaba nuevo a un juzgado tuviera que sentenciar sobre pleitos que había conocido otro.

En el fondo, esto no era sino una manifestación más de la concepción del juez como alguien que se limitaba a resolver un caso solo con los datos que unos y otros habían conseguido recoger, acumulativamente, en los sucesivos autos, que es como se llaman. Todos ellos, cosidos juntos, forman el legajo o expediente. Es decir, que el juez puede —y tantos dirían que debe— decidir sin haber conocido y oído a las partes en litigio, sin haber visitado el lugar sobre el que se discute, sin haber visto, por tanto, el caso en persona. A su vez, también esa sinrazón es la consecuencia de una de las características de la burocracia: lo que importa es lo que consta, lo que figura, lo que se dice que se ha hecho y no lo que realmente ha sucedido, ha pasado y se ha hecho.

Los jueces están habilitados para actuar en su juzgado desde el momento en que se publica su nombramiento en el BOE, pero solo hasta que reciben su cese y su nuevo nombramiento. Son las fechas burocráticas, al margen de los problemas que puedan suscitar. Así, nadie ha resuelto cómo puede finalizar un juez las sentencias que tuviera pendientes en el momento de su cese. A partir de la publicación de su nuevo puesto, al menos teóricamente, ya no está habilitado para intervenir en nada en ese juzgado. Una «salida» es cerrar los ojos y dejarle el «muerto» al siguiente. Como esto, a pesar de haberlo vivido, es de hecho un disparate, lo que se suele hacer es que el juez cesado pone las sentencias de los juicios en los que ha intervenido con una fecha falsa, anterior a la de su cese.

Cuando años después, cesé yo del Juzgado de Primera Instancia n.º 19 de Madrid, fui poniendo posteriormente las sentencias que tenía pendientes. No quise sumarme a la mentira burocrática y me atreví a enunciar las sentencias explicando que me correspondía a mí redactarlas, al haber conocido el caso, aunque en aquel momento ya no fuera la jueza del juzgado del pleito que resolvía. Aunque fuera lo más lógico, no era, obviamente, la práctica habitual. Así que no tardó en llamarme quien era el presidente de lo que se llamaba entonces la Audiencia Territorial, el magistrado Clemente Auger.

—No hagas eso, Manuela. No te metas en líos. Haz lo que hace todo el mundo, pon la fecha atrasada, anterior a tu cese —me pidió.

Se trataba de un magistrado recocidamente progresista. Pero había normalizado el proceder burocrático-rutinario. Siempre me pareció curioso lo poco que le preocupó esa burocracia a la izquierda. Volveremos sobre ello más adelante y con más calma.

YENDO Y VINIENDO DE EL ESCORIAL A MADRID

Cuando en algunas entrevistas me preguntaban cómo hacía compatible una vida de trabajo tan intensa con estar casada y tener dos hijos, siempre decía que, como todas las mujeres madres y trabajadoras, tenía que hacer todo corriendo mucho.

Aunque yo disponía de una vivienda en El Escorial, muchas tardes me iba a mi domicilio de Madrid. Los niños tenían en aquel momento doce y cuatro años, y yo quería estar en casa cuando llegaran del colegio y de la guardería. Eduardo estaba absolutamente volcado en su trabajo. Cuando yo le pedía que se involucrara más en las cosas de casa, él me recordaba que dirigir el Plan General de Madrid era algo parecido a lo que había significado mi año de preparar la oposición.

Aquellos días los recuerdo como un continuo ir y venir. Me gusta pensar que he sido una persona muy feliz y, al decirlo, siento una especie de temor a que esto se acabe y me toque vivir una época de desdichas. Confieso que tengo una sensación de deuda con otros. Muy especialmente con aquellos amigos y compañeros de bufete que fueron asesinados el 24 de enero de 1977 por un comando ultraderechista en nuestro despacho de Atocha.

Me había sentido muy feliz siendo abogada laboralista y, por supuesto, me sentía muy feliz siendo jueza. Era todo tan apasionante, acercarme a los conflictos de tantas personas, conocer las actitudes de los que estábamos metidos en ese barco. Saber cómo es la vida en nuevos lugares. Analizar críticamente los instrumentos que teníamos para poder hacer justicia. Ver algunas leyes como herramientas tantas veces torpes y desenfocadas en sí mismas o ver otras no aplicadas y, sobre todo, carentes de evaluación en sus resultados. Leyes cuya importancia a la vez se constata, siendo tan necesarias.

Me gustaban mis hijos. Había, habíamos, optado por un tipo de pareja libre. No creo que nuestra manera de vivir tuviera que ver con lo que ahora se encasilla en la pareja abierta. Quizá nosotros, porque nos sentíamos diferentes, vivíamos sin proyecto de pareja alguno. Simplemente vivíamos y no nos negábamos a vivir. El encuentro con la vida fue tejiendo el tipo de relaciones que tuvimos. En La Palma conocí a un marino. Su barco de vez en cuando llegaba al puerto de la capital de la isla. Era apasionante hablar con alguien que sabía tanto del mar y escucharle contar aventuras de la navegación. A él creo que también le divertía muchísimo oír las aventuras de aquella jueza de la isla de La Palma. Me vino a ver después a San Lorenzo de El Escorial. Tenemos una bonita foto juntos en los bellos jardines de la Casita del Príncipe.

Nuestra amistad tenía altibajos, cartas que no llegaban, escozor de desamor. Como muchos días no dormía en El Escorial y volvía a mi casa de Madrid, con los míos, tenía bastante tiempo de carretera. Nunca me disgustó conducir. Siempre pensé que eran momentos buenos para sumergirse en el pensamiento. Recuerdo bien aquellos trayectos desde casa a la sierra madrileña, en el encuadre de la hermosa cadena de montañas azules de Guadarrama. Eran instantes buenos para pensar, para planear y también para dar salida a los altibajos amorosos con las preciosas canciones de Los Chichos, que sonaban en los casetes que llevábamos en los coches.

LOS DÍAS 1 Y 15 DE CADA MES

En el Juzgado de El Escorial no teníamos crímenes graves. Más bien eran robos menores. Algunas veces atracos a bancos y, sobre todo, muchísimos accidentes de tráfico. Así, había pocos delincuentes importantes que estuvieran acusados de delitos graves. Cuando ocasionalmente había alguno que hubiera que dejar en prisión, lo mandábamos a la cárcel que servía a toda la comunidad: la antigua cárcel de Carabanchel, hoy cerrada.

Cuando el delito no era grave, quedaban en libertad provisional. La ley, como en tantos otros aspectos de los procesos judiciales, regulaba —y sigue regulando hoy día— de forma muy somera la libertad provisional. A los que quedaban en esa situación, y hasta que fueran citados para celebrar el juicio contra ellos, se limitaba a obligarlos a que se presentaran presencialmente en el juzgado los días 1 y 15 de cada mes. Así, esos dos días se convertían en especiales, pues se formaban buenas aglomeraciones de los que venían solo a firmar.

¿Para qué les hacíamos venir a firmar? Parece que nadie se lo hubiera preguntado. Simplemente, la ley decía que había que hacerlo así y así se hacía. Aquel acto se convertía en una especie de «fe de vida» en persona: constataba que el individuo seguía vivo en esos días señalados. Sin embargo, cabía la posibilidad de que hubiera cometido alguna que otra fechoría, y de que incluso hubiese sido detenido en los días que transcurrían entre dos de esas presentaciones formales para firmar. De ser así, en la siguiente firma habría de hacerlo dos veces, por los dos asuntos. Obligación ancestral, no habíamos sido capaces de controlar la actividad de esos delincuentes, más allá de la firma bisemanal. La alternativa solo era la cárcel, sin nada intermedio, ni control alguno en los periodos entre firma y firma.

Esta práctica desorientaba a los ciudadanos, y a la vez les indignaba. Los delincuentes más habituales de entonces cometían robos y hurtos, mayoritariamente provocados por el consumo disparado de la heroína, y cuando se los detenía, prácticamente de inmediato se los ponía en libertad provisional, con esa absurda y única obligación de presentarse solo a firmar en los juzgados los días 1 y 15. No es de extrañar que en aquellos años se generalizara la frase de que «la justicia detiene a los delincuentes por una puerta y por la otra los libera».

Supongo que el propósito de la aparente forma de control de la libertad provisional había sido una sugerencia de los diputados que en su día redactaron la decimonónica Ley de Enjuiciamiento Criminal. Debieron pensar que si alguno de los que estaban en libertad provisional no venía a firmar un día 1 o un 15 se le podría quitar ese beneficio de la libertad provisional y enviarlo a la cárcel mientras que se sustanciaba el juicio contra él. Seguro que ni se les ocurrió que aquellos procesados pudieran ser algún día ese colectivo de inconscientes drogodependientes que sí, irían a firmar al juzgado, pero seguirían robando para sufragarse las sustancias adictivas entre el 1 y el 15.

La realidad era dura. La mayoría de los que pasaban por el juzgado eran jóvenes, y su drogodependencia les hacía aún menos responsables. No entendían bien, creo yo, lo que significaba estar procesados, acusados de robar y, al mismo tiempo, en libertad sin control alguno.

Un fin de semana quedaron dos de ellos en el pequeño depósito penitenciario que teníamos en el Juzgado de El Escorial. Era una celda con muy poco espacio, que a lo que más se parecía era a los calabozos de las películas del Oeste. Había ordenado su prisión y estaban allí a la espera de que vinieran a recogerlos para llevarlos a Carabanchel. Al día siguiente, cuando acababa de llegar a casa, me llamó el agente judicial del juzgado para decirme que los dos presos se habían escapado. Era viernes por la tarde y dejé para el lunes el averiguar qué había pasado y cómo habían podido lograr salir del depósito. El sábado por la tarde me fui de compras con mi hija Eva. Teníamos próxima la primera comunión de una de mis sobrinas y fuimos a ver si nos comprábamos algo para esa fiesta familiar. Me acuerdo estupendamente de lo que yo me compré, un vestido rojo con lunares blancos que después me puse en alguna entrevista en la televisión. Íbamos Eva y yo en el coche, subíamos desde la Castellana por María de Molina, cuando vi a mis dos fugados sentados, tan panchos, en un banco de la calle. Los había interrogado hacía poco, me había fijado, enseguida los reconocí.

Ellos no me vieron. Aparqué como pude y, al ver a dos policías que patrullaban la calle, les dije:

—Soy la jueza de El Escorial y acabo de ver a dos detenidos que se nos escaparon ayer de nuestro depósito judicial. Deténganlos, por favor.

Los policías me miraron un poco extrañados, pero enseguida uno de ellos me dijo:

—¡Ah, sí! Yo la conozco a usted, la he visto en la tele, en el programa de Fernando García Tola.

Hicieron lo que les pedí. Mi presencia en televisión había servido para algo. Y yo empecé a darme cuenta de que la gente empezaba a conocerme más allá de los juzgados.

SALIR EN LOS MEDIOS, ¿UNA BAZA O UN LASTRE?

De pronto, sin haberlo pretendido ni medido sus consecuencias, había dado un salto de tigre. Me había convertido en la jueza que había salido en televisión, y por aquel entonces todavía no había más que un canal, por lo que la tele enseguida te daba popularidad.

Clemente Auger y otros jueces que habían sido miembros de la asociación clandestina Justicia Democrática durante la dictadura tenían una tertulia a la que algunos otros, más jóvenes, también asistíamos. Además, lo hacían artistas variados. Allí, Tola, un afamado líder de la televisión, nos propuso a algunos de los jueces que saliéramos en su programa de TVE. Cuando me lo ofreció a mí en 1982, no lo dudé. La transparencia, abrir las puertas de tantos rincones oscuros de nuestras instituciones y en especial de la distante justicia, me parecía que era muy necesario en aquella época.

Me entrevistó Carmen Maura. Y yo hablé de lo que no se hablaba. Entre otras cosas, creo que conté algo de lo carpetovetónica y anticuada que era la manera de funcionar en los juzgados. Expliqué que los expedientes aún se cosían con aguja y cordel, con eso de la cuerda floja, que sorprendía tanto. A la vez, y como mayor novedad, también defendí la necesidad de que la justicia fuera abierta, transparente, porque la gente la tenía que conocer de manera cercana, superando el pedestal distante en que tendía a colocarse. Y, por supuesto, como en ese momento se estaba tramitando el proceso contra el teniente coronel Antonio Tejero y otros militares del recientísimo intento de golpe de Estado de 1981, sugerí que debería ser un juicio abierto y transmitido por televisión.

Creo que la entrevista quedó bien. Eso sí, cuando llegué al juzgado al día siguiente, muchos me miraban raro. Era algo inesperado. No hubo comentarios inmediatos. Sin embargo, pronto experimenté lo que significaba la enorme popularidad que daban las cámaras. Meses después, fui a Sagunto a encontrarme con mi amigo marino, que atracaba por allí en uno de sus grandes viajes. Iba sola en mi coche y me despisté un poco. La verdad es que siempre he tenido mucha tendencia a perderme cuando conduzco. Ya sé que ahora no se pierde nadie con los GPS, pero aquellos eran otros tiempos. Paré, bajé la ventanilla y pregunté al primer vecino que pasaba por allí. Me miró y me dijo:

—Anda, pero si tú eres la de la tele —y después añadió—: Porfa, me quiero casar contigo.

La popularidad siguió y pude comprobar hasta qué punto era un arma de doble filos. Por una parte, te permitía trasladar a la sociedad lo que era la justicia y lo que pasaba en ella, pero, por otra, generaba animosidad en la propia carrera judicial. Fue sobre todo al principio, durante mis primeras apariciones en los medios. Después, como veremos, la popularidad pudo ser un buen activo en etapas posteriores de mi vida.

DROGADICCIÓN CONVERTIDA EN CRIMINALIDAD.
¿
SOLO LA CÁRCEL COMO «SOLUCIÓN»?

Cuando tomé declaración a los dos escapados, fui consciente de hasta qué punto ellos no entendían lo que significaba que la justicia abriera un proceso en su contra mientras se les dejaba seguir libres. No parecía que comprendieran que esa libertad fuera solo «provisional». Me resistí a profundizar en ese embrollo de inutilidad. Pensé que era necesario organizar al menos un control adicional al de la mera firma bimensual. Pasamos a hacerles una ficha, con una foto y las referencias del motivo de su detención, mientras intentábamos hacer algún tipo de control sobre su actividad, para poderlos dirigir hacia los servicios que les pudieran atender. Por supuesto, resultaba imposible contar con el personal que ese control, tomado en serio, hubiera requerido. En todo caso, se ponía de manifiesto la ausencia de esos colaboradores que la justicia tanto necesita. Resulta incomprensible que la Administración de Justicia no cuente, incluso como personal clave, con trabajadores sociales. En aquel momento, solo pude recurrir a voluntarios y voluntariosos estudiantes de Derecho. Y ahí, cuando estábamos empezando a hacer algo que seguía un cierto sentido común, apareció el fantasma de unas muertes que no sabíamos a que se debían. Era lo que era —¡y lo que sería!—, el sida. Nos sorprendía que algunos de nuestros procesados —y que en muchas ocasiones lo eran también por causas de otros juzgados o de la Audiencia Provincial— muriesen en la cárcel; y no entendíamos por qué. Cuando hablábamos con los responsables de la cárcel de Carabanchel, no podían concretar bien cuál era la causa de la muerte. Sí constataban que afectaba a ese tipo de procesados drogadictos y que cada vez parecía que se repetía más y más. Suponían entonces que debía de tener alguna envenenada relación con el consumo de droga.

Leo ahora una entrevista que me hicieron en el periódico La Hoja del Lunes —el único que se publicaba ese día en sustitución de los periódicos normales, que descansaban el domingo— cuando estaba en el Juzgado de El Escorial. No solo soy muy crítica con que la única solución que tuviéramos para resolver el gravísimo problema de la drogadicción fuera la cárcel. Me atreví a decir, y el periodista lo elevó a titular: «La cárcel de Carabanchel es un desastre». No obstante, a continuación explicaba lo que, a mi entender, habría que hacer como alternativa. Diseñar, proponía, módulos para jóvenes drogadictos próximos a los ayuntamientos y juzgados en los que se plantearan las dos posibles opciones: tratamientos para quienes quieran salir de la adicción y suministrarles droga a los que se resistan a dejarla. Rotunda y literalmente digo: «Los atracos van endureciendo al delincuente y llega un momento en que su sensibilidad está tan embotada que su mano no vacila para disparar y matar. Y, como creo que la vida humana es importantísima —sobre todo la de los demás—, el que quiera destruir su vida con una jeringuilla, esnifando heroína o como quiera, que la destruya, pero que no incordie a los demás».

Intentaba profundizar en la mayor causa de la delincuencia de aquella época. No es habitual escuchar ese discurso de la boca de un juez. Mis declaraciones causaron impacto y comencé a recibir críticas. Pero también, más adelante, empecé a encontrar a quienes se situaban intelectualmente en posiciones semejantes.

¿CORTINAS? ¿Y DE QUÉ COLOR?

Poco a poco me iba haciendo a mi nuevo puesto. Desde mi ventana del juzgado veía la impresionante mole del monasterio de El Escorial. Y un día me enteré de que el juez de primera instancia del Juzgado de San Lorenzo era también el notario del protocolo de los entierros reales: entonces, cuando se murió no sé quién emparentado con la realeza, tuve que asistir en mi calidad de notario. Di fe, para los siglos de los siglos, de que allí se había enterrado a uno de los que se denominan «grandes de España». Recuerdo que me emocionó conocer el monasterio por dentro, aquellas dependencias reservadas que los visitantes habituales no ven.

No fue la única ocasión en que descubrí que mi cargo conllevaba otras competencias añadidas. Mientras yo me enfrentaba al día a día en el Juzgado de El Escorial, llegó la convocatoria de las elecciones de octubre de 1982, en las que sería elegido por abrumadora mayoría el Partido Socialista de Felipe González. Entonces me enteré —cosa que no sabía, a pesar de memorizar más de quinientos temas durante la oposición— que como jueza me correspondería ser la presidenta de la junta electoral de la zona que constituía mi ámbito territorial. Y pronto supe que la cita electoral era una ocasión que se aprovechaba para mejorar la escasez de recursos a la que nos enfrentábamos. Así, el secretario judicial me informó de que siempre se solicitaba a la junta electoral mucho material que necesitábamos para el uso diario del juzgado. Me aseguró que, a diferencia del ministerio, que era superrácano, la Junta Electoral Central era enormemente generosa. Aun así, me advirtió que las elecciones también nos provocarían problemas debido a nuestro escaso personal. Íbamos a necesitar más personas, y eso no parecía que se pudiera conseguir fácilmente de la Junta.

Para otras cuestiones, sin embargo, sí que había dinero disponible. Un día apareció en mi despacho alguien responsable de obras del Ministerio de Justicia. Me dijo que iban a cambiar las cortinas de mi despacho. Le dije que no entendía por qué, ya que yo desde luego no lo había pedido. Pero él me aseguró que estaban muy usadas. Me sorprendió enormemente. No solo por innecesario, sino porque no entendía que aquellas cortinas fueran lo prioritario a renovar por parte del ministerio. Nos hacían falta muchas otras cosas, como por ejemplo arreglar el depósito de los presos o ponernos una fotocopiadora en condiciones. A pesar de mis quejas, el funcionario del ministerio me dijo:

—Eso es lo que hay, parece ser que algún juez anterior se quejó de las cortinas, el expediente ha ido transcurriendo por los procelosos caminos de la Administración y, por fin ahora, se ha decidido autorizar el presupuesto para cambiarlas. Ahora, eso sí, lo que usted puede elegir es el color de la tela, ¿de qué color las quiere, señoría? —me preguntó amablemente.

Por supuesto, no lo había pensado, así que dejé ir mi mirada por los colores de lo que veía desde mi ventana, el cielo castellano, las nubes a veces cargadas de lluvia, de la que la sierra para y a veces descarga, y, claro está, la preciosa mole gris del monasterio. No lo dudé:

—Creo que quedarían muy bonitas de un rosa palo, vamos, de un rosa suavizado.

El funcionario ministerial me miró aterrado.

—Eso no puede ser, señoría, ese no es un color para un despacho de juez. ¿Qué pensaría cualquiera al entrar y toparse con unas cortinas de terciopelo rosa? El rosa —afirmaba el funcionario— es sin duda un color de dormitorio, y el despacho de un juez tiene que inspirar poder, autoridad. Lo suyo —me sugirió— sería granate o rojo muy oscuro.

Rápidamente identifiqué el rosa como mi color, claro que sí, ¡viva el rosa! Yo quería un despacho que inspirara tranquilidad, paz y reposo. ¡Fuera los colores autoritarios! Gané la batallita. Finalmente, el funcionario las dispuso del rosa palo que había elegido. Reconozco que a veces, en aquellas ocasiones en las que en mi despacho vivía tanto dolor y tanto drama, me alegraba, por lo menos, poderles ofrecer una decoración suave.

Ya he dicho que mi despacho siempre tenía la puerta abierta y que podía acudir cualquiera que lo necesitara. Siempre consideré necesario hablar con las personas que así lo pedían. Un abogado amigo, Núñez, me lo criticó:

—Tú, como juez, solo debes hablar con los interesados en la sala de audiencias, y eso dentro de los márgenes específicos de los procesos judiciales y siempre con el secretario judicial que da fe de lo que haces y dices.

Bueno, esa es una forma de verlo, estrecha a mi juicio, y de raíz autoritaria. No es sin duda la mía. Hay veces que, además de intentar que el propio diálogo del proceso judicial sea lo que debe ser y no un mero trabalenguas sin sentido, es necesario saber más sobre los que tenemos que juzgar, tener un mayor conocimiento de los que se ven, por las razones que sean, inmersos en poner sus afectos, intereses y vidas en manos de los jueces.

DIVORCIOS, ODIOS Y CUIDADOS,
TAMBIÉN CON LOS HOMBRES

Aquellas cortinas rosa palo me ayudaron a mantener la calma ante muchas situaciones dolorosas. Recuerdo a los padres de una familia numerosa que se despedazaba en el transcurrir del eterno proceso del divorcio en que estaban inmersos. Un día, tenía reunidos en mi despacho a un grupo de los hijos de la pareja. Era una familia de muy buena situación económica, los niños iban a buenos colegios y estaban bien educados. Intentaba saber por qué motivo se negaban rotundamente a ver al padre, lo cual resultaba especialmente penoso, pues estábamos en Navidad. Uno de los pequeños me dijo, con mucha soltura: «Para mí, el mejor regalo de Reyes sería que se muriera mi padre». ¡Uff, qué latigazo tan doloroso! Me bloqueaba ver el odio que se desarrollaba en las rupturas matrimoniales. Sentía que, a la vez que aprendía más del mundo, al rodearme de unas y otras gentes tan diversas, aumentaba todo lo que debíamos hacer mejor. Me parecía apasionante ser juez, pero al tiempo tenía más claro todo lo que había que cambiar, todo lo que había que innovar y crear, para facilitar la vida a tantos que se veían abocados a recurrir a nosotros, los jueces.

También tuvimos un proceso de divorcio de una pareja de allí mismo, del propio pueblo de El Escorial. El ámbito del juzgado era tan disparatado que reunía sociedades muy diferentes desde toda Majadahonda, un verdadero barrio de Madrid, de alto nivel económico, hasta comunidades rurales, como la de Robledo de Chavela, Guadarrama o el propio pueblo de El Escorial. La demandante era una maestra de las escuelas del pueblo. Mujer equilibrada, culta y muy trabajadora. El marido se había convertido en una carga imposible de soportar, bebedor, sin trabajo, siempre haciéndole la vida difícil. Ella ganó el divorcio, por supuesto, y como consecuencia, pidió que lo expulsaran del domicilio común. Aquel hombre, sin duda dependiente, no quería admitir la separación y me insistió en que si le obligaba a salir del domicilio conyugal no tendría adonde ir. Aun así, yo acordé el lanzamiento. A los dos días, apareció ahorcado en unas casuchas medio abandonadas que tenía el ayuntamiento. Me causó una fortísima impresión y una cierta sensación de responsabilidad. ¿Podría haber hecho otra cosa en lugar de desahuciarle? Evidentemente, la mujer tenía todo su derecho al divorcio y a vivir tranquila, pero ¿podría yo haber realizado algo más para hacerle a ella más fácil su nueva vida y a la vez no destrozar la del marido? Desde entonces pensé que era importantísimo que lleváramos a cabo un seguimiento de la actuación de los maridos que echábamos de sus domicilios, tanto por violencia de género como por la propia ejecución de divorcios y separaciones. Nadie ha estudiado el tema. En lo que a mí se refiere, sigo creyendo que es imprescindible que el juzgado y los servicios sociales se preocupen de los hombres desahuciados, hayan hecho lo que hayan hecho. Cuando después estuve al frente del Ayuntamiento de Madrid, preparamos un programa de apoyo para ofrecérselo a los juzgados de familia, dirigido a los hombres a quienes legítimamente se les obligaba a salir de la vivienda en la que estuvieran residiendo.

Los jueces veíamos lo que pasaba, o por lo menos yo sí lo veía y me impacientaba. Quería contarlo y ser escuchada. En otro caso, se habían ahogado dos niños en sendas piscinas y a mí me parecía importantísimo que los órganos legislativos supieran que era necesario tomar medidas para impedir que esto volviera a pasar. No ocurría durante el verano, cuando la gente se bañaba en las piscinas, sino en invierno, cuando no había nadie en ellas. Yo hubiera querido mandar a algún organismo todo ese tipo de cosas, pero eso era impensable. Cuando lo contaba, me miraban con extrañeza. No parecía que fueran temas de los que un juez debiera preocuparse, y mucho menos hablar de ellos.

TRABAJAR MIENTRAS QUE SE ESTÁ EN PARO: OPORTUNIDAD DESPERDICIADA

Todos los días me encontraba encima de la mesa de mi juzgado un ejemplar del Boletín Oficial del Estado. Me inspiraba una curiosidad morbosa. El BOE, que ahora ya solo podemos ver por internet, era, y sigue siendo, algo pintoresco. Teóricamente, publica todas las decisiones del Estado que pueden tener trascendencia pública o, mejor dicho, aquellas determinadas normas que se obliga a que tengan esa trascendencia. Una primera ojeada de ese aglomerado de tan diverso tipo de decisiones te deja anonadada. Hay de todo: leyes, decretos, órdenes y decisiones que tienen que ver con una infinidad variopinta de cuestiones, que van desde lo que se puede dar de comer a las gallinas o los fertilizantes autorizados para los cultivos, hasta acuerdos y convenios internacionales. Por supuesto, se recogen los indultos, los nombramientos, los concursos públicos o determinadas subastas.

Un día, en ese repaso cotidiano, me sorprendió un decreto por el que se posibilitaba que las personas que estuvieran cobrando el paro trabajaran en la Administración de forma excepcional. Para ello, se establecía que, durante el periodo que fuera, el parado cobraría el correspondiente complemento hasta alcanzar el cien por cien del sueldo tomado como base para el cálculo de su percepción de desempleo.

Me pareció un descubrimiento y, ante nuestra situación, una forma de conseguir esos trabajadores administrativos extra que necesitábamos. Así que lo hablé con el secretario, quien convino conmigo en que era una idea magnífica: podríamos contratarlos para los trabajos coyunturales e inminentes que teníamos para organizar las próximas elecciones. Vinieron, efectivamente, dos trabajadores en paro del servicio de desempleo de El Escorial. Trabajaron maravillosamente y años después, cuando yo ya estaba en otros destinos, supe que habían sido contratados como interinos para el propio juzgado. Creo que más tarde hicieron las oposiciones y llegaron a quedar fijos.

Siempre me ha parecido de gran interés utilizar esa posibilidad. Como se ha comprobado, encierra potencialmente un gran alcance. Consiste en integrar según las coyunturas a personas en paro, compensándolas con un complemento a su prestación por desempleo y permitiendo que adquieran habilidades y destrezas de nuevas profesiones. No acabo entonces de comprender por qué no se usa de una manera más generalizada. De hecho, es una posibilidad poco conocida y que apenas se utiliza.

Las elecciones de 1982 llegaron y todo funcionó. Tras esa experiencia, tengo una admiración profunda ante la aplicación de nuestra administración electoral. Una vez constituido el juzgado como Junta Electoral de esa área de la sierra de Madrid, teníamos que designar a los presidentes y vocales de las mesas electorales. Cuando analizábamos las pocas excusas que se presentaban y veíamos construirse día a día esa pirámide de nombres y asignaciones, me parecía imposible que todo llegara a funcionar, pero funcionaba y funcionó en aquella ocasión. Así parece suceder en cada cita electoral.

Eduardo y otros amigos seguían el recuento electoral de aquella noche en la magnífica casa de Marieli, la hermana de Cristina Almeida. El gran triunfo del PSOE era una fiesta. Yo, mientras tanto, seguía en el juzgado esperando que nos fueran trayendo los sobres con los resultados de las votaciones de todos los pueblos que formaban parte de nuestro inmenso partido judicial.

Teníamos una radio e íbamos oyendo el resultado espectacular de la victoria aplastante de la izquierda. No había todavía teléfonos móviles, pero incluso sin poder comunicarme con los amigos, también yo me sentía impactada por el resultado. Me emocionaba con el magnífico proceso de esa democracia aún tan joven y tan viva. Era increíble para todos los que habíamos nacido después de nuestra guerra civil y no habíamos vivido más que la dictadura.

¿UN CARGO PÚBLICO? NO, GRACIAS

Tras las elecciones, en el invierno de 1982, me llamó el nuevo ministro del Interior, Pepe Barrionuevo. Lo había conocido cuando yo era abogada laboralista. A ambos nos preocupaban los accidentes de trabajo y, muy especialmente, los de la construcción, que eran los más frecuentes. No se me olvida la imagen de una joven viuda vestida toda de negro, con una niña chiquita en brazos, contándome cómo su marido había muerto tras caerse desde uno de los edificios altos que construían en la calle de Menéndez Pelayo, frente al Retiro. Siempre que paso por ahí la recuerdo. En muchísimas obras de la construcción, en Madrid, no había entonces quitamiedos en todos los vanos que daban al vacío. No sé cómo, pero los laboralistas conectamos con algunos inspectores de trabajo, que estaban también preocupados por esa enorme irregularidad. Las ordenanzas lo prescribían, pero... no se cumplían. Entre esos inspectores había uno especialmente preocupado con el que llegamos a planificar algún tipo de charla o seminario sobre la seguridad en la construcción. Era Pepe Barrionuevo. No lo conocía demasiado, pero le respetaba mucho y desde luego me alegré enormemente cuando Felipe González lo nombró ministro del Interior.

Pepe Barrionuevo me propuso que me fuera con él al ministerio, para desempeñar el cargo de secretaria general técnica. Creo que su propuesta implicaba dos cosas. La primera, que no me conocía demasiado. La segunda, que debía suponer que yo estaba deseando un cargo ante la llegada del nuevo Gobierno. Pero la propuesta no me atraía nada. En sí mismo, el cargo no me interesaba, ya que lo veía muy burocrático. Además, yo no tenía especial interés por ningún cargo público en general. Me sentía muy a gusto siendo jueza. Siempre sentí un cierto rechazo personal por las funciones propias de cualquier tipo de secretariado, sabía que no eran lo mío. Sin embargo, suponía que me lo ofrecían porque pensaban que sí. He aprendido que, en política, la denominación de los cargos no es siempre reflejo del tipo de actividades que de hecho se realizan. Pienso ahora que un nombramiento de esas características, de pura discrecionalidad política, quizá pudiera encerrar mayor interés de lo que yo le atribuía entonces. En todo caso, y sin la más leve duda, le dije que no al ministro Barrionuevo.

Pasados unos días, hablando con el por aquel entonces magistrado Juan Alberto Belloch, me confesó que una de sus mayores aspiraciones era ser ministro del Interior. No recuerdo que añadiera «y de Justicia», como lo llegó a ser de ambas carteras a la vez en la década de 1990.

Era una de las muchas conversaciones que teníamos Juan Alberto y yo. Nos habíamos conocido en Canarias, cuando yo aún estaba en el juzgado de La Palma. Nos presentó Nacho Cestau, otro abogado amigo, que se había trasladado a Las Palmas para fundar allí un despacho laboralista, del tipo de los que ya había en las grandes capitales de la península. Me contó que conocía mucho a Juan Alberto Belloch, un magnífico juez demócrata, que había ejercido en La Gomera y que estaba allí de vacaciones. Era verano y organizamos una excursión a La Gomera, donde nos conocimos.

Hace mucho tiempo que no lo veo, aunque me imagino que no habrá perdido un ápice de su maravilloso arte de conversar. Hay personas que son un lujo para quienes nos gusta hablar. Juan Alberto es un grande en la conversación. Las claves de un buen conversador implican sugerir temas, intercambiar experiencias de forma proporcionada, mostrar curiosidad por lo que se escucha, tener agudeza en las respuestas e interés por el otro, saber desvelar uno mismo algo de su propia intimidad y, a la vez, expresar placer por el propio discurrir de la conversación. Todo eso lo hacía él, y supongo que lo sigue haciendo muy bien. Creo que Juan Alberto me entendía. Guardo la presentación que hizo de mí en una charla que él mismo había organizado en Bilbao.

 

Presentar a Manuela Carmena supone, en primer lugar, constatar la evidencia de que MANUELA tiene más ideas que nadie. Pero no algunas más que las personas corrientes. Tiene ideas en proporciones cósmicas. La gente, sus amigos, terminamos aceptándolas por el simple miedo a que, en caso contrario, nos brinde, inacabablemente, nuevas ideas que, eventualmente, rebatir. Y es que cuando, tras un esfuerzo ímprobo, crees haber debilitado alguna de sus ideas, espontáneamente ha creado tres ideas nuevas, de perfiles netos y brillantes, mucho más difíciles de rebatir que aquella —ya antigua— idea inicial. Simplemente no hay salida.

En este tipo de situaciones, todos ustedes lo saben, la huida o el reposo son remedios de urgencia.

Y lo que es más grave: en ella no es solo que la cantidad se transmute en calidad (lo que de por sí es un milagro pagano), es que todas sus ideas son buenas. No digo que «tenga razón». Eso es algo que ni a ella ni a nadie sensato preocupa excesivamente. Es que tienen contenido real. Que no es posible, en suma, rebatirlas con cualquiera de las estructuras mentales arquetípicas (cualquiera que sea su procedencia u origen), ni con ninguna clase de trucos (ni siquiera los «individuales» que reservamos para las ocasiones comprometidas): nos obliga siempre a pensar ex novo (que diríamos los juristas), a descubrir el placer originario, recién estrenado, del pensar. Esto no es solo, como ustedes ven, una presentación: es, sobre todo, una advertencia.

Porque Manuela es una persona francamente peligrosa. No se conforma con «pensar» y «hacer pensar» —lo que, desde siempre, cuerdamente, se ha tenido por gravemente impertinente. Es que, además, y esto es el colmo, Manuela, mientras tanto, SE DIVIERTE; tiene, seamos claros, la desfachatez de divertirse.

No es que entienda obligado ser optimista o dar un mensaje de optimismo. Es «con mala crítica» que se divierte realmente. Y, la verdad, no sé por qué; o, por lo menos, no sé explicarlo.

Y la cosa (desde el estricto punto de vista de su «peligrosidad social») es que, con tales elementos, con toda naturalidad termina haciendo milagros. Entre otros milagros —ciertamente, no el menor— está haber convertido un juzgado de instancia (un juzgado «civil») en una excitante aventura, para unos, y en un temible riesgo, para otros. Porque Manuela —parece obligado recordarlo— es juez. Que un juez tenga las características apuntadas es, sin duda, otro milagro. Como lo es su trabajo —mucho antes, en aquella lejana y remota época de la dictadura— como fundadora y titular de un despacho de abogados (en Atocha 77). Milagro este que los no creyentes se vieron negar radicalmente, con la tragedia sucia y miserable de las balas. Entre los milagros menores está que encuentre tiempo para cosas tan dispares como conferencias, charlas, reuniones -pesadísimas, por cierto- del Secretariado Estatal de Jueces para la Democracia, del que es actual miembro activo, cenas solidarias, artículos, ponencias jurídicas, congresos, proyectos vivos y actuantes —y entre ellos, su familia y sus amigos.

Entre las tareas urgentes que nos competen, está, sin duda, poner coto a esta situación. El síndrome Manuela es un factor de riesgo, frente al cual nadie es, actual o potencialmente, inmune. Ni siquiera ha servido el sutil mecanismo de «elevarla a los altares», a través de la concesión, el año pasado, del premio español de la Asociación Pro Derechos Humanos. Como santa, Manuela es un desastre y no es que abandonen la hornacina destinada a tal clase de personajes. Es simplemente que no ha habido forma de colocarla, de instalarla —ni siquiera por un instante— en tan solemne lugar. Se empeña en seguir viva.

Un abrazo,
Juan Alberto Belloch
Bilbao, abril de 1987

Juan Alberto y yo hablábamos de nuestras expectativas en la vida. Él me pregunto cuáles eran mis aspiraciones en Jueces para la Democracia. Creo que entonces los dos formábamos parte del órgano directivo de la asociación, que aún se estaba gestando por aquel tiempo. Reflexioné sobre ello. La verdad es que no lo había pensado. Sin embargo, al indagar en mí misma, lo vi claro.

—Que me quieran —le dije—, que me quiera la gente de la asociación.

No sé qué me respondió, pero seguro que fue algo inteligente. Tendría que ver con lo que él intuía de mi necesidad de ser aceptada a pesar de resultar rara por cuestionar tanto lo que los demás aceptaban. Lo que sí recuerdo con seguridad, porque me impresionó, es que a continuación él expresó con énfasis su deseo de ser ministro del Interior.

Por eso, días después del ofrecimiento que me había hecho el ministro Barrionuevo, llamé a Juan Alberto. Le pregunte si a él le podía interesar el cargo que me había ofrecido. Me dijo que sí. Parecía que podía ser un buen camino para llegar a ser ministro más adelante. Intenté hablar de nuevo con Barrionuevo, pero ya no fue posible. Creo que mi rechazo le debió sentar mal. Puede ser que lo interpretara como un rechazo político. A mí se me seguía encuadrando en la esfera del Partido Comunista (PCE), quizá por aquello que dicen que haber sido militante imprime carácter, como el bautismo. No había nada de eso, pero tal vez influyó.

1983: JUECES PARA LA DEMOCRACIA

Por aquel entonces, todo se aceleró. El suplemento El País Semanal me realiza una entrevista. En primavera de 1983, Mercedes Milá me pide ir a Barcelona para participar en un debate en su programa de televisión. Eduardo se anima y viene conmigo a pasar el fin de semana. Recorremos con nostalgia la Ciudad Condal. Allí habíamos vivido recién casados, cuando Eduardo todavía era estudiante de Arquitectura.

En el avión de Madrid a Barcelona, nos encontramos al diputado Óscar Alzaga. Fue delegado de la facultad de Derecho, y siempre le admiré mucho. Era y es muy inteligente. Creo que salimos alguna vez al cine o algo así. Me explicaron que él tenía dificultad para ver bien todos los colores. Me hizo gracia pensar que él me podía ver en blanco y negro. Hablamos un poco durante el vuelo. No sé qué dije yo para que él me dijera algo así como «tú, tan modesta como siempre». Creo que él pensaba entonces que yo no me valoraba mucho a mí misma.

En mayo de 1983, se constituye oficialmente la asociación de Jueces para la Democracia, como una escisión progresista de la Asociación Profesional de la Magistratura (APM). En aquel largo proceso que había durado años, poco a poco he ido conociendo a todo un conjunto de jueces y magistrados que, de una u otra forma, habían estado vinculados con la oposición al franquismo a través de la clandestina asociación Justicia Democrática. Me fascinan todos. ¡Son realmente inteligentes, tan humanos, tan atractivos! Como he dicho antes, ya conocía a Clemente Auger. También a Antonio Carretero, pero en la asociación conoceré a muchos más.

Jueces para la Democracia surge tras una reunión en Madrid. Perfecto Andrés, otro juez clave, ha planteado la necesidad de que se constituya una tendencia de izquierda dentro de la APM, la única asociación de jueces que se había creado después de la Constitución. Ese ha sido, nos explica Perfecto, el proceso que han seguido los jueces progresistas en Italia. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos, la APM, que pretendía seguir siendo la única asociación, no admite la propuesta y se orienta hacia el lado conservador. Nosotros, Jueces para la Democracia, nos convertiremos en su alternativa, la alternativa progresista.

En aquel encuentro, también debatimos el nombre. A algunos —yo entre ellos— nos parece que esta tendencia, luego convertida en asociación, no debe incluir solo, y como denominación identificativa, la expresión «para la democracia». Consideramos que «democráticos» deberíamos serlo todos, tanto progresistas como conservadores, por lo que preferimos que se denomine «Asociación de Jueces de Izquierda», un nombre mucho más representativo de lo que somos. Sin embargo, perdimos la votación.

Cuarenta años después, ahora pienso que efectivamente fue una decisión acertada, porque nos permitía identificarnos mejor con los propios procesos de democratización a los que se enfrentaba la España de 1983. En el momento de escribir estas líneas, me parece aún más evidente que la lucha por la igualdad —esencia de mi manera de entender que eso es ser de izquierdas— pasa por profundizar en la democracia. Algo que cabe dudar que todo el mundo persiga.

BILBAO, DESTINO FORZOSO AL ASCENDER A MAGISTRADA

El año 1983 también supone mi traslado a Bilbao, una ciudad que me encantará a pesar del peligro que por aquel entonces conllevaba la actividad de la banda terrorista ETA. En aquellos momentos, mi promoción de jueces, de 1980, ascendía de forma casi vertiginosa debido al elevado número de juzgados que se estaban creando. Y los jueces de los pueblos ascendíamos forzosamente a las capitales. A mí me tocó en el otoño de 1983. Dudé mucho entre elegir Bilbao o Barcelona, y al final me decidí por la primera. Siempre me gustó mucho el País Vasco. Cuando era niña veraneábamos en Donostia, aunque entonces solo se dijera San Sebastián.

A mi padre también le gustaban los vascos y San Sebastián. Siendo todavía bastante pequeñas, mi hermana y yo ya pasábamos un mes de vacaciones en un hotel de la capital guipuzcoana, porque nuestro padre se empeñaba en reservarnos una habitación en lugar de alquilar una casa. Decía que así también descansaba mi madre. Siempre íbamos al que entonces era el Hotel Terminus. Allí descubrí el jamón de York. En casa no lo comíamos, no era habitual, pero allí nos lo daban muchas veces de cena. Me pareció algo riquísimo. Algunas veces hacíamos excursiones en el coche familiar, y en una ocasión se nos paró el coche en el puerto. Mi madre se asustó bastante. Estaba muy solitario y eso parecía angustiarla mucho. Para mi sorpresa, dijo que tenía miedo a que pudieran venir «los maquis». Primera vez que lo oía: «los maquis». Eran alusiones sueltas, únicos retazos de nuestra historia que de vez en cuando salían. No se hablaba más de ello, pero te dejaban impronta. Una vez, en las excursiones que hacíamos, fuimos a visitar los Altos Hornos de Bilbao. Nunca lo olvidaré. Aquel fuego inmenso que derretía el hierro. Después de lo que nos habían amedrentado, era lo más parecido al infierno. Yo, sin duda una niña asustada, me sentía además muy incómoda, porque llevaba puesto un impermeable que se me estaba pegando al cuerpo.

En 1983, el terrorismo de ETA está en su apogeo. Ningún juez se quería ir al País Vasco y todos los que, por una u otra razón, estaban allí deseaban salir cuanto antes. Sin embargo, Bilbao tenía entonces la ventaja de ser un destino forzoso en el ascenso. Probablemente, la gran falta de jueces había llevado al incipiente Consejo General del Poder Judicial a decidir que todos los magistrados que ascendíamos allí podíamos pedir un nuevo destino, sin que se nos requiriese una estancia obligatoria mínima en Bilbao, como es lo habitual. Podíamos entonces pedir el traslado a otra ciudad en cuanto saliera una plaza libre que nos interesara más.

Me gustaba, y me sigue gustando, mucho Bilbao. Estuve allí muy contenta. Juan Alberto Belloch, que estaba afincado definitivamente en la ciudad, fue mi padrino cuando juré mi nuevo cargo. Y pronto descubrí que los magistrados que se habían trasladado allí eran progresistas. En mi círculo más cercano está, por supuesto, Juan Alberto, pero también Joaquín Giménez y Elisabeth Huertas. De vez en cuando, voy a comer a casa de uno o del otro. Conozco a sus mujeres y a sus hijos. Elisabeth vive sola y le gusta organizar salidas con amigos. En casa de Juan Alberto, tiene empleada a una señora que parece que ya trabajó en su casa cuando estuvo destinado en Elche. Se distingue por lo maravillosamente que guisa. Siempre resulta interesante aprender algo en cualquier parte. Es una máxima incuestionable para aumentar la capacidad de gestión. Con esa señora, aprendí a hacer arroz al horno.

El terrorismo no lo vivimos directamente nosotros, los jueces de Bilbao. Cuando se produce algún asesinato, la competencia de su investigación la lleva la Audiencia Nacional. No obstante, aunque no tengamos competencia jurídica alguna, no dejamos de estar angustiados con lo que está surgiendo en ese momento en España y muy especialmente en el País Vasco. Los atentados de ETA se están cruzando con los que lleva a cabo una nueva organización de signo contrario, cuyas siglas aprendemos a identificar: los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación).

Cuando nosotros, los jueces amigos, nos juntamos, hablamos en voz baja de lo que en ese momento se vive. Recogemos los comentarios, que cada vez son más frecuentes, de que los GAL están relacionados con la policía. Nos inquieta tanto lo que inferimos que decidimos hablar con el presidente de la Audiencia Territorial, cargo que en aquel momento equivalía a lo que son hoy los presidentes de los tribunales superiores de cada comunidad autónoma. Sentado con nosotros, nos advierte que, con esas actitudes nuestras de cuestionar a la policía, sin tener pruebas objetivas de su culpabilidad, nos vamos a cargar la democracia. Nos escandaliza su respuesta.

En Bilbao, soy jueza en un juzgado de instrucción. Es decir, en la jurisdicción penal. Es la primera vez que tengo la experiencia de estar todo el día de guardia. Es algo que me inquieta. Nunca sabes lo que va a pasar y, por el contrario, de lo que sí estás segura es de que en la guardia tienes muy poco tiempo para pensar. En cada caso que se te presenta, tienes que decidir de forma inmediata. Eso sí, una cosa buena tenían las guardias: después de una, te correspondían días libres. Yo los aprovechaba para ir a Madrid.

A veces iba con Elisabeth Huertas. Es de la promoción anterior a la mía. Es una mujer muy inteligente. Las idas y venidas entre Bilbao y Madrid son oportunidades para conocernos mejor. Charlamos todo el camino. Un cafecito en Burgos y a seguir hasta la capital. Otras veces voy con una secretaria con la que al final establezco una amistad interesante, otras con Juan Alberto. Viene mucho a Madrid y en estos viajes descubro lo gran conversador que es. Tenemos charlas interesantísimas sobre todo y todos. Me sirven para valorar cada vez más su inteligencia, su rapidez y su capacidad de escucha.

Los compañeros que tengo en los juzgados de instrucción son magistrados recientes, algunos de la oposición anterior a la mía. No son de Jueces para la Democracia, pero son progresistas. Les preocupa la justicia limpia. Nos ayudamos entre nosotros, nos sustituimos unos a otros. Hay muy buen ambiente. Uno de esos magistrados me cuenta, antes de irse un fin de semana a Andalucía, que ha decidido imponer prisión a un detenido que parece que es un poderoso capo de la droga del barrio chino de la ciudad. Me asegura que tiene la impresión de que la policía trata demasiado bien a este individuo. Me advierte que, como voy a sustituirle ese fin de semana, esté muy atenta, porque es muy posible que sus abogados presenten la fianza de 500.000 pesetas con la que podrá abandonar la prisión provisional y salir en libertad. Al día siguiente, un oficial del juzgado del compañero que sustituyo me dice que el presunto capo de la droga en cuestión ha depositado la fianza y que ya está en libertad. Veo los autos y me extraña comprobar que la fianza depositada solo ha sido de 50.000 pesetas, en lugar de las 500.000 que había decidido el juez. Inmediatamente, le llamo por teléfono. Me asegura que él puso efectivamente la fianza de 500.000 pesetas, pero cuando compruebo el auto que el juez ha firmado constato con preocupación que no, no pone 500.000 pesetas, sino que la cantidad que figura que ha firmado mi compañero es solamente 50.000. Empiezo a indagar. ¿Qué ha pasado? ¿Quién ha quitado un cero a la cantidad que debía aparecer en el auto de prisión? Alguien nos habla de un abogado que es un muy importante y decisivo asesor de la policía bilbaína y parece ser que también de la de Madrid. Se llama Emilio Menéndez. Es el principio de una historia que se desarrollará en los años siguientes, con imputaciones y condenas de varios delitos. Cada vez se habla más, no solo de la confabulación entre la policía y la actividad delictiva de los GAL, sino de lo que ya se empieza a llamar «la mafia policial», así como de los posibles abusos cuando los imputados están en las comisarías.

En aquel momento, en Madrid hay un gran revuelo porque ha desaparecido un muchacho mientras estaba en la comisaría de policía. Parece ser que se le achacaban varios delitos. Se trata del conocido como el «Nani». El suceso traerá cola.

Algunos años más tarde, cuando yo ya no estaba en Bilbao, unos procesados de ETA presentarían una denuncia contra la Guardia Civil porque habían sido torturados cuando estaban detenidos. Le corresponde el caso a Elisabeth Huertas. Afronta la denuncia de forma concienzuda y ordena hacer una rueda de reconocimiento con todos los miembros de la Guardia Civil que han intervenido y que aparecen en el atestado. El periódico ABC se escandaliza y critica ásperamente a la jueza.

RECUERDOS DE BILBAO: UNA JUSTICIA ATÍPICA

Mi nuevo puesto plantea nuevos retos y yo estoy contenta en Bilbao. He conseguido un apartamento muy chiquitín pero precioso, que he estrenado, y he tenido suerte al alquilarlo. El precio no está nada mal. Pequeñito pero nuevo.

Bilbao me parece precioso. Se lo cuento a mi amigo el marino en cartas que nos cruzamos. Me dice:

—Manuela, eres una optimista incansable ante el desaliento. ¿Cómo te puede parecer bonito Bilbao? Bilbao es muy feo.

Le contesto y lo niego:

—¡Qué va! Tiene parques muy bonitos y la ría es gris, fuerte y llena de personalidad. Es una ciudad industrial de la cultura de la industria de principios del siglo XX. Las fábricas, grandes y oscuras, destacan en el gran contraste entre las dos márgenes de la ría. La derecha, con el barrio de Neguri lleno de grandes chalets privados con jardines llenos de hortensias azules y rosas. En frente, junto a las fábricas, la orilla izquierda de Barakaldo, con viviendas obreras que recuerdan a los barrios de las películas inglesas de los años treinta.

El Bilbao de la década de 1980 era la expresión de la lucha de clases. Había estado en la capital de Vizcaya antes, cuando estando en la universidad había ido a casa de mi muy amiga Elvira. Nos habíamos conocido cuando las dos hacíamos el Servicio Social en Santiago de Compostela. Nos caímos bien desde el mismo momento en que nos encontramos. Ella era de una familia muy católica de Bilbao. Familia numerosa, de las que rezaban todos los días antes de empezar a comer. Todo eso me resultaba extraño. No estaba acostumbrada. En mi casa nunca rezábamos. Me invitó a pasar unos días con ella. Todo me resultaba deliciosamente diferente, no solo los rezos sino también cómo eran los menús de las comidas. Me divertían lo que llamaban los postres de leche, que tomaban casi todos los días, riquísimos arroces con leche, natillas o flanes. En mi casa, solo había fruta al final de las comidas, eso sí, en un frutero de cristal al que siempre acompañaba una quesera, también de cristal, con queso, casi siempre manchego, y membrillo a su lado.

Un día, cuando precisamente pasaba unos días en casa de Elvira, fuimos a pasear por la orilla derecha, por Neguri. Mi amiga se encontró a una compañera de su colegio del Sagrado Corazón de Jesús. Esta chica nos invitó a su casa. Nos enseñó su cuarto. Me quedé epatada. Nunca había visto algo tan ostentoso. Armarios grandísimos llenos de vestidos y zapatos. Esa casa se me quedó grabada como la máxima ostentación del lujo. La orilla derecha era tan distinta como distante de la orilla izquierda, donde solo había fábricas y viviendas obreras.

En aquel momento, yo no conocía muchas fábricas. Sabía de la enorme factoría de Pegaso, en la salida de Madrid hacia Barcelona, toda una construcción de ladrillo visto rojo, con un extenso entorno ajardinado sembrado de una pequeña urbanización de viviendas que formaban lo que se llamaba entonces, y todavía hoy se sigue llamando, la Ciudad Pegaso. También conocía otras fábricas en el entorno de la carretera de Madrid y Guadalajara, la gran mole del productor de vidrio VICASA. En los años setenta, algunos obreros de esa factoría, que eran deslumbrantes líderes sindicales de las nuevas —y todavía ilegales— Comisiones Obreras (CC. OO.), fueron nuestros clientes. Les llevamos muchos asuntos desde nuestro despacho de Atocha y llegamos a visitar con ellos la fábrica: un espacio enorme, con zona ajardinada y montones de vidrio. Curiosamente, teníamos de nuestra parte al abogado de la factoría. Era un antiguo republicano que nos acogía con cariño. Tiempo después, una de sus hijas me mandó un libro que había escrito para su familia. Para que los suyos, explicaba, superaran lo que había supuesto ser, después de la guerra, un republicano rebelde a Franco. Le cogí mucho cariño y por eso, cuando unos años después de haber recibido el libro me lo encontré, sentí una pena inmensa. Estaba en el jardín delantero de una residencia de mayores que hay cerca de mi casa. Le acompañaba una cuidadora y él no me reconoció. Su mirada era de miedo y la cuidadora, supongo que para protegerle, me pidió que me fuera. ¡Qué pena más grande; ver cómo la enfermedad te encierra en absurdos vericuetos, disolviendo la memoria y todo el cariño que has acumulado durante la vida!

De Bilbao no solo me gustaba su estructura fabril y los encantos de una clase alta confrontada urbanísticamente con la clase obrera. Siempre me han atraído las representaciones del ser humano: de pequeña me gustaban a rabiar las muñecas, no solo jugar con ellas, sino también construirlas, y también me han interesado las estatuas. En Bilbao había una muy curiosa: la estatua de la Justicia que preside el ayuntamiento, frente a la ría. No lleva venda en los ojos, sonríe, juguetea coquetamente con la balanza y se apoya, con confianza, en una espada que, más que un arma, parece un bastón. Me entusiasmé y me sentí identificada con esa imagen de la Justicia desde que la vi. Sin venda —pues hay que ver, y mucho—, con una espada solo como apoyo y con la balanza como utensilio para cocinar recetas del equilibrio de la felicidad. Así la concibo yo.

UN LEVANTAMIENTO DE CADÁVER... Y LA NECESIDAD DE VOLVER CON LA FAMILIA

A pesar de que, como decía antes, estaba muy bien en Bilbao, echaba de menos a los niños y a Eduardo. No había pasado un año, pero al ser un destino forzoso, si surgía la ocasión, podía solicitar en cualquier momento la vuelta a Madrid. Y en cuanto la hubo, la pedí.

Dos motivos, totalmente distintos entre sí, precipitaron mi vuelta a casa. El primero, que fue el que más pesó en la decisión, estar al lado de mi hija, Eva, con la que tenía una intensa relación y que estaba pasando por unas primeras andanzas enamoradizas. Incluso en mi ir y venir, desde Bilbao, tenía larguísimas conversaciones con Eva. Las tenía y felizmente las sigo teniendo. En aquellos momentos, en que ella apenas tenía catorce años, me contaba lo entusiasmada que estaba con su profesor de Literatura y lo que este la valoraba. Me decía que sus amigos de la clase creían que el profesor, un chaval muy joven, estaba enamorado de ella. A aquellos chavales, esa actitud no les parecía bien, por lo que le aconsejaron que lo comentara conmigo. Eva y su grandísima amiga Amaranta vinieron a Bilbao y me explicaron la situación: iban a ir desde allí a Vitoria, donde su maravilloso profesor estaba haciendo la mili. No tuve ningún miedo ante nada de lo que me decía Eva. La animé a vivir esa bonita historia. Al volver al colegio, parece que de nuevo los amigos, un poco escandalizados, le preguntaban: «¿De verdad que tu madre ha dicho eso?».

Yo comprendía bien a mi hija. No quería que ella viviera en el miedo. Cuando yo era pequeña, en mi colegio se hacían de vez en cuando lo que se llamaba ejercicios espirituales. Durante una semana no teníamos clase. Íbamos, por supuesto, a la escuela, pero solo teníamos charlas en la capilla. Las charlas eran aterradoras. Los sacerdotes que venían nos hablaban de aquello tan terrorífico que era el infierno y, sobre todo, de su eternidad. Aquellos predicadores, del más rancio y antiguo cuño, sabían realmente explicar con precisión el castigo del infierno; la esencia del sufrimiento sin final alguno. Tras las charlas de los predicadores, en la capilla, debíamos luego estar calladas durante todo el día, meditando el contenido de esas charlas. Nos habían enseñado a hacer punto y nos aconsejaban que, mientras meditábamos, lo hiciéramos, tejiéramos. Además, no sé si porque nos lo aconsejaban o porque a mí me apeteció hacerlo, escribía un diario sobre todo aquello que vivíamos.

En los últimos años del bachillerato en mi colegio algo cambió. Dejaron de venir esos curas horribles y apareció un sacerdote joven, completamente distinto. Nos hablaba de otra forma. Mi amiga María Dolores Tormo y yo nos enamoramos de ese cura. ¡Era tan diferente! Era el párroco de Ciudad Pegaso. Le localizamos y fuimos a verle. Creo que nos confesamos con él. Había que coger el metro, luego un tranvía y después un autobús, pero no nos importaba. No teníamos ningún miedo. Con catorce años nos movíamos con soltura por la ciudad.

El segundo motivo que me llevó a volver a Madrid se produjo cuando una noche tuve que levantar el cadáver de un ahogado. La impresión que me provocó no tenía que ver con el hecho mismo del levantamiento. Ya había efectuado bastantes desde que empecé a ejercer de juez en la isla de La Palma. No obstante, me dio que pensar sobre si eso debía ser tarea del juez y, si lo fuera, cómo debería llevarse a cabo.

Muchas veces se ha debatido sobre la conveniencia de que sean los jueces los que levantan los cadáveres de las personas que mueren de una forma violenta, o al menos sospechosa. En estos casos, surge la duda de si detrás del fallecimiento puede haber un crimen. De ahí parece que se justifica la presencia del juez. En los casos menos sospechosos, la duda se despeja antes de su llegada, cuando hay un médico que certifica la muerte.

Los jueces son los que, en todo caso, dan la orden de que ese cadáver se mueva y se lleve a uno u otro lugar. Sin duda, hoy día es algo que hay que revisar, y yo añadiría, al menos complementar de una forma ágil y actualizada. En su caso, resulta necesario aclarar y, por así decir, humanizar la tarea del juez.

Por supuesto, lo que ya entonces era evidente es que se trataba de la actuación de una utilidad absolutamente cuestionable, máxime cuando ya en aquellos momentos se podían hacer fotografías y toda clase de reportajes sobre la forma, el lugar y las características del cadáver. En definitiva, todo lo que han de hacer policías y expertos, que no el juez. Tendía entonces a cuestionarme el sentido de mi presencia en aquellos sucesos y cómo interpretarla. Pareciera que se trataba de una representación del Estado en esas especiales circunstancias en las que la muerte estaba plagada de interrogantes. Para los seres queridos relacionados con el finado, si es que estaban presentes —lo cual no era habitual—, quizá el que hubiera una representación oficial podía interpretarse, en cierta medida, como un homenaje a la vida que había desaparecido en estas circunstancias oscuras. Ello, si se hacía con cariño y afecto. Me parecía una forma adecuada y respetuosa de despedir a un ser humano. Ahora bien, de eso no se hablaba en norma alguna.

Personalmente, me había construido mi propio protocolo ante los levantamientos. Al llegar al lugar donde se encontraba el cadáver, lo primero que hacía era preguntar si había allí familiares o próximos a quien había muerto. Si los había, me acercaba ante todo a saludarles y darles mi respetuoso pésame. Si no estaban allí, porque no había el menor indicio —o, si lo había, la policía no hubiera aún podido avisarles por las circunstancias que fueran—, intentaba recibirles más tarde y manifestarles mi sentimiento por su pérdida.

Nada dicen las leyes procesales, ni ninguna otra, de cuál debe ser la actuación que deben tener las autoridades, y muy especialmente el juez, en esos momentos dramáticos. Hay que reconocer que difícilmente se encuentran, aun en leyes muy recientes, atisbos de que ni la autoridad ni los jueces hayan de tratar con respeto, humanidad y máximo tacto a los afectados. En realidad, eso no se dice respecto a ninguna actuación de los jueces, a los que se suele identificar con la distancia en el trato, cuando no con la prepotencia.

Curiosamente, recuerdo algún caso extremo en que la práctica de mi protocolo pareció estar fuera de lugar. Fue también en Bilbao, cuando acudí a levantar el cadáver de un hombre que se había suicidado, ahorcándose. Para nuestra total sorpresa, cuando toda la comisión del juzgado encabezada por mí llegamos al piso en cuestión, nos encontramos que la familia del ahorcado, ajena a la tramitación de su muerte, estaba entretenida jugando a las cartas. Cuando me dirigí a ellos y les di el pésame, tuve la sensación de que en ese caso la muerte de uno de los suyos no les importaba nada. En el otro extremo, recuerdo con emoción inmensa, que hizo que se me saltasen las lágrimas, cuando tuve que recibir a una madre de un adolescente, que también se había ahorcado en la finca que la familia tenía en San Lorenzo de El Escorial.

No sé por qué el ahogado de Bilbao me removió, quizá se parecía en algo a Eduardo. De pronto le eché muchísimo de menos y quise volver a casa.