Carmen Martín Gaite solo publicó en vida dos piezas del género autobiográfico en sentido estricto: un apéndice al estudio Secrets from the Back Room de Joan L. Brown, editado con el título de «Un bosquejo autobiográfico por Carmen Martín Gaite», dirigido al público norteamericano y escrito en junio de 1980 (dos años después de la muerte de sus padres, a quienes está dedicado), y la conferencia «Esperando el porvenir», redactada para conmemorar el veinticinco aniversario de la muerte de su amigo Ignacio Aldecoa y que dio título a su estimulante ensayo de 1994. En ambos casos, la explícita intención fue la misma: protegerse de lo que ella llamaba expresivamente «un pelirrojo de Ohio».1 Tras esta denominación estaba su aversión a una información biográfica tendente a resúmenes que suelen pecar de ingenuos o tópicos, o a una idea causal de contexto como telón de fondo, cuyo efecto inmediato pudiera explicar la trayectoria de un individuo. Había en ella un rechazo a ser biografiada, a que su experiencia se convirtiera en información disecada, probablemente errónea, y deformada por la mirada ajena. Y ante la convicción de que el «pelirrojo de Ohio» lo haría rematadamente mal, prefirió contarla ella misma en estas dos ocasiones: ya como un esbozo (en 1980), ya en primera persona del plural (en 1994), y en ambos casos con recelo de la ganga nostálgica y de los inevitables adornos poéticos.
El título «Bosquejo autobiográfico» con el que apareció definitivamente en la colección de artículos, prólogos y discursos Agua pasada (1993) avisa de que el lector se va a encontrar con un acto vago y provisional de modelado de sí misma; porque, entre pistas, fugas y silencios biográficos, los trazos que prevalecen son los de su yo más literario y no dudó en aderezar su propia semblanza con episodios novelescos. Lo mismo ocurrió en la parte rememorativa de El cuarto de atrás (1978), en la que Martín Gaite utiliza el material más literaturizado de su vida y donde su intimidad se reduce principalmente a cómo aprendió a aislarse, o lo que es lo mismo, a cómo empezó a ser escritora, aunque también ofrezca esta seudonovela un atisbo de los miedos de Martín Gaite (principalmente el miedo a la locura, a ser una pirada nata) y un lúcido testimonio de los efectos narcóticos del franquismo sobre la vida cotidiana. Desde luego esto no niega que su bosquejo y sobre todo El cuarto de atrás proporcionen una información de interés, pero ella era muy consciente de que una vida es un falso singular, que en una se viven varias y en muy diversas modulaciones. De un ante-texto manuscrito de El cuarto de atrás rescato este fragmento no recogido en la versión definitiva y que se inserta al final del capítulo IV, «El escondite inglés», ya que propone una reflexión sobre las «trampas» de la autobiografía, aunque estas maquinaciones quedan enmarcadas en una circunstancia muy puntual: la proliferación de libros de memorias tras la muerte de Franco, urgentemente escritos y nublados por la ideología:
... tampoco se trataba de contar ce por be mi historia personal, a las autobiografías les tengo cierto recelo, se suele caer en el vicio de aplicar juicios actuales para embellecer y dar coherencia a lo que pensábamos entonces, si es que pensábamos algo, yo creo que la capacidad de crítica estaba muy aletargada en las personas jóvenes, se daban, a lo sumo, intuiciones confusas; no sé, la forma de irse mudando el juicio es lo más incógnito, como el cambio en los estilos de amar o de comportarse, puntualizando demasiado, se hacen trampas, porque la frontera de las mudanzas, ¿dónde está?2
Esta prevención sobre la autobiografía como ejercicio de autorrestauración está presente a lo largo de su trayectoria literaria. Recordemos la elocuente cavilación de Águeda Soler en una de sus últimas novelas, Lo raro es vivir: «Las vidas van siempre en borrador, tal que así las padecemos, nunca da tiempo a pasarlas en limpio».3 Carmen Martín Gaite necesitaba el filtro de la ficción para acercarse a la verdad inasible: «No se dice lo secreto, se cuenta», leemos en uno de sus cuadernos.4
Sin duda, a la escritora se la percibía más cómoda cuando exploraba la materia autobiográfica a través de una primera persona del plural con valor inclusivo. Parece que ser testigo de lo que vivía y veía la legitimaba en la búsqueda de la veracidad. Martín Gaite asumió desde muy pronto, quizá desde su cuento «La chica de abajo» (1954), que presentar el mundo que la rodeaba era una puerta de acceso para adentrarse en sí misma. Desde este enfoque se acercó a los personajes centrales que pueblan su orbe novelístico (de Natalia a Baltasar, pasando por Eulalia, Sofía Montalvo, Leonardo Villalba o la inquilina de El cuarto de atrás que firma solo con la inicial de su nombre de pila), a los personajes históricos sobre los que investigó en archivos (Melchor de Macanaz, el conde de Guadalhorce o Elena Fortún), e incluso a las semblanzas de sus amigos y contemporáneos más próximos (Ignacio Aldecoa, Gustavo Fabra o Diego Lara). Y desde ese punto de observación característico del narrador testigo, que describe el mundo del que procede, inventó y dejó traslucir a la persona que llevaba su nombre propio, tanto en los umbrales de sus obras (dedicatorias, prólogos y notas preliminares a las distintas ediciones), como en su producción ensayística, auténtica autobiografía intelectual de la escritora.
La publicación en 2002 de la primera edición de una selección de sus Cuadernos de todo al cuidado de Maria Vittoria Calvi demostró que la obra de Carmen Martín Gaite es un texto unitario que confluye y se despliega en distintos géneros y títulos. Más tarde la edición anotada de sus Obras completas, que tuve la oportunidad de dirigir entre 2008 y 2019, me confirmó los vasos comunicantes y la permeabilidad entre todas las modalidades literarias que cultivó la autora salmantina. La obra completa de Martín Gaite está llena de conexiones significativas, como queda de manifiesto en las notas finales a cada uno de los siete tomos de su edición. Se trata de verlas o no. Cuando se ven, estamos ante el origen de esta biografía. Me atrevería a afirmar que toda la obra de ficción de Carmen Martín Gaite es un hipograma. Adopto el término de Michael Riffaterre5 para aludir a un modo de representación y de percepción lectora: debajo de lo escrito, entre líneas, o más allá de la linealidad, hay un texto anterior en el que consciente o inconscientemente está la persona, el acontecimiento, el detalle que lo motivó, proporcionando significantes huellas de su autora y claves referenciales. En otros términos, debajo de los personajes y situaciones ficticios de la narrativa de Martín Gaite se esconden y reelaboran identidades y tramos decisivos de su propia existencia. Tras la superficie de sus tramas, tras los ropajes de la ficción, circula el río subterráneo y guadianesco de la escritura del yo, demostrando que lo autobiográfico en su obra es más un momento que la persecución de un género literario.6 La relación de Carmen Martín Gaite con su obra es una relación biológica y el marco de referencia de su mundo literario se nutrió de una categoría cognitiva y retórica llamada «experiencia». Hasta en sus trabajos de investigación histórica o de crítica literaria tuvo la necesidad de detallarnos las distintas fases de su particular relación con el personaje retratado, con la época objeto de estudio o con el libro reseñado, convirtiendo esta necesidad en otra estrategia propia del narrador testigo. Martín Gaite fue muy propensa a ir añadiendo pistas e informes de su propio encuentro con esas historias que su curiosidad o el azar le legaron para fomentar el interés del lector por su relato, para personalizarlo.
Desde la conciencia de los límites entre vida y elaboración literaria, desde el conocimiento de la brecha infranqueable entre la realidad y las narraciones que usamos para representarla, y con la cautela de no caer en la trampa de identificaciones tajantes, su obra es una invitación, confiada a la inteligencia del lector, al descubrimiento de la doble entidad de la que surgen los seres de ficción, que «por una parte, inventan la realidad, pero, por otra (como creados que han sido por personas de carne y hueso), la reflejan», declara en El cuento de nunca acabar.7 El análisis literario de base biográfica en régimen de ida y vuelta, entre vida y texto, es el dominante en este libro. Sabemos que la literatura es selección, de modo que remontarse desde la obra a la vida constituye una tarea delicada, y rechazamos la confusión entre la una y la otra, pero sí buscamos sinergias: algunas de sus novelas y ensayos (al cotejarlos con sus cartas, Cuadernos de todo —editados o inéditos—, entradas de agendas, entrevistas, borradores, artículos de opinión, e incluso efusiones y recuerdos diseminados en su ejercicio de la crítica literaria) revelan los momentos y las relaciones capitales sobre los que giraba su vida. Trataré de seguirlos para saber cómo se presentaba Carmen Martín Gaite ante otros y cómo se veía a sí misma. La biografía íntima, la construcción de la imagen pública y la exégesis de su obra se enlazan en mi relato episódico sin hacer demasiados distingos, conociendo de antemano la dificultad e incluso la impertinencia de hacer excesivas delimitaciones.
Estas fuentes se complementan con otros documentos conservados —tanto en su archivo personal como en otros públicos y privados, donde he tratado de localizar su correspondencia—, más entrevistas que mantuve con su hermana y con algunos de sus amigos más íntimos o simplemente conocidos, que figurarán a lo largo de este trayecto biográfico. Entre esas fuentes quiero destacar sus cartas y sus agendas, que responden escuetamente a la pregunta fundamental de cualquier biografía: ¿cómo pasaba su tiempo Carmen Martín Gaite? Quizá las misivas sean el género autobiográfico que más tienda a fijar la experiencia, demuestran lo que una vez nos importó, por ello los historiadores biográficos las valoramos tanto. En los diarios y en las cartas, a diferencia de lo que sucede en las memorias, la narración no construye el pasado, se limita a mencionarlo, y aunque las distinciones sean siempre discutibles, se podría llegar a aceptar que en las misivas hay un predominio de lo dialógico, de la presencia del yo frente a los otros, y en los diarios prevalece el lado de la profundización en la propia perspectiva, como sugiere Nora Catelli.8 Igualmente Janet Malcolm nos recordó que las biografías que dan una mayor ilusión de vida, una idea más completa del protagonista, son las que más cartas citan.9 El biógrafo tiene la ilusión de encontrarse en presencia de la persona, de estar escuchando su voz, cuando lee sus cartas, y solo en el momento en que las refiere cuidadosamente, sin parafrasearlas, comparte con los lectores la impresión de que está recuperando parte de una historia. Esto no impide la ineludible carga de autocensura o de autocontrol que pueda haber, de manera implícita y silenciosa, en la escritura epistolar, al igual que ocurre en la del diarista.10 Le corresponderá a la capacidad hermenéutica del biógrafo dilucidar la locuacidad de estos amenazadores silencios.
En el año 2019 edité, dentro del tomo séptimo de sus Obras completas, todo el epistolario de la escritora que había podido rescatar en distintos archivos personales a lo largo de trece años, ya que en el de Carmen Martín Gaite (Junta de Castilla León) se pueden contar con los dedos de una mano las copias conservadas de sus cartas, aunque lo que más me sorprendió fue la falta de misivas ajenas, habida cuenta de su confesado «vicio» epistolar, indicio de que la escritora ejecutaba de vez en cuando limpieza de cartas, como leemos en el capítulo II de El cuarto de atrás: «He quemado tantas cosas, cartas, diarios, poesías. A veces me entra la piromanía, me agobian los papeles viejos. Porque de tanto manosearlos, se vacían de contenido, dejan de ser lo que fueron».11 Sin embargo, nunca rompió las misivas que ella consideraba importantes, como las que recibió de Juan Benet (editadas en 2011), Rafael Sánchez Ferlosio, Gonzalo Torrente Malvido o su hija Marta (estas tres últimas correspondencias fueron destruidas póstumamente por manos ajenas). El expurgo se debió a su hermana Ana María, tal como ella misma refirió en unas declaraciones en El País: «He guardado solo lo que creo que puede tener interés literario, pero las cartas que se escribió con su marido, su hija, mis padres o conmigo las he destruido todas. A nadie le interesan».12 Soy testigo de que hubo momentos posteriores en que Ana María tuvo serias dudas de si había obrado correctamente, aunque su proceder espolea estas preguntas que —me temo— puedan parecer interrogaciones retóricas: ¿qué se entiende por «interés literario» y a quién pertenece la obra de un autor?, ¿pueden los herederos legales de un escritor disponer a su antojo de sus escritos, con libertad de destruirlos, manipularlos, ocultarlos o censurarlos?, ¿no es el tiempo el mejor blindaje de los escritos personales?
Las cartas en este tomo VII fueron ordenadas cronológicamente de 1946 a 2000 —desde su primera salida de Salamanca a la Universidad de Coímbra hasta un mes antes de su muerte—; de este modo, semejan una especie de autobiografía, pero sin las convenciones del género, urdida a través de una variada flexión de voces según la relación que la autora mantuvo con sus distintos destinatarios. A lo largo de estos cinco últimos años he conseguido aumentar el corpus de 2019, reuniendo significativas cartas dirigidas a familiares, escritores, editores, críticos y, sobre todo, a amigas y amigos íntimos: María Gaite Veloso, José Martín López, Ana María Martín Gaite, Marta Sánchez Martín, Rafael Sánchez Ferlosio, Miguel Delibes, Juan Gil-Albert, Rafael Lapesa, Diego Lara, Ángel María de Lera, Andreu Teixidor, Melchor Fernández Almagro, Encarna Plaza, Milagro Laín, María Cruz Seoane, Mercedes Zulueta de Herrero y José Luis Borau. El encuentro con estas misivas ha sido sustancial para la construcción de esta biografía. Advierto que Martín Gaite reconoció como lectora que el anuncio de la edición póstuma de un epistolario íntimo le provocaba una particular mezcla entre la curiosidad irreprimible y la inconveniencia de lo indiscreto, pero también leemos en uno de sus Cuadernos de todo, mientras preparaba la reseña de la correspondencia de Franz Kafka con Felice Bauer para Diario 16 (5 de diciembre de 1977), que «perder una carta» es una «puñalada a la historia».13 Ello supone que defendió el valor documental de una carta como fuente historiográfica, tal como revela El proceso de Macanaz. Historia de un empapelamiento (1969). A mediados de los años sesenta, el curso de su investigación sobre la vida de Melchor de Macanaz la llevó ávidamente a distintos archivos en busca de sus cartas, consciente de que a través de ellas podría salirle al paso la voz de su personaje o, al menos, conocer su letra, hasta que en el Archivo General de Simancas se encontró a un grafómano impenitente y mal escritor de misivas que nadie había leído: ella se convirtió en su primera destinataria. Y en ese punto comenzó a avanzar en el argumento de su biografía, tal como la historiadora nos contó desde una amena recapitulación posterior a la publicación de su libro: «En el centenario de don Melchor de Macanaz (1670-1760)».14 Las cartas no solo le permitieron seguir la pista de personajes del pasado, sino que también la ayudaron a entender sus relaciones con sus coetáneos e incluso a autoafirmar a través de ellas su propia identidad autoral —como demuestra el empleo de las misivas que recibió de Juan Benet para sus dos conferencias de 1996 dedicadas al autor de La inspiración y el estilo en el curso «Juan Benet, espacio biográfico, universo literario», dirigido por Fernando Rodríguez de la Flor en la Universidad de Salamanca.15
Martín Gaite entendió que una correspondencia es siempre una conversación diferida, aunque puede sobrepasar el ámbito de su primer destinatario. En uno de los cuadernos de bitácora de su archivo, que permite reconstruir el proceso de composición de Nubosidad variable, anota de memoria una cita de la novela Respiración artificial (1980) de Ricardo Piglia —transformándola como era habitual en ella, que confiaba en su buena memoria—, donde alude a la arritmia de la comunicación epistolar: «Escribir una carta es enviar un mensaje al futuro. Hablar desde el presente con un destinatario que no sabemos dónde ni cómo está ahora ni cuándo la recibe».16 Las misivas de Martín Gaite nos informan tanto de las relaciones que mantuvo consigo misma como con sus contemporáneos y son juntamente fuente de información biográfica y de identidad autoral, documento histórico y género literario. Los motivos recurrentes de este corpus de cartas, que he podido rescatar y que atraviesan su vida a lo largo de cincuenta años, son la función de la comunicación epistolar en su economía interior, la inestabilidad emocional aneja a la excesiva conciencia de sí misma, su disciplina de equilibrio y su simultánea atracción por el caos, el valor identitario de los patrones literarios, la referencia a claves de su obra y la alusión a circunstancias de su existencia (silenciadas en conferencias, entrevistas y ensayos publicados en vida), y la arraigada conciencia profesional de su oficio de escritora (especialmente manifiesta en la correspondencia dirigida a sus editores).
Conocí a Carmen Martín Gaite en 1986, a raíz de un artículo que escribí sobre la memoria y sus escondites en El cuarto de atrás y que le envié antes de ser publicado. Tuvo la delicadeza de telefonearme inmediatamente para decirme lo mucho que le había gustado. Me invitó a su apartamento de Doctor Esquerdo y tomamos un té. Después coincidimos en el Instituto Internacional, donde yo entonces daba clases de Literatura contemporánea y ella conferencias, y en las tertulias que organizaban las hermanas Amalia y Sofía Martín-Gamero, donde también coincidí con Emilio Sanz de Soto y Mercedes Formica. Era delicioso escucharlos contar historias (no hablaban de personas, ni se limitaban a opinar: narraban). Intercambiamos algunas cartas y llamadas telefónicas, pero siempre hablábamos de literatura: nunca de asuntos personales. Charlábamos sobre todo de los dos títulos que más me habían interesado de su obra en la última década de su vida: Agua pasada y Esperando el porvenir. Homenaje a Ignacio Aldecoa. Sus últimas novelas me interesaron menos, pero esto nunca se lo dije. Sabía que después de la muerte de su hija lo único que tenía era su literatura (eso se notaba enseguida). Por tanto, no puedo afirmar ni presumir de que yo fuera amigo íntimo de Carmen Martín Gaite, aunque mantuve con ella un trato muy cordial, pero esporádico. Todo el exterior de Carmen, todo su comportamiento social, estaba pensado para facilitar el acceso. Era una persona accesible, aunque tampoco era difícil constatar que su empatía no carecía de restricciones, era como si trazara una ideal frontera acerca de lo que debía y no debía ser declarado. Sabía que había cosas que no merecían ser confesadas, y no por ocultas sino por obvias. Sí me relacioné mucho más con su hermana, Ana María, con quien llegué a entablar un conocimiento más personal y asiduo. Mi trato con la escritora fue esencialmente con su obra. Quiero dejar esto claro, porque la relación entre el biógrafo y la biografiada es un aspecto que afecta también al procedimiento de esta biografía.
Desde mis primeras lecturas universitarias de Carmen Martín Gaite (Retahílas, El cuarto de atrás y El cuento de nunca acabar), lo que me atrajo de su obra era su uso literario de una lengua viva. De hecho, cuando la oía hablar o conferenciar, tenía la impresión de que estaba leyendo uno de sus textos. Parecía que no hubiese diferencia entre conversar y escribir. Martín Gaite manifestó su aspiración a que la narración escrita alcanzase un parecido ideal con el relato oral, aunque también fue plenamente consciente, desde sus primeros registros narrativos en los años cincuenta, de la imposibilidad que entrañaba trasponer la lengua hablada en lengua escrita y se sirvió de todo tipo de retórica para mitificar el habla a través de la escritura. Este imposible pero anhelado parecido con la falta de esquemas previos del relato oral está indicando una actitud alerta y experimental ante la narración escrita que la impulsó, en ocasiones, a perder el miedo «al extravío», como nos propone en el último de los siete prólogos de El cuento de nunca acabar. Ello supone la primacía de lo oral en el modelo comunicativo de la escritora para dar cauce al dinamismo de la experiencia interior.
Mucho después, mientras dirigía sus Obras completas, constaté la heterogeneidad de sus intereses intelectuales y cómo se desplegaron en distintas direcciones: de los géneros literarios consabidos (cuento, nouvelle, novela, ensayo, poesía y teatro) a ese híbrido que el 8 de diciembre de 1961 su hija Marta, de cinco años, bautizó —bajo la inspiración de su padre— con el nombre de Cuaderno de todo; de la investigación histórica a la crítica literaria; del collage al artículo de opinión; y de las adaptaciones teatrales de los clásicos y los guiones para televisión a la traducción literaria de seis lenguas (inglés, francés, italiano, portugués, gallego y rumano). Con una mirada presidida por la curiosidad y con una vocación de testigo del devenir de la España en la que le tocó convivir, su trayectoria intelectual en la historia de la cultura española del siglo XX constituye un paradigma de lo que se podría denominar «mujer de letras». No encuentro otro caso de escritora con mayor variedad de intereses intelectuales en la cultura española del siglo pasado. Martín Gaite como ensayista, historiadora, crítica literaria, poeta, traductora, conferenciante, guionista y cualquier otra modalidad de su creación intelectual, nunca depuso su condición de narradora: convirtió cualquier asunto en narración. Todo para ella era un cuento que tenía que estar bien contado: las lecturas, la política, el amor, la vida propia y ajena, los sueños, la historia. Pero en el total de sus Obras completas destaco la particular voz de la ensayista. Su ensayismo adoptó un cauce narrativo y utilizó el hilo de sus propios recuerdos y de su propia savia como vía argumentativa. Los usos amorosos como la otra cara de la Historia, el cuento como pretexto para la compañía, la defensa de la afición en la crítica literaria, los modelos literarios de la infancia, las historias de su grupo de amigos de 1950 (cuya memoria nos quiso legar a las generaciones más jóvenes), el poder de la palabra femenina para roturar terrenos salvajes y la esencia fundamentalmente narrativa de nuestro proyecto existencial son algunos de los motivos centrales de sus grandes ensayos. El registro más portentoso de Martín Gaite como ensayista, el que más me sedujo, fue su capacidad de hacer visible las abstracciones en letra mayúscula y carentes de narración, de transcribirlas en letra minúscula y convertirlas en un cuento coloreado. Contar fue para ella esencialmente «poner ante los ojos».
Estas son las primeras respuestas a la pregunta de por qué considero relevante investigar en la vida de Carmen Martín Gaite, una investigación que es también una exploración en la generación de mis padres, de quienes fueron «los niños de la guerra». Y ser «niño de la guerra» no es un simple apelativo ternurista, significó vivir la adolescencia y juventud como súbdito de una dictadura, construirse en la primera madurez una conciencia de las cosas en el antifranquismo y, finalmente, al llegar la liberad, rehusar las prebendas del nuevo poder político, resultante de aquella amalgama de pactos transicionales entre antiguos franquistas reconvertidos, socialdemócratas y una melancólica izquierda sesentayochista.17 Para todos aquellos que somos hijos de esa generación se ha convertido en un deber de memoria amorosa entender aquella historia con sus historias: sin este conocimiento, ningún hijo jamás podrá existir, ni recordar, ni siquiera olvidar. De Carmen Martín Gaite me atrae, además de su obra, la protesta que su vitalismo manifiesta contra la derrota, la muerte y la realidad circundante que se negaba a aceptar, pero de la que no perdió ripio. Para alguien que no conoció la frontera entre vivir y representar, el descalabro vital se convirtió en una fuente moral de conocimiento. Nunca se afianzó sobre la realidad, aunque supo explorarla y entenderla. Martín Gaite solo se sintió cómoda en el refugio de la letra escrita: «Mi enfermedad consiste en mi silencio», anota en un cuaderno el 17 de junio de 1964,18 cuando iniciaba su importante correspondencia con Juan Benet en una década particularmente crítica en su vida y obra. Pero lo mismo va a revelar en un periodo de cariz muy distinto: el primer lustro de 1980, cuando la escritora eligió su lugar en el mundo: habitar la soledad. Tras el regreso a Madrid, después de su exultante estancia como visiting professor en Barnard College (Nueva York) y de haber finalizado «El castillo de las tres murallas», le confiesa a José Luis Borau: «deseando estoy terminar con mis traducciones [...] para meterme en otra cosa que me suministre esa droga necesaria para tirar adelante y que cada cual la busca en lo que puede. De verdad, te digo, mi querido amigo, que yo si no fuera por estos inventos de castillos, balnearios y cuartos de atrás, no sabría dónde resguardarme» (carta del 26 de mayo de 1981).19 Esta biografía no va en busca del secreto de la escritora sino de su complejidad. Los hombres y mujeres son oscuros o cerrados por complejidad, no por secreto. La cuestión no es qué oculta el autor, «sino por qué el autor escribe».20 Me planteo encontrar el sentido que Martín Gaite pudo dar a esa búsqueda incesante de sintonía a través de la palabra escrita: «... Es forzoso imaginar un interlocutor, no puede uno salvarse de otra manera», continúa escribiendo en el cuaderno citado de junio de 1964.21
Los rastros dejados por Carmen Martín Gaite en sus obras, cartas, cuadernos personales, agendas, más los recuerdos que transmitió a los amigos que la conocieron, y la lectura combinada de ellos constituirán las fuentes primarias para la construcción de esta biografía,22 que intenta revivir ante el lector los antecedentes familiares, los años de formación, los personajes, las relaciones, las lecturas, los viajes, los ambientes y las circunstancias que con mayor relevancia pudieron influir en su desarrollo como mujer y escritora. Otorgo un especial protagonismo a los momentos autobiográficos que se traslucen en su obra de ficción y ensayística, y al singular entendimiento que me ha permitido la dirección y edición de sus Obras completas, de las que esta biografía constituye el remate final. Sin embargo, no se trata de dejar hablar a Carmen Martín Gaite por sí misma: ya he señalado que hasta en sus escritos más estrictamente autobiográficos es posible constatar —y ella supo también reconocerlo— que entre lo que pasó y lo que decía que pasaba media el mecanismo de la memoria y su ordenación narrativa. Rechazo la asunción indolente que lleva al biógrafo a replicar y glosar las mismas razones de la autora, de leer su vida necesariamente en la misma clave que ella propicia. Hay en algunas ocasiones una brecha, y para dar cuenta de esa fisura entra en escena mi voz, la del intérprete: ni hagiografía ni patografía, sino la exploración de una vida cuyo sentido último solo se puede conferir a través de la aceptación del claroscuro, de lo que se sabe y lo que se ignora.
¿Cómo pasaba el tiempo Carmen Martín Gaite? Es una pregunta cuya respuesta radica en la información que el autor de esta biografía haya sido capaz de procesar. Pero hay otra cuestión más peliaguda, más teórica, y a la par más exigente, ya que requiere también un buen pulso narrativo: ¿cómo debería contarse la historia de la vida de una escritora? Espero que el lector encuentre una posible respuesta en mi relato o al menos que descubra el camino que me condujo a estas preguntas. Pero sí quisiera dejar por sentado desde este prólogo que Carmen Martín Gaite ilumina dos cuestiones centrales en la historia cultural española desde 1950: el papel de testigo y legataria que la escritora desempeñó en el seno de la llamada generación de los cincuenta, y el recorrido que llevó a cabo de autoafirmación de su propia poética (comunicativa y afectiva) frente a dos de los grandes iconos masculinos de su generación: Rafael Sánchez Ferlosio y Juan Benet, a los que eligió como interlocutores por distintas circunstancias (de fondo, pervive un consejo infantil de su padre de intentar relacionarse con quienes pudieran aportarle conocimientos nuevos). Ello presupone además su querencia por los retos y por un método de conocimiento: pensar en qué sentido lo contrario podía ser verdad.
Hacer literatura presuponía para ella la presencia del otro, siempre había un destinatario. Entendió que la realidad artística es una representación compartida y que la literatura era todo lo contrario al discurso de los locos o de los vanidosos. Quizá sea la autora del medio siglo más atenta y preocupada por conocer a qué tipo de público se dirigía y cómo hacerlo. Finalmente, aspiro a que esta biografía ofrezca a sus lectores una herramienta analítica y una tentativa de mayor comprensión de su obra y su legado en el bloque de tiempo que le tocó vivir, escribir y a ratos olvidar.