El 2 de octubre de 1920, Ramona Bergasa Marrodán fallecía de tuberculosis en Salamanca a la edad de veintiséis años y sin dejar descendencia. Su esposo, José Martín López, de treinta y cuatro años, notario de la ciudad y natural de Valladolid, necesita hacerse una revisión médica y acude a la consulta del reconocido doctor Agustín del Cañizo García, entonces catedrático de Patología y Clínica Médicas en la Universidad de Salamanca, quien termina confirmándole que no ha contraído la enfermedad, aunque observa en el paciente inequívocos síntomas de una severa melancolía y le recomienda que visite a otro médico, colaborador suyo, más joven, de casi la misma edad que José Martín López. Su nombre era Vicente Gaite Veloso (1891-1951), que entabló rápidamente amistad con el recién viudo.
Vicente Gaite quiso corresponder a las continuas deferencias de su ya más amigo y tertuliano que paciente, y lo invita a comer a su casa de la avenida de Mirat, donde vivía por aquel entonces con su madre, Sofía Veloso Losada, y con su hermana pequeña, María Gaite (1894-1978), una señorita de Orense, cuyo padre Francisco Javier Gaite Lloves, catedrático de Geografía de Enseñanza Media, andaba continuamente solicitando traslados de institutos. Parece ser que José Martín López y María Gaite Veloso se gustaron a primera vista y, tras un breve noviazgo —ella no era una jovencita para las expectativas de procreación de la época—, se casaron en la iglesia del Perpetuo Socorro de Madrid, donde residían los padres de José Martín López, el 19 de mayo de 1923. Tenían treinta y siete y veintiocho años, respectivamente. En el «Bosquejo autobiográfico» que Carmen Martín Gaite traza, consciente siempre de la selección inherente a cualquier relato (y sobre todo de naturaleza autobiográfica), comenta sin entrar en detalles (probablemente los consideraba prolijos para una narración sucinta dirigida a un público norteamericano) que su padre se casó en segundas nupcias, e introduce para el encuentro de sus progenitores un episodio novelesco: su tío Vicente «conoció en una tertulia de café al joven notario José Martín, viudo y sin hijos, y se lo presentó» a su madre. La hermana de Carmen, Ana María, que no era partidaria de que se hablase de doña Ramona, como de tantos otros asuntos, fue quien me aclaró después cómo y por qué se conocieron sus padres.
El nuevo matrimonio se instala en Salamanca, y a los nueve meses, el 16 de febrero de 1924, nace su primera hija, Ana María, en una casa de la calle de la Rúa. Al poco tiempo, María Gaite queda de nuevo embarazada (no es difícil suponer que esperando a un varón) y la pareja se muda a la casa de la plaza de los Bandos, 3, donde Carmen Martín Gaite nació a las doce y treinta de la mañana —según consta en el acta de su nacimiento— de un «frío y soleado»1 8 de diciembre de 1925, bajo la dictadura de Primo de Rivera y el signo de Sagitario, y el mismo día en que murieron Antonio Maura y Pablo Iglesias, coincidencia histórica que a ella le gustaba repetir. Fue bautizada veinte días más tarde, en la parroquia de Nuestra Señora del Carmen de la plaza de los Bandos, siendo sus padrinos el abuelo paterno, Gumersindo Martín Ceruelo, y su tía abuela, también paterna, Carmen López Peredo. Recibió los nombres de María del Carmen y de la Concepción. No nació un niño, pero poco le importó a su padre, porque Carmiña, como se la conocía familiarmente, terminó recibiendo la misma educación que un varón.
Como si toda vida fuera siempre una carrera de sortear obstáculos con buena o mala estrella, cuenta Martín Gaite, con motivo de aquella mudanza de la calle de la Rúa a la plaza de los Bandos, un lance de su prehistoria:
Cuando mi madre ya estaba embarazada de mí [...], estuvo a punto de caérsele encima un pesado armario de luna, que fue capaz de sujetar ella sola, desplegando una fuerza extraordinaria, únicamente en virtud del terror que le producía —según me contaba luego— la idea de que aquel accidente pudiera matarme a mí. Afortunadamente unos empleados de la notaría de mi padre acudieron a sus voces y nos salvaron a ambas de la catástrofe, razón por la cual miro siempre aquel armario como el emblema del primer peligro contra mi vida esquivado con buena estrella.2
Y sin duda desde junio de 1980, fecha de redacción del citado bosquejo, aún le quedaban numerosos obstáculos que esquivar.
Las hermanas Martín Gaite se enteraron de que su padre se había casado con su madre en nuevo matrimonio en fecha muy tardía después de la muerte de José Martín López y a raíz de asuntos de testamentaría, según me aclaró en una entrevista Amalia Martín-Gamero.3 El día de Todos los Santos las niñas Martín Gaite iban al cementerio de Salamanca a dejar flores a una tumba presidida por un dramático ángel de mármol blanco del tamaño de una persona, que ocultaba pudorosamente el dolor con ambas manos; pero lo significativo es que ellas no sabían por qué dejaban flores allí y qué relación tenían con ese nombre de «Ramonita» que aparecía en la lápida, acompañado de esta leyenda: «Se vio en su rostro después de la muerte un dulce reflejo de la serenidad de su alma».4 Era como un ritual del 1 de noviembre. Carmen Martín Gaite describe con bastante precisión este ángel de mármol blanco y la inscripción de la lápida en «Cuenta pendiente» (título de un interrumpido proyecto narrativo tras la desaparición de sus padres, que atravesará distintos Cuadernos de todo de 1979 a 1984). En abril de 2014 mi curiosidad me llevó al cementerio de Salamanca, esperando encontrar un ángel de Mariano Benlliure en la tumba de doña Ramona Bergasa, según me había contado en varias ocasiones Ana María Martín Gaite; pero allí no había ningún Benlliure, sino un ángel que José Martín López había encargado a «Algueró e Hijo. Madrid», según consta en la parte trasera de la estatua. Constaté entonces algo que ya comenzaba a sospechar: la tendencia a magnificar que marcó la vida de las hermanas Martín Gaite. También me llamó la atención la parcela vacía de sepultura que se encuentra al lado de la tumba de Ramona Bergasa, terreno que José Martín López había adquirido para ser enterrado al lado de su primera esposa y que sigue siendo hoy propiedad de la herencia que dejó a sus hijas.
Este episodio podría ser un síntoma de cómo los padres trataron de proteger a las niñas de cualquier cruda realidad, favoreciendo un rasgo de conducta tendente a refugiarse en lo irreal. En una importante carta de Carmen Martín Gaite dirigida a su hermana, sin fecha, pero por los indicadores internos redactada en 1988, tres años después de la muerte de su hija Marta, escribe: «La única manera de aguantar la realidad es no mirarla a la cara, construirse inventos para vivir en una realidad ficticia».5
La plaza de los Bandos, donde vivían a principios de siglo XX las gentes más instruidas de la ciudad, fue la residencia de la familia hasta 1949, fecha en la que José Martín López se trasladó como notario definitivamente a Madrid. Carmen se marchó antes, en 1948, para continuar con sus estudios de doctorado. Esta casa fue demolida en 1977 —según leemos en una entrada del 10 de febrero en su agenda de dicho año—6 y estaba situada en una esquina de la plazoleta, frente a la iglesia del Carmen, en el edificio contiguo al palacio de Garcigrande. Era una vivienda de tres plantas con miradores planos; en el bajo tenía su padre las oficinas de la notaría y en el primer piso vivía la familia. La plaza y el interior de esta casa han sido descritos en distintos títulos y fechas de la obra de ficción de Martín Gaite a lo largo de su trayectoria narrativa y desde diversas perspectivas. Por la habitación azul de las niñas, por los dos grandes pasillos paralelos y comunicados por otro pequeño y oscuro al que llamaban el trazo de la H, tras las cortinas de terciopelo verde con borlas y, sobre todo, por el cuarto de atrás con su sofá de pana verde y desfondado, sus numerosas repisas con muñecos y chucherías (transformadas en despensa tras la guerra) y el viajero aparador de madera de castaño del abuelo materno, Javier Gaite (que hoy se conserva tras tantos traslados, muy restaurado, en la finca familiar de El Boalo, en la sierra madrileña de Guadarrama), ha podido deambular el lector de Martín Gaite en busca de su poética del espacio y del insustituible papel de los objetos como resortes de la memoria personal y familiar, y como agentes de trama, ya sea en El libro de la fiebre (1949), «La chica de abajo» (1953), Entre visillos (1958) o El cuarto de atrás (1978).
El primer atisbo de una construcción literaria de Carmiña que he podido localizar en su archivo personal consiste en una función teatral. Se trata de un programa de mano, escrito de su puño y letra, con motivo de la onomástica de su padre (no figura la fecha, pero probablemente sea de los últimos años de la República), y donde anuncia la representación de las Aventuras maravillosas de Pipo y Pipa de Salvador Bartolozzi, que ella organizaba, dirigía e interpretaba en su habitación azul, siendo su hermana y sus primas (Ángeles y Antonia Gaite) simples comparsas. En la primera parte despunta como Reina; en la segunda, como Rey Ratón; y de este modo invitaba a la asistencia: «¡Hoy a las 6 de la tarde... gran espectáculo gratis en el teatro Azul!, representado por grandes actrices y titulado AVENTURAS DE PIPO Y PIPA. ¡Hoy, día 19 de San José, a las 6! ¡Mucho ojo! ¡Obligación de asistir, que para algo es gratis!». El libro como teatro y la narración como acción dialogal, que el lector ha de contemplar como si le bajara a los ojos, serán principios medulares en su futura obra de ficción: «La fascinación que ejercía sobre mi imaginación infantil el hecho de asistir a una representación teatral es algo que me marcó para siempre, una emoción que aún revive cada vez que tomo asiento en el palco de un teatro y me asomo al patio de butacas».7 Y en relación con la presencia física del interlocutor en la poética del diálogo estará el recuerdo, a sus ocho años, del «primer escritor que puso su mano, como al descuido, sobre mi cabeza infantil»,8 don Miguel de Unamuno, amigo de su padre «que venía a veces por mi casa con un traje azul marino y jersey muy cerrado, sin corbata».9 Unamuno, con su atuendo de pastor protestante y su facilidad de palabra, que lo convertía en un estimulante conversador monologal, fue también profesor de su tío Joaquín Gaite y uno de los autores de la tradición literaria española más citados por Martín Gaite a lo largo de su singladura, por su ascendiente moral a través del anecdotario familiar y por las afinidades compositivas con su obra. Entre estas afinidades literarias yo destacaría, en primer lugar, la importancia del diálogo y de la mirada en las tramas novelescas de ambos autores —siempre interesados en ahondar en la vida íntima de las ideas—. Carmen Martín Gaite solía anotar en sus cuadernos una cita del ensayo breve de Unamuno «Desde la soledad» (1904), incluido después en Contra esto y aquello, muy presente en su poética desde la primera edición de La búsqueda de interlocutor: «No sé hablar si no veo unos ojos que me miran y no siento tras de ellos un espíritu que me atiende».10 Igualmente resalto las concomitancias entre la noción unamuniana de intrahistoria y el concepto historiográfico de los usos amorosos de Martín Gaite como la otra cara de la historia, tal como la propia escritora refiere en su «Memoria de solicitud de ayuda dirigida a la Fundación March para su investigación sobre los Usos amorosos de la postguerra española».11
Las Aventuras maravillosas de Pipo y Pipa de Salvador Bartolozzi en el semanal Estampa, los cuentos de Antoniorrobles (Juguetes vivos, Niñas y muñecas, las aleluyas de Rompetacones y Hermanos monigotes) y la serie de Celia y Cuchifritín de Elena Fortún fueron las lecturas y los autores predilectos de Carmiña a los ocho años. Los tres espolearon su fantasía infantil, «dotando a la vida de una dimensión diferente»,12 y los tres convivieron (aunque ella ignorase por completo en aquel entonces la relación que guardaban entre sí) en un mueble pintado en laca azul, que fue su primera biblioteca infantil en la plaza de los Bandos, según evoca en El cuarto de atrás y en el artículo «El ministerio ideal de Antoniorrobles», donde también cuenta cómo en 1974 ella y su padre visitaron a Antonio Robles Soler en su residencia de El Escorial tras su vuelta del exilio. Sin embargo, la lectura pionera será la de Cuchifritín, el hermano de Celia: el primer libro de Elena Fortún que a los siete años cayó en sus manos y una de las reminiscencias más nítidas de su infancia: «El pequeño de los Gálvez dibujado por Serny sonreía sobre un fondo amarillo agarrado a un caballo de cartón», rememora con precisión la cubierta desde la presentación que en 1987 realizara, en la Biblioteca Nacional, de Celia, en la revolución; aunque fue la hermana de Cuchifritín quien la introdujo por primera vez «en un mundo donde los niños tienen voz y voto y luchan por su derecho al comentario y a la crítica de cuanto se produce en su entorno [...]. Eran los últimos tiempos de la República».13 Con ello Martín Gaite puntualiza que eran libros de autores posteriormente exiliados y que los tres estuvieron impregnados de esa nueva poética de lo absurdo y lo funambulesco, que floreció en España con inusitado vigor en la literatura infantil durante los tres lustros anteriores a 1936 (es decir, precisa las ignoradas razones que desde su experiencia infantil guardaban entre sí). Celia constituirá además una de las lecturas predilectas de la generación de posguerra, tan relevante en el futuro aprendizaje literario de una palabra llana y sensata, como también llegaron a reconocer Carmen Laforet, Juan García Hortelano, Ignacio Aldecoa, José Luis Borau, Francisco Nieva y Jaime Gil de Biedma, escritores que trataron de higienizar en sus obras el lenguaje público, de hacerlo capaz de nombrar las cosas como la gente las vivía. De hecho, en el ciclo de conferencias que Carmen Martín Gaite pronunció en la Fundación Juan March, en octubre de 1992, terminó señalando en «Arrojo y descalabro de la lógica infantil» un valioso, y quizá inadvertido, apunte de historia literaria: «Un estudio riguroso de la obra de Elena Fortún, a quien todos los escritores de los años cincuenta habíamos saboreado en la infancia, explicaría cuáles fueron los principios del llamado “realismo social” de la novela del medio siglo».14 Otras lecturas infantiles serán Peter Pan y Wendy, Alicia en el país de las maravillas, los cuentos de Andersen, de los hermanos Grimm, de los caballeros de la Tabla Redonda, y el semanario infantil Pinocho, de la editorial Calleja, donde Salvador Bartolozzi desarrollaría, de un modo muy personal, las historietas del personaje creado por Carlo Collodi.15
La plaza de los Bandos, descrita como el edén de la infancia en El libro de la fiebre, «con sus bocacalles en las esquinas y sus fuentes en el medio»,16 fue la placita provinciana de las castañeras con mitones negros en otoño, en la que había un quiosco naranja «con un cartel encima que ponía La Fama, donde vendían pelotitas de goma, cariocas»17 y los semanarios TBO o Jeromín que Carmiña compraba. Fue también el lugar de los primeros juegos con otros chicos, en los que la niña comenzó a socializar, ya que no fue al colegio hasta los diez años, y pudo desplegar en grupo su prodigiosa fantasía infantil. En el citado cuento «La chica de abajo», tan plagado de experiencias imaginarias como de evocaciones infantiles, Carmen Martín Gaite ensaya por primera vez una narración desde la lógica y la perspectiva de la primera memoria (de hecho, el personaje de Cecilia es prima hermana de la Celia de Elena Fortún) y nos proporciona, desde ese punto de vista, algunos detalles distintivos de la plaza en los que los adultos no reparaban: «por ejemplo, un desnivel grande que hacía el asfalto contra los jardincillos del centro. Allí, los días de lluvia, se formaba un pequeño estanque donde venían los niños, a la salida del colegio, y se demoraban metiendo sus botas en el agua y esperando a ver a cuál de ellos le calaba la suela primero».18 De la edición prínceps de «El castillo de las tres murallas» (el primer cuento para una colección infantil que Martín Gaite publicó), tras la dedicatoria a su hija Marta, rescato una nota autobiográfica redactada en tercera persona, que solo figuró en esta tirada de 1981:
Carmen Martín Gaite, de niña, se peinaba con flequillo y andaba siempre por la plaza de los Bandos montando en bicicleta y jugando a otros muchos juegos, para algunos de los cuales hacían falta compañeros y para otros no: el marro, el diábolo, el escondite inglés, el pati, los dubles, las mecas, el corro, guardias y ladrones o el juego mudo. Pero lo que más le gustaba era que le contaran cuentos o contarlos ella. Igual le daba que fueran de cosas ocurridas de verdad como de cosas inventadas. Lo malo era que no siempre que quería contar un cuento encontraba a alguien dispuesto a oírlo [...]. A veces le empezaba a contar un cuento a su hermana, que se acostaba en el mismo cuarto, pero al cabo de poco rato se daba cuenta de que estaba hablando para las paredes, porque su hermana se había quedado dormida sin avisar. Se dio cuenta de lo necesario que es escribir los cuentos que no se pueden contar y desde muy pequeña apuntaba cosas en un cuaderno con tapas de terciopelo verde.19
Asimismo la plaza de los Bandos será el centro de esa visión inocente de la Guerra Civil, desde la perspectiva infantil y sin la contaminación posterior de la ideología adulta, que nos ofrecen el segundo capítulo de El cuarto de atrás, el cuaderno 11 de los Cuadernos de todo o su ensayo «Salamanca, la novia eterna». En aquellos años encontró la compañía de su primer interlocutor secreto, su vecino Lupito, el hijo del comandante con bigote a lo Ronald Colman que vivía en el piso de arriba (un piso atestado de santos requisados «de las iglesias abandonadas en pueblos que tomaban las tropas nacionales»20 y que fascinaba a Carmiña). La casa natal representa en la trayectoria de la vida y obra de Carmen Martín Gaite no solo un bloque de tiempo con unos límites cronológicos acotados, 1925-1948, sino también la casa del recuerdo: un espacio sentimental reversible del presente al pasado, al que siempre estuvo volviendo en busca de los antiguos fulgores de la infancia y en los periodos en que se vio obligada a apuntalar el edificio de su vida. A la mudanza familiar de la casa de Salamanca en 1950, Carmen Martín Gaite no asistió. En una anotación de sus Cuadernos de todo, fechada en 1977, mientras intentaba rematar El cuarto de atrás (cuya redacción última coincide de manera simbólica con la noticia del derribo), da su adiós retrospectivo a la casa de la plaza de los Bandos: «Ahora lo siento, como siento haber quemado tantos papeles en la calefacción, [...] pero entonces qué me importaba, desafiaba. No creía tener nada que rescatar, la lava de mis sueños estaba plagada de futuro».21 Carmen se enteró de la demolición casualmente por su antiguo profesor y amigo César Real de la Riva, sin que nadie de Salamanca la avisara, e indignada estuvo a punto de escribir un artículo en El Adelanto, pero terminó desistiendo: «Me hubiera gustado llegarme a sacar una foto por lo menos, antes de que entrara en acción la piqueta. Aunque qué más da, de qué sirve una foto metida en un cajón, cuando todas las demás cosas han cambiado o se han perdido para siempre».22
La escritora Carmen Martín Gaite fue también producto de una educación recibida en el seno de una familia no convencional. Su madre, María Gaite Veloso, nació en Orense el 28 de diciembre de 1894, y era hija de un catedrático de instituto de Geografía, Francisco Javier Gaite y Lloves, y de su mujer Sofía Veloso Losada. Conviene retener estos nombres, porque el abuelo Javier fue quien mandó edificar la casa de San Lorenzo de Piñor y, dentro de los continuos desplazamientos de nuestra autora entre historia y ficción, aparece bajo el nombre ficticio del abuelo de Eulalia, Ramón Sotero, en una placa sobre un pilón que encontramos en el preludio a Retahílas, y que es una placa real, de bronce, en el municipio orensano, pero en la que figuran los nombres de su bisabuelo y abuelo, quienes ordenaron construir la fuente a sus expensas: «A LOS SEÑORES DON MARIANO LLOVES Y DON JAVIER GAITE. LA SOCIEDAD DE AGRICULTORES DE PIÑOR COMO GRATITUD. AÑO DE 1932».23
Del abuelo Javier, después de contemplar unas fotografías, Martín Gaite nos confiesa que «no le gustaba afincarse por largo tiempo en ningún sitio, no sé si me habrá venido de él una pizca de bohemia».24 No llegó a conocer a sus abuelos maternos, ya que Francisco Javier murió antes de que ella naciera (en Ciudad Real, el 17 de octubre de 1924) y Sofía Veloso, cuando tenía un año (en Salamanca, el 24 de enero de 1927); pero, al concurrir con Entre visillos al Premio Nadal de 1957, a la hora de esconder su identidad tras un seudónimo para no ser relacionada con el ganador de dos años antes, su entonces marido Rafael Sánchez Ferlosio, no dudó en elegir el nombre de su abuela, que refuerza así azarosamente esa vinculación literaria con Galicia por vía materna. Era «la primera vez que una persona desde el otro mundo me mandaba sus bendiciones», comenta desde «La noche de Sofía Veloso».25 El libro de la fiebre registra también un encuentro sonámbulo con su abuela Sofía, y «no me preguntéis cómo la conocí, si ella murió cuando yo tenía apenas un año». El trato con los muertos será un motivo recurrente en la vida y obra de Carmen Martín Gaite.
La significación de Piñor, localidad situada a pocos kilómetros de Orense, en la biografía sentimental y literaria de Carmiña es relevante. Ella misma la valoró con los siguientes términos: «San Lorenzo de Piñor [...] significa para mí la esencia misma de la juventud y de la libertad, allí están mis raíces y su paisaje abrupto y montaraz decora con frecuencia mis sueños».26 En esta aldea orensana del concejo de Barbadás transcurrieron hasta 1950, con algunas intermitencias, los largos veraneos de su infancia y juventud, sus primeros escarceos amorosos, allí están ambientados sus cuentos «El padre de Odilo», que es el primer borrador de Las ataduras, «El pastel del diablo», la citada novela de 1974, Retahílas, y allí escribió sus primeros poemas. En el Archivo Carmen Martín Gaite se conserva un cuaderno con el expresivo título de El paraíso recobrado, donde figuran las primeras versiones de poemas como «Nubes», «Despertar», «Amor muerto» y «Destello», fechadas en Piñor en agosto de 1947,27 y que formarán parte de la sección «Poemas de primera juventud» en Después de todo. Poesía a rachas (1993).
Por otro lado, la impronta cultural y literaria de Galicia es fundamental en su obra, particularmente visible en su interés por el género fantástico y su concepción de lo maravilloso, tal como argumenta en sus conferencias «Galicia en mi literatura» y «Brechas en la costumbre».28 En los últimos meses de su vida amplió y revisó esta última ponencia que planeaba dictar como primera lección en el Curso magistral de la UIMP, que hubiera tenido lugar el 7 de agosto de 2000. El título seguía siendo el mismo, pero con un significativo subtítulo: «La extrañeza frente a la realidad». Brechas en la costumbre fue también el elocuente y provisional rótulo que la autora barajó para la recopilación en un volumen de sus cuentos de la primera época. Y, sobre todo, las brechas en el muro de la costumbre responden a su comprensión de la literatura en general y de lo fantástico en particular, entendidos como sinónimo de una aparición que va a provocar un quiebro en el punto de vista: lo fantástico pone en entredicho las ideas recibidas, y rechaza lo convencional. «Brechas en la costumbre», «La extrañeza frente a la realidad» y «Lo raro es vivir» fueron diagnósticos de Martín Gaite que funcionaron como términos afines en su poética y en su concepción amplia del realismo, que no excluye lo psicológico, la incertidumbre y la incursión en lo onírico, como demuestra también la ebullición de sus primeros versos.
Pero en el seno de los Gaite, me interesa detenerme en una de las relaciones más significativas en su biografía, la que mantuvo con su madre. Pese al pertinaz hermetismo de ambas en las grandes cuestiones que las concernían, hubo siempre un hondo vínculo entre Carmiña y María Gaite, una conexión silenciosa de complicidad, señales cifradas y códigos secretos, pero también repleta de las viejas historias familiares de las que era portadora su madre y que tanto gustaban a su hija. De esa entrañable rememoración o cuento autobiográfico que es «De su ventana a la mía», fechado en Nueva York, el 21 de enero de 1982 (y que cerrará como apéndice arbitrario Desde la ventana), reparo en dos datos por su sintonía entre lo biográfico y lo literario.
En primer lugar, su madre le enseñó a coser, y este detalle, más allá de la anécdota, es significativo, porque en el fondo el biógrafo va en busca de esos pormenores nimios que abren las puertas a la comprensión de lo relevante. Su madre, como en los cuentos de hadas, le daba siempre un consejo primordial a la hora de emprender la tarea de la costura: el de armarse de paciencia. Coser era cuestión de ponerse en disposición. El secreto estaba en no tener prisa «y en atender a cada puntada como si esa que das fuera la cosa más importante de tu vida».29 No es difícil leer entre líneas una importante advertencia para esa otra labor paciente de enhebrar palabras y tramas, sin perder el hilo de la memoria, que fue la tarea de la escritura para Martín Gaite (quien solía recordar que «texto» y «tejido» tenían la misma raíz). En Irse de casa, cuando a Amparo Miranda le preguntan: «¿De profesión?», esta responde: «costurera de todo lo que salga», y poco antes asegura que «toda creación consiste en lo mismo, en saber coser los elementos dispersos, y entender cómo se relacionan entre sí, da igual que sean historias o pedazos de tela».30 La metáfora de la costura queda relacionada con la técnica y la estética del collage que se impondrá en sus cuadernos personales (particularmente en Vision of New York [1980-1981]), El cuento de nunca acabar (1983), el emblemático poema «Todo es un cuento roto en Nueva York» (1985) y su último ciclo narrativo de la década de 1990.
En segundo lugar, también destacaría la reminiscencia de un hábito de su madre, que persistirá en su hija siempre que tenía que cambiar por algún tiempo de domicilio: el de acercar a la ventana la mesa camilla donde leía, cosía o escribía. Carmen Martín Gaite recuerda con especial intensidad el momento en que veía a su madre con gesto ensimismado abandonar sobre el regazo la labor o el libro, mientras ella hacía sus deberes escolares. Era el instante en que María Gaite empezaba a mirar por la ventana, abandonaba la ciudad y comenzaba a fugarse. Se iba de viaje, quizá a ese mismo Nueva York, desde el que su hija, medio siglo después, se asomaba por otra ventana de la calle 119 West: «Y en aquel silencio que caía con la tarde sobre su labor y mis cuadernos, de tanto envidiarla y de tanto mirarla, aprendí no sé cómo a fugarme yo también».31 Para la escritora mirar desde el interior para fugarse será el específico enfoque o punto de vista de la literatura femenina. Las literatas son, desde este prisma, mujeres ventaneras: «En todos los claustros, cocinas, estrados y gabinetes de la literatura universal donde viven mujeres existe una ventana fundamental para la narración».32
Estos dos detalles de comunicación silenciosa con su madre son asimismo dos reflexiones entre líneas sobre la labor paciente y los efectos narcóticos de la literatura. Hay pues una fuerte trabazón intuitiva entre las advertencias y las posturas de la madre con su futura comprensión y aprendizaje de lo que iba a ser el ejercicio y el oficio de «meterse a novelista» (una expresión muy suya y equiparable por analogía e ironía con otras locuciones de la época como meterse a cura, monja o cabo militar).33 La compenetración entre madre e hija también registra otro dato de interés: María Gaite Veloso fue una ávida lectora de relatos de aventuras, novelas exóticas y novelas rosa. Entre las primeras, sus preferidas eran las de Emilio Salgari, Julio Verne y Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, que fue la primera novela que las hermanas Martín Gaite leyeron, según me recordaba Ana María, aunque las preferidas de Carmiña eran las leyendas de Los caballeros de la Tabla Redonda en la colección Araluce, El maravilloso viaje de Nils Holgersson de Selma Lagerlöf, en la traducción de la editorial Cervantes, y los folletines de La Ilustración Española y Americana, «que tanto me hicieron latir el corazón de pequeña», leemos en boca de Eulalia en Retahílas. De igual modo, los cuentos moralizantes de Las veladas de la Quinta de la condesa de Genlis entretuvieron a la adolescente en la casa veraniega de Piñor, relatos a los que mucho después no dudó en calificar de «intolerablemente reaccionarios y ñoños»,34 pero cuya lectura —en la ilustrada versión castellana de la Librería de Garnier Hermanos (1889) de París— ya había hecho las delicias tanto de su abuela Sofía como de su madre. El cuarto de atrás y Esperando el porvenir ofrecen una detallada enumeración de las novelas rosa de Eugenia Marlitt, Berta Ruck, Rafael Pérez y Pérez, Elisabeth Mulder y Georges Duhamel que leía. «Luego vino Carmen de Icaza y desplazó a los demás, ella era el ídolo de la posguerra, introdujo en el género la “modernidad moderada”.»35 Todos estos autores (junto a otras traducciones muy celebradas en los años cuarenta: Rebeca de Daphne du Maurier, Viento del Este, viento del Oeste de Pearl S. Buck, El amor catedrático de María Martínez Sierra, Jane Eyre de Charlotte Brontë —que ella misma acabó traduciendo al final de su vida— y Yolanda, la hija del Corsario Negro de Emilio Salgari —en la versión castellana de Saturnino Calleja con portada de Penagos, según recuerda desde Esperando el porvenir, ya que Salgari fue la primera afinidad que la unió a Ignacio Aldecoa y «algunos trozos del libro nos los sabíamos de memoria»)36 presidieron su educación sentimental y literaria, espolearon su sed de aventuras en los amordazados años del bachillerato y aún se conservan en su biblioteca personal.
De hecho, Carmen Martín Gaite comenzó a escribir a los quince años con su inseparable amiga del instituto, Sofía Bermejo, una novela rosa (hoy desaparecida), aunque tampoco llegaron a acabarla: «La protagonista se llamaba Esmeralda, se escapó de su casa una noche porque sus padres eran demasiado ricos y ella quería conocer la aventura de vivir al raso, se encontró, junto a un acantilado, con un desconocido vestido de negro que estaba de espaldas, mirando al mar».37 El dato sugiere que el misterioso visitante de El cuarto de atrás (una especie de crisol donde se funden todos los hombres musa de la autora durante el periodo de composición de la novela: Guillermo Delgado, Amancio Prada, Pablo Sorozábal Serrano, Carlos Semprún y Juan José Millás) pudo tener también un remoto origen imaginario en ese personaje desconocido del relato adolescente. En ciertos instantes, y dado el carácter protector que adopta el extraño entrevistador vestido de negro, la narradora lo mirará ahora con los ojos paródicos de la lectora que fue entonces de novelas rosa. Carmen Martín Gaite reconoce en el transcurso de la trama —al igual que lo analizó en su obra ensayística— la dificultad de renunciar «a los esquemas literarios de la primera juventud, por mucho que más tarde se reniegue de ellos».38 Estas lecturas procedentes de la vía materna fueron fundamentales para analizar la identificación con los patrones literarios que una mujer imitaba cuando se enamoraba —o cuando creía enamorarse— en la España de 1940, como Martín Gaite siguió argumentando en Usos amorosos de la postguerra española, que es también una rememoración biográfica de los modelos de conductas amatorias de la clase media en provincias. Remedios Casamar, compañera de pupitre en segundo de bachillerato de Carmiña, recuerda, en Memorias de una niña. Historias de la guerra,39 la magnífica colección de novelas rosa que Marieta Gaite Veloso tenía en la biblioteca familiar de la plaza de los Bandos y que Carmen Martín Gaite prestaba a sus amigas del instituto femenino.
Las lecturas pautadas por su madre se mezclaron en un trabado guiso con la novela picaresca, La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín» (que Carmiña leyó a los catorce años en la segunda edición de Fernando Fe), los Episodios Nacionales de Pérez Galdós, El escándalo de Pedro Antonio de Alarcón, El primo Basilio de Eça de Queiroz (con prólogo de Elisabeth Mulder) y los autores modernistas (Baroja, Valle-Inclán y María Martínez Sierra, principalmente) de la biblioteca de su padre, que después visitaremos: «Yo pasé de Peter Pan a los clásicos sin solución de continuidad», afirma en una entrevista con Manuel Logroño.40 Esta fue la génesis de la figura de una escritora. También sabemos que para Carmen Martín Gaite la alta cultura y los mass media no fueron ni en su vida ni en su obra compartimentos estancos. De hecho, mezcló con suma naturalidad y destreza la intertextualidad literaria con exoliteraria,41 como demuestran los Usos amorosos del dieciocho en España, Usos amorosos de la postguerra española, El cuarto de atrás o Esperando el porvenir. De cualquier modo, la diferencia entre las bibliotecas de sus progenitores es ya un primer apunte de lo que ella llamaba el lado gitano y payo de su existencia.
La muda lengua del entendimiento recíproco entre madre e hija queda especialmente patente en un breve encargo de las profesoras Mirella Servodidio y Marcia Welles para encabezar el primer monográfico dedicado a su obra, que terminó siendo un original y emocionado in memoriam de su progenitora, como fuente de amparo en su trayectoria literaria: «Retahíla con nieve en Nueva York» (fechado el 17 de noviembre de 1980, según se desprende del propio texto y del cuaderno Vision of New York)42 y que fue incluido en From Fiction to Metafiction: Essays in Honor of Carmen Martín Gaite (1983):
Mi madre, una de las personas más sabias que he conocido y desde luego la que más me quiso en este mundo y adivinó lo que me estaba pasando, aunque yo no se lo contara, solo con oírme la voz o verme la cara cuando la iba a visitar, ya se enteraba de si me andaba rondando por la cabeza o no una historia nueva que tenía ganas de contar. Y cuando me veía callada o con poco apetito o le sacaba a relucir que tenía la tensión baja o fastidios domésticos, se sonreía sin mirarme [...]. Se limitaba a decir, como al desgaire, como si no estuviera diciendo nada importante: «En cuanto te pongas a escribir otra cosa, se te pasará: ten paciencia». Había puesto el dedo en la llaga, claro, pero también en la serenidad de su voz venía el bálsamo para aquella llaga, y yo la miraba como a un oráculo y le preguntaba con un dejo de desmayo en la voz, a veces casi con miedo: «Pero, mamá, ¿y si no se me vuelve a ocurrir nada?».43
Esta confesión tan dialógica demuestra cómo la imagen que prevalece, incluso en aquellos ensayos y diarios en los que aborda sus relaciones más íntimas, es siempre la de escritora. Las posturas en las que Carmen Martín Gaite quiere ser biografiada son siempre literarias. Por otro lado, tengo la certeza, confirmada en múltiples cartas, de que cuando terminaba un libro, temía que fuera el último de su vida, y cuando iniciaba otro, le parecía el primero de su carrera literaria. Esta sensación de estar siempre empezando, de quedarse vacía, como sin sombra, al acabar de contar una historia, es sumamente reveladora de su experiencia sobre los imprevisibles derroteros de la suerte del oficio de escritor. En un tarjetón inédito, fechado en septiembre de 1994, me decía a propósito de La Reina de las Nieves: «Es una novela que me ha dejado vacía y exhausta, con la sensación de que se me agotó el favor de las musas. Claro que, como me recuerda mi hermana, al acabar otros libros también me ha angustiado esa sensación». En tal sentido, la escritura fue para ella una terapia, una especie de restauración de sí misma. La madre, cuando le notaba que estaba escribiendo o barruntando una novela, le decía con tono zumbón: «Dale muchas vueltas, hija, y que te dure».44
Su madre muere el 9 de diciembre de 1978, apenas dos meses después de su padre; nunca se supo cuál fue la causa exacta de su fallecimiento: Carmen solía decir que decidió morirse. Diez días más tarde la escritora recibe el Premio Nacional de Narrativa por su última novela o amalgama movediza de géneros literarios llamada El cuarto de atrás, que era la preferida de María Gaite Veloso, «y desde entonces he andado con los rumbos un poco perdidos, aunque parece que ya los voy recobrando», comenta Martín Gaite en 1980.45 Un año después, comienza a escribir «El castillo de las tres murallas». Se había producido de nuevo el milagro de su resurrección, ante el que su madre siempre se sonreía, aunque no supiera lo que estaba escribiendo. (Otra cuestión de fondo que reaparecerá con Caperucita en Manhattan, tras la muerte de su hija, será la fuerte conexión entre los lapsos más críticos de su vida y su práctica narrativa de los cuentos de hadas.) En cualquier caso, la muerte de su madre fue uno de los acontecimientos más difíciles de encajar en la vida de Martín Gaite: «Yo en la muerte de mi padre pensaba algunas veces, lo primero porque era más viejo y estaba enfermo del corazón, y luego porque tenía mucho miedo a morirse, pero la idea de que mi madre se muriera me resultaba casi inconcebible»,46 como demuestra «Cuenta pendiente», un inacabado proyecto literario iniciado al año siguiente del fallecimiento de sus padres y una de las piezas más conseguidas de los Cuadernos de todo, junto a «El otoño de Poughkeepsie», en el tratamiento del tiempo narrativo. La anotación de Vision of New York, del 29 de octubre de 1980, en el bosque de Wellesley College (escrita en la víspera de Todos los Santos y de la redacción de «Retahíla con nieve en Nueva York»), como el ya citado ensayo «De su ventana a la mía», revelan el asiduo trato que Martín Gaite mantuvo con la llamada de sus muertos (call es el término que emplea en esta secuencia de Vision of New York): «De vez en cuando te me apareces entre los árboles de otoño, intempestivamente, cuando menos lo espero [...]; cantas cousas te dixera, agora tan lonxe, niña naiciña, eiquí tesme na América...».47 Precisamente estos dos textos con fondo neoyorquino («De su ventana a la mía» y «Retahíla con nieve en Nueva York») iban a formar parte del proyecto memorativo «Cuenta pendiente», que tuvo a su madre como principal destinataria: «A mamá: a ti te lo tengo que dedicar lo de “Cuenta pendiente”. Necesito que estés tú oyendo, que sea para ti, si no, no se engrasa el engranaje». «Hace dos noches, estando en la cama, volvió a rondarme esta idea de meterme con “Cuenta pendiente”, tal vez en plan diario, donde se fueran comentando y fechando los estratos de cuaderno donde aparecen notas y apuntes sobre este tema».48 Son dos anotaciones diseminadas en un cuaderno fechado entre 1983 y 1984, pero después de la muerte de Marta, en abril de 1985, el propósito de escribir esta «Cuenta pendiente» con sus progenitores quedará definitivamente enterrado.
Además de los textos citados, que tienen como telón de fondo la correspondencia secreta con su madre tras su fallecimiento, la comunicación con los muertos, que ella atribuía a sus orígenes gallegos, es uno de los motivos recurrente en su obra, no suficientemente explorado. Menciono varios ejemplos: el diálogo con Luis Martín-Santos, el primer amigo fallecido de su grupo literario (el domingo 19 de enero de 1964, víspera de su fatídico viaje de vuelta a San Sebastián, Martín-Santos estuvo en Doctor Esquerdo, visitando al matrimonio: su trágica desaparición, ocurrida dos días más tarde, a consecuencia de un accidente de automóvil, conmocionó vivamente a Carmen: «Es tu muerte la que te vuelve mi interlocutor»,49 escribe en unos hermosos fragmentos del cuaderno 3, donde medita sobre el perturbador sentido del azar); sus artículos destinados a amigos desaparecidos —presididos más por la responsabilidad de legar su memoria que por el ditirambo— en La búsqueda de interlocutor (Ignacio Aldecoa, Gustavo Fabra y Mayra O’Wisiedo), en la sección íntegra «Gente que se fue» de Agua pasada (Cuco Cerecedo, María Antonia Dans, José Antonio Llardent, Diego Lara, Mercè Rodoreda y Daniel Sueiro), o en la lúcida necrológica dedicada a Jesús Fernández Santos que recogí en Tirando del hilo;50 más las escalofriantes conversaciones con Marta tras su muerte referidas en algunos de sus cuadernos inéditos; e incluso el lazo de fidelidad con quien empezó a llamar familiarmente «mi muerto» preside y acompaña la redacción de su biografía sobre Macanaz. Igualmente he podido localizar en su archivo esta fugaz anotación, arrancada de un «cuadernito blue», titulada «Los muertos», y que incluí en la segunda edición ampliada de sus Cuadernos de todo, sin fecha, pero probablemente de la década de 1990, después de la desaparición más fatídica de su vida, la de su hija, y que demuestra su avezada relación con los difuntos:
Desde la más remota antigüedad, el trato de los vivos con los muertos ha sido tirante, suspicaz, morboso o fanático, y casi siempre garrafalmente equivocado. Es un negocio delicado, desde luego, y sus principales escollos arraigan en un vicio de origen: el de que, olvidándonos de la naturaleza diametralmente distinta de las partes implicadas en el trato, tendemos a establecer este miméticamente mediante los patrones —ya también muchas veces erróneos— de las únicas relaciones acerca de las cuales creemos saber algo; me refiero a las que se dan entre los vivos. [...] A los muertos hay que dejarlos irse. Solamente así vuelven a veces, cuando ya no se sienten estrangulados por las garras ávidas que intentaban trabar la libertad de su vuelo hacia esa otra ladera de la que nadie ha vuelto para contarnos nada.51
Sus amigas Reme Casamar y Olga Fadón me confesaron, con una mezcla de perplejidad y pavor, que Carmiña veía a su madre y a su hija como si estuvieran vivas.52 En una carta a Juan Gil-Albert, del 18 de marzo de 1977, le confiesa sin embozo: «Tengo un ramalazo de bruja, todos mis amigos lo saben».53 Su fe era una creencia fetichista en lo sobrenatural, en la protección de los muertos sobre los vivos más que un credo religioso convencional. Solía recordar un dicho que ella atribuía a su padre, «Los que dan consejos ciertos a los vivos son los muertos»,54 y que después descubrió grabado en los muros de la iglesia salmantina de San Julián y Santa Basilisa.
José Martín López (1886-1978), natural de Valladolid, era hijo de Gumersindo Martín Ceruelo, comerciante, de origen modesto y procedente de Medina de Rioseco, y de María de los Dolores López Peredo, de familia acomodada de Santander. El abuelo Gumersindo, que murió cuando las hermanas Martín Gaite aún eran muy pequeñas (el 25 de febrero de 1929), fue ante todo un hombre innovador en sus negocios relacionados con el comercio textil. Vio que este sector en la España de la Restauración estaba muy enquistado en el pasado y, como tenía auténtica fijación por Francia, importó nuevos tejidos y diseños, que fueron después fabricados por la industria catalana de principios del siglo XX. Su francofilia se extendió también a lo cultural, porque envió a sus dos hijos, César y José, a completar estudios en París, muy en consonancia con los parámetros de la juventud profesional e intelectual novecentista.
El domicilio de los abuelos paternos en la madrileña calle Mayor, 14, donde Carmen Martín Gaite pasó sus vacaciones de Navidad y Semana Santa desde los ocho a los dieciocho años, fue —según la perspectiva de su hermana— un lugar fascinante. Gregorio Marañón, un año más joven que José Martín López y muy amigo suyo, cuando iba a comer allí decía que la casa parecía un cabaré, porque continuamente se descorchaba champagne, se comía en mantelerías francesas a la última moda, había chubesquis por todas partes y las criadas (Paula González y su sobrina Marcelina Revilla, nombres que se asoman en su narrativa en El libro de la fiebre y El cuarto de atrás) sustituyeron sus mandiles negros por otros blancos. Sin embargo, en el interior de ese piso tercero derecha de la calle Mayor, dado el desesperante orden que las criadas burgalesas imponían, la adolescente Carmen Martín Gaite firmó secretamente una alianza contra la enfermedad del orden, con cierto rictus dramático, que recuerda a sus admiradas heroínas teatrales de la inmediata posguerra, conforme podemos leer desde la rememoración literaria del tercer capítulo de El cuarto de atrás o en su temprano artículo de 1958 «La enfermedad del orden». Y en esta casa su rebeldía empezó a encontrar un cauce secreto para escapar de una realidad agobiante y rutinaria, refugiándose en Cúnigan (un local adonde nunca entró, pero que imaginaba por haberlo oído anunciar en Radio Madrid) y prefigurando literariamente a esa niña preguntona, pariente de la Celia de Elena Fortún, que necesitaba caminar sola para satisfacer su curiosidad (me refiero a sus futuros personajes infantiles de «La chica de abajo», Las ataduras, «El castillo de las tres murallas», «El pastel del diablo» o Caperucita en Manhattan: Cecilia, Alina, Altalé, Sorpresa o Sara Allen).
El abuelo Gumersindo, al quedar viudo en 1909 de María de los Dolores López, se casó en segundas nupcias con la hermana de esta, Carmen, que había vivido siempre con ellos, ya que era también viuda y además del hermano mayor de Gumersindo; por lo tanto, eran cuñados por partida doble. Carmen López sí tuvo una presencia considerable y significativa en la vida de Carmen Martín Gaite. A ella la consideró su verdadera abuela y como a tal la trató siempre: «Me pusieron su nombre porque fue mi madrina».55 Carmen López era una mujer de una extraordinaria fantasía, extrovertida, ávida lectora y narradora, que siguiendo sus patrones literarios le contaba a su sobrina-nieta que estaba deseando que tuviera novio y que su padre se opusiera para así sacarla depositada a su casa.
Los dos hijos de Gumersindo, tanto César Martín López como su hermano José (un año menor), fueron estudiantes aplicados. El tío César, ingeniero de Caminos, intervino en el proyecto de la estación de Atocha, fue jefe de las minas de Cartes y murió con treinta y dos años, siendo director de la línea de ferrocarril de Madrid-Zaragoza-Alicante. Y José Martín López estudió Derecho en la Universidad de Madrid y consiguió brillantemente el primer puesto en las oposiciones a notarías celebradas en la Audiencia Territorial de Valladolid en 1911, correspondiéndole ocupar la vacante de Salamanca.56 Eran las primeras oposiciones a las que había concursado: «Sacar a la primera una notaría de capital de provincias, sin andar rodando antes por pueblos era bastante infrecuente [...], pero este tema del “número uno” le aburría y violentaba».57 Cuando se casó con María Gaite Veloso era viudo y sin hijos.
José Martín López tuvo un especial protagonismo en reglar la educación de sus hijas, que hasta los diez años no fueron a ningún colegio, ya que no era partidario de la educación religiosa o de «la enseñanza en invernadero», donde las niñas salían doctoradas en vainicas y letanías, tal como la descalificó también su hija menor en Usos amorosos de la postguerra española.58 «Mis padres no eran beatos, aunque iban a misa, y nosotras habíamos tomado la primera comunión, ya bastante mayores y sin traje blanco.»59 A pesar de que las niñas contaran con preceptores particulares desde los siete años, tales como doña Ángeles (la profesora de Gramática empeñada en clasificar los tiempos verbales para el provecho escolar de sus alumnas, pero que no consiguió adentrarlas en los diálogos entre don Quijote y Sancho a fuerza de mitificarlos, según se evoca en El cuento de nunca acabar), don Marcelino (que les enseñaba Matemáticas, Física y Química), Miss Gloria y Madame Reisman (las profesoras de inglés y francés, respectivamente), las hermanas Martín Gaite recuerdan que su padre fue quien las aficionó personalmente al arte, la historia y la literatura: «Nuestras preguntas infantiles siempre se veían atendidas».60
José Martín López manifestó un talante liberal, tanto en su comportamiento familiar como en sus relaciones laborales y declaraciones públicas. Ayudó a que sus hijas creciesen en los momentos decisivos, sin ponerles ningún tipo de obstáculo. Su reacción en septiembre de 1948, cuando Carmiña decidió, con veintidós años y tras su viaje a Cannes, dejar Salamanca para trabajar y preparar su doctorado en Madrid, fue la de apoyarla, pensando que su hija se había salvado del pacato ambiente de la capital de provincias (sin embargo, echaba enormemente de menos a su hija predilecta; de hecho, los padres la visitaban continuamente en Madrid y ella realizaba viajes a Salamanca siempre que podía, según se puede leer en las agendas del padre de los años 1948-1949). Tampoco se interpuso en la aparente pérdida de profesionalidad de su hija, cuando esta decidió «meterse a novelista» y dejar su tesis doctoral en los primeros años cincuenta. Consideró que tan profesión era ser escritora como catedrática. La modernidad de José Martín López en la España de posguerra queda de manifiesto «en dos aspectos que le diferenciaban de casi todos los señores de su edad»:61 su feminismo y su arraigado sentido del humor. El Adelanto de Salamanca publicó una reseña, el 8 de mayo de 1918, de la conferencia pronunciada por José Martín López la noche anterior en el paraninfo de la universidad sobre «La condición jurídica y social de la mujer». Precisamente el mismo mes y año de la creación del Instituto-Escuela, donde iniciará el bachillerato en 1934 su hija mayor. José Martín López, muy acorde con las inquietudes intelectuales de la generación del 14 (a la que él llamaba «de la quinta del Rey», por el año de nacimiento de Alfonso XIII), denunciaba la situación lamentable de la educación de la mujer en España, siendo esta la premisa indispensable para que las mujeres aprendieran a definir sus derechos y deberes, «dividiéndolos en tres grupos: deberes que conocéis, deberes que convendría olvidaseis y deberes que no practicáis» (sobre este tema y esta época su hija pequeña pronunciará a su vez, en octubre de 1992, la conferencia: «Elena Fortún y sus amigas»). Cuarenta años más tarde, el 21 de enero de 1954, cuando ya era notario en Madrid, dictó en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación una extensa disertación, titulada «Lo tuyo, lo mío y lo nuestro (reflexiones y comentarios sobre el patrimonio del matrimonio)», que tuvo resonancia en la prensa de la época, pues defendía en este caso el derecho de las mujeres al trabajo, a la propiedad dentro del matrimonio y a la independencia económica. «Estaba harto», me comentaba Ana María Martín Gaite, «de ver a muchas mujeres en la calle, por el simple hecho de que los maridos habían dispuesto de sus bienes».62 Esta conferencia terminaba diciendo: «Que la mujer sepa cuáles son sus derechos y aprenda a defenderlos; pero sin olvidar cuáles son sus deberes; y que el hombre recuerde siempre los suyos, resumiéndolos en aquellas palabras de Tarkington: “Esposa ideal es cualquier mujer que tenga un marido ideal”».63 Sobre el mismo asunto del reparto matrimonial pronunció, los días 8 y 10 de mayo de 1963 en el Ilustre Colegio de la Abogacía de Madrid, otra conferencia con el novelístico título de «La herencia de un trono: La paz del matrimonio (la trama). La hora del reparto (el desenlace)».
En 1949 José Martín López consiguió trasladar su notaría de Salamanca a Madrid y su familia se instaló en la calle Alcalá, número 35 (entonces, Carmen Martín Gaite ya vivía y estudiaba en esta ciudad, en la calle Duque de Sesto). Tanto Carmiña como su hermana Anita, hasta que cada una encontró su sitio, le ayudaron «temporalmente en la oficina, haciendo matrices de documentos, porque ambas tenemos la letra clara».64 José Martín López ejerció por algún tiempo el cargo de decano en el Colegio Notarial de Valladolid y tras su jubilación en 1961, el 6 de mayo de 1963, fue nombrado notario honorario por el Colegio Notarial de Madrid (corrijo en este sentido, tras contrastarlos, los datos que figuran en la rememoración de Martín Gaite, «Don José Martín López», publicada en el n.º 42 de la Gaceta de los Notarios, 1993).
Dedicó a su profesión la mayor parte de su tiempo, pero no era notario las veinticuatro horas del día. Una afición que Carmiña heredó de su padre fue la de los toros (de hecho, identificó frecuentemente en sus artículos de crítica literaria la suerte del oficio del escritor con la del torero por ser aprendizajes que solo se convalidan al ejercitarse). Cuando llegaba la Feria de San Isidro, don José cerraba la notaría por la tarde y sacaba abonos para ir con todos sus empleados y familia a Las Ventas. Alguna anotación de Carmen Martín Gaite en sus cuadernos muestra cómo le divertían estas excursiones, que eran acompañadas con tertulia y merienda en los chiringuitos situados en lo que hoy es la M-30. José Martín López era un hombre además honrado a carta cabal, culto y refinado. (En la finca familiar de El Boalo, su hija Ana María me mostró una delicada colección de postales dirigidas a su primera esposa, Ramona Bergasa. En cada postal, seleccionaba semanalmente una serie de piezas musicales que le sugería oír cada día, a modo de terapia, durante su convalecencia.)
Fue asimismo muy aficionado a los viajes (en el archivo familiar se conservan varios cuadernos de viaje con letra muy menuda en los que describe con detalle, a modo de diario, itinerarios por Italia, Francia, Suiza y Alemania) y tuvo unas acendradas dotes de narrador oral, que sus hijas, tanto Carmen como Ana María, heredaron: «Yo no me cansaba de pedirle que me contara historias del Madrid anterior y posterior a la Primera Guerra Mundial, petición que complacía de tan buena gana como la que debía reflejar mi rostro ávido de escucharle».65 Carmen Martín Gaite, en algunos ensayos, introduce la voz narrativa de su padre, como cuando la invitó a hacerse socia del Ateneo, o cuando rememora la década dorada del Círculo de Bellas Artes, entre 1926 y 1936, que relata en su artículo «La sombrerera», escrito a raíz de la Medalla de Oro que le concedió esta institución en abril de 1997.66
Quisiera detenerme en una de esas particularidades aparentemente insignificantes que, como en el caso de su madre, se abren a una nueva comprensión y constituyen casi una alegoría de nuestro destino. Otro pormenor, que marcará nuevamente la vinculación de Martín Gaite con la literatura a través de sus progenitores, fue la afición de don José Martín López a los balnearios. Bien por dolencia del riñón, del hígado o por cualquier otro achaque, bien porque principalmente le gustaban, su padre visitaba con asiduidad con su familia los balnearios de Cabreiroá en Verín (llegada y estancia narrada en el segundo capítulo de El cuarto de atrás), de Alzola, de Lanjarón o de Cestona. Y Carmen Martín Gaite entró en la literatura a través del inquietante mundo de los balnearios, tratando de descifrar qué sordas amenazas se escondían tras esa comparsa de gestos avenidos y de existencias anodinas: «Decidí que no era verdad, que era un sueño. Y lo convertí en literatura, sin comprender que, al renegar de esa realidad, me metía por un camino de los que no admiten marcha atrás. Para bien o para mal, era mi sino»,67 con estos términos la escritora rememora la aparición en 1955 de su primera novela corta, El balneario. Y en ese ambiente, inmerso en la costumbre y temeroso de cualquier mudanza, se presentó, en el verano de 1953, en el balneario de Alzola (Guipúzcoa), Rafael Sánchez Ferlosio, que acababa de terminar el servicio militar en Llano Amarillo (Tetuán). El ya novio de la niña pequeña del notario e hijo del ministro sin cartera del primer Gobierno del general Franco llegaba con camiseta de tirantes, como un jipi avant la lettre. Don José Martín López le tuvo que prestar o, mejor dicho, calzar una de sus camisas, pues le quedaban bastante pequeñas, hasta que le comprasen una nueva en San Sebastián, porque en aquel balneario ir a comer con camiseta de tirantes era del todo indecoroso. De cualquier modo, lo interesante de esta nimiedad es que a los padres de Carmen Martín Gaite esas excentricidades de Rafael, pese a compartir mesa en el balneario con el duque de Sotomayor, suegro de la duquesa de Alba de su primer matrimonio (Pedro Martínez de Irujo y Caro), y el deán de Tolosa, les hicieron siempre mucha gracia; desde luego, el apuesto y selvático muchacho llevaba también consigo la aureola de ser el hijo predilecto de Rafael Sánchez Mazas (como Carmiña también lo era de sus padres), lo que le perdonaba ciertas extravagancias. A propósito de la singularidad de Ferlosio, durante aquel verano, el autor de Alfanhuí le estuvo enviando a su novia regalos completamente disparatados, tales como la cabeza de un alcotán que, aunque estuviera disecada, no es difícil imaginar la sorpresa que pudiera causar a los padres de Carmiña semejante obsequio y las condiciones en las que llegaría por correo postal de Tetuán a Alzola, en aquel agosto de 1953.
Pero, sobre todo, será preciso retener que Rafael Sánchez Ferlosio, en ese mundo de gestos acordados, propios de la clase social que frecuentaba los balnearios, llegaba en agosto de 1953 con las primeras anotaciones tomadas durante el servicio militar para una narración en ciernes, El Jarama; mientras, Carmen Martín Gaite fechaba, en el mismo balneario de Alzola, la redacción de su cuento «La chica de abajo», que recibió por primera vez la opinión favorable de sus dos hombres musa en aquellos momentos: «Los consejos de Rafael y de Aldecoa me habían servido para abandonar el tono lírico de mis primeras composiciones y para ser más rigurosa y exigente en mi prosa».68 Era la poética de la exactitud descriptiva de ambientes y conductas lo que sus amigos y admirados colegas le estaban aconsejando, aunque Martín Gaite también vislumbró desde muy pronto que el afán de exactitud podía rozar con el borde del silencio. Del mismo modo, si reparamos en la complicada trasposición de cómo las experiencias reales llegan a convertirse en imaginadas y contemplamos su relación con Ferlosio y la evolución de este, Carmiña también llegó a experimentar a lo largo de las décadas de los cincuenta y sesenta el trecho que dista entre la extravagancia y la inadaptación, esto es, el recorrido que va de la construcción a la destrucción: la misma distancia que separa a su personaje Pablo Klein en Entre visillos de David Fuente en Ritmo lento.69 Volviendo al hilo de 1953, tras la estancia en el balneario de Alzola, la joven pareja, siendo aún novios, pasará unos días solos en Fuenterrabía, lo que sin duda era bastante inusual para la moral de la época. Según consta en una carta que Carmen dirige a Rafael, desde el hotel Rex de Santander en los últimos días de agosto de dicho año, esta le declara su perentoria necesidad de que ambos se pudieran confesar y comulgar antes de contraer matrimonio.70 En el fondo, Ferlosio hizo trizas la propaganda oficial del noviazgo burgués de los usos amorosos de los años cuarenta que Carmen había comenzado a ejercitar en Salamanca, como queda de manifiesto en el memorable capítulo «Cada cosa a su tiempo».71
José Martín López mantuvo despierta su curiosidad hasta el final de sus días, como puede apreciarse en las cartas que intercambió con su hija en sus últimos años en busca de estímulos y comentarios. Muere repentinamente el 18 de octubre de 1978, «a la una y media del mediodía», según leemos en la agenda de Carmen Martín Gaite, a los noventa y tres años. Su hija heredó de él, además de sus dotes de narrador oral y del poder rectificador del sentido del humor, la tenacidad: «Sabía como él que la voluntad de luz disipa las tinieblas, que querer es poder, lo sabía, desde mis años aún vinculados milagrosamente a la juventud, no percibía en los disaster narrowly averted más que escollos que se superan», leemos en uno de los fragmentos para «Cuenta pendiente»,72 donde Martín Gaite se aproxima, a través de los sueños y de la capacidad narrativa de los objetos, a lo que significó esa nueva edad, que la muerte de sus padres inauguraba. La sensación de haberse convertido en una carta velha —por su tendencia a hablar sola, como en borrador, por no saber a quién legar su memoria— fue el efecto más persistente en este nuevo tramo biográfico de orfandad, que sin ser aún vejez (Martín Gaite iba a cumplir entonces cincuenta y tres años) se parecía a ella. Carta velha era un epíteto cariñoso con el que su madre la nombraba desde niña por su tendencia a sacar a relucir, con todo detalle, recuerdos inesperados: cómo no va a ser escritora —le decía—, si es una carta velha. Pero su padre representó el logos, el cuidado y el amor por la palabra, el gusto por la lectura compartida, que se convirtieron en biografemas73 primordiales de una escritora en ciernes: «¡Desde mi más tierna infancia! Yo he crecido entre libros. Mi padre [...] encauzó mis aficiones hacia el mundo de la literatura. [...] Era más pecado romper las hojas de un libro que romper una muñeca».74
José Martín López contaba con una espléndida biblioteca, que aún se conserva en El Boalo, con primeras ediciones de novelas realistas y naturalistas del XIX, de literatura modernista y novecentista, y, sobre todo, de libros de historia. Esta biblioteca se incrementó en los años cincuenta con novelistas contemporáneos a su hija. He tenido la oportunidad de leer disertaciones, dietarios de juventud (entre 1910 y 1912), notas de viajes y comentarios de lecturas del ateneísta, melómano y apasionado adicto a la comunicación epistolar, José Martín López, y es una evidencia de dónde procede la afición de su hija por la letra impresa. Él fue en el fondo su primer influjo literario. Le divertía convertirse en versificador de circunstancias (algunos divertimentos han sobrevivido como recuerdos en los Cuadernos de todo), durante su jubilación escribió dos actos de una comedia, cuentos y una novela, Caminos cruzados (1969), pero Carmiña le recomendó que no persistiera: su retórica pomposa y decimonónica en la expresión escrita era demasiado manifiesta y contrastaba con la naturalidad de su locución oral. En un cuaderno azul Centauro, de los que tanto usaba su hija, rotulado «Vida Nueva. Impresiones y recuerdos de mis últimos años (1951-1975)», descubro una semblanza sobre ella y dirigida a ella, una especie de conversación en diferido, donde emite un sagaz juicio crítico (fechado en abril de 1963) sobre la novela que acababa de publicar, Ritmo lento. José Martín López tenía entonces setenta y siete años:
Ya desde pequeña, acusabas una marcada tendencia al desaliño, a los bocadillos de calamares fritos y a la literatura. Firme en tus cada vez más arraigadas predilecciones, sigues sin dar la menor importancia a los desfiles de modelos de Balenciaga; te atraen las barras de los bares con la sabrosa ofrenda de sus aperitivos variadísimos; y en el terreno literario, con tesón, lentamente y con un claro sentido de la responsabilidad has ido conquistando puestos de ventaja. «Un día de libertad», El balneario, Entre visillos, Las ataduras, ibas publicando en progreso y descubriendo nuevas y prometedoras posibilidades. Ahora Ritmo lento afirma y consolida tu personalidad literaria [...], no has pretendido hallar una solución al conflicto íntimo [del personaje]. Ello hubiese equivalido a deformarlo [...]. Fue tu deliberado propósito dejarlo en absoluta libertad de pensamiento y de actuación. Su rebeldía, su inadaptación y su abulia —al no poderle proporcionar un clima de serenidad espiritual y equilibrio— fueron derivando hacia lo inesperado y arbitrario. ¡Era inevitable! Yo, uno de los méritos que encuentro a tu novela es que determinados capítulos de esta me causan la impresión de haber sido escritos no por ti, sino por el mismo protagonista.75
La nota reviste gran interés por varias razones: convierte a su hija en interlocutora de lo que escribe, advierte con humor que los valores y gustos de Carmiña no coincidían con los estereotipos de las señoritas de clase media en provincias y esboza de soslayo esa doble faz que en la existencia de Carmen Martín Gaite solía convivir con bastante naturalidad: lo que ella denominaba desde su particular léxico (especialmente en El cuento de nunca acabar), su lado «payo» y «gitano» de la existencia, es decir, su atracción simultánea por el orden y el caos, siendo el segundo lo original y superior, lo que la ayudó a liberarse de las convenciones. Por otro lado, enfoca con lucidez el problema de inadaptación del protagonista y el modo en que se presenta a sí mismo para revelarnos cómo va formándose su carácter a través del punto de vista del monólogo interior, que propicia esa perseguida relación autónoma de la narradora respecto a la voz íntima de su personaje y también un efecto de ambigüedad, ya que conviven la afinidad y la repulsa entre este y aquella. Se manifiesta en esta nota que José Martín López fue un atento lector, y a la hora de hacer un resumen de los libros que más le habían interesado a lo largo de 1963 señala los de José Antonio Maravall (Las comunidades de Castilla. Una primera revolución moderna), José Luis L. Aranguren (Catolicismo y protestantismo como formas de existencia), Julián Marías (La España posible en tiempo de Carlos III), Johan Huizinga (El otoño de la Edad Media), Erich Fromm (El arte de amar) y la reposición de Los caciques, de Carlos Arniches. Entre sus lecturas predilectas, según relata en el cuaderno citado «Vida Nueva (1951-1975)», estaban La Regenta de Clarín, Fortunata y Jacinta de Galdós, El escándalo de Alarcón, Pepita Jiménez de Juan Valera, Peñas arriba de José María de Pereda, Los Pazos de Ulloa de Emilia Pardo Bazán, La alegría del Capitán Ribot de Armando Palacio Valdés, La Barraca de Blasco Ibáñez, Sonata de otoño de Valle-Inclán, Aventuras de Silvestre Paradox de Baroja, Doña Inés de Azorín, Figuras de la Pasión del Señor de Gabriel Miró, y El defensor de Pedro Salinas (desde su primera edición de 1948 fue uno de sus textos de cabecera). Entre los franceses, El conde de Montecristo y El collar de la Reina de Alejandro Dumas (padre) y Los dioses tienen sed de Anatole France. Entre los contemporáneos de su hija le interesaron Camilo José Cela, Miguel Delibes, Torrente Ballester, Sebastián J. Arbó, José María Gironella, Luis Romero, Rafael Sánchez Ferlosio, Luis Martín-Santos, Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos y Ana María Matute.
Además de los ensayos citados de Carmen Martín Gaite dedicados a sus progenitores, todos los documentos que he consultado (cartas, agendas, cuadernos y entrevistas) revelan que la escritora mostró un fuerte sentimiento de filiación: «Mis padres estaban, de fondo, en todo lo que hacía, aunque no los viera»,76 leemos con rotundidad en un primer apunte de «Cuenta pendiente» (título que también barajó provisionalmente para El cuarto de atrás). La adquisición de la letra escrita, la fe y el cuidado de la palabra se originaron en el seno familiar y la escritora se identificó con su origen: nunca dudó en presentarse como una chica de la mesocracia provinciana e hija de un notario que profesó una encendida afición a la lectura y fue en el fondo su primer influjo literario. Desde niña Martín Gaite fue elaborando y tratando de poner de acuerdo con completa naturalidad dos corrientes, la recibida de su padre y la de su madre: el cultivo de la razón y la creencia en lo taumatúrgico, que no dejan de ser una variante de la alternancia en su biografía entre el orden y el caos. En casi toda la ficción que la Gaite escribió es posible hallar una doble vertiente, en la que lo onírico coexiste con la tendencia a la observación minuciosa y circunstanciada, del mismo modo que su capacidad descriptiva convive con su poderosa aptitud para la interiorización de ambientes y objetos. Basta leer la novela corta que dio título a su primer libro publicado, El balneario.
«Para mi hermana Anita, que rodó las escaleras con su primer vestido de noche, y se reía, sentada en el rellano», escribía Carmen Martín Gaite en la dedicatoria de Entre visillos. Ana María Martín Gaite fue otra «chica rara» —en el sentido de infrecuente en su época y en Salamanca, tal como analizó su hermana en Desde la ventana— que supo reírse y poner en cuestión todas esas ceremonias y convenciones para las jovencitas casaderas de la clase media y en provincias, durante el primer franquismo. Este exergo, que sustituyó definitivamente otra dedicatoria inicial, fue un acierto por todo lo que revela de un recuerdo compartido y la capacidad de distanciarse.77
Ana María nació en Salamanca, el 16 de febrero de 1925 (aunque ella siempre decía que su cumpleaños era el 14, día de San Valentín, para que sus amigos recordaran con más facilidad la fecha), en la calle de la Rúa. En el curso 1934-1935 realizó en Madrid la preparatoria al bachillerato en el Instituto-Escuela, sito en el parque de El Retiro, para iniciar la segunda enseñanza al año siguiente; pero no pudo continuar en el mismo centro, el más prestigioso del país en los años de la República, como consecuencia de la Guerra Civil (por la misma razón, se interrumpió el proyecto de que su hermana pequeña iniciara en el curso 1936-1937 el bachillerato en esta institución creada por la Junta de Ampliación de Estudios). Conocemos algunas de sus redacciones escolares en el Instituto-Escuela: una, la visita a los Toros de Guisando, que se menciona en una secuencia de El cuento de nunca acabar; la otra titulada «¡Al campo!», escrita con once años sobre una excursión familiar en el automóvil conducido por Avelino, el chófer de su padre (que se incluye en una curiosa edición titulada Nuestro libro, donde se recogen dibujos y composiciones de los alumnos de distintos niveles del Instituto-Escuela de Madrid).78 Ana María vivía entonces en la casa ya mencionada de su abuela paterna de la calle Mayor, 14, y debió de sentir una fuerte sensación de encierro, porque la excursión y el viaje eran los motivos centrales de sus redacciones: «Y yo, desde la provincia [comenta Carmen Martín Gaite desde el capítulo, «Los Toros de Guisando»], envidiaba su suerte de hermana mayor, y a veces le escribía cartas donde se traslucía esta envidia. Pero ella me envidiaba a mí, se sentía sola y encerrada, y desde aquella habitación antigua de la calle Mayor donde acababan de correrse los cortinones, idealizaba nuestro cuartito de camas gemelas, escenario acogedor que hubiera propiciado, con la llegada de la noche, los comentarios que se le atragantaban y que, por otra parte, estaba deseando hacer».79
Tras el primer curso en el Instituto-Escuela, Ana María no prosiguió con el bachillerato en Salamanca y comenzó en la Escuela de Comercio de esta ciudad un grado de perito mercantil (equivalente a lo que hoy sería la Formación Profesional), que finalizó en 1942. Era una estudiante desmotivada y no obtenía buenas calificaciones: todo lo contrario de su hermana pequeña. Tuvo un novio durante bastantes años y estuvieron a punto de casarse —ya con casa y ajuar—, pero una semana antes del matrimonio, él rompió por carta: fue abandonada por otra señora. A Carmiña siempre le conmovió profundamente este inesperado desenlace en la vida de su hermana (en el fondo ella se sentirá después, tras su separación de Rafael, una mujer abandonada por otra, aunque en distintas circunstancias y con más recursos de defensa) y el padre, tras esta ruptura sentimental, le sufragó a Ana un viaje médico a una clínica de Ginebra para tratar sus problemas oculares y, sobre todo, su melancolía. Durante esta estancia consiguió por azar, a través de la información que le proporcionó la dueña del hostal donde se alojaba, un puesto de lectora de español en la Oficina de las Naciones Unidas en Ginebra, cuyo rutinario menester consistía en la corrección de pruebas de los textos que salían mecanografiados del departamento de edición en español. Allí trabajó a partir de 1969 hasta su jubilación en 1990, siempre con contratos temporales. Por lo tanto, las hermanas, en realidad, convivieron poco, ya que Carmiña fue a hacer el doctorado a Madrid en 1948 y se casó muy joven, y durante las décadas de los setenta y ochenta —que fueron decisivas en la vida de Carmen Martín Gaite— ambas vivieron en ciudades distintas.
La relación entre Ana María y Carmen fue siempre independiente y bilateral, propia de dos seres muy distintos y autónomos. Esta bilateralidad queda escenificada en los espacios comunes que ambas compartieron, como la finca de El Boalo, en la que cada una ocupó, tras la muerte de sus padres, una planta con salidas, entradas, e incluso números de teléfono distintos. Por la forma de comportarse, el padre distinguió a sus hijas con los sobrenombres bíblicos de Marta y María. Ana se ocupaba de los asuntos domésticos, de las obras, de dar órdenes y sortear obstáculos, tal como puede leerse en una carta de José Martín López a Carmiña, fechada el 11 de marzo, probablemente de 1974: «Anita regresó pronto de El Boalo y trajo bastantes y buenas noticias. Se presentó el encargado de arreglar la piscina. Localizó al fontanero que hoy se pondría manos a la obra. Se enteró de que las puertas de madera de la fachada del chalé estaban muy adelantadas; en fin, que poco a poco con su empeño y su tesón va enderezando entuertos». Era tenaz hasta el punto de convertirse en tozuda y mandona: la finca de El Boalo, desde su construcción en los años sesenta, tras la jubilación de su padre, constituyó su gran proyecto (en cambio, para Carmen, su casa fue siempre el séptimo piso de Doctor Esquerdo y cuando no soportaba el calor de su ático en la canícula, llegaba a instalarse en algún hotel antiguo de Madrid; pero en El Boalo pernoctaba poco: lo frecuentaba para ir a nadar en la piscina). A pesar de esta independencia y diferencia de carácter, las dos hermanas se apoyaron en las situaciones delicadas. Por lo que he podido deducir de su correspondencia, Carmen la intentó ayudar en sus depresiones (especialmente tras sus conflictivas relaciones afectivas) y en sus continuas enfermedades desde los veinte años (decía de ella que siempre andaba «con tiritas» y con la obsesión de que nadie le hacía caso). Por su parte, Ana María la alentó en circunstancias vitales muy difíciles: en la redacción final de Entre visillos (un episodio crucial en su carrera literaria, cuando Carmiña, paralizada por la inseguridad, no sabía si terminarla o romper todo lo escrito; por esta razón, le dedicó finalmente la novela) y, sobre todo, tras la muerte de su sobrina Marta. En el momento más crítico de la vida de Carmen, y con seguridad de ambas, se sintieron profundamente próximas ante el desconsuelo y el vértigo que significaba para las dos ser «fin de raza».
Tampoco fue nada fácil para Ana María ser la hermana soltera de la brillante escritora Carmen Martín Gaite. Según me han comentado amigos de Carmiña, Ana sintió celos e incluso una irremediable envidia de su hermana, que fue la escolar brillante y la hija predilecta de sus padres, casada «con un hombre guapísimo» (esta es una expresión de Anita, quien siempre se sintió muy fascinada por Ferlosio, hasta que este no la invitó a la ceremonia del Premio Cervantes), escritora reconocida y, además, desde niña, más agraciada físicamente que ella. Digámoslo ya: Anita era, en la España de 1950, la señorita fea y larguirucha de provincias. Medardo Fraile la describe en sus memorias como «fea irrevocable»;80 sin embargo, su extrema delgadez le otorgó en su juventud un lado chic. De hecho, a finales de los años cincuenta, paseó ocasionalmente como modelo en el salón para la alta sociedad madrileña de los modistas Herrera y Ollero (este último, Enrique Ollero, era natural de Coria y fue protegido por la suegra de Carmiña, Liliana Ferlosio). Francisco Nieva las llamaba «las hermanas borrascosas»,81 recordando a las Brontë, apelativo literario que a Ana María le complacía particularmente, porque se sentía equiparada con su hermana. Por las diferencias de carácter señaladas, la relación entre ambas fue a menudo tensa y competitiva, porque Anita sentía que Carmiña era siempre la protagonista, y porque Carmen experimentaba que su hermana se entrometía demasiado en su vida y en la de Marta (con su sobrina, Ana María nunca se llevó del todo bien, pese a la sublimación final que manifestó por la muchacha tras su fatídico final). En una anotación de los Cuadernos de todo, fechada en el Ateneo, el 14 de julio de 1981, Carmen escribe: «Esta noche pasada he tenido un sueño muy especial que hace un rato le he estado contando a Anita, mientras tomábamos un aperitivo en un chiringuito de la plaza de Neptuno. (Ella anoche me había traído de El Boalo, como regalo de mi santo, un escrito-collage donde se hablaba de mi historia y mis trabajos, y yo le dije —anoche en Alcalá, 35— “cuánto le gustaría a mamá ver lo bien que nos llevamos ahora y cómo has resucitado tú”)» (la cursiva es mía).82 Este ahora presupone que no siempre se llevaron bien.
Desde la muerte de Carmen, en julio de 2000, Ana María se encontró con la responsabilidad de administrar el legado de su hermana y lo consiguió (con más aciertos que errores). En los siete primeros años tras el fallecimiento de Carmiña se publicaron una antología de sus Poemas con grabación de la autora (2001), la novela inacabada Los parentescos (2001), una selección de los Cuadernos de todo (2002; revisada y ampliada en 2019), la recopilación de conferencias Pido la palabra (2002, muy revisada en 2023 con el título De viva voz), el cuaderno de collages Vision of New York (2005), sus artículos dispersos en Tirando del hilo (2006), El libro de la fiebre (2007) —un texto de 1949 que Martín Gaite se negó a publicar en su integridad por razones que después se verán— y la edición anotada en siete tomos de sus Obras completas. Aunque a veces algunos de estos libros se publicaron con más prisa que reflexión (especialmente Pido la palabra, las supresiones de Cuadernos de todo y el expurgo epistolar), todos fueron títulos que ella impulsó y han permitido un mayor conocimiento de otras dimensiones de la obra de Carmen Martín Gaite, cuyo archivo Ana María vendió a la Junta de Castilla y León en 2006, y se encuentra hoy digitalizado y a disposición del investigador desde 2017 (gracias —es preciso reconocerlo porque este archivo estuvo incomprensiblemente, tras su adquisición, durante varios lustros almacenado en cajas— al interés y la eficacia de la escritora Mar Sancho, cuando desempeñaba el puesto de directora general de Políticas Culturales de la Junta de Castilla y León). El archivo personal de la escritora se encuentra actualmente depositado en el Centro Internacional del Español-Universidad de Salamanca.
Sobre estas ediciones póstumas y el tratamiento de su legado, Carmen Martín Gaite le previno a su hermana en los momentos en que salía el tema de un final imprevisible —según recuerdan algunos de sus amigos entrevistados— que nunca se publicara la obra que ella no había decidido revisar, refiriéndose explícitamente a El libro de la fiebre, porque solo lo consideraba unos delirios febriles y no una obra de interés literario, ni los Cuadernos de todo, porque eran anotaciones solo para su propio uso (únicamente se los permitía leer a Marta). Este deseo no se cumplió, pero es justo reconocer que estos dos títulos han sido de sumo interés para sus estudiosos, como demuestra la bibliografía última sobre la escritora: en especial, el complejo cruce de referencias e hilos temáticos que ofrecen los treinta y seis Cuadernos previamente seleccionados, revisados y controlados de inconveniencias por la propia Ana María Martín Gaite. El buen hacer y la paciencia de la profesora Maria Vittoria Calvi en esta edición me parecen encomiables.
En los últimos meses de la vida de Carmen, Anita la cuidó y la acompañó con sumo esmero en El Boalo. En la agenda del año 2000 de la escritora, el 3 de junio, alude a esta circunstancia: «... Por la tarde sufro un ataque agudo de miedo. [...] Anita me lee el capítulo I [de Los parentescos]. Se está portando de chapeau».83 Ana María nunca le reveló a su hermana el carácter terminal de su enfermedad (consideraba que no debía hacerla sufrir más); pero esta anotación es sumamente elocuente de cómo Carmiña intuía perfectamente que estaba en un proceso final —que como en otros periodos concluyentes de su vida no quiso afrontar cara a cara y prefirió ignorarlo a ratos—. De cualquier modo, somos muchos los que pensamos que Carmen Martín Gaite debió haber sido informada de la naturaleza y el alcance real de su enfermedad y, en tal sentido, hubiera podido preparar, según su propia voluntad y criterio, el futuro de su importante legado.
Ana María Martín Gaite fallece a los noventa y cinco años, a consecuencia de una caída, el 27 de mayo de 2019. Tuvo, como su hermana, unas acendradas dotes para la narración oral y el poder sanador del sentido del humor. Igualmente me sorprendía de ella su gran memoria: para mí fue en sus momentos de lucidez como una figura tutelar por todas las historias que me contó de viva voz sobre la España de 1950. Sin embargo, de la vida de su hermana me ofrecía una visión muy unilateral que necesitaba contrastar con otras fuentes, ya que no se correspondía con las versiones más poliédricas que yo iba descubriendo poco a poco. La figura de Ana María Martín Gaite, que terminará convertida en el último miembro de su familia, reaparecerá en múltiples emplazamientos de esta biografía.