—Vaya, así me convierta en un ogro amante de elfas de ojos azules! —Gerard palmeó a Rhys en la espalda y después le estrechó la mano, aunque seguidamente volvió a darle palmadas en la espalda al tiempo que le sonreía—. Jamás pensé que volvería a verte a este lado del Abismo. —El alguacil hizo una pausa antes de agregar medio en broma, medio en serio—: Supongo que querrás que te devuelva a tu perra pastora de kenders.
Atta se acercó presurosa a Beleño para retorcerse junto a él y darle un rápido lametón, tras lo cual regresó corriendo con Rhys. Se sentó a sus pies, alzada la cabeza para mirarlo, abierta la boca y con la lengua colgando.
—Sí, quiero recuperar a mi perra —contestó el monje mientras se agachaba para rascarle las orejas.
—Me lo temía. Solace tiene ahora a los kenders más formales de todo Ansalon. Sin ánimo de ofender, amigo —añadió en favor de Beleño.
—No me he ofendido —repuso el kender alegremente. Olisqueó el aire—. ¿Qué especialidad hay en el menú de esta noche en la posada?
—Vale, ya está bien, vecinos, seguid con lo que estuvieseis haciendo —ordenó Gerard mientras agitaba las manos a la muchedumbre que se había agrupado cerca de ellos—. El espectáculo ha terminado. —Miró de reojo a Rhys y añadió en voz baja—. ¿Hago bien en suponer que se ha terminado, hermano? Imagino que no vas a experimentar una combustión espontánea ni nada por el estilo, ¿verdad?
—Espero que no —contestó Rhys con cierto recelo. Sabía bien que estando involucrada Zeboim sería mejor no prometer nada.
Unos cuantos vecinos remoloneaban por allí con la esperanza de disfrutar de más emociones; pero, conforme pasaba el tiempo y no ocurría nada más interesante que ver gotear la ropa mojada del monje y a un kender empapado, hasta los más ociosos siguieron su camino. Gerard se volvió hacia Rhys.
—¿Qué has estado haciendo, hermano? ¿Lavarte la ropa sin quitártela? Y el kender también. —Alargó la mano y sacó un trocito de planta viscosa, de color rojo pardusco, enredado en el pelo del kender—. ¡Algas! Y el océano más próximo se encuentra a ciento cincuenta kilómetros de aquí. —Gerard los observó atentamente.
»Claro que ¿por qué me sorprendo? La última vez que os vi a los dos estabais metidos en una celda con una chiflada. Cuando quise darme cuenta, ambos habíais desaparecido y yo me encontraba solo con una lunática que me sacó de la celda lanzándome por el aire con un capirotazo y después me dejó fuera de mi propia cárcel sin dejarme entrar. ¡Tras lo cual también ella se esfumó!
—Creo que te debemos una explicación —dijo Rhys.
—¡Me parece que sí! —gruñó el alguacil—. Vamos a la posada. Os podréis secar en la cocina y Laura os preparará algo de comer…
—¿Qué es hoy? —lo interrumpió Beleño.
—¿Hoy? Día cuarto. ¿Por qué? —repuso Gerard con impaciencia.
—Día cuarto… ¡Oh, el menú especial son chuletas de cordero, con patatas hervidas y gelatina de menta! —exclamó Beleño, entusiasmado.
—Me parece que no es una buena idea ir a la posada —adujo Rhys—. Hemos de hablar en privado.
—¡Oh, pero, Rhys, son chuletas de cordero! —se lamentó Beleño.
—Iremos a mi casa —propuso Gerard—. No está lejos. No tengo chuletas de cordero —añadió al advertir la expresión sombría del kender—. Pero no hay nadie que haga el pollo guisado mejor que yo, en mi opinión.
La gente miraba al monje y al kender cuando pasaban a su lado por las calles de Solace; saltaba a la vista que se preguntaba cómo se las habían apañado esos dos para mojarse así en un día de sol radiante, sin una nube en el cielo. No habían llegado muy lejos, sin embargo, antes de que Beleño se frenara de golpe.
—¿Por qué nos dirigimos hacia la cárcel? —preguntó, desconfiado.
—No te preocupes, mi casa está cerca de la prisión —lo tranquilizó el alguacil—. Vivo cerca por si surgen problemas. La casa entra en mi salario.
—Ah, vale, entonces de acuerdo —respondió Beleño, aliviado.
—Comeremos y beberemos algo y tú podrás recuperar el bastón, hermano —añadió Gerard, como si acabara de recordarlo—. Te lo he guardado para dártelo cuando volvieras.
—¡Mi bastón! —Ahora le llegó el turno a Rhys de pararse de golpe, y miró a su amigo, estupefacto.
—Supongo que es tuyo. Lo encontré en la celda de la prisión después de que os fuisteis. Ibas con tanta prisa que se te olvidó —añadió con guasa.
—¿Estás seguro de que el bastón es mío?
—Aunque yo no lo estuviera, Atta sí —contestó Gerard—. Duerme al lado todas las noches.
Beleño miró de hito en hito al monje.
—Rhys… —empezó el kender.
El monje sacudió la cabeza con la esperanza de evitar la pregunta que sabía vendría a continuación.
—Pero, Rhys, tu bastón… —insistió el kender, perseverante.
—Ha estado en buenas manos todo este tiempo, a salvo —lo interrumpió el monje—. No tendría que haberme preocupado por lo que podía haberle pasado.
Beleño cedió, pero siguió echando miradas desconcertadas a Rhys mientras caminaban. El monje no había olvidado su bastón en la celda. Había llevado consigo el emmide —una especie de vara de combate— en el imprevisto viaje al castillo del Caballero de la Muerte. Lo más probable era que el cayado les hubiese salvado la vida al sufrir la milagrosa transformación de deslucido bastón de madera a una gigantesca mantis religiosa que había atacado al Caballero de la Muerte. Rhys había dado por perdido el cayado en el Alcázar de las Tormentas y sintió una dolorosa punzada de pena por dejárselo allí a pesar de que había sido una huida a la desesperada. El emmide era sagrado para Majere, el dios a quien Rhys había dado la espalda.
Al parecer, el dios se negaba a darle la espalda a Rhys.
Con humildad, agradecimiento y desconcierto, Rhys consideró la intervención de Majere en su vida. Había pensado que el sagrado bastón era un regalo de despedida de su dios, una señal de que Majere había comprendido y perdonado a su reincidente seguidor. Cuando el emmide se había transformado en una mantis religiosa para atacar a Krell, Rhys había tomado aquello como una gracia final del dios. Sin embargo, el emmide había reaparecido, le había sido entregado a Gerard —un antiguo Caballero de Solamnia— para que lo guardara a buen recaudo; tal vez fuera una señal de que ese hombre era digno de confianza, así como una señal de que Majere aún estaba interesado en el monje.
«El camino hacia mí pasa a través de ti. Conócete a ti mismo y me conocerás», enseñaba Majere.
Rhys había creído que se conocía a sí mismo; entonces había llegado aquel día terrible en el que su desdichado hermano había asesinado a sus padres y a los hermanos de la orden de Rhys. Ahora se daba cuenta de que sólo había conocido el lado suyo que caminaba bajo el sol a lo largo de la orilla del río. No conocía ese otro lado que se arrastraba por el oscuro abismo de su alma. No lo había descubierto hasta que prorrumpió en gritos de rabia y experimentó deseos de venganza.
Ese lado oscuro lo había impulsado a rechazar a Majere por ser un dios de «no intervención» y aunar fuerzas con Zeboim. Había partido del monasterio para salir al mundo a buscar a su execrable hermano, Lleu, y llevarlo ante los tribunales. Había encontrado a su hermano, pero las cosas no habían sido así de sencillas.
Tal vez Majere y sus enseñanzas tampoco eran tan fáciles. Tal vez el dios era mucho más complejo de lo que Rhys había creído. Desde luego, la vida resultaba bastante más complicada de lo que jamás habría imaginado.
Un brusco tirón en la manga lo sacó de sus cavilaciones. Miró a Beleño.
—Sí, ¿qué pasa?
—No fui yo —dijo el kender, que añadió a la par que señalaba—: Fue él.
Rhys cayó en la cuenta de que el alguacil debía de haberle estado hablando todo ese tiempo.
—Perdona, Gerard, mis pensamientos tomaron un curso y no daba con el camino de vuelta. ¿Me decías algo?
—Te preguntaba si has vuelto a ver a esa lunática que aparentemente se cree con derecho a encerrarse en mi prisión o salir de ella cuando le apetece.
—¿Está allí ahora? —preguntó el monje, alarmado.
—No lo sé —replicó secamente Gerard—. No he mirado en los últimos cinco minutos. ¿Qué sabes sobre ella?
Rhys tomó una decisión. Aunque todavía había muchas cosas turbias, la señal del dios parecía muy clara. El alguacil era un hombre en el que podía confiar. ¡Y los dioses sabían que necesitaba confiar en alguien! No podía seguir cargando solo con esa responsabilidad.
—Te lo explicaré todo, Gerard. Al menos todo aquello que se puede explicar.
—Que no es mucho —masculló Beleño.
—En este momento, agradeceré cualquier aclaración por pequeña que sea —manifestó Gerard con el corazón en la mano.
La explicación quedó aplazada durante un rato. El agua salada que formaba una costra en su piel empezó a picarles, así que los dos, Rhys y Beleño, decidieron bañarse en el lago Crystalmir. La diosa del mar, habiendo recobrado a su hijo, se había dignado generosamente quitar la maldición que le había echado y el lago había recuperado su estado de cristalina pureza. Los peces muertos que sofocaban sus aguas se habían retirado en carros y se habían echado en los campos como nutrientes de las cosechas, si bien la pestilencia aún no había desaparecido del todo y los dos se lavaron lo más de prisa posible. Después de asearse, Rhys limpió la sangre y la sal de su túnica mientras Beleño restregaba sus ropas. Gerard les proporcionó indumentaria para que se pusieran mientras las suyas se secaban al sol.
Mientras se bañaban, el alguacil guisó un pollo en caldo condimentado con cebollas, zanahorias, patatas y algo que llamó su propio ingrediente especial secreto: clavo.
La casa de Gerard era pequeña pero cómoda. Estaba construida en el suelo, no en las ramas de uno de los famosos vallenwoods de Solace.
—Sin intención de ofender a los que moran en los árboles —aclaró el alguacil mientras repartía el pollo con un cucharón en platos y se los ofrecía a sus invitados—, me gusta vivir en un sitio donde si resulta que soy sonámbulo no me romperé el cuello.
Le dio a Atta un hueso de vaca y la perra se acomodó sobre los pies de Rhys para roerlo, satisfecha. El cayado del monje se encontraba en el rincón junto a la chimenea.
—Es tu… ¿Cómo lo has llamado? —preguntó Gerard.
—Emmide.
Rhys pasó la mano por la madera. Recordaba cada imperfección, cada bulto y cada nudo, cada muesca y cada corte que el emmide había ido recopilando a lo largo de más de quinientos años de proteger a los inocentes.
—El cayado es imperfecto, pero el dios lo ama —susurró—. Majere podría tener una vara del mismo metal mágico con el que se forjan las Dragonlances, pero su bastón es de madera, simple madera defectuosa. A pesar de esas imperfecciones, jamás se ha quebrado.
—Si estás diciendo algo importante, hermano, entonces habla en voz alta —dijo Gerard.
Rhys echó otra lenta mirada a la vara y después volvió a su silla.
—El bastón es mío —dijo—. Gracias por guardármelo.
—No es gran cosa por su aspecto —comentó Gerard—. Sin embargo, tú pareces darle importancia. —Esperó a que Rhys se tragara la cucharada de guiso y entonces añadió suavemente—: Bien, hermano, oigamos tu historia.
El kender sostenía un trozo de pan en una mano y una pata de pollo en la otra. Alternaba bocados a uno y a otro y los engullía atropelladamente, tanto que en cierto momento se atragantó.
—Despacio, kender. ¿Qué prisa tienes? —le dijo Gerard.
—Temo que no nos quedemos mucho tiempo aquí —masculló Beleño, al que le escurría salsa barbilla abajo.
—¿Y eso por qué?
—Porque no nos vas a creer. Te doy unos tres minutos para que nos saques de un empellón por la puerta.
El alguacil frunció el entrecejo y se volvió hacia Rhys.
—¿Y bien, hermano? ¿Os voy a echar de aquí?
El monje guardó silencio un momento mientras se preguntaba por dónde empezar.
—¿Recuerdas que hace unos cuantos días te planteé una pregunta hipotética? ¿Que qué dirías si te contaba que mi hermano era un asesino? ¿Te acuerdas de eso?
—¡Pues claro! —exclamó Gerard—. A punto estuve de encerrarte por no informar de un asesinato. Algo sobre tu hermano Lleu que había matado a una chica… Lucy Ruedero, ¿no es así? Hablabas como si lo dijeras en serio, hermano. Te habría creído si no hubiese visto a Lucy con mis propios ojos esa misma mañana, viva como tú. Y mucho más guapa.
—¿Has vuelto a verla desde entonces? —Rhys miró al alguacil con intensidad.
—No, qué va. Pero sí vi a su esposo. —Gerard puso un gesto sombrío—. O lo que quedaba de él. Troceado con un hacha y los pedazos metidos en un saco que apareció tirado en el bosque.
—¡Los dioses nos asistan! —exclamó Rhys, horrorizado.
—A lo mejor dijo que no quería servir a Chemosh —sugirió lúgubremente Beleño—. Como tus compañeros monjes.
—¿Qué monjes? —demandó Gerard.
—¿Dices que Lucy ha desaparecido? —preguntó a su vez Rhys.
—Ajá. Le dijo a la gente que ella y su marido se iban de la ciudad para visitar un pueblo vecino, pero hice averiguaciones. Lucy no regresó, por supuesto, y ahora sabemos lo que le ocurrió a su esposo.
—¿Hiciste averiguaciones sobre ellos? —preguntó el monje, sorprendido—. Creía que no me habías tomado en serio.
—Al principio no lo hice —admitió Gerard, que se recostó cómodamente en la silla—. Pero después de que encontramos el cadáver de su marido me puse a pensar. Como te dije durante esa misma conversación, no eres muy hablador, hermano. Tenía que haber alguna razón para que dijeras lo que dijiste, de modo que, cuanto más pensaba en ello, menos me gustaba. Combatí en la Guerra de los Espíritus, luché contra un ejército de fantasmas. No me habría creído algo así si alguien me lo hubiera contado. Mandé a uno de mis hombres a ese pueblo para ver si podía encontrar a Lucy.
—Deduzco que no dio con ella.
—Nadie sabía nada de la chica en el pueblo. Al final resultó que ni se había acercado por allí, además de no ser la única que desapareció. Hemos tenido una racha de gente joven desaparecida. Dejan casa, familia y trabajos bien remunerados sin una palabra. Una pareja joven, Timoteo y Gerta Curtidor, abandonó a su bebé de tres meses, un niño al que ambos querían entrañablemente. —Echó una mirada de soslayo a Beleño—. Así que no tienes que embucharte la comida, kender. No voy a echaros a la calle.
—Es un alivio —contestó Beleño al tiempo que se limpiaba las migas caídas en la camisa prestada. Echó mano a una manzana.
—Y ya no digamos vuestra misteriosa desaparición de la celda de la cárcel —añadió el alguacil—. Pero empecemos por Lucy y Lleu, tu hermano. Afirmas que él la mató…
—Lo hizo —corroboró sosegadamente Rhys, que de repente se sentía muy aliviado, como si se hubiera quitado un gran peso de encima—. La asesinó en nombre de Chemosh, Señor de la Muerte.
Gerard se sentó derecho y se echó hacia adelante para mirar al monje a los ojos.
—Estaba viva cuando la vi, hermano.
—No, no lo estaba —replicó el monje—, y tampoco lo está mi hermano.
Ambos estaban… están… muertos.
—Tan muertos como mi abuela —intervino Beleño, que dio un mordisco a la manzana con aire satisfecho. Se limpió el jugo con el envés de la mano—. Se nota en los ojos.
—Será mejor que empieces por el principio, hermano —pidió Gerard, que sacudió la cabeza, confuso.
—Ojalá pudiera —musitó Rhys.