Rec
Benja se echa hacia atrás, corrige la postura. Medio cuerpo, de cintura para arriba. Sentado. Se atisba un fondo neutro, estanterías, libros, alguna planta, un Funko de Han Solo, la esquina de un póster imposible de identificar. Hay un amago de carraspeo. Luego empieza a hablar:
—Hola. Como algunos y algunas ya sabéis, el pasado 7 de abril fui víctima de una agresión, tanto verbal como física, en el Instituto Cervantes de Madrid. No hace falta ahondar en el asunto, ya habéis visto las imágenes. También habéis visto el empujón. Quiero dejar claro que se trata de una reacción visceral, en defensa propia. El vídeo no deja lugar a dudas: en el momento en que me vi rodeado, asaltado en un lugar público, desvalido incluso, porque las autoridades no habían podido personarse aún en el lugar…, sometido a una agresión tanto verbal como física…, reaccioné visceralmente. En defensa propia.
»Sin embargo, en estos días que han pasado he tenido tiempo de reflexionar sobre mi comportamiento. Me he dado cuenta de lo erróneo de mis actos. Por eso quiero pedir perdón a esta persona que me atacó y de la que me defendí visceral aunque desproporcionadamente, así como a todos los…, a todo el colectivo y a aquellas personas que se hayan sentido ofendidas de algún modo por lo ocurrido. Le agradezco mucho a esta persona que me atacó que no haya presentado denuncia y desde aquí quiero hacer pública mi intención de no emprender ninguna acción legal como consecuencia de la agresión verbal y física de la que fui víctima.
»Creo de verdad que el asunto se nos fue de las manos a todos los implicados y que la mejor manera de tender puentes y llegar a un entendimiento es reflexionar, perdonar y olvidar, para que todos podamos salir mejores de esta situación. Reitero mis disculpas y les mando un sincero agradecimiento a las muchas personas que se han interesado en estos últimos días por mi bienestar tanto físico como psicológico. Gracias.
Stop
Benja bajó el móvil. Inspiró todo lo que pudo, soltó todo el aire por los pulmones y relajó la postura de escoba metida en el culo. Acto seguido gritó:
—¡Me cago en mi puta madre! ¡Me cago en la reputísima madre que me parió! ¡Me cago en la mitad de mis muertos pisoteados y en la otra mitad puestos a secar en un lavadero! ¿Cómo que perdonar y olvidar? ¡Olvidar no, imbécil! ¡Imbécil de los cojones! ¡Imbécil de los putos cojones, que si dices «olvidar» se te van a tirar encima! ¡Me cago en mi puta calavera! ¡Estoy harto ya de esta mierda, coño ya!
Tiró el móvil con todas sus fuerzas contra el sofá. El cacharro rebotó en los cojines y aterrizó en el suelo con un golpecito desganado. Benja lo recogió. No parecía haberse roto. Menos mal. La idea de volver a grabarlo todo le sobrevoló la mente. Bajó la vista a la pantalla del móvil. La aplicación grabadora estaba a la espera de que guardase el vídeo.
El nombre del archivo era vid027.mp4.
Benja cerró los ojos y se susurró:
—Benjamin Correá. Eres Benjamin Correá. Vamos. Benjamin Correá. —Se pinzó el puente de la nariz—. A la mierda.
Guardó el clip y lo subió a su cuenta de Instagram con un mensaje de una sola palabra: «COMUNICADO». Dejó el móvil sobre la mesa; casi lo quemaba al tacto. Desde luego, así había sido en la última semana.
La resaca había sido apocalíptica. Dolor por todo el cuerpo, vómitos, mareos, diarrea explosiva. Un goteo malayo de Espidifén y Omeprazol no recetado apenas había conseguido amortiguar la Romería de Goya en la que se había convertido su estómago.
Pero lo peor había sido el silencio. Miqui no contestaba. Benja le mandó tres mensajes, ni uno más. El primero, apenas una coña. El segundo, la vigésima versión del PDF del proyecto Black TikToker. El tercero, el más patético, un escueto «Ya me dices, OK?», enviado día y medio después. Miqui lo había dejado en visto. Ni siquiera tenía desactivado el doble check azul, el muy cabrón. No hacía falta ser un genio para comprender.
El vídeo del escrache había corrido igual que la pólvora. Ardieron las redes y toda la pesca, solo que en realidad lo que había ardido era la batería del móvil de Benja. Tuvo que cerrarse la cuenta de Twitter, aunque acabó abriendo una secundaria solo para ver de vez en cuando lo que decían de él. «De vez en cuando» venía a significar cada pocos minutos. Lo que sí había mantenido era la cuenta de Instagram, y en mala hora, porque le llovían privados que no hacía falta ni abrir.
—Todo eso da igual —le había dicho Víctor, su repre, al teléfono. Era el único que le había respondido en toda la semana—. Ya sabes que lo mejor es dejarlo pasar. No contestes a nada ni llames a nadie. Hazte el muerto unos días y en cuanto explote el siguiente escándalo se olvidarán de ti. Ahora toca esperar. Ya hablamos.
No era mal consejo, aunque Benja no lo siguió. El puto vídeo del escrache había salido en los telediarios y hasta en la prensa italiana y francesa. Horas y horas de tertulias matinales rellenas a su costa. Artículos de opinión y reportajes de otras personas que juraban y perjuraban lo mal que las había tratado Benja en algún momento de su vida. Luego, a los cinco días, el foco cambió: salió un vídeo donde se veía al portero del Madrid en la cama con un famoso de medio pelo, de esos que mandaban a una isla desierta en el carajo pipa. Todo el mundo se había lanzado a por la siguiente presa.
Y a Benja le habían dejado el silencio.
El mismo silencio de los últimos cinco años. El de las invitaciones que no llegaban, las excusas mal compuestas, la negativa del puto programa de bailes. El pozo absoluto del no ser.
Entró en Twitter. Ni siquiera le hizo falta buscar su propio nombre. Entre los veinte primeros tuits vio una imagen del vídeo: un fotograma congelado del empellón a la chica del pelo azul. Las manos de él hacia delante, ella con los pies despegados del suelo, congelada en pleno vuelo antes de aterrizar de culo. Junto a la chica había una frase en letras blancas: «MI FINDE DE RELAX». Junto a Benja, otra frase: «MI ANSIEDAD».
Se había convertido en un meme.
Y entonces llegó la llamada de Coro.
Estaba planteándose si escribirle un cuarto mensaje a Miqui Ramos. Esos dos checks azules se cachondeaban de él en su puta cara. Empezó a teclear y borró. Ni siquiera sabía bien qué debía escribir. «¿Por qué no me contestas, cabrón?»; «Yo no he hecho nada, tú estabas allí»; «¿Qué pasa con el documental?»; «¿Me vas a dar dinero o qué, hijo de una hiena?».
Benja se pinzó las marcas de las gafas en el puente de la nariz. Estaba claro que, por más mensajes que mandase, Miqui no iba a responder.
Fue entonces cuando sonó el teléfono. En medio del silencio del piso, el timbre fue tan fuerte que casi se le cayó de las manos. Vio el nombre de quien llamaba y sintió una mezcla de alivio y desgana. Dudó un par de timbres más y acabó por contestar.
—Hola, mamá.
—Cómo estás hijo.
Su madre siempre hablaba como escribía los mensajes, sin prestar atención a comas ni demás signos de puntuación. Todo era un presente continuo, una hilera de preocupación eterna que fluía hacia él y que tenía la virtud de aplastarlo cada vez que le tocaba hablar con ella.
—Bien.
—No bien no cómo vas a estar bien con la que te está cayendo.
—Bueno, ya se pasará.
—A la niña esa tenían que habérsele caído las manos con el cartelito vamos chico tirón de pelos le habría dado yo si la tengo delante.
—Bueno, la verdad es que perdí los nervios, mamá. Estuvo mal lo que hice.
—Qué va a estar mal si tú lo que hiciste fue defenderte lo que no hay derecho es lo que te están haciendo que te tienen amargaíto y encima te salió otra vez la mosqueta con lo malo que te has puesto tú siempre con eso que cuando eras chico te pasaba cada dos por tres.
El fastidio desplegó alas plomizas en el pecho de Benja. Por un lado, sabía que su madre no estaba diciendo nada malo, que solo cumplía su papel de madre andaluza sufridora. Por otro, ese mismo papel lo escaldaba como aceite hirviendo. Quiso colgar, pero, como siempre, no sabía cómo driblarla para llevar la conversación al punto y final. Su madre dijo algo más, algo que él no llegó a captar. Echó una mirada por el apartamento. Y lo que vio era el vacío. Un vacío que desembocó en rendición:
—A lo mejor podría bajar a Marbella este fin de semana. Pasar unos días contigo.
Eso sí que cortó la cháchara de su madre. Hubo unos segundos de nada hasta que se oyó:
—No sé yo si será buena idea Benjamín.
Se le hizo un pequeño nudo en el estómago.
—¿No quieres que baje?
—No yo siempre quiero que bajes pero a lo mejor ahora con todo este lío es mejor que no no vaya a que te digan algo por la calle o lo que sea como la otra vez.
Como la otra vez.
—Ya.
Benja tenía ganas de tragar saliva y, sin embargo, por algún motivo no fue capaz. Pasaron unos segundos. Quiso abrir la boca para llenar el silencio al otro lado de la línea, pero entonces su madre volvió a hablar:
—Cómo está Judit.
—Judit está como siem…
El móvil emitió un tintineo en su oreja. Lo apartó y miró la pantalla. Enarcó las cejas. Puta casualidad.
—Mamá, luego te llamo. —Mentira—. Me está llamando Coro.
—Esa quién…
—Venga, hasta luego, hasta luego.
Colgó. En el segundo de desconcierto que siguió, la llamada de Coro se cortó. «Casi mejor», pensó Benja. «¿Debería devolverle la llamada?». Volvió a mirar en derredor, sin ver nada en particular. El vacío seguía ahí. Suspiró y pulsó el nombre de Coro.
Que contestó al primer toque.
—Boniato, ¿cómo estás?
—Genial, en mi mejor momento.
Hubo un resoplido carente de humor al otro lado de la línea.
—¿Puedes bajar a Sevilla mañana?
Si pretendía sorprenderlo, no lo consiguió. Benja sabía que Coro siempre iba al grano.
—La verdad es que me apetece lo mismo que chupar un candado de bici.
—Es por curro.
—¿En serio?
—Bájate en tren, no pilles el coche. Mándame luego la hora y te espero en Santa Justa.
Coro colgó sin esperar a que contestase siquiera. Benja se quedó mirando la pantalla del móvil. Cambió de aplicación y miró los tres mensajes sin contestar que le había mandado a Miqui Ramos. La doble flechita azul. Pensó en aquel segundo o segundo y medio de duda.
Y entró en la página web de Renfe.
Para Benja, volver a Sevilla era abrir un baúl apulgarado. Allí estudió Audiovisuales. Allí perdió la virginidad; o muchas virginidades, en realidad. Allí pilló su primer pollo y también allí creyó entender qué era de verdad tener un mejor amigo. Fue allí donde lloró por primera vez siendo adulto. Allí conoció a Sandra.
Fue en Sevilla donde se refugió después del escándalo de Al tercer día. Sevilla era muchas cosas para Benja, muchas más que Marbella. Era ese lugar al que no se debe volver porque no hay viaje al pasado que se haga en el tiempo, solo en el espacio. Porque el destino de ese viaje siempre es un presente que no se corresponde. La Sevilla en la que Benja hizo todas esas cosas ya no existía. La EM, el Antique, el Bandalai o ese refugio farlopero de culturetas en estado embrionario que era la Weekend… Todo eso formaba parte de un país recordado o, en otras palabras, ficticio. En los techos altos de la estación de Santa Justa reverberaba la música de esos recuerdos que ni siquiera sucedieron de verdad; porque Benja solo conservaba las versiones deformadas en las que él era protagonista absoluto de su propia sitcom. Situaciones en las que siempre daba la respuesta correcta y se comportaba de la mejor manera posible.
Poner un pie en Sevilla era revivirlo todo. Benja no estaba seguro de querer, pero, por otro lado, lo que le esperaba hacia delante no era más que un foso negro. ¿Por qué no volver? ¿Y si se mudase de nuevo a Sevilla? Podría conseguir que funcionase con Judit. Al fin y al cabo, estaba a dos horas de Madrid, nada más. Pero, claro, lo que le esperaba en Sevilla era rodar anuncios de Cruzcampo y de aceite Ybarra. No era mal plan. Tendría la vida resuelta; esa expresión que antes le daba escalofríos y que ya casi se le antojaba acogedora: el confort de una mortaja.
El Hyundai metalizado de Coro esperaba delante de los taxis, junto al bordillo de un McDonalds. En aquel momento, Coro les estaba lanzando un buen surtido de insultos a los taxistas de la entrada, que habían cometido la imprudencia de protestar por el sitio donde había estacionado el coche. Benja se detuvo apenas un instante, como quien tropieza, pero con lo que había tropezado era con la estampa que presentaba Coro. Sin ser obesa, siempre había sido una persona más bien entrada en carnes. Sin embargo, ahora estaba escuchimizada; en los dos años y pico que hacía que no se veían en persona podía haber perdido treinta kilos o más. Se preguntó qué habría pasado, pero no tuvo tiempo ni de pensar en cómo abordar el tema. En cuanto lo vio, Coro se olvidó de los muertos de los taxistas y le hizo un gesto para que subiese. Benja obedeció sin una palabra y cerró de un portazo.
—Cuando puedas me partes la puerta, eh, Boniato —dijo Coro a modo de saludo, y arrancó—. Vaya cara que me traes.
—Mira quién habla. ¿Qué pasa, te han contratado de doble de Iggy Pop? To lo que ha engordao la gente en pandemia lo has perdido tú.
—Anda y que te follen. ¿Cómo estás?
Benja chasqueó la lengua. Con Coro no hacían falta subterfugios.
—Pues ¿cómo quieres que esté, Boniata? ¿Cómo carajo quieres que esté?
—Ya. Lo siento, miarma.
Con más o con menos kilos, Coronación Treviño siempre había tenido el caractercito de un tejón empapado en gasolina. Era gallega, pero se había venido a Sevilla a estudiar y, por una vez, no se enamoró de nadie más que de la propia ciudad. Jamás había llegado a perder el acento gallego, pero sí que lo había adobado con un montón de expresiones sevillanas mal colocadas que desconcertaban hasta a los interlocutores más cosmopolitas. A pesar de que era varios años mayor que Benja, ambos habían coincidido en unas cuantas troncales que Coro había repetido. Habían forjado una improbable amistad, quizá porque a la gallega le faltaba en contactos lo que a Benja le sobraba en porros. Empezaron a trabajar en curros de mierda nada más licenciarse en Comunicación Audiovisual. Coro se había orientado hacia la producción, mientras que a él le tiraba más el reportaje, el micro, la cámara en mano.
Coro estuvo al pie del cañón en toda la producción de Al tercer día. Costaba creer que hubieran pasado ya tantos años. Siempre había sido de las que se implicaban. Estuvo junto a Benja mientras se escondían bajo una cama de uno de aquellos cuartuchos del edificio de apartamentos de lujo del barrio de Salamanca donde la puta diócesis de Madrid tenía presa a Valentina. Fue ella quien volvió a recoger la cámara que Benja dejó caer al suelo y que acabó enfocando aquel rosario bajo la cama que tan famoso lo haría.
También fue de las pocas personas que no le retiró la palabra cuando la carrera de Benja se fue a la mierda.
—¿Me vas a decir adónde vamos?
—Primero, a recoger a los Pepes.
Benja frunció el ceño sin darse cuenta. Un levísimo recelo le pasó uñas de bruja por la cara interior de los brazos. Esperaba que aquello no fuera algún tipo de encerrona, aunque no sería propio de Coro. El motor ronroneó. Dentro del coche olía a ambientador caducado, a hachís del malo y a ese tufo que dejan los animales peludos después de un baño. Benja prefirió no preguntar.
No tardaron en detenerse a un lado de la avenida de la República Argentina. Benja los vio a los dos de lejos. Se puso en tensión al momento. Esperando en una parada de autobús, uno risueño y el otro taciturno, dos caras de una moneda, estaban los Pepes.
—¿Me estás liando, Boniata? —preguntó Benja antes de que parasen. Los Pepes se metieron en la parte de atrás del coche—. Buenas tardes, señores.
—Qué pasa —dijo Lito. Se echó hacia delante y le plantó un beso en la mejilla a Coro, para luego ponerse el cinturón. Aldama, por su parte, cerró la puerta trasera sin decir nada.
Lito y Aldama. Los Pepes. José Miguel Baena, Lito, un técnico de sonido de primera a pesar de su juventud. Era un chaval de veintitantos años, de pelo castaño muy corto, menudo y escueto como un rayón de columna de aparcamiento en el chasis de un coche. También era adicto al Iron Man Triple y mierdas por el estilo. Su físico engañaba: todo fibra y músculo, no solo era capaz de sostener una pértiga de micro cuarenta minutos sin apenas sudar; también podía tumbar un carnero bien criado de una mascada. En aquel momento enarbolaba una cámara que Benja reconoció: una Peawolcy, de las caras. Enfocaba con ella a los presentes.
—Para el making of —dijo al ver la ceja alzada de Benja.
—¿El making of de qué? —preguntó él, pero Lito se calló la boquita ante lo que podría haber sido una mirada de Coro en el retrovisor, Benja no llegó a captarlo.
Junto a Lito se sentaba Pepe Aldama. Fondón, cincuenta años recién cumplidos y con más tiros dados que un hospital de Sarajevo, Aldama tenía el pelo canoso y una barba de semana y media en el rostro arrugado. Pantalones beis, camisa de lino, sandalias de cáñamo. Todo un señorito sevillano metido a pijipi de marca. Era carne de fiesta playera en la cala del Aceite, pero también era de los mejores directores de fotografía de España. Lito y Aldama iban sentados muy juntos. Cualquiera los confundiría con padre e hijo, pero en realidad eran pareja.
—Ea, ya estamos todos —anunció Coro, como si hiciera falta.
—Buen momento para que me contéis qué pasa —dijo Benja.
—¿No le has dicho nada? —preguntó Aldama a Coro con una voz atiplada que no se correspondía en absoluto con su físico.
—He preferido que lo hablemos los cuatro —contestó ella, e hizo caso omiso del resoplido de Aldama—. Además, algo sabe. A ver, Benja, por teléfono te he dicho que esto es de curro, ¿a que sí?
—Sí —dijo él, aunque se reservó el datito de que no sabía nada más aparte de eso.
—Es un curro para Canal Sur. Vamos ahora a reunirnos con el responsable de proyectos audiovisuales, para que te conozca.
«Joder», pensó Benja. Mira que se podía caer bajo en la profesión. Mira que se podía acabar haciendo comuniones en Tomares y bodas de señoritos de Los Remedios, pero hasta en eso se ganaba más que con el puto Canal Sur. El Hyundai volvió a internarse en el tráfico y, por fin, Benja comprendió de qué iba todo aquello. Sí que era una encerrona, en el sentido más estricto de la palabra. Lo habían encerrado en aquel puto coche que no tardó en devorar República Argentina rumbo a San Juan de Aznalfarache. Por eso le había dicho Coro que viniera en tren, para que no pudiera mandarlos a la mierda y largarse. Y si lo habían preparado todo para que él no pudiera mandarlos a la mierda y largarse era porque, con toda probabilidad, iba a tener ganas de mandarlos a la mierda y largarse.
Coro conocía a Benja como si lo hubiera parido. Le bastó una mirada de soslayo para oír todo eso que atronaba en su cabeza, aunque no lo hubiera expresado con palabras. Inspiró hondo, un gesto que Benja reconoció a la primera, y dijo:
—Vamos a empezar por lo malo y nos lo quitamos ya de en medio: uno, es una sustitución. Dos, hay poco dinero. Tres, hay poco tiempo. —Dejó pasar unos segundos que quizá eran de cortesía. Lito enfocó a Benja, como para captar su reacción, pero ella siguió hablando—: Ya está, ¿ves? A partir de aquí todo son buenas noticias. Qué alivio, ¿no?
«Qué hija de puta», pensó Benja. Pretendía emplear con él la labia de productora que le conseguía de gañote furgonetas, focos, drones, tableros de ajedrez, máscaras de gorila, disfraces de romano, túnicas del Gran Poder y todo lo que hiciera falta para un rodaje. Todo un don de jedi la mar de útil…, excepto cuando lo usaba con él.
Benja contempló por el espejo a los Pepes. Lito le sonrió, sin dejar de enfocarlo con la camarita de los cojones. Habían coincidido antes, pero tampoco se conocían mucho. Aldama miraba por la ventanilla como si estuviera por encima de todo aquello. A Aldama sí lo conocía bien. Vaya si lo conocía.
—Más vale que me digas ya lo bueno —dijo Benja—, porque con lo malo va de sobra para que te mande al mismísimo carajo.
—Lo bueno es que vamos a currar juntos. —Mal comienzo—. Que el proyecto vale la pena.
—Y que es curro —apuntó Lito tras la camarita.
—Y que es curro —repitió Coro—. Y que el tema vale la pena.
En otras palabras: mucho malo y poco bueno. Trabajo mal pagado, de segundo plato, aprisa y corriendo. Benja se cagó en su puta vida. Por lo que parecía, aquellos tres estaban tan desesperados por currar como él mismo.
—Dos veces —dijo.
—¿Qué? —preguntó Coro.
—Dos veces has dicho que vale la pena. ¿Cuál es el tema? ¿De qué va el proyecto?
Benja captó un cruce de miradas en el retrovisor. Pasó quizá un segundo más de lo que esperaba. Fue Coro quien respondió, como buena encargada de que se cumplieran las cosas, en tono solemne:
—De El Encuentro de María.
Hostia. Eso sí que no se lo esperaba. A Benja le recorrió un escalofrío que allí no pintaba nada y que desapareció tan rápido como había llegado, sin invitación. No recordaba mucho de El Encuentro de María, pero algo sí. Fue una de esas sectas que se pusieron de moda antes del cambio de siglo. Estaban por Granada, o alrededores, si mal no recordaba. «Eran un grupo formado en torno a una aparición mariana, ¿no?». Con ese nombre, supuso que sí. Salieron mucho en la tele por aquel entonces porque su líder era un prenda de campeonato; básicamente lo sacaban para reírse de él. Benja recordaba a un pavo vestido de púrpura, con una diadema de ramitas a modo de corona de espinas y unas barbas muy sucias, que decía que la Virgen los iba a llevar a todos a no sé dónde y quién sabía qué más…, frikadas de la época. Las risas se acabaron cuando toda la secta apareció muerta de un día para otro. Se habían matado entre ellos, masacrados de las maneras más horribles que uno podía imaginar. «¿Cuántos eran, doscientos o así?».
—Se van a cumplir veinte años de la caída de la secta. —La voz de Coro lo asaltó en pleno recuerdo. Benja dio un respingo a su pesar—. Canal Sur lleva meses preparando un docu, pero se les ha caído el director. Ahí tienes otra buena noticia. No es curro de técnico, ni de segunda unidad ni na. Es de director, na menos. Al frente de todo. Tendremos más o menos un año para…
—¿Quién?
Un parpadeo tanto al volante como en los asientos de atrás.
—¿Cómo que quién?
—Que quién es el director que se les ha caído.
Pasaron unos quinientos metros de ronroneo de motor y carteles que indicaban la salida a San Juan de Aznalfarache. Al cabo, Coro respondió:
—Calvero.
Acabáramos. Gonzaga Calvero. El puto Gonza. No podía ser otro. Un niñato rico graduado en la privada a golpe de talonario de papá. Cualquiera sabía cómo había conseguido Canal Sur convencer a Calvero para que se uniese a un proyecto así. Debía de haberle salido algo mejor y los había dejado con el culo al aire. Ahora la pregunta era si Benja podía, y quería, aprovechar ese mismo culo.
—¿Y qué pasa, que lo han despedido?
—¿Te interesa o no? Más adelante hay un desvío. Te podemos llevar otra vez a Santa Justa y aquí paz y después gloria.
Había sido Aldama quien había hablado. Lito se puso muy tieso en el asiento de atrás, ni siquiera se atrevió a enfocarlo con la camarita. Hasta Coro guardó silencio. A Benja le quedó claro quién era la figura de autoridad en aquel coche, o lo que era lo mismo, en el equipo.
Benja miró a Aldama a los ojos por el retrovisor. Él le devolvió la mirada, pero Benja no pensaba apartar la vista. Sin embargo, algo había en esa frente de pana vieja, en esas cejas antediluvianas. Algo que forcejeó con Benja, que empezó a doblegarlo. Él puso toda su fuerza de voluntad en mantener la mirada. Y entonces Aldama le dio el golpe de gracia:
—¿Qué tal está Judit? —preguntó.
Benja apartó la vista.
—Judit está bien —dijo, y se dirigió a Coro—: Sigue.
Y Coro siguió.
Bohórquez, el responsable de proyectos audiovisuales de Canal sur, unió las manos, con los codos apoyados en la mesa. De la mano derecha colgaba una esclava de oro. En la izquierda, un anillo de sello tamaño dátil, con sus iniciales en filigrana.
—Nos han chivado que Netflix está preparando ya una serie basada en el caso —dijo—. Están negociando con Jaume Balagueró. Pero esto es nuestro. Esto pasó aquí; El Encuentro es más andaluz que una garrafa de aceite de Olvera. Tenemos que hacerlo nosotros.
—Y lo estamos haciendo —señaló Coro.
—Y lo estamos haciendo —repitió Bohórquez.
Desde las paredes los observaban como obispos muertos las caras de Paco de Lucía, un Lorca en blanco y negro y una cabeza gigante de Rocío Jurado, medio traslúcida sobre la playa de Chipiona. Un póster de Solas. Un cuadro que podría estar al revés y nadie lo sabría. Ventanales que se abrían al erial asfixiante que rodeaba las oficinas de Canal Sur.
—En principio, cerramos que será miniserie de tres capítulos —explicó—. Tú decides más o menos el ángulo, sin caer en el sensacionalismo, claro. Coro, aquí presente, es la encargada de producción. José Miguel llevará el sonido…
—Y el making of —apuntó Lito, con la Peawolcy en la cadera, estilo cowboy.
—… y Aldama se encargará de foto y cámara —completó Bohórquez, que también debía de haber aprendido a no hacerle mucho caso al chaval.
Bohórquez había recibido a Benja con un apretón de manos fuerte, muy de hombres. Lo primero en lo que se fijó Benja fue en la medallita del Cachorro prendida en la solapa de la chaqueta sobre la camisa de Spagnolo. Solo podría ser más sevillano si llevase bata de cola y peineta. Tenía el pelo lengüeteado hacia atrás, un bronceado de puente largo en Sancti Petri y maneras de colegueo de barra con aserrín.
Benja fingió ojear el dosier que le había pasado al principio de la reunión. Sobre todo la última página. La del presupuesto.
—Por este dinero, no se puede.
Las compuertas en la nariz de Aldama se abrieron para expulsar el aire. Coro torció el gesto. Cada uno tenía su estilo. Bohórquez, en cambio, aquel puto funcionario que debía de cobrar al año el doble de lo que le estaba ofreciendo a Benja por todo el proyecto, se limitó a esbozar una sonrisa de anuncio de Cruzcampo.
—Entendemos que el presupuesto es ajustado, Benjamín, pero pensamos hacer algo, digamos, básico. Rústico, si quieres. Casi un found footage.
Que alguien como Bohórquez no solo conociera, sino que supiera introducir correctamente el concepto found footage en una frase abrió una ventana de pura irrealidad en la mente de Benja. Como si un mono aporrease una Olivetti y saliese el guion de Annie Hall. Bohórquez prosiguió con la escaleta que le debía de haber preparado algún becario para la reunión:
—Televisión de guerrilla. Al estilo de lo que ya montamos con Andaluces por el mundo, o como lo que hizo Nacho Medina hace años con Frank de la jungla. Todo vérité, a pie de micro, equipo reducido, cámara al hombro cuando se pueda, pequeño.
«O sea, barato».
—Queremos llevar al espectador al meollo del caso. Ensuciarlo. Por eso hace falta alguien que tenga estilo, que tenga garra. Un director que sea también un periodista de raza. Alguien como tú. ¿Me entiendes?
Benja se preguntó cuánto le iba a costar la mensualidad del garaje en el que iba a tener que meter la moto que le estaba vendiendo aquel gachón. Lo que hizo fue echarse hacia delante, sin mirar ni a Coro ni a los Pepes.
—Te entiendo a la perfección —dijo—, pero mira que te cuente:
Agarró un bolígrafo con el logo de Canal Sur y le dio la vuelta al dosier. En el reverso dibujó tres círculos intersecados, y en cada uno escribió una palabra.

Orientó el papel hacia Bohórquez.
—Tú quieres algo que sea de calidad. —Apoyó la punta del bolígrafo sobre «Bueno»—. Y lo quieres para ya. —Subrayó la palabra «Rápido»—. Puede hacerse, pero eso no es barato. Por otro lado, te puedo hacer algo que se ajuste al presupuesto que tienes. —Volvió a mover el bolígrafo hasta la palabra «Barato»—. E incluso lo puedo hacer dentro de tus plazos. —Acercó el boli otra vez a «Rápido»—. Pero no será de calidad. Por desgracia para todos los presentes, da igual cuánta presión pongamos, da igual lo buenos que seamos, esta parte de aquí no existe.
Y trazó un par de rayas en el mismo centro del dibujo:

Bohórquez atendió a aquella explicación de segundo de primaria con los ojos muy quietos y el rostro metido en adobo. Qué profesional. Benja casi no notó los dos rayos de la muerte que le lanzó con la mirada. Estuvo seguro de que, si había cámaras de seguridad allí dentro, los vigilantes estarían viendo en aquel mismo momento que la sombra de Bohórquez se arrastraba por la pared e intentaba estrangularlo. Aun así, Benja no se achantó. Alargó el silencio todo lo que pudo, uno, dos, tres, cuatro…, y concluyó:
—Así que supongo que lo único que tienes que decidir es cómo lo quieres: bueno y rápido, pero barato no; bueno y barato, pero con tiempo; o rápido y barato, pero un churrimindángano.
La sonrisa de Bohórquez no descendió ni un grado. Parpadeó dos o tres veces para espantar el aromilla a pedo de costalero que las palabras de Benja habían dejado en el aire. Chasqueó varias veces la lengua con un sonido de chancla vieja, tch-tch-tch-tch, y acto seguido dijo en tono de quien comparte una tapita de gambas al ajillo:
—Te comprendo, Benjamín. Pero espero que tú entiendas nuestra posición. Estamos dispuestos a apoyarte en este proyecto, a ofrecerte la posibilidad de retomar una carrera que, seamos francos, está más muerta y enterrada que los de El Encuentro de María.
Benja echó la cabeza hacia atrás. Joder. Esa sí que no se la esperaba.
—No veo necesario…
—Claro que no es necesario —Bohórquez asintió para darse la razón antes que nadie—. Nosotros estamos de tu parte, Benjamín, de verdad. Queremos que vuelvas a hacer un buen trabajo. Sabemos que puedes hacerlo. No importa que haga años que nadie cuente contigo ni para grabar un bautizo, ni que hace apenas una semana le hayas endiñado un señor rempujón a una chiquilla, mira qué casualidad, delante de varias cámaras. Es verdad que vamos más apretados que un deo en un culo, no te voy a engañar. Y también es verdad que hemos consultado con otra gente antes que contigo. Con gente que puede permitirse hacer esos circulitos que tú me has hecho con tanto arte. Pero nosotros, por lo que estamos dispuestos a gastar, te ofrecemos esta oportunidad a ti. —Su sonrisa era la viva imagen de la concordia. Estaba convencido de ser el mejor amigo de Benja—. Anda que no te va a venir bien trabajar otra vez, ¿eh?
Se echó hacia atrás solo por el placer de oír el crujido torturado del pellejo de vaca que recubría el respaldo de su asiento.
—Además, piensa qué buena publi para el documental. Benjamín Correa vuelve a la dirección para cubrir el capítulo más negro de la historia de España en lo que llevamos de siglo. Al lado de esto, las niñas de Alcàsser son un episodio navideño de Peppa Pig. Y encima lo dirige Benjamín Correa. Imagínate, ¿a quién se le ocurre? ¿Esto qué es, una broma? El boicot que nos harán será espectacular. Todo el mundo se va a pillar un cabreo de mil pares de cojones. Arderán las redes y tal; el premio gordo: España entera hablará del documental. Y de ti.
Un sabor amargo le subió a la boca. Apenas pudo despegar los labios para decir:
—Eso no es buena publicidad.
Bohórquez hizo otra vez ese ruidito: varios chasquidos de lengua seguidos. Tch-tch-tch-tch.
—No existe la buena publicidad, Benjamín. Existe la publicidad y la nada. Y tú ya llevas muchos años de nada. Nosotros te ofrecemos la oportunidad de pagar facturas. De asistir a una première, de pasar por la alfombra roja en el Festival de Málaga… ¿Quién sabe? Quizá encuentres otro proyecto a raíz de este. Estaría de gran categoría, ¿no? Mucho mejor que ponerte a buscar trabajos de administrativo en los próximos, yo qué sé, seis o nueve meses. Hace mucho frío ahí fuera, miarma, pero eso no hace falta que te lo diga yo, ¿verdad? Ya lo estás viviendo en tus carnes.
Coro desvió la vista. Lito toqueteaba la cámara, que había apagado en un arranque de pudor o lucidez. Solo Pepe Aldama le clavaba la mirada a Benja. Como si disfrutase del espectáculo. Benja apretó los labios. El puto funcionario de los cojones lo había cogido, lo había tirado al suelo y le estaba dando una tremenda paliza nazi a base de patadas en la cabeza. No, en la cabeza no; mucho peor: en el orgullo.
—Piensa qué gran oportunidad sería para limpiar tu nombre. Y tu nombre necesita un escamondao a fondo, porque está de mierda hasta las trancas.
«Qué cabrón. Qué pedazo de hijo de puta. Qué pedazo de cabrón hijo de puta». Benja se imaginó subiendo de un salto a la mesa, llegando hasta él, arrancándole el puto pin del Cachorro de la chaqueta, llevándoselo al ojo. No para clavárselo, por supuesto que no. Solo para darle un susto. Para ver el miedo en esos ojos saltones de funcionario de mierda al que apenas le faltaba a una puta captura de pantalla de sus grupos de WhatsApp para encontrarse justo donde estaba Benja.
—Entonces, ¿qué? —dijo por último Bohórquez con esa sonrisa de palco de carrera oficial—. ¿Qué me dices?
Lo que Benja dijo fue que tenía que pensárselo. Así de patético sonó, sí. Lo que de normal habría sido un no a la andaluza, un «ya te digo algo» que equivalía a un rotundo «una mierda pa ti», en aquella conversación evidenció una verdad demoledora: realmente tenía que pensárselo. Después del ataque verbal de Bohórquez, a Benja le habían faltado redaños para sugerirle que le hiciese el documental el guardia de la Campana.
Salió del despacho sin estrecharle la mano y bajó por las escaleras. Al llegar al exterior de las oficinas se detuvo en seco justo en la puerta, con la respiración alterada. Le temblaba la barriga; apretaba aún el bolígrafo con el logo de Canal Sur que no había llegado a soltar, y sus rodillas se habían ido de vacaciones a Santoña. No sabía si era por humillación, por rabia o por la simple constatación de una realidad de la que no iba a poder escapar.
Sacó el móvil y buscó el contacto de su repre, que contestó al momento. Benja le dijo al auricular la cifra que ofrecían antes siquiera de saludar, y remató:
—No pienso hacerlo.
—A ver… —Benja casi oyó cómo le sonaban los engranajes en el coco a su repre—. No seas así, Benja. Hay que pensar…
—He dicho que no. Por ese dinero no se puede.
—El dinero es el que es. Y toda la preproducción está hecha.
Benja se apartó el móvil de la oreja y lo miró como se mira un espejito mágico.
—¿Y eso tú cómo lo sabes?
—Porque he llamado esta mañana antes de que llegases y he hablado con Bohórquez para ver cómo estaba el tema. Es mi trabajo.
—Ah, bueno. Pero da igual, Víctor, si es que la preproducción no la he hecho yo. No sé nada del caso.
—Claro que sabes. Todo el mundo sabe.
—Te he dicho que no.
Su repre suspiró al otro lado de la línea. Benja estuvo seguro de que no era un suspiro auténtico, de que Víctor solo quería que lo oyese suspirar.
—¿Y si consigo que suban un poco? ¿Aceptarías?
«Pues claro que no», quiso decirle Benja. Si conseguía que subieran un poco, sería porque podían subir mucho y no querían, así que lo que podía hacer Víctor era mandarlos a la mierda de su parte. Y acompañarlos de paso, a ver si habían puesto columpios.
—Me lo pienso. —Y colgó.
El calor de abril se derramaba sobre él en mitad del aparcamiento de Canal Sur. Alguien le tocó la espalda y casi pegó un grito. Se giró, con el corazón ya empadronado en el sobaco. Era Coro.
—¿Nos vamos, Boniato?
Ni rastro de los Pepes. Por pura cabezonería pueril, Benja decidió no preguntar dónde se habían metido. Coro y él subieron al Hyundai sin intercambiar más palabra. La barrera de la entrada ascendió y el coche se internó en la carretera. Apenas treinta segundos después, Benja puso en palabras lo que sentía por dentro:
—Me cago en tu puta madre, Coro.
—Joé, Boniato, no te pongas así.
—¿Y cómo quieres que me ponga? ¿Cómo coño quieres que me ponga? ¿Has visto cuánto pagan? Si quieren pagar sueldo de limpiaventanas, deberían pedirle a uno de los limpiaventanas que les dirija el puto documental.
Coro cambió de marcha y esperó a que se le pasase el berrinche.
—Lo que no entiendo —dijo Benja cuando disminuyeron las ganas de cagarse en todo— es adónde va el dinero. Si el documental ya está en marcha, ¿no hay una partida para los gastos del director?
—Claro que la hay. La mitad se la pagaron a Calvero por adelantado.
—Anda, mira qué bien. ¿Y no hay un seguro para cubrir estos casos?
—Sí, pero si lo ponen en marcha se va a la mierda el planning.
—Debería decirles que no y lo sabes, Boniata.
Otro soniquete desde su garganta; a veces parecía que cantaba. Aquel sonido en concreto oscilaba al borde de la decepción.
—Pues no. Deberías decirles que sí. ¿Te digo por qué?
—Ya estamos con las oportunidades y las carreras.
—No, no, vete al carajo —cortó ella de cuajo—. Deberías decirles que sí por mí.
Benja enarcó una ceja.
—¿Cómo que por ti?
Coro chasqueó la lengua mientras se internaban por la avenida Paseo de Cristina.
—A ver si te crees que estabas en la lista de directores, carajote, que eres un carajote. He sido yo quien ha sacado la cara por ti y les ha dicho que tú podías hacerlo. Sí, por poco dinero. Y, sí, aprisa y corriendo. Pero con tu estilo y con tu talento. El talento que les he dicho que tienes. Este curro te lo he buscado yo porque sé que no tienes nada más. Y tú has ido a la oficina de quien pone la manteca a dártelas de Almodóvar.
Benja no dijo nada en un primer momento. El coche subió por Menéndez Pelayo. Se echaron a un lado para bordear un camión de butano estacionado a la entrada de un bloque de edificios. La vida normal avanzaba al mismo ritmo que el Hyundai.
—Además —añadió Coro sin que nadie le hubiera dado pie—. Ya va siendo hora de ganar otra vez la Palma de Oro, ¿no?
A punto. A punto, de verdad. A punto estuvo Benja de aceptar, de sonreírle y apretarle el hombro y de decir que sí, que juntos podían hacerlo, que no se preocupase, que todo iba a salir bien. Pero entonces la imagen de Bohórquez, el puto funcionario de Canal Sur, destelló en su mente, con su condescendencia de chancla: tch-tch-tch-tch.
—Coro, que esto no es Campeones —dijo, y le tiró al regazo el bolígrafo de Canal Sur—. La charla motivacional te la puedes meter en el mismísimo coño.
Coro miró el bolígrafo entre sus piernas y luego a Benja, suficiente tiempo como para que fuera preocupante. No dijo nada. Al cabo volvió a centrarse en la carretera y condujo en silencio hasta detenerse en Santa Justa.
—Dale un beso a Judit de mi parte —dijo a modo de despedida.
Benja no respondió.
Tren de ida, tren de vuelta. En total, Benja se había pasado casi cinco horitas sentado en un vagón, más la encerrona del Hyundai y la reunión de mierda. Cuando por fin se bajó en Atocha, un crepúsculo de venas cortadas salió a recibirlo. Estaba más doblado que una alcayata, por fuera y por dentro. Le hubiera venido de mil amores un tirito, nada más que para quitarse el disgusto, pero no le quedaba nada, joder. Se subió al Opel que había dejado en el aparcamiento frente a la estación y enfiló hacia Rivas. Ni siquiera encendió la radio. Dedicó todo el tiempo a repasar las alucinantes respuestas que podría haberle dado a Bohórquez para dejarlo con un palmo de narices.
A los veinte minutos estacionó delante del dúplex. La noche ya se había tragado Madrid. No era la primera vez que hacía uno de esos viajes exprés, aunque desde el último habían pasado años. En aquel momento solo quería tirarse en la cama y olvidarse de que había un mundo fuera del dormitorio.
Sin embargo, la noche no había acabado aún. Benja giró la llave en la cerradura y la puerta se abrió sin vuelta de cerrojo.
Dentro había luz.
están aquí
vienen a por ti
Se sintió como un idiota. ¿Quién iba a estar allí? ¿Qué subnormalidad se le acababa de ocurrir? Lo más probable era que se hubiera dejado la luz encendida cuando salió medio zombi por la mañana. Se debía de haber puesto en marcha tan poco cafeteado y tan hecho mierda que ni siquiera había echado la llave. Y, sin embargo, su mano reptó poco a poco hacia el bolsillo derecho y sacó el móvil. Estaba marcando el 092 cuando se le ocurrió de pronto.
«Judit».
Por supuesto. Pero qué subnormal de cinco jotas estaba hecho. No se acordaba ni de en qué día vivía. Menos mal que no había decidido hacer noche en Sevilla.
El dúplex no era grande, ni mucho menos; los réditos de la Palma de Oro no daban para tanto. La puerta de entrada se abría a un saloncito y las escaleras que llevaban al piso de arriba estaban a oscuras. La luz provenía de la puerta lateral del salón, que daba a la cocina. Y fue frente a esa puerta donde Benja se detuvo.
Había una mujer dentro, sentada en la mesita para dos junto a la ventana. Menuda, morena de pelo y de piel. Tenía el rostro cansado pero límpio y los ojos negros más intensos que Benja hubiera visto en su vida, aunque ahora estuvieran hundidos y rodeados de unas arrugas que no habían conseguido arrebatarle ni un poco de atractivo. Al verla, Benja sintió el repiqueteo de una emoción guardada en el armario de un desván al que ya no subía nadie. No conseguía decidir si era por ella o por el recuerdo de ella.
Estaba tomando una taza de té, con la vista clavada en el móvil. No se había percatado de su presencia hasta aquel momento. Benja carraspeó y ella dio un respingo de ojos desorbitados. El té se derramó sobre la mesita. Al instante, la mujer resopló y esbozó una sonrisa manchada de fastidio.
—Joder, Benja, qué susto me has dado.
—Perdona —dijo él. No aclaró si se disculpaba por el susto o por todo lo demás.
Ella se le acercó y le plantó dos besos fugaces en las mejillas, salpimentados con un breve abrazo de palmadita en la espalda. Un segundo después vació la taza en el fregadero.
—He tenido que ir a Sevilla —prosiguió Benja en tono atiplado—. Por trabajo.
—Huy, qué bien. Me alegro de que te haya salido algo.
—Bueno, no sé si lo voy a pillar…
Ella no se detuvo. Con Benja ya en casa, se convirtió en un demonio de Tasmania que, en un único movimiento huracanado, fregó la taza, la dejó en el secadero, echó mano de la chaqueta que descansaba sobre la silla, se la puso bajo el brazo, recogió el bolso y se dirigió a la puerta de la calle. Fue ahí, frente al marco de la puerta ya abierta, cuando se detuvo y miró a Benja. Le acarició la mejilla.
—Pasadlo bien.
—Gracias, Sandra —fue lo poco que acertó a decir él.
—Se ha querido acostar en tu cama —dijo Sandra mientras pulsaba el botón del llavero y se iluminaban los faros del coche que Benja ni siquiera había visto aparcado frente a la puerta del dúplex—. La he dejado.
—Claro.
Sandra hizo ademán de darse la vuelta, pero luego cambió de idea y se giró de nuevo hacia él. Benja vio la vacilación en su semblante y una emoción enterrada hacía unos cuantos años le aleteó en la boca del estómago.
—Mira… —empezó Sandra—. Iba a dejar que te lo contase ella, pero no quiero que te dé un parraque.
Todas las alarmas saltaron a la vez en la cabeza de Benja.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Le ha bajado la regla.
«Qué cojones».
—Cómo que la regla —dijo sin siquiera molestarse en usar un tono de pregunta—. Cómo coño le va a bajar la regla. ¿Eso es normal? ¿Qué hay que hacer? ¿Cómo…?
Sandra volvió a aplacarle la masculinidad tambaleante con otra caricia en la cara.
—Justo por esto he preferido decírtelo yo antes, para que no te pongas así delante de ella. No es supernormal, pero puede pasar. Nadie ha hecho un drama de nada, solo tú ahora mismo, pero lo vas a cortar ya. Quiere contártelo ella y vas a reaccionar con naturalidad, sin subirte por las paredes, ¿vale? Te he dejado compresas y una copa menstrual en el baño. Ya sabe hacerlo todo.
—Pero cómo va…
Sandra le plantó un beso en la mejilla y lo volvió a silenciar.
—No te vuelvas loco —fue más una petición que una orden.
Y así, sin más, se metió en el coche y se fue.
Benja la vio alejarse. Al cabo cerró el portón y dio dos vueltas de llave, con la sensación de haberse encerrado en una casa ardiendo. ¿Qué coño se suponía que tenía que hacer? ¿Cómo encaraba algo así? ¿Había que encararlo? Sí, supuso que sí.
Subió las escaleras al piso de arriba, donde estaban las puertas que daban al despacho, el baño y los dos dormitorios. Inspiró hondo y abrió la de su cuarto. Al instante, una luz tenue se apagó con un clic.
«Mantén la calma. Como si no pasase nada».
—Pero ¿tú qué te crees, que no te he visto? —dijo.
Clic. Volvió a encenderse la luz, una linternita de mano que iluminó a la niña de once años que yacía en su cama, tapada hasta la cintura. Benja, crispado por dentro, le hizo un gesto de policía que acaba de pillar con las manos en la masa a la culpable.
—Te cogí. —Judit sacó de debajo de la sábana un cómic de Ms. Marvel. Benja contuvo el impulso de abalanzarse sobre ella y, en cambio, dijo—: ¿Se puede saber qué haces leyendo? ¿Tu madre no te ha mandado ya a la cama? A ver si algún día haces caso.
Su lenguaje corporal contradecía cada una de las palabras que había dicho. Temblando, se acercó a la cama y le plantó a Judit un sonoro beso en la coronilla.
—A ver, ¿qué lees?
—Mamá me ha comprado este.
«¿Me lo va a contar o no?», le chillaba cada centímetro de su ser.
—¿Lo leemos juntos?
—Quiero leerlo yo sola. —Él enarcó las cejas—. Pero también quería contarte una cosa, papá.
«Abróchense los cinturones».
—Dime.
—Me ha venido la regla.
Sandra había tenido toda la razón: menos mal que lo había puesto sobre aviso. Aun así, Benja no pudo evitar cerrar los ojos, que empezaron a anegarse al momento.
—¿Pasa algo malo, papá?
—No —dijo él, la voz empantanada—. ¿Qué va a pasar, enana? Que te haces mayor. Pero es normal, hay niñas a las que les pasa antes y niñas a las que les pasa después. ¿Tú estás bien?
Judit asintió a medias.
—Ha sido muy raro —dijo ella—. Pero mamá ya me había contado cómo es.
—Vale. Si te puedo ayudar en algo…
—No, no. Tú mejor dúchate, papá, que hueles fuerte.
—Yo huelo fuerte y tú cada día tienes menos vergüenza. —Le enterró la cara en la nuca y le hizo una pedorreta. Ella respondió con un quejido de protesta—. Cuando salga de la ducha, esa luz tiene que estar apagada y tú dormida, ¿estamos?
—Estamos —dijo Judit—. La apago en un segundo.
No fue un pensamiento consciente. Fue más bien una de esas respuestas automáticas, un resorte mal cerrado en su cerebro que se activó al momento y que le metió en la cabeza cuatro palabras:
«O segundo y medio».
Benja no dijo nada. Un erizo le empezó a bailar kizomba en la garganta. Cuando por fin consiguió obligarlo a descender hasta el pecho, se acuclilló junto a Judit. Le agarró una mano y le plantó un beso en el dorso.
—Te quiero mucho, enana.
—Sí —respondió ella.
—¿Te paso a tu cuarto cuando te duermas o te quedas aquí esta noche?
—Aquí —dijo ella.
Benja salió del dormitorio y cerró. Se quedó quieto en mitad del pasillo, sumido en una penumbra que apenas manchaba la luz de la cocina, en el piso de abajo. Respiró hondo una, dos, tres veces, hasta que se dio cuenta de que allí no hacía falta reprimir las ganas de llorar.
Un minuto después estaba abajo. Sacó el móvil y:
—Hola, Víctor. Sí, perdona que te llame a esta hora. No, sí, el viaje bien. Todo bien. Escucha una cosa… ¿Podrías sacarles un poco más a los de Canal Sur? Si suben un diez lo aceptamos, ¿vale? Te mando ahora el contacto. Ah, sí, claro, que ya lo tienes. Bueno, pues ya me cuentas.
Dejó el teléfono y fue a ducharse, que olía fuerte.