Capítulo 1 El director

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Juliette Binoche, nada menos, se acerca al atril. Más que arrebatadora, está amedrentadora, con esa madurez serena que la industria del espectáculo permite a contadas mujeres. Lleva un Dior esmeralda que será muy comentado en las próximas semanas. Tiene un sobrecito en la mano. Mira a cámara y empieza a hablar en francés. En la parte inferior del vídeo aparecen los pobres subtítulos que ha conseguido poner aprisa y corriendo algún trabajador de Televisión Española:

«Los nominados a mejor película son».

Una ristra de nombres y títulos mal transcritos. Binoche hace una pausa y vuelve a hablar. Los subtítulos le hacen los coros:

«Y el ganador es: “Al tercer día”, de Benjamín Correa».

«Benjamin», ha pronunciado Juliette Binoche, a la francesa. «Benjamin Correá». Aplausos del público. La cámara enfoca al Benja que fue hace cinco años: treinta y pocos años, apenas un chiquillo para estos galardones, gafas gruesas, vestido con un esmoquin negro que a todas luces no le sienta bien, a pesar de habérselo hecho a medida. Pelambrera castaña, repeinada, en la que los focos del Palacio de Festivales y Congresos, indiscretos, revelan el cartón incipiente. Traspuesto por la sorpresa, la alegría o el desconcierto, quién sabe. En un primer momento ni siquiera es capaz de reaccionar. La sonrisa que descorre preludia un llanto tan inminente que, para cuando se levanta, ya ha hecho acto de presencia. Abraza a tres personas antes de subir al escenario. Los dos primeros son hombres mayores, vestidos con el uniforme reglamentario de las entregas de premios. La tercera es una chica joven y extremadamente delgada, de aspecto desnutrido y semblante ofuscado, vestida con un sencillo traje de terciopelo verde que parece haber heredado de una hermana mayor. Tras este último abrazo, Benja avanza a trompicones hasta el escenario. Allí acepta de manos de Juliette Binoche, nada menos, la Palma de Oro.

Se detiene frente al atril y vuelve a esbozar esa sonrisa de desconcierto estragada de lágrimas. Abre la boca para soltar el discurso que se trae aprendido de casa.

Pause

Quedaba justo una semana para la llamada de Coro, y Benja, que aún no sabía nada de dicha llamada, estaba sentado en el váter del Instituto Cervantes de Madrid, con el móvil en una mano y un pollo a medio desliar en la otra. Contempló su propia imagen en el vídeo pausado. Quién sabía cuántas veces lo había visto. Ni siquiera podía admitir para sí mismo que se lo ponía una o dos veces por semana, e incluso más. Había memorizado hasta el último detalle, hasta el último tic. Solía ponérselo para aplacar los nervios, para darse algo de confianza. Aquel día en concreto no estaba funcionando.

—Venga, Benja —se susurró a sí mismo, la frente arrugada—. Venga, venga, venga. Lo tienes al alcance de la mano. Eres el puto Benjamín Correa, hostia. Es tuyo. Puedes hacerlo. «Benjamin Correá». «Benjamin Correá».

Cerró los ojos e inspiró hondo varias veces. Al volver a abrirlos, se fijó en que el papel higiénico tenía grabada la eñe del logotipo del Cervantes. «Qué cutrerío», pensó con una mueca que nadie iba a confundir con una sonrisa. Quién sería el imbécil al que se le había ocurrido que era buena idea limpiarse el culo con el logotipo del Cervantes. Le habría gustado ver la reunión en la que se tomó esa decisión. Qué coño, le habría gustado grabarla.

Sonaron dos golpecitos en la puerta. Bastó una fracción de segundo para que en la cabeza de Benja brotaran seis palabras que se le clavaron en el cerebro, brillantes como esos hierros que marcan reses a fuego.

están aquí

vienen a por ti

Luego volvió a apretar los ojos y a inspirar con fuerza. ¿Qué cojones? Estaba en un baño del Cervantes. Allí no había nadie, ni venía nadie. O mejor dicho, sí que venía alguien, pero estaba al otro lado de la puerta y venía a por la coca que Benja aún no había desliado.

—Venga, Benja, abre —dijo la voz amortiguada.

Benja quitó el pestillo del cubículo. Al otro lado estaba Miqui, un tipo que en su día debió de ser corpulento y que ya solo podía describirse como fondón. Pocos lo identificarían con el productor de cine de prestigio que en realidad era: hombros de aceitunero, barba de estropajo y una camisa hawaiana abierta hasta la mitad del pecho que dejaba al aire una mata de vello encanecido que ascendía hasta la misma garganta. Pero bajo el aspecto de garrulo metido a moderno había una ristra de premios internacionales y éxitos de taquilla que harían sonrojarse a varias productoras potentes.

—Miqui, cojones, te he dicho que llames tres veces para saber que eres tú —dijo Benja.

—Tranquilo, James Bond, que no hay nadie. —Miqui se frotó las manos y le hizo un gesto para que saliese—. Al lío, ¿no?

—¿Fuera? —preguntó Benja.

—Claro, joder, aquí hay categoría —dijo él, que ya se apartaba de la puerta del retrete.

Benja asomó la cabeza justo a tiempo de ver a Miqui abriendo el cambiador de bebés junto al lavabo.

—No me jodas.

—No te jodo. No hay superficie más lisa en todo el baño. Y encima limpia. Mucho mejor que una cisterna.

—Estás colgado —dijo, pero claudicó. No era momento de llevarle la contraria. Se acercó y repartió lo que quedaba del pollo sobre el cambiador.

—Será buena, ¿no? —preguntó Miqui.

«Como si no llevaras horas probándola», pensó Benja, pero prefirió callarse la boquita. Miqui y él habían quedado la noche anterior para cenar en La Mucca. De ahí pasaron a copas entre los guiris de Santa Ana y luego a ese after de la calle Magdalena cuyo nombre, a aquellas alturas, ya ni recordaba. No era mal plan para un viernes por la noche. Benja ponía el aliño. Qué menos.

—Igual de buena que antes.

Le pasó un turulo hecho con un billete de cincuenta, que hasta en eso había que tener categoría. Miqui se metió su raya muy rápido, como si temiera que se la fueran a quitar. Emitió un sonido con la garganta que a Benja le recordó a un eructo reprimido. Acto seguido descorrió una sonrisa lobuna y le tendió el turulo.

«No falles», se dijo entonces Benja a sí mismo. Y se lanzó:

—Total, lo que te estaba diciendo —empezó, a sabiendas de que antes no le estaba diciendo nada—. La idea es cubrir la historia del black tiktoker.

—¿De quién? —preguntó Miqui, parpadeando varias veces seguidas.

—El black tiktoker —repitió Benja—. No salió mucho en la prensa, pero hay un par de pódcast que le han dedicado varios episodios. Los black tiktokers son moderadores de contenido en TikTok. Los que controlan lo que se sube y lo que no.

—Pero si a TikTok se puede subir cualquier cosa —dijo Miqui.

—Exacto —asintió Benja—. Un vídeo de una paliza, por ejemplo. O una violación. O alguien que tortura a un gato o mata a un niño. Cualquiera que tenga móvil e internet puede subir lo que le dé la gana y ponértelo a ti a tiro de timeline. —Miqui desorbitó los ojos—. Por desgracia, de momento no hay algoritmo que reconozca ese contenido y lo bloquee automáticamente. O mejor dicho, lo hay, pero es un colador. Tiene que supervisarlo gente para que el algoritmo aprenda.

—Hostia.

—Hostia, sí. —Benja esnifó su raya. Un estallido. Un punzón. Cogió carrerilla—: Hablamos de personas haciendo turnos de ocho horas viendo todo tipo de violencia. Miran cada vídeo, deciden qué no es adecuado según los parámetros de la empresa y lo marcan para su eliminación. Y otro, y otro, y otro.

—¿Y ahí hay un documental?

—Bueno, la verdad es que ya la base da para documental de investigación, porque todos los moderadores se quedan tocados del coco y la empresa se gasta una millonada en psicólogos que no sirven para nada. Pero la historia es mejor todavía. Un día, uno de esos black tiktokers empieza a ver cosas raras en los vídeos. Cosas que se repiten. Patrones. Mensajes. Al final ve que, en uno de esos vídeos, alguien mira a cámara y enseña un cartelito. En el cartelito pone su nombre.

—Benja, que me voy a cagar en los pantalones —dijo Miqui con una risita.

—Pues no es lo peor. El tío da aviso en la empresa. Lo mandan a terapia, le dan vacaciones, pero al final vuelve a lo mismo: a tragarse decapitaciones, gatos despellejados y periquitos reventados de un pollazo. Y luego llega la gota que colma el vaso: se topa con un vídeo que no tiene nada de violento; lo único que se ve es a alguien que camina por la calle y se detiene delante de un edificio de apartamentos… Es su propia casa.

—Me cago en la puta.

«Bien».

—Él sí que se caga en la puta. Se caga tanto en la puta que deja el curro. Dos días después, desaparece.

—¿Cómo que desaparece?

—No hay rastro de él. Nada. El piso está intacto. Ni su familia ni sus amigos saben dónde puede estar. Se pone una denuncia, se da aviso de desaparición y la cosa queda sin resolver. El tío se ha desvanecido de la faz de la tierra —llegaba el golpe de gracia. Benja se inclinó hacia delante—:… y ahí está el documental.

Miqui tragó saliva. Justo la reacción que Benja esperaba.

—Estaba pensando en un cruce entre A los gatos ni tocarlos, Serial y En busca de Sugar Man. Quizá episódico, aunque también podría condensarlo en hora y cuarenta si hace falta. De nueve a doce meses sin contar postpro y montaje.

Fue justo en ese momento cuando Miqui comprendió por qué llevaban golfeando desde la noche anterior; Benja lo vio en sus ojos. Era el punto más peliagudo del proceso: la pelota que gira y gira y gira sin entrar aún en el aro.

Hasta que cae fuera.

—Vamos a lavarnos las manos, anda —dijo el productor, recogiendo con el pulgar restos blancos de donde quizá pronto se apoyaría un culete cagado—. Que no quiero llegar tarde a la charla.

Benja inspiró hondo. No podía apretarle. Si apretaba, Miqui era capaz de escaparse.

—Claro, dale.

Los dos se lavaron las manos al unísono. En silencio. En el reflejo, no podrían ser más distintos. Miqui con la camisa hawaiana y aquellos pantalones cortos de viejoven; Benja, demasiado delgado, demasiado ojeroso y demasiado despeinado para la charla que estaban a punto de dar en el Cervantes, con la camisa negra por fuera, las gafas clavadas en la cara a medio hundir, las sienes cada vez más canosas y el aspecto desaliñado de quien ha perdido comba en el excelso deporte de los desfases nocturnos.

—No sé si estás para volver a dirigir, Benja, la verdad.

«Uf». Benja se encogió de hombros y torció el gesto.

—Han pasado ya cinco años.

—¿Tanto? Creía que menos.

—Y no hice nada ilegal —puntualizó.

—No es eso lo que piensa la gente.

«A mí la gente me suda los cojones», justo eso quiso decirle, pero por supuesto no lo dijo. Benja no quería hablar de lo largos que se podían hacer cinco años fuera de todo, expulsado de coloquios, festivales, fiestas, cenas. De las semanas que pasaban y seguían pasando sin que contasen con él para nada. Del momento terrible en que su repre había mencionado que quizá podría ir al Pasapalabra o al puto programita de los bailes; del momento aún peor en el que el mismo repre había comentado que todos los programitas habían dicho que no. El goteo incesante de días de silencio; la cuenta del banco que descendía sin cesar. Benja no quería hablar del momento en que había tenido que contarle a Judit que ahora mismo, ahora mismo, no tenía trabajo, pero que seguro que saldría algo pronto. De lo poco que tardó ese «pronto» en convertirse en «tarde». Y de cuando ese «tarde» había empezado a parecerse a «nunca».

Puesto en una balanza contra lo que había vivido, lo que la gente pensase que era legal o ilegal le sudaba poderosamente los cojones a Benja.

Pero no debía darle vueltas a todo eso en aquel momento, porque se le notaba en la cara. Y peor aún: se dio cuenta de que se le notaba en la cara. La máscara de confianza que llevaba puesta desde que llegaron la noche anterior a La Mucca se resquebrajaba. Apenas una grieta, pero más que suficiente para cometer un error:

—Me hace falta trabajar, Miqui. De verdad.

Mierda. Mierda, mierda, mierda. No debería haber dicho eso. Era justo lo que no había que decir jamás cuando se buscaba trabajo. Intentó enmendarlo, pero fue como esos atletas que tropiezan en el primer obstáculo de la carrera. El resto ya no iba a ser más que una huida a trompicones hasta estamparse contra el suelo:

—El proyecto es bueno. Podría ser un bombazo.

Miqui no dijo nada. Ahora era él quien llevaba la voz cantante, una voz cantante que en realidad fue un silencio larguísimo. Se acercó al secador de manos, lo accionó y se secó con toda la lentitud de quien sabe que su interlocutor es el único que tiene prisa. No dejó de mirar a Benja en ningún momento. Esa mirada de ojos grasientos y enzarpados lo estrujó, lo achicó. Miqui ya no era el productor gordo y bobalicón que se había dejado arrastrar por la noche de Madrid entre gin-tonics y rayas. Quizá no lo había sido nunca; quizá esa no había sido más que la percepción que Benja había tenido de él. En realidad, Miqui era un empresario. Y los empresarios no eran famosos por tener escrúpulos.

—Se te ve con muchas ganas —comentó.

Una oportunidad de liberar la tensión. Benja la aprovechó: soltó un resoplido que pretendía ser ligero y divertido. Imposible saber si le había salido bien.

—Y tanto —dijo intentando adoptar un tono frívolo—. Por hacer este docu sería capaz de chuparte la polla, compadre.

Miqui esbozó una sonrisa.

—Bah. La polla me la chupan tanto que ya la tengo gastada. —Se pasó por los labios una lengua blandurria y agrietada—. En realidad, a mí lo que me gusta es otra cosa.

Benja se detuvo. Se le acababa de abrir un agujero entre el estómago y el pecho. Un agujero negro negro. Tragó saliva y no le supo a saliva. No podía ser. No era tan ingenuo como para pensar que esas cosas no sucedían nunca. Pero que le sucediese algo así a él era bien distinto.

Miqui, con las manos a medio secar, avanzó un paso en su dirección y dijo en tono de confidencia:

—¿Y si te dijera… —silabeó— que lo que tienes que hacer es comerme el culo? Aquí mismo, en un momento. Me bajo los pantalones y me haces una buena comida. Hasta que yo te avise. Tienes suerte, lo tengo muy sensible y me suelo correr en dos o tres minutitos. Me comes el culo y te pago el docu.

Y fue ahí. Justo ahí. Apenas un segundo, o quizá segundo y medio. Un segundo o segundo y medio que duró más que una serie de Netflix. Más que Dinastía. Más que Cuéntame. Apenas un segundo o segundo y medio, sí, pero, en ese lapso de tiempo tan corto y tan largo, a Miqui le quedó claro que Benja se lo estaba pensando. Y a Benja también.

Miqui soltó una carcajada de jugador de mus y le dio una sonora palmada en el hombro.

—Pero ¡qué inocente eres, Benja, joder! ¡Qué coño me vas a comer tú a mí el culo! ¡Que te lo crees todo, figura! Mira, la premisa es buena; déjame que le dé una vuelta y la semana que viene te digo algo, ¿vale? Venga, que nos tienen que estar esperando.

Miqui salió primero del baño. Benja tardó aún unos segundos en reaccionar. Le temblaban las piernas. Se secó las manos y se miró al espejo. En el reflejo no había nada que no hubiera visto ya.


El temblor de piernas no había desaparecido. Benja avanzó a zancadas por el pasillo. Pablo, un cuarentón canoso de camisa colorida y abotonada hasta arriba, lo esperaba en la misma puerta de la sala de conferencias. A su lado estaba Miqui, la mirada vidriosa, incapaz de disimular las sustancias que le corrían por las venas. Pablo descorrió el cerrojo de una sonrisa de coyote y recibió a Benja con un abrazo compuesto de muchos palmetazos en la espalda.

—Cómo estás, chato. —No lo había dicho en tono de pregunta. Era el modo habitual de comunicarse en ambientes de cultura—. Cuánto tiempo. Cómo está Judit.

—Bien, bien, como siempre —dijo Benja, y añadió en voz baja—: Gracias por organizar el pase.

—Nada, ni lo menciones. Por ti, lo que sea.

Pablo y Benja se conocían desde su paso por la Facultad de Comunicación, en la Universidad de Sevilla. Ni rastro del acento de Lucena en las eses fluidas que Pablo pronunciaba ahora. Mientras que Benja se había labrado una escalerita por la que ascender hasta puestos de director, Pablo había quedado varado en la orilla de la gestión cultural. Aunque quizá esa no era la expresión correcta. A lo mejor Benja debería preguntarse quién había quedado varado en realidad. Intentó apartar ese pensamiento de su cabeza, pero ya se había plantado y tenía visos de germinar con rapidez. Puede que fuera en ese preciso momento cuando Benja tuvo la certeza de que todo iba a salir mal. Sin embargo, reprimió esa idea junto con todo lo demás.

Pablo se inclinó hacia la puerta entreabierta de la sala de conferencias. Al otro lado, las luces estaban atenuadas. El resplandor de un proyector zurcía la oscuridad.

—Está acabando ya. En cuanto enciendan, subimos. ¿Os parece?

Ni Miqui ni Benja contestaron, ni Pablo esperó contestación alguna. En cambio, lo que hizo fue mostrarle a Benja los bordes de una sonrisita y decir:

—¿Qué me dices, Benja? —acompañó la pregunta de un codazo—. ¿Nos hacemos un lingo?

Benja alzó las cejas.

—No me jodas, Pablo.

—Venga. Dame la revancha de la última.

—La última fue hace… ¿cuánto? ¿Catorce, quince años?

Miqui los miraba a ambos.

—¿Qué decís de lingo?

—Ya lo verás —contestó Pablo con gesto pícaro—. Si Benja quiere.

Benja soltó un suspiro de pescador que ve de lejos alzarse el maremoto que se va a llevar por delante su presente y su futuro hasta convertirlo en carne de pasado.

—Está bien —accedió—. ¿A cinco?

—A siete.

—Joder. Vale. Acuario.

—Fénix —contraatacó Pablo.

—Alcayata.

—Ja. Sufragio.

Los ojos en salmuera de Miqui oscilaban entre ellos.

—¿En serio? Te vas a enterar —dijo Benja, de pronto entrando en el juego de verdad—. Orégano.

—Rumpelstiltskin.

—Pero qué hijo de puta eres, Pablo. Tauromaquia.

—¿Punto extra por respetar el orden?

Benja asintió, estimulado por algún motivo que no se le ocurrió que tuviera que ver con lo que acababa de hacer en el cambiador de bebés del baño. Miqui ya había perdido interés en las paridas de los dos. Dentro de la sala se encendieron las luces, acompañadas de un aplauso tibio. Pablo echó a andar y ellos lo siguieron. Recorrieron el pasillito del salón de actos hasta un pequeño podio donde había tres sillones estilizados junto a tres mesitas y otros tantos botellines de agua con vasito y servilleta. Fue entonces, al sentarse, cuando Benja vio a la chica.

Lo primero en lo que se fijó fue en su trenza azul. Debía de tener veintipocos años. Vestimenta estilo Lavapiés, quizá más cara de lo que le hubiera gustado admitir. Un lado de la cabeza rapado, bolso de cuero. Tenía los ojos claros y el rostro anguloso. Benja y ella cruzaron la mirada; la chica se la mantuvo sin el menor pudor, con una mueca que Benja quiso creer que era una sonrisa en ciernes. La saludó con gesto dubitativo; quizá habían coincidido antes, pero lo más probable era que no, que solo lo conociera del circo de los últimos años.

Pablo tomó asiento en la sillita entre Benja y Miqui. Se acercó a la boca un micrófono con el mismo logo que el papel higiénico del baño:

—Buenos días. Gracias por acudir al pase y coloquio del documental Al tercer día, dentro del programa Nuevas Miradas al Interior de nuestro ciclo Cine en Español. Esperamos que hayan disfrutado de la proyección. Vamos a aprovechar que estamos todos aquí reunidos como pececitos en un acuario para conversar con los responsables de la cinta: Benjamín Correa, su director, y Miquel Ramos, su productor. —Se giró a un lado y a otro—. Está claro que, en los últimos años, el documental español es un ave fénix que renace de sus cenizas, y es gracias a cintas como esta. ¿A qué atribuís esta nueva ola de éxitos para nuestro cine?

Miqui ladeó la cabeza. Aunque la primera palabra parecía habérsele escapado, la segunda le goteó en el cerebro. Acababa de comprender el jueguecito. Benja, por su parte, miró a Pablo con ojos entornados. Dos a cero.

—Bueno —empezó Benja—, todo depende de la mirada. Es difícil colgar toda la nueva ola de documentales de una sola alcayata; no hay un fenómeno que dispare el interés por los documentales. Lo que sí hay es una serie de circunstancias que propicia la situación. Esto no se decide por sufragio, sino que sucede y ya está.

Pablo apretó los labios. Benja le acaba de recordar quién era el mejor en el juego. Sin embargo, no pensaba tirar la toalla tan pronto.

—Lo que está claro es que, aunque no haya un único fenómeno, Al tercer día es uno de los títulos más destacados de la nueva ola documental española. —Dirigió una mirada de soslayo a la oscuridad más allá del campo de siluetas negras que eran las cabezas del público—. Dani, ¿me pones la diapositiva?

Un haz de luz se derramó sobre el lienzo blanco que les servía de fondo. En él apareció el póster oficial del documental, el que se había paseado por medio mundo. La parte inferior estaba ocupada por una ristra apabullante de menciones, premios y pequeñas constelaciones de cuatro y cinco estrellas acompañadas de citas de las voces más relevantes de la crítica internacional. En la superior, un escueto AL TERCER DÍA sobre un más escueto UN DOCUMENTAL DE BENJAMÍN CORREA. Dominaba el póster una imagen central que mostraba un suelo polvoriento en el que se apoyaban, descentrados, dos objetos: la pata de una cama y la cadena de cuentas de un rosario que salía de plano sin llegar a aparecer por completo en la imagen. Nada más. Un rosario caído debajo de una cama. Una imagen anodina y que, sin embargo, despertó un nuevo escalofrío entre el público.

—Desde luego, no se puede considerar que Al tercer día sea orégano en una pizza. No es un mero condimento en la nueva ola de documentales true crime; sino uno de los ingredientes principales del éxito del género. Y buena parte de ello se debe a esta escena. ¿Qué nos puedes contar de ella?

Benja le dedicó un arqueamiento de ceja que venía a decir: «¿En serio? ¿Metáforas baratas para ganar al lingo?». Pablo ni se inmutó. Eran las reglas. Ya estaban enzarzados en la charla, delante del público, y no se podía protestar. Tres a dos.

—Te contesto yo, si te parece bien —intervino Miqui, y los distrajo a ambos—. Como productor, me llegan paletadas de docus que son copias de lo que están haciendo en otros países. Imagínate mi sorpresa cuando me encuentro con un documental como Al tercer día, cuando veo una escena como esta: el documentalista que rompe la cuarta pared, pero desde el otro lado. El documentalista ya no mira a cámara, sino que entra en la historia, deja de observar y se involucra. En este documental, Benja da un paso al frente y actúa ante un caso de…, bueno, de…

—De prostitución, Miqui —dijo Benja, envalentonado—. Acuérdate del cuento de Rumpelstiltskin: las cosas hay que llamarlas por su nombre. Lo que retrata Al tercer día es una trama de prostitución en la Iglesia católica.

Inspiró hondo, consciente de pronto de que había quedado a medio decibelio de estar gritando. Bajó el volumen y prosiguió:

—En un principio, el documental presenta los hechos, pero, una vez que descubrimos lo que había dentro de ese piso del barrio de Salamanca, no pudimos permanecer neutrales.

—A riesgo de tu propia seguridad personal —intervino, o más bien interrumpió, Pablo—. Cuando encuentras a Valentina Vargas atada a la cama dentro de ese piso, cambias las reglas del documental: tiras la cámara, desatas a Valentina y te la llevas. —Señaló la imagen del póster—. A eso le siguen cuatro minutos en los que la imagen muestra lo que vemos ahí: la parte de debajo de la cama, donde ha caído la cámara, ese rosario descentrado y nada más. Cuatro minutazos que dejasteis en el metraje final y en los que solo se oye cómo intentas salir del piso con Valentina en brazos.

Un estremecimiento recorrió la sala. Pablo dejó que reverberase. Disfrutando.

—A partir de ahí —prosiguió enseguida—, la mirada pasa a ser acción. Intuimos lo que está pasando, pero no lo vemos. Solo oímos el peligro. Nos sentimos como un torero al que ponen frente al toro con los ojos vendados…

Ah, no. Benja no pensaba dejar que Pablo se llevase el gato al agua con otra metáfora chusca.

—No hace falta perderse en disquisiciones sobre tauromaquia, Pablo —lo cortó. Pablo arrugó la cara con poco disimulo. Cuatro a tres, más punto extra por mantener el orden. Benja esbozó media sonrisa—. Yo no estaba planeando revolucionar nada ni intervenir en nada. No fue premeditado. Cuando vi a Valentina allí atrapada comprendí que no había opción alguna: tenía que sacarla de allí. Ningún documental vale lo que una vida.

Benja se echó hacia atrás, triunfante. Quizá por haberle ganado a Pablo al lingo. Quizá por la expresión satisfecha de Miqui, ese semblante en el que veía la confianza que había venido a pescar, la promesa de un docu nuevo. O quizá era solo por haber encajado tan bien la última frase: esa frase lapidaria con la que había terminado una y mil entrevistas en el recorrido de Al tercer día, una frase que había pulido tanto que casi no necesitaba pensar para saber cuándo había que colocarla. Una frase que, por populista y facilona, solía despertar el aplauso del público.

Aunque, en aquel momento, no hubo aplauso alguno.

Lo único que hubo fue silencio. Un silencio incómodo que le saltó encima a Benja. Hacía mucho que no daba una entrevista sobre Al tercer día, y en ese momento se percató de que aquella frase —«Ningún documental vale lo que una vida»— pertenecía al pasado, a la promoción del documental cuando salió seis años atrás.

Antes de que pasase lo que pasó.

Fue entonces cuando la mirada de Benja volvió a caer sobre la chica de la trenza azul. Esta ladeó la cabeza a un lado y a otro de la sala e hizo un gesto nada disimulado con las cejas. Benja siguió esa mirada de ping-pong y, por fin, los vio.

Debían de ser cinco o seis, no muchos más. Se habían levantado de entre el escaso público. Un par de ellos se dirigía al escenario y otros iban hacia atrás. Benja cayó en la cuenta de que llevaban el mismo tipo de chaqueta que la chica de la trenza azul: de punto, gruesa, poco adecuada para el calor de primavera que ya se desperezaba sobre Madrid.

Ideal para esconder algo debajo.

Los que habían retrocedido bloquearon las salidas.

Otras dos personas de entre el público sacaron sendos móviles y apuntaron con ellos a Benja, que parpadeó. ¿Qué cojones pasaba?

La chica de la trenza azul, a todas luces quien llevaba la voz cantante, se puso de pie y se abrió la chaqueta. Debajo llevaba una cartulina algo más grande que un A3. Debía de haber sido muy incómodo tenerla ahí guardada toda la proyección y la charla, pero ya daba igual. Tanto ella como las demás personas que se habían levantado sacaron otras tantas cartulinas que llevaban escondidas y las enarbolaron sobre sus cabezas como si fueran bengalas.

En todas había escrito lo mismo, aunque a Benja no le hizo falta leerlo, porque ya se encargaron ellos de entonarlo a coro:

—¡Abusadores no! ¡Vivas nos queremos! ¡Abusadores no! ¡Vivas nos queremos!

—Por favor, por favor… —fueron las pocas palabras que pudo pronunciar Pablo, mientras se ponía en pie en el escenario, en un intento de aplacar la protesta de la manera más patética posible.

Benja también se levantó y dio un paso atrás. Desvió la vista hacia Miqui, pero el productor había bajado con disimulo del escenario; quizá no era el primer escrache al que se enfrentaba y sabía hacer mutis al momento. No había nadie en quien apoyarse.

Los gritos eran cada vez más fuertes, o eso le parecía. Y, al igual que las luces del escenario, todos convergían en él.

—¡Abusadores no! —gritaban—. ¡Abusadores no! ¡Abusadores no!

—Yo no he abusado de nadie —tartamudeó Benja.

—¡Abusadores no! —le respondieron a coro— ¡Vivas nos queremos!

Él negó con la cabeza y retrocedió aún más. Por el rabillo del ojo atisbó unos movimientos bruscos. Un guardia de seguridad acababa de irrumpir en la sala y forcejeaba con uno de los… ¿manifestantes? No sabía si llamarlos así. En cualquier caso, en ese forcejeo vio el cielo abierto. O mejor dicho, la puerta. Guardia y manifestante se habían apartado de la puerta de salida. Benja bajó del escenario de una zancada y se dirigió hacia ella. Empezó a pensar qué sería más rápido, si pedir un taxi por aplicación o salir a la calle Alcalá y parar el primero que viese.

Y de pronto le plantaron un cartel delante. Las palabras «Abusadores no» se le pegaron al pecho. La chica de la trenza azul le había salido al paso y bloqueaba la única vía de escape. Le dio un empujón con el cartel. Benja retrocedió.

—¡Una mierda te vas a largar, abusador! —dijo ella.

Él entrecerró los ojos. Sintió un latigueo en la boca del estómago que no tardó en subirle, candente, al pecho. Algo que, quizá alentado por la noche en vela y la cocaína, se desperezó y asomó por la puerta de una cueva negra.

—Oye, no me empujes —pidió.

Intentó rodear a la chica, pero ella le dio otro empujón con la cartulina.

—¡Abusadores no! —chillaba sin parar—. ¡Abusadores no!

Los móviles de los extremos de la sala se clavaban en los dos. En Benja, con el cuello tenso y la mandíbula apretada. Quizá retransmitían en directo.

—No me empujes, haz el favor —masculló, a lo que la chica respondió con un nuevo empujón. La tiza con la que habían pintado el cartel le manchó el negro de la camisa.

—No sienta bien la vergüenza, ¿eh? —dijo la chica—. A lo mejor es la misma vergüenza que sintió Valentina cuand…

—¡Que no me empujes!

Y sucedió. Ya había sucedido. Acababa de suceder y él ni siquiera se había dado cuenta. La chica estaba en el suelo. Se la había quitado de encima de un empellón con ambas manos. Seco, directo, ni siquiera muy fuerte, pero lo bastante para que se cayese de culo.

El cántico se cortó de cuajo. Bajaron las pancartas. Los móviles grababan. Pablo tenía los ojos desorbitados. Miqui estaba ahí, había estado ahí todo el tiempo, a un lado, cedido el protagonismo del escrache a quien lo merecía. Y Benja vio la expresión fúnebre que asomó a su cara.

La chica miró a Benja desde el suelo. Esos ojos clavados en él, esa falta de expresión, ese rostro atrapado en la telaraña de la sorpresa. Resultaría una estampa ridícula de no ser por la fuerza de la imagen: Benja de pie, la respiración agitada, y la chica sentada en el suelo frente a él, los ojos desorbitados de conmoción, vergüenza o ambas.

Benja fue a decir algo, pero no le salió nada. Notó entonces una calidez líquida que le manchó los labios y la barbilla. Se llevó la mano a la cara y la vio roja: le había empezado a sangrar la nariz. Un chorro rojo, profuso, que le anegó el semblante y la pechera de la camisa. Delante de todo el mundo. Y de los móviles.

Lo único que consiguió hacer fue rodear a la chica de la trenza azul y salir de la sala.

Se dirigió a toda prisa hacia la salida del Instituto Cervantes, acompañado de la sensación de que algo gigantesco, imparable, se acababa de poner en marcha.

Quedaba una semana para la llamada de Coro.