Los mares del Sur

Dieppe, primavera de 2020

En aquel momento, si me hubieran preguntado adónde quería ir, creo que habría contestado que a Turín. No se trataba de dejarlo todo, de desaparecer o de querer vivir en otro lugar, sino solo de cambiar de aires, de ver mundo. Necesitaba irme a algún sitio y ese sitio era Turín. Llevábamos semanas encerrados en nuestras ciudades, prisioneros del asfalto. Todos los amaneceres parecían los de un domingo. Estábamos solos.

 

En aquellos días sombríos, había cogido la costumbre de salir a pasear temprano. Bajaba por mi calle, cubierta de excrementos, a la sombra del castillo, oyendo chillar a las gaviotas. Se paseaban por los tejados de pizarra, se peleaban, saqueaban las papeleras como piratas hambrientos: rompían el plástico a picotazos, rasgaban las bolsas, apartaban los envoltorios y se apoderaban de las sobras de comida. Dejaban tras de sí un espectáculo de desolación, de mondas de naranja y limón, de plásticos, esparcían nuestra basura por las calles desiertas y se iban graznando. Las gaviotas eran los nuevos amos de la ciudad. Conquistaban el espacio vital que les dejábamos.

 

Debajo de mi casa había una panadería y los pocos clientes que salían de ella caminaban pegados a la pared, sin mirarse, con la compra bajo el brazo, envueltos en un olor de bollería. Al final de la calle Sygogne, allá lejos, estaba el mar, que nos consolaba. Los ferris ya no salían rumbo a Inglaterra, no traían viajeros al puerto de Dieppe. El mar había dejado de llevar barcos, pero seguía lamiendo la playa de cantos rodados. Barría el polvo cobrizo que caía de los acantilados. Yo caminaba por el paseo marítimo, cuyos chiringuitos llevaban cerrados desde Todos los Santos, casetas de madera que ya no olían a fritos, cerradas a cal y canto como si se acercara una tormenta. La tormenta estaba en nuestra cabeza; en nuestros pisos-fortaleza, esperábamos a un enemigo invisible.

 

Como era muy temprano y yo iba solo, la policía aún toleraba mi presencia, pero pronto prohibieron pasear por la orilla del agua. De la noche a la mañana se nos impidió ir a ver el mar. La calle Sygogne ya no se abría a lo infinito, daba a lo prohibido. Por eso pensaba irme a otra ciudad, a otro lugar. Evadirse era un remedio contra las restricciones. E incluso el mar, con su rumor lejano, me irritaba. Estaba demasiado cerca, era demasiado evidente, cotidiano. En mis paseos matutinos, pues, acababa evitándolo. Me alejaba de la playa y me dirigía al puerto deportivo, donde un suave viento de poniente hacía tintinear los mástiles de los barcos. Pasaba por debajo del Hotel Aguado y llegaba a la explanada desierta en la que antes vendían pescado. Y entonces, apenas cien pasos más allá, bajo los soportales de la Bolsa, salía de Dieppe y entraba en Turín. Los pórticos de ladrillo amarillo me recordaban las largas avenidas turinesas por las que uno podía caminar interminablemente, entre corrientes de aire, resguardado del calor en verano y de las lluvias todo el año. Aquellos soportales, en los que daba el sol recién salido, me parecían los de la ciudad con la que soñaba. Las sombras que los pilares proyectaban en el suelo formaban extrañas curvas. Reducía el paso, me evadía un momento. Nada ni nadie venía a turbar mi solitaria ensoñación. Los dueños del Café des Voyageurs, una pareja de chinos, no sacaban las mesas a la terraza. Los dueños de los bares no salían a la puerta. Habían guardado la cafetera y, tras un muro de plexiglás, vendían cigarrillos y juegos de rasca y gana.

 

Pensaba en Turín como habría podido pensar en otra ciudad italiana, Roma, Nápoles o Venecia, o en una campiña lejana, un lugar sin edificios en el que se desplegaran otros colores. Pero durante aquellos días vacíos, que transcurrían idénticos, en la monotonía de aquella vida de ancianos que hacíamos, en la que esperábamos la muerte, que algo ocurriera, me puse a releer a Pavese en el gran tomo de la colección Quarto: sus novelas cortas, escritas con arte de cuentista, su diario, su poesía... Me aprendí incluso «Los mares del Sur», el primer poema de Trabajar cansa. Me había resignado a hacer ejercicios propios de un escolar, tanto me aburría. Pero descubría que aprenderse las cosas de memoria, algo que de niño me parecía una tortura, tenía sentido. «Tú, que vives en Turín...» Una y otra vez me decía lo que dice el primo del poema que, después de recorrer el mundo, vuelve a su tierra, a las colinas: «Tú, que vives en Turín..., tienes razón. Hay que vivir la vida fuera de casa: aprovecharse, disfrutar de todo, y luego, cuando se vuelve, como he vuelto yo a los cuarenta años, ver que todo es nuevo». En aquella guerra absurda que librábamos confinados, me identificaba con el paseante de Turín. Un hombre taciturno, un escritor de pocas palabras, de nuevo un italiano, como si solo ese país y sus gentes pudieran responder a mis preguntas.

Pier Paolo Pasolini había sido el escritor de mis veinte años y sería siempre uno de los poetas de mi vida. Ese hombre maldito era un icono celebrado en los museos, en las paredes de las universidades y en las páginas de los periódicos. Había inspirado mi rebeldía, mi desesperado amor por el mundo, mis angustias, una forma de ternura. Pavese, el hombre Pavese, nunca me había atraído. Dicen que era feo e impotente, acomplejado, misógino. En las pocas fotos en blanco y negro que quedan de él vemos a un hombre solitario, de mirar torvo, que mete las manos en los bolsillos de un traje oscuro. Aunque murió después de la guerra, no disponemos de registros sonoros. Es un hombre sin voz. Muy cercano pero, al mismo tiempo, mudo. Al contrario que Pasolini, que se entregó al mundo por completo, física, brutalmente, Pavese siempre se quedó al margen. No se unió a la Resistencia como hicieron sus amigos, y si el régimen fascista lo confinó en 1935 fue casi por casualidad, porque algo había que hacer. En su diario dice: «Nunca has combatido, acuérdate. Nunca combatirás». Pavese no se comprometía; su indiferencia era una respuesta a la insignificancia del mundo. La época apenas se filtra en su diario. Y aunque un día puse El oficio de vivir junto a Escritos corsarios entre mis libros de cabecera, en realidad son dos libros opuestos. Claro que no hay razón para comparar a dos poetas, a dos trabajadores incansables, pero una cosa es cierta: a Pasolini no le gustaba.

 

Cesare Pavese pasó a ser el escritor de mis treinta años porque yo ya no buscaba un maestro, sino un amigo que me hiciera compañía. Yo ya aceptaba el mundo y había renunciado a transformarlo. Piamontés sombrío, duro, lacónico, sentencioso, Pavese era el amigo querido que deja caer sus frasecitas como piedras que se nos meten en el zapato. «Lo que me gusta de la gente es que vive y deja vivir», escribió en Entre mujeres solas. Y en el diario, un 27 de marzo: «Me paso el día como quien se ha dado con la rodilla en el canto de algo: todo el día es como ese momento insoportable». Y otras mil observaciones dolorosas o alegres. «Se parecía a las mujeres que han comido melocotones.» Pavese era ese amigo de frase lapidaria con el que no conviene que nos juntemos mucho por si nos volvemos como él; al que queremos, pero al que dudamos si responder cuando nos llama. De haberlo conocido, seguro que algunos días habría cambiado de acera al verlo por las calles de Turín. Era el amigo que nos hace valientes y cobardes, guapos y feos. Lo contrario de un maestro. Era ese compañero lúcido al que algún día lamentaremos no haber respondido. Su literatura, dijo un crítico italiano, era como el diario íntimo de los demás; no solo el suyo, sino el de todos nosotros. Hay escritores que nos dan lo que ellos ya no tienen. Pavese me ofrecía todo lo que lo había abandonado a él: la despreocupación, la alegría de vivir en este mundo, el espíritu infantil, la fe, el consuelo. De alguna manera, el hombre había dejado de estar a la altura de lo que había escrito. El bello verano era más grande que Cesare Pavese.

 

Pavese era también el símbolo de una Italia soñada. Él, que nunca había salido de su país y que muy pocas veces se había aventurado fuera del Piamonte. El hombre de las colinas, de ese territorio a escala humana que ya no es la tierra ni todavía el cielo, nunca necesitó viajar para conocer el mundo. Dicen que sabía de Norteamérica más que nadie. Faulkner, Steinbeck, Dos Passos, Sherwood Anderson... Llevó la literatura norteamericana a Italia, de la mano de la editorial Einaudi, y le debemos una traducción de Moby Dick que sigue siendo un referente. «Chiamatemi Ismaele...» Yo escuchaba una y otra vez «Moby Dick» de Banco del Mutuo Soccorso. Todo me llevaba a Pavese, hasta la canción de un grupo de rock progresivo que hablaba de la ballena.

 

Así como los arponeros se codean con la muerte, desafían al Leviatán, Pavese vivía obsesionado con el suicidio. Al final, algunos amigos, hartos de esa idea fija, de ese «vicio absurdo», como le llamaba él, decían: tanto que habla, que lo haga. Que se suicide. Pavese lo hizo. Ellos se sintieron culpables. Antes, cuando uno de sus compañeros de instituto se suicidó al pie de un árbol de un pistoletazo en la sien, el adolescente quedó admirado y fascinado por el gesto de su joven amigo: «Me has dado el ejemplo y me esperas». Él mismo intentó repetir el gesto después de un desengaño amoroso, ese sentimiento de fracaso que sería una constante en su vida. Fue al mismo árbol. No lo hizo. Pero yo veía dos suicidios en Pavese. El del escritor tuvo lugar el 18 de agosto de 1950, cuando escribió las últimas palabras de El oficio de vivir:

 

«Todo esto da asco. Palabras no. Un gesto. No escribiré más».

 

La conclusión la había anunciado dos días antes:

 

«Un clavo saca otro clavo. Pero cuatro clavos hacen una cruz.

He cumplido con mi papel público..., he hecho lo que he podido. He trabajado, he dado poesía a los hombres, he compartido las penas de muchos».

 

Pavese había dado su literatura al mundo. A los cuarenta y un años, se había acabado. Cerraba el último libro de su vida. El suicidio del escritor ocurrió nueve días antes que el del hombre. Somníferos y el postrer perdón. Que no se chismorreara mucho...

En las tardes áridas de mi confinamiento en Dieppe, yo me sumía en ensoñaciones. ¿Qué ocurrió en esos nueve días que pasó solo, aislado en el verano turinés? Pavese conocía su fin y había empezado la cuenta atrás. Después de pasar unos días de vacaciones en el mar para despedirse de sus amigos, dejó la casa familiar en la que vivía con su hermana, en la calle Lamarmora, a una manzana de la estación central, y fue a alojarse en el Hotel Roma, que estaba a quince minutos de su casa. Me imaginaba sus últimos encuentros con conocidos, los paseos de siempre que daba por última vez, sus últimas alegrías, pesares, sobresaltos, goces y penas. Del 18 al 27 de agosto, pasó nueve tardes desesperantes en una ciudad desierta, cuando todo el mundo está en la playa, no hay coches, las casas están vacías, la llave del gas cerrada, las contraventanas echadas. Pavese está solo en Turín, es un escritor que se ha convertido en un personaje. Antonioni habría podido filmar ese solitario de cartas. En «Retrato de un amigo», Natalia Ginzburg, que trabajaba con él en la editorial Einaudi, escribió:

Murió en verano. Nuestra ciudad, en verano, está desierta y parece muy grande, clara y sonora como una plaza (...). No estábamos ninguno. Escogió, para morir, un día cualquiera de aquel tórrido agosto, y escogió una habitación de hotel cerca de la estación: quiso morir, en la ciudad que era suya, como un forastero.

En este texto breve y conmovedor, Natalia Ginzburg recuerda su carácter triste y reservado, su rudeza, sus maneras de adolescente. Pavese era un niño. Nunca llegó a ser del todo un hombre.

 

Nació en Santo Stefano Belbo, en 1908, a principios de septiembre, en la época de las primeras cosechas, aún en pleno verano. Vino al mundo en la casa familiar y toda su vida sintió la nostalgia de los veranos pasados en las colinas. La casa se vendió. Regresó a Santo Stefano a escribir su novela del retorno, La luna y las hogueras, unos meses antes de su muerte. Y se suicidó en verano, pocos días antes de su cumpleaños. Agosto era el mes que más se parecía a la muerte.

 

Cuando era más joven, yo había intentado seguir los pasos de Pier Paolo Pasolini desde Friuli hasta Roma. Hoy no sabría decir si lo conseguí o no. Ahora era menos ambicioso. Y me veía perfectamente capaz de reconstruir el último verano que Cesare Pavese pasó en Turín; capaz de escuchar el frufrú de su impermeable y el eco de sus pasos bajo los pórticos. En la primavera vacía y luminosa de Dieppe, bajo las arcadas que daban a otro mar, me juraba que, cuando el mundo se abriera, pues acabaría abriéndose, tomaría el camino de Italia. Mis mares del Sur se quedarían en el Mediterráneo, en esa tierra serena que hay al pie de los Alpes, rodeada de colinas.

 

Me iría a Turín.