Este es un libro sobre cómo el mundo se abre ante ti cuando te das cuenta de que nunca vas a poner en orden tu vida. Sobre lo maravillosamente productivo que pasas a ser cuando renuncias a la cruzada a cara de perro para ser cada vez más productivo, y sobre lo mucho más fácil que resulta hacer cosas valientes e importantes una vez que aceptas que solo sacarás tiempo para hacer algunas de ellas (y que, en realidad, no es para nada necesario que hagas ninguna). Trata de lo absorbente e incluso mágica que pasa a ser la vida en el momento en que aceptas que es fugaz e impredecible; de hasta qué punto dejar de ocultar tus defectos y fracasos hace que te sientas mucho menos solo; y de lo liberador que puede ser asimilar que las mayores dificultades de tu vida quizá no se resuelvan nunca del todo.
En resumidas cuentas: trata de los cambios que se producen en cuanto comprendes que la vida humana, con sus limitaciones —en una época de tareas y oportunidades infinitas, frente a un futuro inescrutable, junto a otros seres humanos que se empeñan en tener cada uno su propia personalidad—, no es un problema que debas intentar resolver. Los veintiocho capítulos de este libro están pensados como un manual para un modo distinto de pasar a la acción en el mundo, lo que yo llamo «imperfeccionismo», un enfoque liberador y motivador que parte del convencimiento de que, en el camino hacia una vida con sentido, tus límites no son obstáculos que debas pasarte el día intentando superar para llegar a un punto imaginario en el que finalmente consigas sentirte realizado. Al contrario: aceptarlos, apropiarse de esos límites del todo, es precisamente la manera de construir una vida más razonable, libre, plena, socialmente conectada y con encanto. Sobre todo en esta época de la historia tan volátil y tan propicia a la ansiedad.
Si decides leer este libro al ritmo sugerido de más o menos un capítulo por día, espero que funcione a la manera de un «retiro mental» de cuatro semanas en medio de tu vida cotidiana. Como una forma de vivir esta filosofía aquí y ahora, y de hacer más de lo que te importa como resultado, en lugar de archivarlo mentalmente como un sistema más que quizá trates de poner en práctica algún día, en caso de que te surja un rato libre. Después de todo, como veremos, uno de los grandes dogmas del imperfeccionismo es que nunca va a llegar el día en que no haya nada «por medio» y puedas ponerte al fin a forjarte una vida llena de sentido y de logros, que bulla de vitalidad. Para los humanos mortales, el momento de hacer eso tiene que ser ahora.
Así que espero de todo corazón que este libro te resulte útil. Para ser del todo sincero contigo, lo he escrito para mí mismo.
A mis veintimuchos me contrataron como articulista en el periódico londinense The Guardian, donde mi trabajo, al llegar a la oficina por la mañana, consistía en que me asignaran un tema de actualidad —el destino de los refugiados que huían de una crisis geopolítica que estuviera desarrollándose, por ejemplo, o por qué los batidos verdes eran de repente tan populares— y luego entregar un artículo de 2.000 palabras que abordara los puntos principales del tema y que pareciera inteligente a las cinco de la tarde de ese mismo día. Una hora o dos antes de la hora límite, mi jefe empezaba a pasearse junto a mi mesa, chasqueando los dedos para expulsar energía nerviosa y a preguntarse en voz alta por qué me faltaba tanto para terminar. La respuesta (como sin duda le hice saber en más de una ocasión) es que escribir un artículo de 2.000 palabras que parezca inteligente sobre un tema del que con anterioridad no sabías nada en siete horas clavadas es un empeño absurdo. Había que hacerlo, en cualquier caso, y mis días en The Guardian los recuerdo impregnados de la sensación de partir siempre con desventaja, de luchar contra el tiempo y de tener que ponerme las pilas de inmediato si quería tener alguna posibilidad de acortar distancias.
Tampoco puedo culpar a mi jefe de nada de todo eso. A aquellas alturas de mi vida, yo ya conocía de primera mano la sensación de no llegar a nada; de hecho, hay pocas cosas que considere más fundamentales de mi experiencia de la edad adulta que la vaga sensación de estar quedándome atrás y tener que luchar con uñas y dientes para alcanzar un mínimo nivel de productividad, si es que quería evitar la catástrofe imprecisa que, de no hacerlo, podría desplomarse sobre mi cabeza. En ocasiones, parecía que lo único que necesitaba era un poco más de disciplina; otras veces, estaba seguro de que la respuesta estaba en el nuevo sistema de gestión de mis tareas y objetivos que me pondría a investigar en cuanto me sacara de en medio el artículo sobre los batidos. Devoré libros de autoayuda, probé la meditación y exploré el estoicismo, y vi como mi ansiedad iba en aumento a medida que cada nueva técnica demostraba no ser el remedio milagroso que buscaba. En el horizonte, entretanto, planeaba siempre la fantasía de, en algún momento, tenerlo «todo al día» —y ese «todo» podía querer decir cualquier cosa, desde vaciar mi bandeja de entrada a averiguar cómo funcionaban las relaciones románticas—, para que la parte verdaderamente importante de mi vida, la parte real de verdad, pudiera por fin empezar.
A diferencia de entonces, ahora sé que no soy el único que se siente así. De hecho, difícilmente podría estar menos solo. Desde 2021, el año en que publiqué mi libro sobre lo difícil que es usar bien tu tiempo, centenares de conversaciones y de intercambios de emails me han convencido de que esa sensación de no tener dominada la vida —y de necesitar redoblar tus esfuerzos solo para evitar quedarte aún más rezagado— es casi universal a día de hoy. A los más jóvenes de mis interlocutores parecía intimidarles el reto de poner su vida en orden, mientras que muchos de los más veteranos se mostraban consternados al ver que con cuarenta o cincuenta años aparentemente aún no lo habían conseguido, y empezaban a preguntarse si alguna vez lo lograrían. Sin duda, quedaba claro que alcanzar un determinado estatus económico o social no hacía desaparecer el problema; lo cual tiene sentido, puesto que, en el mundo actual, el éxito externo a menudo es resultado de estar aún más inmerso que los demás en el desesperado juego de llegar a todo. En palabras del inversor Andrew Wilkinson: «La mayoría de las personas triunfadoras son un trastorno de ansiedad con patas encauzado hacia la productividad».
La manifestación más habitual del tipo de ansiedad que intento describir aquí es una auténtica y agobiante hiperactividad, por la sensación de tener mucho más que hacer que tiempo disponible para hacerlo. Pero se manifiesta también de otras maneras. Para algunos, por medio del síndrome del impostor, que es estar convencido de que existe un nivel básico de conocimientos que todo el mundo ha adquirido, pero que tú no, y de que no podrás dejar de dudar de ti mismo hasta que lo alcances. Surge también, para muchos de nosotros, en la sensación de no haber descifrado aún el código secreto de las relaciones de pareja, de manera que, pese a todos nuestros logros externos, a diario nos sentimos frustrados por las desconcertantes complejidades de las relaciones amorosas, el matrimonio o la crianza. Para otros, la sensación de quedarse atrás consiste sobre todo en creer que deberían poner más de su parte para solucionar las crisis nacionales y mundiales que se desarrollan a su alrededor, pero no tener ni idea de qué podrían hacer, como individuos, para cambiar nada. Aunque el hilo conductor de todas estas situaciones es la idea de que hay una forma de estar en el mundo, una forma de dominar la situación de ser una persona en el siglo XXI, que tú aún no has descubierto. Y de que no serás capaz de sentirte en paz con tu vida hasta que lo hagas.
Aun así, lo peor de todo es que nuestros esfuerzos por resolver el problema parecen no hacer más que exacerbarlo. En mi anterior libro, Cuatro mil semanas, llamé a una versión de ese fenómeno «la trampa de la eficiencia». Lo hacía para describir el modo en que, cuando mejoras y te vuelves más rápido a la hora de enfrentarte al flujo entrante de cualquier tarea, a menudo acabas más ocupado y estresado que antes. Un ejemplo clásico es el email: te prometes hacer frente a la avalancha de correos y empiezas a responder con más premura, lo que provoca nuevas respuestas, muchas de las cuales exigen una réplica; adquieres, además, fama de responder muy rápido por email, de modo que muchas personas empiezan a pensar que tiene sentido escribirte a ti primero. Además, mientras te esfuerzas por llegar a todo, tus días empiezan a llenarse de tareas menos importantes, porque el hecho de que creas que tiene que haber una forma de no dejar escapar nada significa que te abstienes de tomar decisiones difíciles sobre lo que de verdad merece tu limitado tiempo.
Pero aquellas conversaciones me ayudaron también a reconocer un problema más profundo, que es el modo en que nuestros esfuerzos incesantes por tomar la sartén de la vida por el mango parecen privarla de la propia sensación de vitalidad que hace que valga la pena vivirla. Los días pierden lo que, de forma evocadora, el sociólogo alemán Hartmut Rosa llama su «resonancia». El mundo nos parece estar muerto, y pese a nuestros esfuerzos por ser más productivos, nos vemos cada vez menos capaces de conseguir los resultados que buscábamos. Ocurre incluso cuando nuestros intentos de tenerlo todo bajo control dan resultado. Conseguimos obligarnos a meditar a diario y de repente nos parece aburridísimo hacerlo; o nos las arreglamos para organizar una salida nocturna de pareja —porque todo el mundo dice que así es como se mantiene la chispa—, pero la situación nos cohíbe tanto que es inevitable que degenere en una pelea, y acabamos la velada con una sensación de fracaso. En mi época de «adicto a la productividad», me pasaba el día probando nuevos sistemas para diseñar mi vida y, mientras descargaba la aplicación en cuestión o compraba el material de papelería necesario, me sentía entusiasmado, incluso embriagado: ¡me esperaban grandes cosas! Luego, al cabo de un día o dos, mi nuevo horario me resultaba triste y deprimente, una lista más de tareas en las que dejarse la piel, y me descubría resentido con el capullo que tenía la temeridad de decidir que era así como debía repartir mi tiempo, pese a que el capullo en cuestión era yo.
Se trata sin duda de ejemplos menores. Pero esa pérdida de vitalidad también ayuda a explicar la epidemia del burnout, el síndrome del trabajador quemado, que no es solo una cuestión de agotamiento, sino también del vacío que se deriva de dedicar años a obligarse, como una máquina, a hacer cada vez más y más, y que nunca parezca suficiente. El carácter cada vez más airado y conspirativo de la vida política moderna podría incluso verse como un intento desesperado, por parte de personas privadas de resonancia, de intentar sentir algo, lo que sea.
El problema fundamental, según Rosa, es que el motor de la vida moderna es la idea, tremendamente equivocada, de que la realidad puede y debe hacerse cada vez más controlable, y de que someterla a un control cada vez mayor conlleva paz mental y prosperidad. Y, así, experimentamos el mundo como una serie interminable de cosas que debemos dominar, aprender o conquistar. Nos ponemos como objetivo hacer picadillo nuestra bandeja de entrada, derrotar nuestras pilas de libros por leer o imponer el orden en nuestros horarios; intentamos optimizar nuestros niveles de forma física o de concentración, y nos sentimos obligados a estar siempre mejorando nuestras habilidades de crianza, nuestra competencia en finanzas personales o nuestra comprensión de la actualidad del mundo. (Incluso si nos felicitamos por, digamos, priorizar la amistad al dinero, puede que aun así abordemos esa cuestión con un espíritu de optimización, esforzándonos por hacer nuevos amigos o por mejorar a la hora de mantener el contacto con ellos; es decir, por intentar ejercer más control sobre nuestra vida social.) La sociedad refuerza esa doctrina del control de múltiples maneras. Los avances tecnológicos parecen estar siempre a punto de permitirnos domar por fin nuestra carga de trabajo —en el momento de escribir estas líneas, los asistentes virtuales de inteligencia artificial son los que todo el mundo dice que van a conseguirlo—, al mismo tiempo que la economía hipercompetitiva hace que parezca más importante que nunca logarlo, si es que queremos mantenernos a flote.
Pero la experiencia cotidiana, junto con siglos de reflexión filosófica, dan fe de que una vida plena y satisfactoria no va de ejercer un control cada vez mayor. No consiste en hacer que las cosas sean predecibles y seguras hasta que por fin puedas relajarte. Un partido de fútbol es emocionante porque no sabes quién lo ganará; un ámbito de estudio intelectual es absorbente porque aún no lo dominas todo. Los más grandes logros a menudo implican estar abiertos a la casualidad, aprovechar las oportunidades imprevistas o exprimir los estallidos inesperados de motivación. Sentirse encantado con una persona o conmovido por un paisaje o una obra de arte requiere no tenerlo todo bajo control. Al mismo tiempo, una buena vida está claro que no va de renunciar a toda esperanza de influir en la realidad. Va de tomar medidas arriesgadas, crear algo y dejar huella, sin la intención oculta de lograr un control absoluto. La resonancia depende de la reciprocidad: tú haces algo —lanzas un negocio, organizas una campaña, emprendes una ruta de senderismo, envías un email sobre un acto social— y luego observas cómo responde el mundo.
No es de extrañar que tantos de nosotros dediquemos gran parte de nuestra vida a intentar situarnos en una posición de dominio sobre una realidad que, por otro lado, parece inmanejable y agobiante. ¿De qué otro modo se supone que vas a ser capaz de abordar todo lo que tienes pendiente, a perseguir algunas de tus preciadas ambiciones, a intentar ser un buen padre o madre, mujer o marido, y a poner tu granito de arena como habitante de un mundo en crisis? El problema es que no funciona. La vida tiende a volverse cada vez más aburrida, solitaria y a menudo exasperante, un peaje que hay que pagar para alcanzar una época supuestamente mejor que no parece llegar nunca.
Meditaciones para mortales es mi intento de empezar por donde fracasa la escuela de pensamiento del «pon orden en tu vida» y «tenlo todo al día», y a partir de ahí tomar una dirección con más sentido y más productiva y, sobre todo, también más divertida. (Los capítulos beben en gran medida de mi boletín The Imperfectionist, y de las muchas y generosas respuestas de sus lectores.) En lugar de alimentar la fantasía de llegar a tenerlo todo bajo control algún día, este libro da por sentado que nunca lo conseguirás. Parte del supuesto de que nunca tendrás ninguna seguridad sobre el futuro ni entenderás del todo por qué la gente actúa como lo hace, y de que siempre habrá demasiadas cosas por hacer.
Pero no porque tú seas un fracasado incapaz de mantener una disciplina, o porque no hayas leído el superventas adecuado que revela «la sorprendente ciencia» de la productividad, el liderazgo, la crianza o cualquier otra cuestión. Es porque ser mortal significa no llegar a tener nunca el tipo de control o de seguridad del que muchos de nosotros sentimos que depende nuestra cordura. Significa que la lista de cosas que de entrada vale la pena hacer con tu tiempo siempre será muchísimo más larga que la lista de cosas para las que tendrás tiempo. Significa que siempre serás vulnerable a los desastres imprevistos o las emociones desasosegantes, y que nunca tendrás más que una influencia parcial sobre cómo transcurre tu tiempo, digan lo que digan esos youtubers de veintipocos años sin hijos sobre lo que constituye la rutina matutina ideal.
El imperfeccionismo es la perspectiva que entiende que eso son buenas noticias. No es que afrontar la finitud no sea doloroso. (Por eso el afán de control es tan seductor.) Hacer frente a tus innegociables limitaciones significa aceptar que la vida entraña decisiones difíciles y sacrificios, que el remordimiento es siempre una posibilidad, igual que decepcionar a los demás, y que nada de lo que vayas a crear en el mundo estará a la altura de los estándares de perfección que tienes en la cabeza. Pero esas verdades son también las que te permiten actuar y experimentar la resonancia. Cuando abandonas el vano intento de llegar a todo es cuando puedes empezar a dedicar tu limitado tiempo y limitada tu atención a unas pocas cosas, las que de verdad importan. Cuando ya no le exiges perfección a tu trabajo creativo, a tus relaciones o a cualquier otro asunto es cuando eres libre para sumergirte en ello al máximo. Y cuando dejas de hacer que tu cordura o tu autoestima dependan de alcanzar primero un estado de control que no está al alcance de los seres humanos es cuando eres capaz de empezar a sentirte cuerdo y a disfrutar de la vida ahora, que es el único momento que existe.
Este libro trata de abordar también un problema que lleva años reconcomiéndome: el de los libros que pretenden ayudar a la gente a llevar una vida con más sentido o más productiva. Los peores de esos textos no son más que una lista de pasos que seguir, lo que casi nunca funciona, porque ignoran el viaje interior que tuvo que recorrer el autor para llegar a ellos. (Si él tuvo que luchar, por ejemplo, contra las raíces emocionales de su resistencia a organizarse, ¿por qué deberías esperar tú resultados solo por seguir una lista de consejos de organización?) Otro tipo de libros, algo mejores, hablan de un cambio de perspectiva, de una mentalidad nueva de la que pueden derivarse distintas acciones. Pero los cambios de perspectiva se olvidan con una rapidez deprimente: durante unos pocos días, todo parece distinto; pero, luego, el ímpetu aplastante de la forma habitual de hacer las cosas vuelve a imponerse.
Así que mi objetivo con este libro es que lo que sea que te resulte útil de estas páginas se te meta bajo la piel y te llegue a los huesos, y, por lo tanto, perdure. Obviamente, la forma en que lo leas está entre los muchísimos aspectos de la realidad que no puedo esperar controlar, y desde luego su lectura puede enfocarse como la de cualquier otro. Pero te invito a que leas un capítulo al día, en orden, a lo largo de cuatro semanas que se han diseñado para seguir un orden progresivo: la primera semana va de enfrentarse a la realidad de la finitud; la segunda, de tomar medidas valientes e imperfectas; la tercera, de no ser un obstáculo para ti mismo y permitir que las cosas sucedan; y la cuarta, de vivir el presente con plenitud, y no dejar la vida para más adelante.
Al describir este libro como un «retiro mental» lo que pretendo es que lo abordes como un retorno más o menos diario a un santuario metafórico, en un rincón tranquilo de tu cerebro, en el que puedas dejar que cobren vida nuevas ideas, sin necesidad de darle al botón de pausa al resto de tu vida, sino que esté ahí, de fondo, mientras tu día sigue su curso. Los capítulos incluyen tanto cambios de perspectiva como técnicas prácticas, y lo que espero es que de vez en cuando alguna de ellas transforme, de forma pequeña pero concreta, tu forma de vivir las veinticuatro horas siguientes a la lectura. En mi experiencia, eso es lo que hace que el cambio sea duradero: tener un verdadero retorno de lo aprendido a partir de hacer las cosas de otra manera en la vida real.
Por supuesto, si Meditaciones para mortales funciona en esos términos solo puedo esperar que lo haga de forma imperfecta. En ese sentido, recomiendo no hacer esfuerzos excesivos por retener lo leído, o por ponerlo en práctica; confía, en su lugar, en que, si algo te cala hondo, te acompañará a lo largo del día de por sí. Este no es uno de esos libros que te prometen que, si sigues a rajatabla lo que propone, el resultado será el sistema ideal para gestionar tu vida. La finitud humana garantiza que eso no ocurra nunca. Que es justo la razón para zambullirse de lleno en esta vida, ahora mismo.