Una de las grietas que surcaban la cúpula de la iglesia partía la figura del evangelista por la mitad, le separaba la mano del libro, seguía ascendiendo y cortaba también una de las alas del águila con aspecto de paloma feroz que parecía venir a reclamarle a san Juan la pluma con la que escribía.
Feroz era también el ahínco con el que entonaban sus cánticos las tres hermanas Salabert, sentadas como siempre en los bancos delanteros, porque debían de considerarse familia de todo difunto del barrio. Tres trompetillas de feria dispuestas a derribar con sus chirriantes agudos si no la misma cúpula, por lo menos los frescos que la cubrían, como continuadoras naturales de la antigua tradición de destrucciones sufridas por esa iglesia, que, gracias a su madre, sabía que se remontaba al siglo X, cuando Almanzor pasó por Barcelona a sangre y cuchillo y destruyó el templo primitivo. De pequeños, su madre les había leído y contado historias bastante heterogéneas, desde cuentos tradicionales, relatos de Roald Dahl y mitología griega hasta batallas cruentas de cantares de gesta. «Las tropas de Almanzor sitiaron Barcelona, pero la ciudad resistía. ¿Sabéis qué hizo entonces Almanzor?» Aquí su madre hacía una pausa que siempre funcionaba. Ella decía que sí, para dejar claro que lo sabía; Marc decía que no, para que la historia siguiera, pero se tapaba una oreja; Amalia decía que sí para que les ahorrase esa parte. Su madre movía entonces las manos como un jugador de baloncesto lanzando a canasta. «Pues cada día, en lugar de piedras lanzaban cabezas de prisioneros. Mil diarias», recordó Nora mientras contaba las cabezas de los presentes. Llegó a la primera fila y se detuvo. ¿Cuántos años tendrían las Salabert? Todos. Y ahí seguían, enterrando a los vecinos del barrio. Tal vez, como con Los Panchos, esta no fuera la formación original y las habían ido reemplazando a medida que caían. ¿Cómo sería el casting? Un suspiro de la tía Claudia, a su derecha, con su madre al otro lado, le recordó que Laieta Casanovas había sido su compañera de pupitre en la escuela. Lo que explicaba por qué su tía estaba allí, pero no por qué su madre había decidido acompañarla. Desde el entierro de Marc, su madre no había vuelto a pisar ese lugar. Nora intentó recordar si ya habían muerto otras amigas de la infancia de la tía Claudia. Con setenta y tres años, era bastante probable, pero su madre no la había acompañado en ninguna ocasión. ¿Qué tenía de especial, aparte del roce diario en un pupitre hacía muchos años, la muerte de Laieta Casanovas?
Su tía estaba cabizbaja, ensimismada. Su madre seguía con la mirada los movimientos del cura delante del altar, desplazado de su posición original por el peligro de los posibles desprendimientos de la cúpula, con o sin ayuda de las Salabert.
El aire fresco que las había recibido al entrar en el recinto ya había sido inhalado y exhalado muchas veces por los asistentes. Nora sentía las axilas y la nuca húmedas y pegajosas. Movió un poco la cabeza para relajar el cuello y vio que algunas personas en los bancos aledaños no seguían la ceremonia, sino que tenían la mirada fija en su madre. Sí, la Lola, la bisnieta del indiano, la de los detectives, se dejaba ver de nuevo por allí. Recordó la mirada de su padre, su expresión de desconcierto cuando se quedó en la esquina; había visto de reojo que se moría por seguirlas.
De momento nada, papá. Un entierro como cualquier otro. Cincuenta y tres cabezas.
Aspiró profundamente el olor de los cirios y de las flores. ¿Por qué le agradaba tanto esa mezcla agria y dulce de humo y putrefacción? Casi a la vez, su madre y su tía cerraron los ojos e hicieron lo mismo. Cosas de familia, de las que no se aprenden, sino que se llevan dentro.
Terminó el entierro. Uno como cualquier otro en el barrio, en el que la gente que no acompañaba el féretro al cementerio se quedaba hablando en la explanada lateral de la iglesia y varios coches y taxis esperaban a los que seguían hasta el final. Una mujer se acercó a ellas para indicarles a qué coche podían subirse.
—Hasta aquí —dijo su madre, sajando el aire con un gesto de la mano.
Se despidió de ellas y cruzó la calle aprovechando que el semáforo de la plaza Orfila se había puesto en verde. Nora la vio alejarse con la urgencia de un submarinista al que se le agotan las reservas de oxígeno.
La tía Claudia, tal vez temiendo que echara a correr detrás de su madre como un cachorrito, se colgó del brazo de Nora y se dirigió con ella hacia el coche que las llevaría al cementerio.
Su padre iba allí todos los sábados por la mañana. Visitaba el nicho del abuelo Conrado y a Marc, enterrado en el ostentoso panteón familiar de los Obiols. Su madre nunca lo hacía. Ella tampoco. No le veía sentido.
Llegaron y entraron con el resto de la comitiva. Dejaron atrás el panteón Mayilyan, donde el hombre de mármol sentado en el banco con el brazo derecho apoyado en el respaldo de piedra esperaba desde hacía más de diez años a que alguien ocupara el hueco libre. El camino hasta el nicho de Laieta Casanovas les ahorró pasar por delante del panteón de los Obiols. El grupo marchaba silencioso entre dos hileras de nichos de siete pisos. El cura y los empleados del cementerio esperaban al lado del féretro la llegada de los asistentes rezagados. Se levantó entonces algo de brisa y el papel de celofán que envolvía los ramos de flores crujió como si hubieran perturbado a un enjambre de insectos que dormitaban al sol.
Nora avanzaba del brazo de la tía Claudia calculando las edades de los difuntos de los nichos hasta que una fuerte voz masculina pareció detener el viento y la agitación del celofán.
—¡No habrá tenido los santos cojones de dejarse caer por aquí!
Su tía se detuvo en seco y dejó que las personas que caminaban tras ellas las adelantasen.
Con los brazos en jarra delante del nicho abierto en la tercera fila, un hombre corpulento en los cincuenta se quitó las gafas oscuras y miró a su alrededor con expresión desafiante.
—Es Nico, el hijo mayor de Laieta —le dijo su tía en voz baja—. La de al lado es Martina, la hija.
Nora se fijó en una mujer voluminosa y algunos años más joven que el hermano, aunque, a juzgar por las pretensiones juveniles de la mecha magenta en el pelo, no lo llevaba bien. Miraba a todos lados con nerviosismo.
—¿Cómo sabes que es él? —preguntó a su hermano, mientras barría con la mirada el espacio entre las dos paredes de nichos—. ¿Dónde está?
Nora soltó el brazo de su tía y se acercó al grupo.
—¡Por allí! —El hijo de Laieta señaló hacia el otro extremo, donde otra pared de nichos perpendicular creaba una bocacalle—. Se ha asomado por allí.
Todos se volvieron para mirar en la dirección que señalaba su dedo y lo vieron echar a correr con la cara enrojecida por la furia.
—¡Nico, no! —le gritó la hermana.
Pero no lo frenó.
El viento despertó otra vez al papel de celofán, un coro de animadoras jaleando la carrera del hombretón sobre la gravilla.
—¿Qué quieres, hijo de puta? ¿Vienes a asegurarte de que está muerta para arramblar con todo lo que quede? ¡Te voy a aplastar, sanguijuela!
Dobló la esquina y desapareció. La hija se quedó firme mirando al féretro con los puños prietos y expresión de reproche.
—¿De quién hablan? —preguntó Nora en voz baja al aire.
—Supongo que del novio de la Laieta —respondió un hombre de la edad de su tía a su lado y soltó una risita malvada. Se le acercó un poco más para decirle al oído—: Se conoce que lo encontró por internet.
Otro de los asistentes le chistó.
—¡Más respeto, Xitu! No es el momento.
Por supuesto que lo era. Nora aprovechó el runrún general y los gritos indescifrables del hijo que llegaban desde el otro lado para decirle al tal Xitu:
—Ya veo que los hijos no están muy conformes.
—Es que parece que el «novio» le vació las cuentas. Y ni siquiera era un mozalbete, no. Parece que es un viejales como nosotros. Como yo. O como este —soltó ante la mirada furibunda del hombre que lo había regañado, y que se alejó ofendido.
Los empleados del cementerio, que habrían visto escenas más extrañas, permanecían impasibles, pero también tenían un horario. Uno de ellos preguntó a la hija:
—¿Qué? ¿Empezamos?
—Esperen a que vuelva el hijo —dijo el cura y, de esa manera, salió del estupor.
El viento no hizo aplaudir a los celofanes cuando, poco después, regresó el hijo respirando con agitación.
—¿Era él? —preguntó su hermana.
El hermano gruñó un «no» con la agresividad a flor de piel. El rostro estaba aún más enrojecido.
Nora se giró y vio que la tía Claudia se había quedado parada en el punto en el que la había dejado. Quería marcharse. Aunque a ella le habría gustado quedarse hasta el final, volvió a colgarse de su brazo y se alejaron del grupo.
—¡Qué pena todo, Norita!
—Sí, tieta.
Antes de llegar a la puerta del cementerio, vio a la derecha a un hombre que hablaba agitadamente con una empleada del cementerio. Señalaba el lugar del que venían y parecía describir con gestos una carrera, de lo que dedujo que debía de tratarse de la persona a la que el hijo de Laieta Casanovas había perseguido hacía unos momentos.
Salieron.
El cementerio, al otro lado de la avenida Meridiana, estaba encajonado entre grandes edificios modernos. Tras los sepelios, los de espíritu práctico podían hacer ahí mismo las compras en un Mercadona y decirse, mientras llenaban el carrito, que la vida seguía, aunque fuera tan absurda como el pan de molde sin corteza. Aquellos que, tras tomar conciencia de la brevedad de la existencia, sentían el impulso de celebrar la propia con algún derroche inmediato tenían El Corte Inglés a pocos metros y podían plantarle cara a la muerte con bombones belgas.
—¿Caminamos un poco? —dijo su tía.
Pasaron de largo de los coches que esperaban fuera, cruzaron el ardiente asfalto de los ocho carriles de la Meridiana y entraron en el barrio.
Ella pensó que a su tía le sentaría bien tomar algo dulce y la llevó a una pastelería de la antigua escuela, donde todavía hacían saras cargadas de mantequilla, la nata montada desafiaba la gravedad y el chocolate de los pasteles tenía tanto azúcar como cacao. Calorías sin disimulo, francas, sin excusas estéticas.
Se sentaron a una mesa desde la que podían ver a la gente pasando por la calle y, mientras su tía devoraba con ansia de funeral un trozo de tarta Sacher, Nora por fin le preguntó:
—Tieta, ¿qué es eso del novio de internet de la Laieta? ¿Tú lo sabías?
—Algo sabía, nena.
En la cabeza de Nora se abrió el bloc de notas.