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¿CUÁNTOS AÑOS TIENES? NO CONTESTES TAN RÁPIDO

Que las vueltas al sol no te hagan mayor.

RAFAEL GUZMÁN GARCÍA

Corría el mes de noviembre de 2010 cuando mi querido amigo y compañero Luis Palomeque y yo nos fuimos a México D. F. a dar unas conferencias. Una vez finalizadas estas, nos decidimos a pasar una semana en la selva de Chiapas, conviviendo con una comunidad indígena. Después de casi doce horas de autobús y unas cinco de camioneta, llegamos a la caída de la tarde a un minúsculo poblado situado en plena jungla. Pasamos la noche compartiendo cabaña que con unas enormes arañas que parecían vigilarnos desde el techo.

A la mañana siguiente tuve la oportunidad de conocer a una señora que por su aspecto parecía ser la más longeva de la comunidad; sin embargo, viéndola usar el enorme machete que portaba en su mano derecha con el que cortaba la maleza me hacía dudar que fuese muy mayor. Asestaba unos golpes de cuchillo con tanta energía y destreza que ni el más joven del lugar sería capaz de hacerlo de esa manera.

Tras conversar con ella durante un rato, me animé a preguntarle su edad. Su contestación me dejó petrificado y muy pensativo.

—¿Cuántos años tiene usted?

—Pues no lo sé, mi mamá y mi papá murieron cuando yo era muy muy pequeña y luego ya nadie me supo decir cuándo nací. Pero…. ¿qué más da? Cuando me tenga que morir, me moriré —me contestó.

Era la primera persona que conocía que no sabía su edad.

¡¡Menuda lección de vida me dio con esa contestación!!

Esas palabras me han retumbado en la cabeza durante muchos años. Con esa frase aquella sabia mujer me sacó de un plumazo del marco temporal en el que estamos inmersos por defecto y me hizo recapacitar mucho sobre esto.

¿Por qué y para qué necesitamos los humanos saber en cada momento los años que tenemos? ¿Por qué somos los únicos seres vivos que cuantificamos nuestra vida en periodos de tiempo? ¿Nos influye conocer la edad en nuestra actitud y longevidad? En realidad, ¿qué importancia tiene las veces que hayamos dado la vuelta al sol desde el nacimiento en relación con nuestra salud y hora de morir?

En marzo de 2024, el periódico El País publicaba la siguiente noticia: «Cáncer al alza a edades cada vez más tempranas: “En gente joven está aumentando y no se sabe por qué”»1.

¿Qué edad tenía? Esta es, en primera instancia, la pregunta que nos planteamos cuando nos enteramos de que alguien ha fallecido. Si el que se ha ido es alguien por debajo de ochenta años y ha sido como consecuencia de una enfermedad, nuestra tendencia es pensar o decir: ¿cómo es posible?, !!qué joven era!! Pero… ¿realmente era joven?

Quizás la edad cronológica no es un buen referente ni un buen predictor de nuestro estado de salud y senectud. Analicémoslo.

INTERRELACIÓN DE LOS SISTEMAS

Para que la vida de los seres más evolucionados de este planeta sea posible, es absolutamente necesario que coexistan tres grandes sistemas y que funcionen de manera coordinada, jerarquizada y con capacidad de adaptación instantánea al contexto que se esté viviendo. Sistema metabólico, inmunológico y nervioso son los tres protagonistas.

Filogenéticamente, el primero en aparecer en el escenario de la vida fue el metabólico. Este se encarga del suministro de energía. Sin ella no hay vida. Todo, en última instancia, es energía. La célula estrella de este sistema en nuestra especie es el adipocito. La grasa. En el organismo es sinónimo de energía. Sí, has leído bien, la grasa. Grasa saludable, no la de la bollería industrial ni la de los aceites vegetales como el de girasol, maíz, etc.

Los adipocitos almacenan, por tanto, energía en forma de grasa y participan en multitud de procesos vitales. Sin la grasa no sería posible la vida. El tejido adiposo es y se comporta como un órgano dinámico que libera diversas sustancias bioactivas como la leptina o la adiponectina y juega un papel fundamental en el equilibrio de nuestra energía, de los procesos inflamatorios y en la respuesta a estímulos ambientales2.

Su biorritmo y salud determinarán nuestra vitalidad. Por ello, no podemos pensar en vida humana sin un sistema metabólico que nos suministre energía según nuestros requerimientos de cada momento.

Por ejemplo, si me calzo las zapatillas y salgo a correr unos cuarenta y cinco minutos, mi sistema metabólico distribuirá la energía preferentemente hacia los músculos y el cerebro, que son los protagonistas durante la carrera. Si, por el contrario, estoy con treinta y nueve de fiebre porque estoy pasando una gripe, notaré que no tengo apenas fuerzas para caminar y solo me apetecerá estar en cama, ya que el sistema metabólico derivará casi la totalidad de la energía al sistema inmunológico para luchar contra los patógenos.

Pero la vida sin un sistema defensivo que nos proteja y luche contra los microorganismos y tóxicos que nos invaden —e incluso surgen en nosotros— no sería posible. El sistema inmunológico es la piedra angular de nuestra salud y sus funciones van mucho más allá de luchar contra patógenos.

Se encarga de localizar y destruir células defectuosas que puedan transformarse en cancerígenas, y determina gran parte de los comportamientos y de las decisiones que tomamos cada día. La elección de la pareja es un vivo ejemplo de ello. No, no son las curvas, la sonrisa, el color del pelo o un cuerpo bien proporcionado lo que en última instancia nos impulsa a escoger al padre o la madre de nuestros hijos. El sistema inmune, mediante el olor, es capaz de determinar la genética inmunitaria de la persona que tenemos delante y despertarnos una atracción incontrolable hacia ella3. Como especie, buscamos aparearnos con personas que posean una genética significativamente diferente a la nuestra. Esto permite que los descendientes hereden un sistema inmunológico robusto, capaz de combatir de manera eficaz cualquier invasor, asegurando así que sean lo más saludables y fuertes posibles.

Cuando vayas a una perfumería y te decantes por una fragancia, no seas iluso, esa decisión no ha sido tuya, ha sido del inmune. El olfato podemos decir que es una prolongación del sistema de defensa. ¿Te has parado a pensar que es lo que haces cuando vas a comer algo que nunca has probado o que su aspecto no es muy adecuado? Como si fuésemos un animal, olemos todo aquello que vamos a ingerir y si al señor inmune no le agrada, ni lo probamos.

No es casualidad que al nacer, a diferencia del resto de sentidos, contemos con un sistema olfatorio totalmente maduro.

Nacemos oliendo a nuestros padres y a nuestro entorno para ir estableciendo una buena inmunotolerancia. Es decir, comenzamos a diferenciar lo propio de lo ajeno para no tener así respuestas inmunitarias indeseadas como ocurre en las enfermedades autoinmunes.

¿Serías capaz de cepillarte los dientes con el cepillo de una persona que no conoces? No hace falta que me contestes, sé la respuesta. Es más, estoy seguro de que he provocado una expresión de asco en tu cara al leer esto. En efecto, la emoción de asco es también inmunitaria.

El sistema inmune es el que genera también los síntomas de nuestras enfermedades. Por ejemplo, no sentiríamos dolor ni sufriríamos inflamación en la espalda, rodilla, cadera o el intestino si el sistema inmune no estuviese activo en dichos tejidos. La fiebre, el dolor de tripa y la diarrea que sufres cuando tienes una gastroenteritis, ¿quién crees que te la genera?

Enfermamos cuando el sistema inmunológico es superado por microorganismos, células cancerígenas o cuando se desregula y nos ataca a nosotros mismos. También puede fallar al no responder adecuadamente a diversas agresiones. Cuando este sistema de defensa se activa, produce sustancias que pueden causar daños significativos. Esto es comprensible, ya que su objetivo principal es eliminar a los invasores lo más rápido posible. Su enfoque podría describirse así: «Ataco sin miramientos, destruyendo todo lo que encuentro a mi paso. Luego, repararemos los daños, pero el invasor habrá sido eliminado».

Es por ello que cuando diagnostican a alguien una enfermedad autoinmune, por ejemplo, una artritis reumatoide, lo primero que hace el reumatólogo es mandarle fármacos inmunosupresores, es decir, que inhiben o anulan su acción, porque de lo contrario este no dejaría de producir sustancias inflamatorias, radicales libres, etc., que literalmente destrozarían las articulaciones. Esta forma de atacar de manera indiscriminada es llevada a cabo por un grupo de células, como los neutrófilos, basófilos y eosinófilos, que forman parte del sistema inmunológico innato. Este destacamento de células actúa como la primera línea de defensa frente a cualquier agresión.

En paralelo, otras células del sistema inmunológico adaptativo trabajan para producir anticuerpos y sustancias citotóxicas, proporcionando una respuesta más específica y dirigida contra los invasores. Podemos decir que estos últimos son los cuerpos especiales de seguridad, los geos, y están especializados en aniquilar un bichito o una célula en concreto.

El número de células que componen ambos subsistemas —innato y adaptativo— y su eficacia de acción, determina nuestra salud y velocidad de envejecer. ¿Te imaginas tener a un sistema inmune, aunque sea parcialmente, activo durante años gastando recursos y destruyendo tejidos? Pues no pienses que esto es algo difícil de ver, todo lo contrario. No creas que solo los bichitos activan al sistema inmune. Ojalá fuese así de fácil.

Podemos tener un sistema inmune activo por tener un microbioma inadecuado, por consumir continuamente xenobióticos, es decir, conservantes, colorantes, saborizantes, espesantes… y todo lo que acompaña a la comida rápida y procesada, por tener un intestino que haya perdido su permeabilidad selectiva y permita el paso de sustancias inapropiadas al torrente sanguíneo o incluso por conflictos psicoemocionales. ¿O crees que sentirte culpable de algo o el sentimiento de soledad no afecta al sistema inmune? Pues siento decirte que sí y mucho4. Por tanto, el sistema metabólico y el inmune son dos piezas claves en nuestra salud y ritmo de envejecimiento.

El tercero en entrar en juego en este escenario de la vida humana es el sistema nervioso, y la neurona es su célula estrella. Fue la última en aparecer, pero cogió las riendas de la fisiología.

Si no hay patología ni desequilibrio de ningún tipo, el cerebro es el número uno en la jerarquía de los sistemas. Él es el que tomará las decisiones con buen criterio en el reparto de energía y la activación del sistema inmune cuando todo funciona correctamente. Estos tres —metabólico, inmunológico y cognitivo— tienen un denominador común. Su egoísmo. Los podemos definir como egoístas porque en caso de disfunción, cada uno de ellos intentará reclutar toda la energía que sea posible para su reactivación y beneficio dejando al resto de órganos y tejidos desabastecidos de combustible, cosa que se traduce en síntomas y en el origen de muchas enfermedades. Te pongo un ejemplo para que termines de integrar este concepto que es de suma importancia.

Si tenemos un sistema inmune continuamente activo, bien sea de forma leve o potente, el consumo de energía se incrementa y él pondrá en marcha estrategias para obtener energía e intentar solventar el problema que ha generado su activación. Una de estas estrategias es descomponer proteínas para transformarlas en glucosa y así disponer de combustible. En realidad, lo que transforma no son las proteínas, son los aminoácidos, es decir, los ladrillos de los que están formadas las proteínas. Así, si el sistema inmune se dedica a usar el triptófano para obtener glucosa, el sujeto podría sufrir una depresión, ya que el triptófano es el precursor de la serotonina. Si utiliza la valina, leucina o la isoleucina, serán los músculos los que se vean comprometidos y en ese caso el sujeto podrá sufrir roturas musculares o una atrofia muscular. ¿Ahora comprendes por qué cuando estamos enfermos y permanecemos en la cama unos días perdemos masa muscular? Y no pienses que perdemos poca, hasta un 17,7 % del cuádriceps en diez días5. Por tanto, dependiendo del aminoácido que use el sistema inmune, la persona sufrirá una patología u otra. Este mecanismo, como he mencionado, puede ser sutil y largo en el tiempo o súbito y muy potente como ocurre en caso de una infección.

Cuando es leve la activación, por ejemplo, cuando tenemos un intestino con la permeabilidad alterada, el sistema inmune va descomponiendo continuamente tejidos que le vayan suministrando glucosa o que los pueda transformar en esta. Un caso típico es la descomposición de los cartílagos de la rodilla o cualquier otra articulación, cosa que los pacientes solventan tomando colágeno con ácido hialurónico. ¿Y qué crees que es esto? Pues cadenas de aminoácidos y un polisacárido fácilmente convertible en carburante para el sistema inmune. Así que, si tienes cincuenta años y estás tomando colágeno para las rodillas o articulaciones, en general, no le achaques esos dolores a la edad porque casi con toda seguridad la respuesta no esté ahí. Lo más probable es que el sistema inmune esté en modo egoísta y está robándote el cartílago. La solución, por tanto, es identificar por qué ocurre esto y frenarlo. Mientras, por supuesto, toma colágeno para que al menos no te siga destruyendo tejido.

Es importante resaltar que existe una continua comunicación entre los tres sistemas a través del neuroendocrino —hormonas—, de tal manera que el cerebro debe de estar al tanto de la cantidad de energía que tenemos almacenada y cuánta podemos gastar y distribuir a cada órgano y tejido. Igualmente está informado en todo momento de la respuesta inmunitaria gracias a las moléculas que liberan las células de este sistema cuando se activan.

El problema radica, como siempre, en que nuestro estilo de vida genera alteraciones en la comunicación entre los tres sistemas. Como decía Paracelso, la dosis hace el veneno. Si no tenemos una vida intermitente que respete las normas de señalización neuroendocrina, generaremos trastornos. Con una vida intermitente me refiero a tener periodos de activación y de reposo en todas nuestras actividades y necesidades. Por ejemplo, a comer y ayunar, hacer ejercicio físico y descansar, pasar frío y calor, etc. Vivir en plena meseta es hackear y trastornar la comunicación entre estos tres grandes comandos del organismo.

Es fácil imaginar que, si el sistema metabólico se deteriora, afectando tanto la producción como la distribución de energía, la salud y la longevidad podrían verse comprometidas y el cansancio lo tendremos asegurado. De manera similar, si el sistema inmunológico envejece y comienza a fallar, nos encontraremos completamente desprotegidos frente a enfermedades y el deterioro físico. Y, por supuesto, si la mente y las funciones cognitivas se deterioran y pierden la capacidad de coordinar y controlar las acciones de estos tres sistemas, el envejecimiento y la muerte podrían adelantarse. Por tanto, las edades metabólica, inmunológica y cognitiva tienen un impacto mucho más significativo en la salud que la edad cronológica. Pero ¿es posible medir estas edades? ¿Lo dudabas? Hablaremos de ello con más detalle en el siguiente capítulo.

LA ERA DE LA CUANTIFICACIÓN

Los seres humanos nos hemos obsesionado en los últimos años con medir y cuantificar todo. Parece que, si no vemos números, no reaccionamos. El cerebro, para poder estimar algo, necesita tener una referencia.

En la antigüedad nos movíamos por sensaciones —teleoanticipación—, por el instinto y el sentido común. Hoy han cambiado las tornas. Hemos delegado todo en dispositivos y máquinas que se encarguen de cuantificar las sensaciones y prestamos mayor atención, en la mayoría de los casos, a estos aparatos que a la propia interocepción que recluta información de todos nuestros órganos y sistemas desde que nacemos, los integra y los relaciona con experiencias previas vividas y nos da una respuesta. Es decir, el cerebro cuenta con un big data personal para darnos información veraz sobre nuestro estado. Más personalizado imposible. En mi caso, mi cerebro lleva cincuenta y dos años recogiendo datos sobre mi glucosa, sodio, potasio, tensión arterial, ácido úrico, tensión de mis ligamentos, mis músculos, las sensaciones del aparato digestivo, del respiratorio… y relacionándolo con situaciones que he vivido, momentos de estrés, alimentos que he comido y un largo etcétera. Sin embargo, lo desestimamos.

Te pongo algún ejemplo. Son muchos los pacientes que después de evaluar sus vidas les recomiendo que han de corregir ciertos hábitos porque sus niveles de glucosa estimo que deben ser altos debido a la ingesta frecuente de pasteles, arroz, patatas o pan blanco, su sedentarismo o la falta de sueño. La gran mayoría de ellos presentan síntomas asociados a resistencia a la insulina como cansancio, ronquidos nocturnos, bajada energética brutal después de las comidas, aparición de verruguitas pequeñas en las axilas o en el cuello etc. Les advierto de que esto puede generarles verdaderos problemas de salud e invierto tiempo en explicarles las repercusiones negativas que esto conlleva sobre el sistema cardiovascular, el perfil hormonal, el tejido muscular y que es factor de riesgo para muchas enfermedades. Y en muchas, muchísimas ocasiones, me percato de que la información que les estoy dando no les cala. Ni pestañean. En esos casos, paso al plan B: les aconsejo una analítica.

Cuando ven la glucosa a 135 en ayunas y el asterisco correspondiente en dicha analítica, se les desfigura la cara y ya se ponen firmes, y me dicen:

—Rafa, dime qué tengo que hacer para bajar esto.

Por favor, escuchemos al cuerpo. Piensa que una analítica es una foto que tomamos de lo que está ocurriendo en la sangre de ese brazo a esa hora que se ha extraído la sangre, en ayunas y por la mañana temprano. Pero es eso, una foto. No es una película que refleje el estado de todos los tejidos a lo largo de todo el día, después de comer, discutir con tu vecino o haciendo deporte. ¿O nunca has oído el típico comentario de «es que no entiendo cómo le ha aparecido un cáncer a mi hermano si se hizo una analítica hace nada y estaba todo normal»?

No me malinterpretes, con esto no estoy diciendo que las pruebas complementarias no tengan valor, tienen mucho y salvan muchas vidas, pero como su nombre indica, son complementarias.

Un diagnóstico siempre debería estar basado en una anamnesis profunda, una exploración física y el apoyo de las pruebas complementarias.

En nuestro día a día, tenemos que aprender a escuchar al organismo, hacer una introspección cada poco tiempo y valorar de manera objetiva el tipo de vida que llevamos y relacionar sensaciones corporales y orgánicas con vivencias y emociones. Casi sin miedo a equivocarme el cerebro nos informará de si vamos por buen camino o mejor vamos a buscar ayuda.

Vivimos en la era de la cuantificación. Lo medimos todo. El reloj nos dice los pasos que damos cada día, el sueño ligero que hemos tenido esa noche, las calorías que hemos consumido durante la carrera de la mañana, el coche nos calcula los kilómetros que nos separan del destino y nos mide el tiempo que invertiremos en recorrer esa distancia. En la ecografía que les hacen a las mamás embarazadas se cuantifica la distancia que hay entre la cabeza y las nalgas del bebé en el plano sagital —longitud céfalo-nalgas— o la translucencia nucal y atendiendo a esos números nos predicen si el bebé crece a un ritmo adecuado o si hay posibilidad de sufrir anomalías cromosómicas. Y yo me pregunto, ¿todos los bebés crecen al mismo ritmo?, ¿los hábitos de la madre influyen en el crecimiento del feto? Pues evidentemente los hábitos de la madre sí que influyen y mucho6, 7. Por tanto, antes de que un valor o la cifra de una prueba complementaria siente cátedra y nos sumerja en una espiral de pensamientos negativos, por favor, apliquemos el sentido común y no nos dejemos llevar por unas mediciones estáticas tomadas sobre un organismo extremadamente dinámico como es el nuestro. Eso no puede ser un diagnóstico. El cuerpo ajusta constantemente los niveles de glucosa, magnesio, calcio, testosterona o colesterol, entre otros, para adaptarnos a las circunstancias que estamos viviendo.

Querido lector, el problema de este sistema de cuantificación universal es que hay que establecer unos valores de referencia. Valores que se establecen en relación con lo estadísticamente frecuente. Frecuente no es sinónimo de óptimo ni saludable. Por desgracia, el grueso de nuestra sociedad no tiene unos hábitos de vida adecuados, por lo que los valores de referencia en la mayoría de los casos no se ajustan a lo que deberían de ser unos rangos fisiológicos evolutivos. Según la OMS el 60 % de la población mundial es sedentaria y el 80 % de los adolescentes no cumplen con los requerimientos mínimos de actividad física8. Esto es solo el botón de muestra de las costumbres que imperan en nuestras sociedades industrializadas.

Me preocupo cuando, en un análisis de sangre, por ejemplo, no se destaca un nivel de glucosa en ayunas de 109 mg/dL, considerando que el límite superior es 110 mg/dL. Si una persona tiene un nivel de glucosa en ayunas de 109 mg/dL y luego se zampa una pizza seguida de un helado de turrón, a esto se le suma que lleva tres meses sin hacer ejercicio y duerme un promedio de seis horas por noche, ¿qué podría suceder a medio plazo? Lo más probable es que desarrolle una diabetes tipo 2 de forma silenciosa. En ese 109 debería haber un asterisco. Eso sería una medicina preventiva y no reactiva.

¡AVISO!

Sí, aunque no lo creas ya han pasado 35-40 minutos desde la última vez que te moviste.

¡Toca levantarse y hacer unas sentadillas o cualquier ejercicio que te motive!

Te espero de vuelta en dos minutos ;)