La teoría y la práctica
Los ángeles que nos rodean
Solo un ser humano
Ver al Señor del Hierro trabajando era todo un espectáculo, algo tremendo. Solo existía otra mente en toda la galaxia conocida que pudiera orquestar una guerra masiva como él, y dicha mente estaba detrás de las murallas monolíticas que trataban de derribar.
«Bueno, una mente o dos», pensó Ezekyle Abaddon. Una o dos, o tal vez tres. Y una de ellas podría estar allí mismo, en la plataforma, viéndolo trabajar. Pero había que reconocerle el mérito al primarca de la Cuarta, porque lo hacía con más estilo que nadie.
Si bien los otros estaban a punto de seguir avanzando para acercarse, Abaddon alzó una mano para detenerlos.
—¿Qué pasa? —preguntó Horus Aximand—. ¿Te da miedo que vayamos a desconcentrar al cabrón ese? ¿Que le echemos los planes por tierra?
Tormageddon se echó a reír. Los miembros del Mournival y el Señor del Hierro no se tenían en muy alta estima y la guerra había provocado que mucho rencor saliera a flor de piel. Sin embargo, tenían que hacer a un lado aquellos problemas, al menos por el momento, porque tenían una sola meta que cumplir, una que los unía, y el Señor del Hierro era el amo de la esfera de batalla.
—Hará falta algo más que verte para que se desconcentre —le dijo Falkus Kibre al Pequeño Horus. El Enviudador hizo una pausa y puso una mueca burlona en dirección a Aximand—. Aunque no sé yo, con esa cara…
—Haced el favor de callar —dijo Abaddon en voz baja—. Quería verlo trabajar por un momento. Es impresionante, y mucho.
Sus hermanos del Mournival se encogieron de hombros y le permitieron el capricho, de modo que se quedaron de pie y observaron con él.
Habían llevado un formidable trono flotante a la plataforma. El Círculo de Hierro, seis autómatas de batalla colosales que jamás se alejaban de Perturabo, hacían de guardias a su alrededor, tan quietos y atentos que parecía imposible. Rompeforjas, el martillo de guerra enorme del Señor del Hierro, reposaba con la cabeza hacia abajo en una plataforma gravitatoria junto al trono.
Desde los reposabrazos y reposapiés amplios del trono flotante, unas placas hololíticas estaban montadas en servobrazos manchados de hollín que lo rodeaban por tres lados: a la izquierda, a la derecha y por delante. Se trataba de dieciocho pantallas activas, con datos en cascada, que parpadeaban con imágenes tomadas deprisa en los campos de batalla de más abajo. El Señor del Hierro quedaba iluminado por su brillo, inmerso en su observación. Estaba encorvado, como un ogro ataviado en unas placas metálicas enormes de antracita mate que se le antojaban capaces de resistir un asedio entero por sí mismas y cuya superficie fría parecía perspirar una película de aceite para armas. Los servocables y los conductos de alimentación le rodeaban el cráneo como si de trenzas se tratasen, le cubrían las orejas y le surgían de la nuca, las mejillas y la barbilla, de modo que muy poca parte del rostro del primarca seguía siendo visible. El manojo de cables le confería la apariencia de Medusa de las historias antiguas, con su cabello de serpientes retorcidas.
Movía la cabeza de pantalla a pantalla y pasaba los dedos a toda prisa por las superficies hápticas del trono para ajustar, eliminar, desplazar e impulsar. Y escribía la historia con cada gesto.
Perturabo, el Señor del Hierro, el duodécimo hijo encontrado, el hijastro de Olympia, primarca de la IV Legión, planificador de guerras, maestro del arte del asalto, derribador de muros, demoledor de fortalezas, destructor de mundos. Los asedios eran su arte, donde más brillaba su genio. Los había ayudado a llegar adonde estaban, a atravesar los bastiones del sistema planetario mejor defendido de todo el espacio real, a superar las defensas orbitales del mundo más protegido de todos, a cruzar sus murallas hasta presentarse en la puerta de su padre genético.
El primarca era capaz de captar todos los microdetalles del escenario a la misma vez, aunque solo a través de las pantallas que lo rodeaban y de las entradas de datos que le llegaban a la cabeza. No se percataba del mundo real, de lo que tenía a poquísimos metros del trono que ocupaba.
«Es espectacular», pensó Abaddon. «Mi señor Perturabo, el duodécimo primarca, está tan sumido en lo que hace que se le pasa algo por alto. Es algo asombroso de ver en un día como hoy.» Aunque seguramente era por aquello que se le daba tan bien lo que hacía: por su atención intensa, su concentración absoluta, su enfoque diligente y obsesivo para procesar datos, destilarlos y tomar decisiones paso a paso para cumplir su meta.
O sus dos metas, tal vez. Las órdenes del Señor de la Guerra, por descontado, eran la prioridad más alta en lo que debían conseguir, la primera meta, la más importante: debían capturar el Palacio. Sin embargo, también estaba la ambición del propio Perturabo, dura como el hierro: vencer al hermano del que se había distanciado, Dorn, para conseguir el mayor premio de todos, la respuesta a la pregunta que había generado celos y rivalidad desde los primeros días: objeto inamovible, fuerza imparable… ¿Cuál de los dos acaba cediendo cuando se encuentran?
A juzgar por lo que veía, a Abaddon le parecía que la apuesta más segura era la fuerza imparable. Echó un vistazo a lo que el Señor del Hierro no lograba valorar, de obcecado que estaba. Se hallaban en una plataforma de aterrizaje a medio camino por la montaña artificial del espaciopuerto de la Puerta del León, un objetivo que habían sudado la gota gorda para conseguir hacía cinco días. El espaciopuerto, herido pero todavía con capacidad suficiente para operar, estaba lleno de ajetreo. Las plataformas de transporte de masa y las elevadoras soltaban tropas y vehículos hacia los niveles de la superficie. Además, aquel edificio inmenso también estaba poseído: Abaddon oía y notaba las risotadas y siseos de los Nuncanatos que se formaban en torno a la estructura del espaciopuerto, donde adquirían forma y fluían como el aceite, como una grasa rancia, hasta llegar a la ciudad de más abajo.
Cada ciertos momentos se producía una vibración transmitida desde kilómetros más arriba, cuando otra nave de guerra enorme rozaba las anillas de aterrizaje y se fijaba en el lugar que le correspondía. El humo ascendía en columnas gruesas y soplaba desde la estructura de la base y las afueras, donde la batalla seguía activa. No obstante, Abaddon alcanzaba a ver más que de sobra: el corazón enorme y colosal de la Barbacana Anterior se desplegaba por abajo, junto con sus torres y fortalezas, sus calles e incendios. A doscientos kilómetros al suroeste aparecía la silueta lejana de la ciclópea Puerta del León y sus anillos implacables de paredes concéntricas y puertas secundarias, delante de la extensión protegida del Sanctum Imperialis, borrosa por la niebla cinérea. Era una cadena de montañas lejana, sí, pero estaba más cerca que nunca.
Más abajo, a cientos de metros, los campos ardían: las zonas quemadas, ennegrecidas y destrozadas de alrededor del puerto, unas vías que antaño habían sido la majestuosa entrada de la ciudadela más enaltecida del Imperio. Un millón de incendios se esparcían como carbones derramados, acompañados de cuerdas de humo, del destello de la artillería pesada y del pulso eléctrico de las armas principales de los vehículos. Las naves de transporte y de asalto sobrevolaban la zona a toda velocidad como aves que se juntaban en bandadas. Eran los últimos vuelos en espiral de su larga migración hasta su hogar.
Abaddon se quedó admirando el paisaje. Era más de lo que se había llegado a imaginar, y eso que se lo había imaginado mil veces. Se quedó admirando el paisaje y luego a Perturabo, metido en su cárcel de datos, solo para volver a mirar hacia fuera. La teoría y la práctica, una al lado de la otra.
Era en la práctica, en la ejecución, donde vivía el corazón de Abaddon. Como era normal, admiraba el genio de Perturabo, aquel arte de virtuoso que había hecho posible todo lo que habían conseguido, pero era algo demasiado distante. Cuando por fin se hiciera con el triunfo, y así iba a ser, ¿lo haría mediante el roce de otro control háptico? ¿Haría el gesto para dar una última orden y sabría que ya había acabado, momento en el que por fin podría alzar la vista hacia la realidad que había forjado?
Así no era como funcionaba Abaddon. Para él, un final de verdad solo se producía con una estocada, no al pulsar un botón. Las espadas y el temple les habían hecho ganar la cruzada e iban a conseguir aquella victoria también, no la teoría.
Ni la magia de la disformidad. Ni las criaturas nauseabundas que soltaban alaridos al manifestarse en el espaciopuerto o que habitaban el cuerpo de hermanos queridos como si fueran una prenda de segunda mano. Aquella guerra del fin se estaba decidiendo por los métodos nuevos en una medida demasiado grande y Abaddon se fiaba más de los métodos de siempre.
La compuerta de un carguero de transporte chirrió al abrirse por detrás de él y unos pasos resonaron por la cubierta.
—¿A qué esperáis? —preguntó el señor Eidolon.
Abaddon miró de reojo al campeón de la III Legión. El grupo de Eidolon le seguía los pasos, unos legionarios retorcidos y estrambóticos con su armadura mejorada y aumentada. El rostro de los marines, así como el cuerpo entero en el caso de algunos de ellos, se había deformado en gran medida, y el esquema de color que habían adoptado hacía doler los ojos. Eran los mejores de los guerreros del Fénix, los Emperor’s Children, con su aspecto grotesco y sus decoraciones excesivas. Cabrones altivos. ¿Por qué habían conservado el nombre de su legión? ¿Acaso se seguían considerando hijos del Emperador o Fulgrim temía ofender a su padre? Los nombres se podían cambiar y había cierto honor en el proceso. Cuando así lo exigieron los nuevos tiempos, los lobos de antaño se habían convertido en hijos de un padre mejor, del Señor de la Guerra.
—No sé, ¿por respeto? —propuso Abaddon.
—Y tenemos muy buenas vistas también —añadió Horus Aximand.
—¿Respeto hacia qué? —preguntó Eidolon. Tenía una voz antinatural, transformada de forma sónica. Miró a los cuatro guerreros del Mournival y a la fila de exterminadores Justaerin de armadura negra y bruñida que formaban una guardia de honor a sus espaldas. Abaddon casi llegó a oler el desdén que experimentaba el otro legionario y la cara que puso este indicaba el lugar que le dedicaba en su corazón a la XVI Legión. Uno lleno de desprecio—. Hay cosas que hacer.
—Soy consciente de ello —dijo Abaddon.
—Mi querido señor cada vez tiene más…
—¿Más pechos en ese cuerpo deforme que tiene? —lo cortó Aximand. Kibre dejó escapar una risita.
—No lo provoques, Pequeño Horus —dijo Abaddon, sonriendo por mucho que no quisiera—. Nuestro señor Perturabo podría perder la concentración si nos ponemos a batallar contra nuestros hermanos mientras se encarga de sus tareas. —Miró a Eidolon—. Además, podríamos abollarle esa armadura preciosa que tiene. Y sería una lástima.
Acarició la hombrera de decoración extravagante de Eidolon con los dedos y este le aferró la mano para detenerlo, con mucha fuerza, y le devolvió la sonrisa.
—Me alegro de que todavía podamos divertirnos así —dijo Eidolon—. Es como un tónico para las dificultades que nos aguardan. Siempre me lo paso bien con vuestras payasadas juveniles.
No dejó de sonreír en ningún momento. Tenía unos dientes perfectos, como marfil suave, y un rostro que ya no lo era tanto: era como una parodia pintada de los rasgos humanos que se había colocado como una careta de carnaval. Unos sacos con volantes respiraban a ambos lados de su garganta. —Lo que intentaba decir —continuó con su voz modulada de forma extraña, como si un alarido ultrasónico y agudo se asomara desde detrás de las palabras—, si me hubierais dejado terminar, es que mi querido señor está harto de tanto retraso. Está impaciente, casi intranquilo. Es una tragedia verlo. Ya no…
—¿Ya no es como era? —propuso el Pequeño Horus.
Eidolon soltó una carcajada forzada por buena educación.
—Ah, cómo te gusta jugar, Pequeño Horus. Sí que ha cambiado, ¿acaso no hemos cambiado todos? ¿No hemos alcanzado la gloria? Incluso los de vuestras propias filas sin importancia.
Miró a Tormageddon, quien seguía con la mirada perdida en el trono flotante. Algo ronroneaba en su interior y un fluido se le caía de los labios cortados que tenía. Abaddon lo miró de reojo; ya no era como había llegado a ser, porque la muerte y la resurrección tenían su precio. El cuarto miembro del Mournival, un ser corpulento, no era Tarik Torgaddon, quien antaño había sido de los mejores legionarios, ni tampoco Grael Noctua, cuyo cuerpo había cogido prestado. Por perturbador que resultara, había partes de ambos hombres en los rasgos del guerrero, solo que también había otra cosa, algo más enterrado que le estiraba y le retorcía la cara hasta volverla una imitación hinchada. A Abaddon no le gustaba lo cerca que estaba Tormageddon ni que formara parte de aquel cuarteto. Lo soportaban como harían con una cicatriz: era el coste de los negocios en los que se metían. Fuera lo que fuese que viviera dentro del cuerpo y la armadura de Tormageddon, Abaddon no tenía ningunas ganas de conocerlo mejor.
—Sí que hemos cambiado —dijo y apartó la mano del agarre de Eidolon.
—Mi señor Fulgrim está cada vez más impaciente. Creía que esto iba a ser una sesión de planificación. Me ha mandado a veros para proponer que aceleremos el ataque. Ahora que ya hemos hecho descender las máquinas de guerra, podemos montar un asalto frontal completo contra la Puerta del León. Partamos el Sanctum hasta abrirlo y dejémonos ya de prolegómenos.
Abaddon soltó un suspiro.
—Eidolon, no me gusta nada estar de acuerdo contigo y con los deseos de tu señor.
—¿Lo dices en serio? —repuso este.
—Ya sabes cómo debe dolerme admitirlo —dijo el otro.
—Me alegro de que podamos llegar a un acuerdo —admitió Eidolon—, para que dejemos de lado nuestras peleas triviales y estemos todos en el mismo bando. Al fin y al cabo, la guerra es lo más importante.
—Me encanta burlarme de ti —dijo el Pequeño Horus—, pero no es el momento ni el lugar. El Señor de la Guerra quiere que capturemos Terra y no pensamos decepcionarlo con más retrasos. Todos servimos al Señor de la Guerra.
—Así es —respondió Eidolon tras una pausa demasiado larga.
—Todo eso está muy bien —interpuso Falkus Kibre—, pero la sugerencia de tu señor Fulgrim caerá en saco roto.
—¿Y eso por qué, Kibre? —preguntó Eidolon, con un sollozo agudo que resonaba en cada sílaba.
—Porque hay un plan en marcha —explicó—. El Señor de la Guerra ha declarado sus objetivos con mucha claridad y el Señor del Hierro los está ejecutando. Tenemos que capturar los puertos, hacer aterrizar a la hueste, arrasar la ciudad y luego tomar el Palacio. Es un empeño metódico, a la vieja usanza.
—Esto no es ningún empeño —se rio.
—Sí que lo es —dijo Aximand.
—¿Cómo? ¿Es que estamos… sometiendo a Terra? —se rio Eidolon.
—Pues sí —empezó Abaddon—. Puede que sea el Mundo del Trono y que sea un empeño poco común, pero es lo que hemos hecho siempre: reprimir y conquistar planetas que van en contra de los intereses del Imperio.
—Veo que vas en serio —dijo Eidolon.
—Alguien tiene que hacerlo —repuso Abaddon.
—La propuesta del señor Fulgrim de un asalto completo y centrado es tentadora —interpuso Kibre—, pero recibirá una negativa. Va en contra de las instrucciones del Señor de la Guerra y de los planes del señor Perturabo.
—Además, la égida del Sanctum Imperialis sigue intacta —añadió Abaddon—. Tanto los escudos del vacío como la protección telaetésica. El proceso en el que nos sumimos es un combate de desgaste para arrebatarles la protección. Hasta que no sea así, no podremos organizar un asalto completo y centrado porque nuestros elementos Nuncanatos no podrán participar. «No me creo que esté defendiendo ese aspecto», pensó Abaddon.
«No podemos liberar a nuestros demonios. ¿Desde cuándo una guerra depende de eso?»
Eidolon miró en dirección a Perturabo.
—Propongo que comencemos ya con la reunión y se lo contemos al poderoso Señor del Hierro, a ver qué opina.
—Tú primero —dijo Abaddon.
Tal como se había imaginado, el Señor del Hierro no aceptó la propuesta de Eidolon. Sin embargo, tampoco se enfadó por ella, que es lo que se había esperado, por mucho odio que albergara el primarca hacia los Sons of Horus y los Emperor’s Children. Las rencillas sin importancia ya no tenían cabida en su mente; parecía que estaba en su elemento y disfrutaba de cada instante de un juego que llevaba años imaginándose sin cesar. Bajó del trono flotante para hablar con ellos, mirándolos desde arriba, y consideró los comentarios de Eidolon con una actitud sobria pero cordial. Lo alabó, y por extensión a su primarca, por el entusiasmo que demostraban. Tenía una mirada feroz, llena de vida, ansiosa por mostrarles la belleza y la ingeniosidad complejas de su gran estrategia. Inclinó algunas de las pantallas del trono para poder describir ciertos patrones y detalles tácticos.
—Nunca lo había visto tan… feliz —susurró Horus Aximand—. Eso es lo que es, ¿no? Así es como el Señor del Hierro muestra la felicidad.
—Como un grox en el barro —asintió Abaddon—. Ha nacido para esto.
Y sí que era bello. El resumen que les dio Perturabo, con un conocimiento de los datos informal pero absoluto y una expresión sutil de la estrategia de campo (ajustando una parte por una razón, prediciendo otra y concibiendo la esfera de batalla cincuenta movimientos por delante) fue como ver a un gran maestro del regicidio. La opinión que tenía acerca de los dones del Señor del Hierro llegó a un nivel de respeto y asombro incluso mayor. Era el más adecuado para llevar a cabo aquel empeño, el más importante de todos, porque nadie podía acercarse siquiera a hacerlo mejor. Acabó tomando notas mentales de todo, fascinado por el plan que desplegaba Perturabo.
—Gran señor —dijo, señalando—, allí, al sur. Lo habéis mencionado de pasada, pero parece una oportunidad valiosa. ¿No la implementaréis?
El Señor del Hierro lo miró y casi sonrió. Tenía unos ojos que eran fosos oscuros, aunque unos puntos de luz relucían en ellos, unos soles lejanos.
—Veo que eres astuto, hijo de Horus. Muy pocos gozan de la agudeza mental necesaria para percatarse de la elegancia que tiene eso. Por desgracia, no cumple con el enfoque que ha ordenado tu padre genético, por lo que me veo obligado a tenerlo de reserva por el momento. No me arriesgaré a sufrir la ira del Señor de la Guerra al desviarme de sus deseos. Sin embargo, en el caso poco probable de que Dorn demuestre poseer una última chispa de astucia y consiga defenderse en el último momento, es una jugada que puedo aprovechar.
—Lástima, mi señor —se lamentó Abaddon.
—No lo veo —interpuso Eidolon—. ¿De qué habláis?
—Da igual —contestó Abaddon—. Tú hazme caso, es una lástima.
Un brillo de luz enfermiza los iluminó a todos y unas siluetas altas se solidificaron en los campos de teletransportación que había en la plataforma cercana: Ahriman de los Tousand Sons, con su aspecto real e impasible, acompañado de guerreros iniciados; Typhus de la Death Guard; tres archimagi del Dark Mechanicum; Krostovok, el comandante interino del pequeño contingente de los Night Lords activo en Terra, y cuatro señores militantes de la hueste del Ejército Traidor.
—Veo que ya estamos todos por fin —dijo Perturabo—. Os informaré para que podáis comunicar mis directivas a vuestras respectivas tropas.
En el Límite Gorgona, nueve horas de bombardeo ininterrumpido llegaron a su fin de repente, como si alguien le hubiera dado a un interruptor.
Halen pulsó un interruptor de verdad, una señal neuronal que desactivó los sistemas de supresión de ruido en su casco. Todavía se sentía sordo, como si le hubieran reventado los tímpanos, pero se percató de que se oía a sí mismo moverse, el roce de la ceramita conforme salía del recinto blindado.
—Estad atentos —dijo.
Los visores cubiertos de polvo de sus hermanos de los Imperial Fists lo observaron. Hizo un gesto con una mano: «Activad el audio». Los demás se movieron.
—Estad atentos —repitió cuando vio que ya lo podían oír—. Sabemos lo que viene a continuación.
Halen atravesó las cortinas blindadas y recorrió el angosto desfiladero hasta llegar frente a la casamata. Todavía se le estaba ajustando la mente: tras cerca de nueve horas de ruido blanco generado para soportar el estruendo ensordecedor del asalto constante, el silencio y la quietud le parecían algo antinatural.
Había sido imposible mantener la vigilancia en las fortificaciones exteriores, pues el bombardeo saturado había sido demasiado intenso. Los vehículos blindados y la artillería de los traidores habían centrado su ira en un tramo de tres kilómetros de las fortificaciones exteriores: escuadrones de Stormhammer, Fellblade y demás vehículos superpesados, escondidos detrás de montículos de modo que solo sus torretas fueran visibles; Basilisk, Medusa y miles de bombarderos, y unidades Krios Venator del Mechanicum Oscuro. Ninguno de los vehículos se veía del todo, ya que disparaban desde campos llenos de ruinas y plazas derribadas a ocho kilómetros de distancia, fila tras fila de enemigos que abrían fuego al unísono.
Los marines se habían visto obligados a retirar a los miembros del Ejército Imperial, del Solar Auxilia y a los reclutas de las fortificaciones exteriores y de la primera muralla perimetral. Ningún humano era capaz de resistir aquel ruido y aquellas explosiones sin fin, ni siquiera aquellos que se encontraban en el interior de los vehículos más pesados. Sus cohortes humanas se habían retirado a los búnkeres reforzados y a los refugios subterráneos de la parte trasera de la segunda muralla perimetral, por lo que sus puestos de artillería y baterías de las murallas se habían quedado sin nadie que las hiciera funcionar. Incluso en aquel lugar, refugiados en fosos oscuros y temblorosos, se habían producido bajas, cada vez que algún disparo pasaba por encima de la línea exterior y llegaba al segundo perímetro o alcanzaba una zona más atrás y partía los búnkeres.
Los Imperial Fists se habían quedado a solas y ni siquiera ellos habían sido capaces de seguir montando guardia en la muralla. Con los amortiguadores de supresión activados, se habían refugiado en los recintos blindados construidos en la parte trasera del primer perímetro: compartimentos de rococemento, soportes de ceramita y sacos balísticos que quedaron más reforzados aún cuando colocaron sus escudos de asedio contra el muro exterior y se sentaron con la espalda apoyada en ellos.
Y, aun así, algunos de ellos también habían perdido la vida. Cuatro recintos habían quedado destrozados por los impactos de los proyectiles explosivos de alto calibre y, en otros, incluido en el que Halen se había refugiado, unos fragmentos de metralla supercalentados habían atravesado la pared temblorosa y habían perforado el rococemento, el material aislante, los escudos de asedio y a sus hermanos que se escondían tras ellos.
Fisk Halen, capitán de la 19.ª Compañía Táctica, supo ver que aquello era tan solo el preludio.
Ascendió al silencio de la primera muralla perimetral. Un polvo marrón flotaba en el ambiente por doquier, con lo que parecía que aquel puesto era el único tramo de planeta que quedaba. A pesar de que se había esperado lo peor, aquello era peor aún. El borde frontal y el parapeto del bastión parecían haber quedado carcomidos por un gigante de hambre voraz: los bloques de sillar estaban partidos y roídos, el parapeto había desaparecido en muchos tramos, del muro de contención solo quedaban piedrecitas y el grueso blindaje exterior de la muralla se había hundido en sí mismo y destrozado como papel de aluminio. La mayor parte de la artillería de la muralla, los macrocañones, los nidos rotatorios y las plataformas láser habían desaparecido.
—Reuníos —ordenó a sus hermanos conforme ascendían para colocarse a su lado—. En posición y comenzad la vigilancia. ¿Tarchos? Pide a las tropas del ejército que vuelvan a sus puestos. Date prisa.
—Sí, capitán —contestó el sargento.
—Y conseguidme un enlace de comunicación con las baterías del segundo perímetro, que vamos a necesitarlas.
—¿Cómo defenderemos este lugar? —preguntó el hermano Uswalt.
—Dudo que podamos conseguirlo —repuso Halen.
—Estoy de acuerdo —interpuso Fafnir Rann, desplazándose por la línea destrozada para acompañarlos. Halen le dedicó un saludo raudo al señor senescal y sus hombres empezaron a imitarlo—. Nada de ceremonias, hermanos —siguió. No había tiempo que perder con el decoro.
Se colocó junto a Halen y se quedó mirando la bruma inquietante del polvo. Sus unidades ópticas soltaron chasquidos y chirridos según se intentaban ajustar a la distancia y la definición. Halen era consciente de lo tieso que se había estado moviendo el señor senescal, capitán del Primer Grupo de Asalto. Lo habían herido en la batalla por la Puerta del León y todavía no estaba cerca siquiera de sanar del todo.
—Ha cesado de golpe —comentó Halen—. ¿Cree que nos ha roto?
—Se basa en porcentajes —repuso Rann—. Un bombardeo de nueve horas, con una saturación del porcentaje que sea y los miles de toneladas de artillería que sean. Lo suficiente como para rompernos los dientes y ponernos de rodillas. Y luego viene la segunda ronda.
No lo llamaban por su nombre, pero se referían a Perturabo, porque era la personificación de su enemigo, el semidiós al que se enfrentaban. No al Señor de la Guerra, porque Horus era el espíritu tóxico de la malicia que inspiraba a la hueste traidora; el Señor del Hierro, por su parte, era el instrumento de la ejecución, el facilitador de la voluntad de Horus. A pesar de que lo más seguro era que Perturabo se hallara a cientos de kilómetros de distancia, eran sus decisiones y sus doctrinas a lo que se enfrentaban. Él era su verdadero contrincante, el arquitecto del plan de los traidores, aunque «arquitecto» pareciera un término incorrecto para definir a una criatura que se dedicaba a echar muros abajo.
—Conque cree que nos ha ablandado, ¿no? —preguntó Halen.
—Creo que así es y lo sabe de sobra, Fisk —contestó Rann—. El primer perímetro y las fortificaciones exteriores han recibido un daño suficiente como para dejarlas no-vi. Veamos qué es lo que pretende hacer ahora. Quizá los atosigue durante unas horas y les dará una buena tunda mientras nosotros retrocedemos al segundo o incluso al tercero y reforzamos nuestra posición.
«No-vi.» No viable. A Rann no le parecía que la primera muralla perimetral fuera una posición defensiva viable y estaba claro que también tenía sus reparos acerca de la segunda.
—Si retrocedemos a la tercera —dijo Halen—, reduciremos nuestras oportunidades.
—Lo sé, Fisk, lo sé.
El Límite Gorgona había sido el nombre con el que se había denominado a la Puerta de la Gorgona cuando el Palacio todavía era un palacio. «Límite» indicaba que se trataba de una estructura civil convertida en fortificación, en lugar de una construida con el propósito expreso de ser un bastión. Formaba parte del anillo exterior, el círculo de defensas inicial en el acceso hacia la Puerta del León y el Sanctum Imperialis. La Puerta de la Gorgona nunca había sido una fortaleza, sino tan solo un arco triunfal y magnífico en la Vía Anterior. El Pretoriano la había blindado, al igual que había hecho con el resto del Palacio Imperial durante los agotadores meses de la preparación para el asedio. La habían desprovisto de decoraciones para reforzar y aumentar las paredes, tras lo cual habían añadido blindaje utilitario para proteger aquel mármol tan bello en otros tiempos, así como la ouslita y el sillar revestido. Habían construido cuatro hemisferios de defensa ante ella para cubrir lo que antaño había sido el Parque Trajano y los Jardines Sonotinos. Cuatro hemisferios: cuatro murallas perimetrales concéntricas nuevas, a rebosar de casamatas y baterías de defensa, y luego habían establecido las fortificaciones exteriores, todas ellas enlazadas por reductos y trincheras de apoyo. En cuestión de seis meses, aquella puerta ceremonial, un lugar cuya belleza tranquila alababan las monografías sobre la arquitectura palaciega, se había transformado en una fortaleza poco agraciada formada por cinco capas.
Halen entendía a qué se debía. Todas las simulaciones de preparación habían mostrado que iba a recibir ataques. ¿Por qué asediar los bastiones y fortalezas de verdad que protegían la Puerta del León, como la Puerta Colossi o Marmax, cuando se podía atravesar un edificio ceremonial y entrar al propio Sanctum a través de él?
El Límite Gorgona iba a caer. Halen lo sabía y Rann y Dorn también. Y lo mismo ocurría con Perturabo. La cuestión era cuánto tiempo podía resistir, cuánto podía retrasar el avance de los traidores, cuánto material bélico iban a poder estrujar los defensores de la hueste traidora que los atacaba, cuánto iban a poder socavar su fuerza antes de que llegaran a la Puerta del León.
—Todavía tenemos una cobertura parcial de la égida —dijo Halen, echándole un vistazo a los datos de su auspex—. Nos proporciona escudos del vacío sobre el ochenta por ciento de los perímetros.
—De modo que el asalto será terrestre —asintió Rann—. ¿Y los vehículos?
—Los que teníamos los hemos retirado al tercer perímetro —contestó Halen—. Salvo por los de las primeras incursiones.
Al inicio del asalto, las unidades raudas Vindicator y Cerberus habían salido de las murallas para dar caza y ejecutar a las tropas de bombardeo, con la intención de adentrarse en su formación como un zorro en el nido de un ave, solo que habían fracasado. Aquellos destructores de tanques habían quedado destrozados por culpa de un fuego pesado que les alcanzó por el flanco. Según el polvo se iba despejando del ambiente, Halen llegaba a ver el chasis ennegrecido de los vehículos al sur, algunos de ellos todavía prendidos fuego.
—¿Hacemos avanzar los vehículos blindados, mi señor? —preguntó.
—¿Para que luego tengan que volver? —Rann negó con la cabeza—. No, los necesitaremos en el primer y el segundo perímetro. Pero que estén atentos y arranquen motores.
Halen giró sobre sí mismo para transmitir las instrucciones a través del comunicador. Alguien gritó algo.
«El asalto será terrestre.»
Las líneas de asalto se aproximaban a través del polvo y del humo de la ficelina. Miles de soldados de infantería desplegados avanzaban a toda prisa junto con algunos vehículos ligeros: Predator, tanques de asalto y transportes de tropas que aventaban el polvo marrón y lo echaban atrás como la estela de unos barcos a reacción.
Las tropas terrestres fueron las primeras en llegar, en una carga veloz.
—Formad filas —ordenó Rann con calma.
Los escudos de asedio traquetearon al colocarse en sus puestos a lo largo de lo que quedaba de parapeto, con los bólters en las troneras. Los artilleros cargaron y giraron las torretas que quedaban, aunque algunas se negaron a moverse o inclinarse, pues se habían fundido a sus fijaciones. Los miembros de apoyo del Ejército Imperial todavía estaban a varios minutos de distancia.
Halen aumentó su visión óptica una vez más y vio desde más cerca a la horda que cargaba hacia ellos: hombres bestia pseudohumanos, como ogros de los cuentos de hadas, a los que se les caía la baba de la boca amplia con la que no dejaban de rebuznar; unidades de asalto del Mechanicum Oscuro, con el aspecto de unas pesadillas conjuradas de la era más oscura de la tecnología, y formaciones del Ejército Traidor que blandían obscenidades en sus estandartes. Y, entre ellos, unos legionarios colosales de la Death Guard y los Iron Warriors que se desplazaban con más lentitud, en un avance inexorable. No volvió a aumentar su recepción auditiva porque no tenía ganas de oír aquel cántico aullante otra vez.
—¿Aguantamos o nos retiramos, capitán? —preguntó. Todavía tenían tiempo de dirigirse al segundo perímetro de su línea.
—Estoy harto de oírlos gritar eso —repuso Rann—. Creo que mejor nos quedamos y degollamos a unos cuantos.
A Halen le llegó el cántico de todos modos.
«¡Muerte al Emperador! ¡Muerte al Emperador!»
—Apuntad —ordenó Rann.
Por toda la muralla, una serie de chirridos y pitidos sonaron conforme los rifles bólter seleccionaban a sus objetivos y los fijaban en sus miras.
—¿Qué te parece, Fisk? —preguntó Rann—. ¿Nos superan treinta a uno?
—Treinta y cinco, tal vez cuarenta.
—Unas probabilidades dignas del Pretoriano —repuso Rann. Apuntó, y sonó otro chirrido y otro pitido.
—Otro día más en las murallas —comentó Halen.
—Ja. Solo por eso, amigo mío, te concedo la orden —dijo Rann—. A treinta metros, por favor.
—Sí, capitán.
Halen alzó su Phobos R/017 y notó que sus sistemas de selección de objetivos se acoplaban a los sensores automáticos del casco. Un Iron Warrior estaba a tiro y podía darle en la cabeza. Hizo caso omiso del objetivo seleccionado y observó el medidor de distancia que iba descendiendo. Doscientos metros, ciento setenta, ciento cincuenta…
—Por vuestra gloria, hermanos —gritó.
—¡Y por la gloria de Terra! —respondieron los demás, incluido Rann. Setenta y cinco metros, sesenta, cincuenta, cuarenta… treinta y cinco… treinta…
—Fuego —indicó Halen.
Los bólters soltaron su furia. Unos destellos intensos puntearon la parte superior de la línea del perímetro y los recintos de defensa en la fachada de la muralla y lograron los primeros impactos. Cada uno de ellos acabó con la vida de alguien. La vanguardia de la marea que cargaba hacia ellos se desmoronó, con cuerpos que se partían a medio paso, estallaban, se caían hacia atrás y hacían tropezar a los demás. Varios guerreros cayeron al darse contra los caídos que tenían delante o quedaron destrozados por el siguiente aluvión de proyectiles. La marea se dobló en sí misma desde la parte central y los elementos del flanco adelantaron a los del centro, sometidos a los disparos. Halen bramó más instrucciones y sus propias unidades de flanco lanzaron unas descargas amplias de fuego para destruir a los aventajados. La artillería de las murallas entonó el son de la guerra a izquierda y derecha. Las filas de traidores se hundieron; el barro y los restos salieron despedidos.
El enemigo les devolvía el fuego. Eran disparos salvajes y poco precisos, pues disparaban mientras corrían, pero de un fuego pesado que arremetía contra la fachada del muro, la línea del parapeto y los escudos. Y luego les llegaron unos disparos más precisos, los proyectiles de bólter de los marines traidores cuyas armas compensaban el movimiento. Varios Imperial Fists cayeron de la muralla, decapitados o con el pecho destrozado. Halen cambió de cargador según notaba cómo se le hundía el escudo de asedio por los impactos que recibía. A pesar de que la vanguardia de la hueste traidora estaba destrozada, los enemigos salían de entre el polvo sin cesar. Más de los que se habían imaginado, muchísimos más.
Alcanzaron las fortificaciones exteriores e iban saliendo de alrededor de los pilares de piedra rotos y muros de contención llenos de cráteres. Una tormenta de fuego cruzado fulgurante ondeó entre la muralla y la superficie. Ante las órdenes de Halen, sus hermanos se emparejaron para defenderse mutuamente: uno disparaba por la fachada para acabar con cualquier criatura o persona que intentara escalarla, mientras su compañero se quedaba de pie para cubrirlo con el borde del escudo a la vez que seguía disparando hacia la horda. Los cadáveres comenzaron a apilarse en la base de la muralla, como hojas muertas, medio hundidos en el barro y en los charcos de residuos resbaladizos que se habían formado entre los pilares de los muros de contención.
La carga perdió fuelle. La hueste traidora se retiró entre pasos tambaleantes, sin una formación fija.
—Los hemos convencido de que pongan fin a esta estupidez —dijo Halen.
—No, hermano —contestó Rann—. Solo era una finta.
Los Warhound traidores avanzaron hasta hacerse visibles tras surgir de entre las nubes de polvo, y la infantería que se retiraba pasó junto a sus tobillos: tres máquinas de guerra de la Legio Vulpa que aceleraban cada vez más. A sus espaldas caminaba una máquina más poderosa aún, un Warlord colosal, una silueta gigantesca en contraste con el polvo de tono enfermizo que quedaba iluminado por detrás. La muralla empezó a temblar.
Una finta, sin duda. Habían lanzado la infantería contra la primera muralla perimetral para que los Imperial Fists no abandonaran su posición, para impedir que se retiraran, y luego habían recurrido a los titanes para que los hicieran arder donde estaban. Así se derribaban las defensas: con tretas y engaños.
—He tomado una mala decisión —le dijo Rann a Halen.
—No, mi señor…
—Sí que lo ha sido —espetó Rann, mirándolo—. Prepárate para pedir la retirada de inmediato.
Halen empezó a bramar órdenes. Las máquinas de guerra que avanzaban formaban un paisaje aterrador. Halen no conocía a aquel Warlord gigante; parecía del modelo Alfa de Marte, solo que había cambiado, al igual que muchos de los hermanos con los que habían luchado codo a codo en otros tiempos. Ya no llevaba la insignia de la cruzada. En su lugar, unos símbolos salvajes y sigilos pintados de forma burda le cubrían los flancos y tenía el casco ennegrecido, como si hubiera recorrido mil leguas a través de unas llamas abrasadoras para ir a acabar con ellos. Unas cadenas le colgaban de las extremidades y la entrepierna, y unos estandartes hechos jirones proclamaban unos conceptos impíos en runas que hacían que a Halen se le revolviera el estómago. Lo que en un principio le habían parecido cuentas de algún colgante resultaron ser cadáveres humanos desnudos que colgaban de las cadenas. La máquina en sí parecía enferma, esquelética, y caminaba descompensada, como si estuviera cojeando, aunque debido a una enfermedad crónica más que a una herida. Habían rediseñado su cabeza blindada, encorvada entre el peso colosal de la artillería que llevaba a los hombros, para que tuviera forma de un cráneo humano enorme. Las luces de la cabina brillaban en las cuencas de los ojos y unos cañones rotatorios sobresalían de las fauces abiertas, como si de lenguas se tratasen. Los cuernos de guerra sonaron a todo volumen. Los titanes más pequeños que escoltaban al Warlord, igual de deformados, acechaban como aves desprovistas de la capacidad de volar: primero se adelantaban a su compañero gigante, antes de volver atrás con timidez para seguir por detrás del Warlord y conservar la formación.
—El Solemnis Bellus —musitó Rann.
—¿Lo conoces? —preguntó Halen.
—A duras penas —repuso—. Tan solo quedan rastros de la máquina que fue en otros tiempos. Por el Trono, me dan ganas de llorar solo de ver cómo han rebajado a un arma tan gloriosa.
La artillería de las máquinas de guerra que avanzaban abrió fuego: megabólter, turboláser; torrentes de disparos de energía de las armas rotatorias de los tres Warhound. La devastación se desató por toda la muralla del perímetro, con el ferrocemento destrozado, secciones enteras de muro que estallaban y caían en avalanchas de piedra, polvo, fuego y acero. Varios cuerpos de armadura amarilla salieron volando por los aires. La casamata 16 se quedó en silencio, pues le arrancaron la garganta a su torreta y la plataforma de artillería entera se deslizó de sus fijaciones y cayó por la fachada, con las municiones hirviendo en un riachuelo iracundo de detonaciones solapadas.
—¡Retirada! —gritó Halen hacia el comunicador—. ¡Retirada al segundo perímetro!
Una detonación lo hizo salir despedido. La gravilla y las llamas giraban a su alrededor.
Un brazo fuerte lo ayudó a ponerse de pie.
—No, hermano —dijo el Ángel, mirándolo a través del visor que se le había agrietado—. No hace falta, aún no.
Sanguinius lo soltó y se volvió hacia el borde destrozado de la muralla. Saltó hacia las cortinas de fuego que lo engulleron, con las alas desplegadas.
—¿Me lo acabo de imaginar? —preguntó Rann, tirando de Halen para ponerlo bajo cubierto.
—Nos acompaña —repuso este.
Y el Gran Ángel no iba solo. Varios legionarios se dirigían a la muralla desde los desfiladeros y las escaleras traseras. Los guerreros de armadura rojo sangre les estrecharon la mano a los legionarios de la Séptima para saludarlos conforme avanzaban y los ayudaban a echarse atrás al concederles un respiro para recargar y volver a ello mientras se encargaban de sus puestos. Los bólters de los Blood Angels comenzaron a rugir.
Eran guerreros descansados, pero guerreros al fin y al cabo. Incluso con el fuego concentrado, las armas de los marines no eran capaces de derribar a una máquina de guerra como aquellas.
El Gran Ángel de Baal, sin embargo, era distinto. Surcó el aire por encima de las pendientes de restos al pie de la muralla medio derruida, sobrevoló los cadáveres enemigos tirados y retorcidos que habían derribado los Imperial Fists y se dirigió hacia la miasma que era la niebla del polvo, el humo y el fuego a toda velocidad gracias a unos aleteos poderosos que hacían que el humo girara en espiral a su paso.
Descendió como un águila en plena cacería, giró con una pose magnífica entre las descargas de turboláser que trataban de derribarlo y arremetió contra el hocico del Warhound que le quedaba más cerca. Clavó la lanza en la parte superior de su compartimento de mando, a través de símbolos inhumanos, armadura ancestral, pieles de subsistema y conductos de energía, lo más hondo posible. Sanguinius retorció la empuñadura, con los pies apoyados en la capota del casco y aleteando con fuerza para mantener el equilibrio. El Warhound soltó un alarido, se tambaleó y pisó mal mientras sus incómodas extremidades de artillería se agitaban en vano para intentar quitarse a su atacante de encima, como un niño que agitaba los brazos contra la atención persistente de un avispón.
El Gran Ángel tiró de la lanza para liberarla y cayó de espaldas hasta que aprovechó el viento con las alas para transformar la caída en una trayectoria ascendente que lo hizo sobrevolar como un misil la tierra batida que había aguardado su impacto. El Warhound se tambaleó hacia atrás, soltando chispas de la perforación abierta que tenía en la cabeza. El Warlord, molesto y con la intención de proteger a sus acompañantes más pequeños, inclinó la artillería principal de sus extremidades y abrió fuego rotando sobre sí mismo según rastreaba la trayectoria baja y rauda de Sanguinius. Aquel armamento catastrófico destrozó la tierra, el barro y el rococemento y talló un surco enorme y ardiente con forma de media luna en la superficie.
Sanguinius se apartó de aquel aluvión de disparos que lo perseguía, pues sus alas lo hacían volar más deprisa de lo que el Warlord podía moverse. Cambió de rumbo de nuevo al girar y ascender más, batiendo las alas al límite de sus fuerzas, y llegó al flanco derecho de la máquina de guerra que en otros tiempos había tenido el orgullo de llamarse Solemnis Bellus.
Ascendió por su costado en una trayectoria vertical, clavando la punta de la lanza por el camino para atravesar el blindaje del flanco y tallarle una herida larga y fea desde la cadera hasta el pecho, por la que salieron cenizas y un fluido negro.
Sobrevoló la cabeza del Warlord, a cuarenta metros del suelo, y se quedó flotando un instante antes de bajar a los hombros, directo a la nuca blindada que tenía detrás del cráneo.
Hundió la Lanza de Telesto en la parte trasera de la cabeza del titán.
Los cuernos de guerra de la máquina emitieron unos resoplidos desagradables y entrecortados mientras el Warlord temblaba y se tambaleaba. Los ojos le estallaron, con llamas y esquirlas del cristal de la cabina que le surgían de las cuencas.
Sanguinius afianzó su agarre en su arma. La lanza, clavada muy hondo en la base del cráneo de la máquina, brilló por un momento y pulsó energía hacia el Solemnis Bellus. Varias subdetonaciones estallaron en la cintura, las caderas y la parte trasera de su compartimento de motores. Sanguinius arrancó la lanza, corrió unos pasos hacia delante y alzó el vuelo para alejarse de la proa de la máquina antes de que la última explosión la derribara de una vez por todas.
Un fuego brillante, un estallido interno de fuerza devastadora, le atravesó el torso al titán y le arrancó uno de los brazos. Cayó de lado, con las piernas inmovilizadas, y se estampó contra el suelo con tanta fuerza que levantó ondas de barro y tierra. La superficie tembló y lo mismo ocurrió con la muralla. Halen estiró una mano para recobrar el equilibrio. Según caía, la cabeza de la máquina gigantesca chocó con el saliente de un muro de contención de roca y quedó girada hacia atrás, por lo que acabó con el cuello roto y la vista perdida en el firmamento vacío.
Más explosiones secundarias sacudieron aquel cadáver metálico inmenso. Un cargador estalló e hizo llover llamas y acero derretido. El barro, el agua contaminada y restos varios levantados por el impacto colosal comenzaron a caer del cielo en un radio de medio kilómetro: un aguacero torrencial de sustancias espesas y líquidas y fragmentos metálicos.
Sanguinius aterrizó sobre la tierra destrozada, de cara a la máquina con la que había acabado. Iluminado desde atrás por la pira funeraria colosal que era aquella máquina dios, se irguió con las alas plegadas y la lanza siseando en una mano y se quedó mirando a los tres Warhound. Aquel al que había herido todavía seguía echando chispas y una columna de humo le salía del agujero de la cabeza mientras chirriaba y rebuznaba. Los tres se habían detenido y hacían girar sus armas, apuntando al primarca de los Blood Angels con sus sistemas de selección de objetivos.
—Intentadlo, si queréis —les gritó Sanguinius—. ¿Queréis seguir?
Se produjo una larga pausa, hasta que los Warhound se movieron al mismo tiempo. Dieron un paso atrás, giraron sobre sí mismos y volvieron a adentrarse en el polvo del que habían salido.
Más adelante, cuando se contó lo sucedido, alguien insistió que ni siquiera un primarca, ni siquiera el glorioso Gran Ángel, era capaz de plantarles cara a tres titanes y echarlos sin más. Sus sistemas auspex debían de haber encontrado los vehículos capaces de derribar titanes, los Shadowsword o los Slayerblade, que habían estado a dos minutos de distancia.
Sin embargo, Halen sabía muy bien lo que había visto.
Sanguinius volvió volando a la muralla de la fortificación exterior y sus hijos se irguieron en las posiciones que acababan de capturar por todo el parapeto al verlo sobrevolar la zona. Los Imperial Fists se golpearon los escudos con la culata de los bólters en un coro burdo, un aplauso marcial.
El Ángel aterrizó y se apoyó en su lanza por un momento, como haría cualquiera tras una tarea tan ardua. La grasa negra y la sangre-aceite del Warlord le habían salpicado la armadura dorada y ornamentada que llevaba, además de su rostro apuesto y el lábaro que tenía detrás de la cabeza. Le goteaba por su melena larga y dorada.
—Fafnir —dijo, saludándolo con un ademán de la cabeza. Le estrechó la mano al señor senescal, mucho más pequeña que la de él.
—Mi señor —lo saludó Rann—. Contarán historias sobre vuestra hazaña.
—No lo creo —repuso el primarca.
—Seguro que sí, mi señor —insistió Rann—. He tenido la suerte de ser testigo del nacimiento de un mito.
Conocían al Gran Ángel de antaño y un comentario de todo corazón como el de Rann le habría arrancado una sonrisa y hasta una carcajada modesta. Sin embargo, en aquella ocasión no hubo alegría alguna.
—No contarán ninguna historia sobre esto —dijo—, ha sido algo diminuto. Fafnir, mi querido hermano, hay demasiadas historias y la mayoría pasarán al olvido cuando otra ocupe su lugar. Lo que ha ocurrido aquí… está por todas partes.
—Mi señor —contestó Rann. Se había hecho el silencio a su alrededor.
—Lo he visto, Fafnir —dijo Sanguinius—. Desde aquí hasta la puerta, hasta el espaciopuerto, por el Anterior y el Gran Palacio. Está por todas partes y lo consume todo. Hay demasiadas historias, un millón de ellas, y todas están destinadas a pasar al olvido, porque la única que importa es la última frase del libro.
—En ese caso, asegurémonos de que seamos nosotros quienes la escribimos —contestó Rann.
El primarca tardó un rato en responder. El más ínfimo atisbo de una sonrisa le iluminó los ojos y a Halen le dio la sensación de que había salido el sol para sacarlos de aquella penumbra infernal.
—Así es —dijo Sanguinius. Respiró hondo y se enderezó—. Así es, hermano. Así que intentemos defender esta zona un poco más.
Dorn abandonó el bastión mediante la Puerta de los Peticionarios y cruzó el patio hacia la pasarela, con dos edecanes pisándole los talones. El patio de la puerta estaba medio vacío. A juzgar por la luz de las velas de grasa metidas en campanas de cristal esmerilado, varios grupos de peticionarios aguardaban mientras unos guardianes con armadura lidiaban con sus súplicas. La mayoría de los peticionarios eran ciudadanos de alta posición social o líderes de alguna ciudad y Dorn sabía que lo más seguro era que sus peticiones fueran razonables: aumentar las raciones o las provisiones medicae que se les concedían o pedir permiso para que los evacuaran al Sanctum. También sabía que la mayoría iban a caer en saco roto. Estaban en plena guerra, en la mayor de todas, y las privaciones eran una carga necesaria que cualquiera que estuviera del bando del Trono tenía que soportar.
Su presencia provocó movimiento entre los humanos, además de murmullos. La mayoría apartaron la mirada, respetuosos, pero vio que algunos sopesaban la idea de acercarse a hablar con él. La timidez pudo más que ellos.
Un pequeño grupo formado por hombres y mujeres de distinta edad y posición social había ocupado unos asientos de los bancos de piedra junto al arco. Al ver que el Pretoriano pasaba por allí, uno se puso en pie y se le acercó. Era Sindermann.
—Mi señor…
Un edecán le bloqueó el paso.
—Solo necesito un minuto, mi señor —insistió Sindermann en voz alta.
—Ahora no —repuso Dorn, y siguió andando. Tras unos instantes, se dio media vuelta—. ¿Tiene algo que ver con los rememoradores, Sindermann?
—Sí, mi señor.
—Ahora no tengo tiempo —dijo. «Y puede que nunca lo tenga», pensó—. Pero el proyecto cuenta con mi apoyo. Diamantis oirá tu propuesta y te concederá los permisos necesarios con mi autoridad.
Diamantis, uno de los edecanes, miró de reojo a su primarca.
—¿Mi señor?
—Escucha su propuesta y séllala con mi autoridad. Que todos cuenten con permisos en mi nombre. Solo asegúrate de que su propuesta no tenga nada que sea poco razonable.
—¿Con base en qué criterios, mi señor? —quiso saber Diamantis.
—Lo dejo a tu discreción —repuso el primarca. Se dio media vuelta y se marchó sin decir nada más.
—¿De qué va todo esto? —Diamantis miró a Sindermann.
—Es por los rememoradores, mi señor —respondió este—. Para formar una nueva orden. Con pocos miembros, te lo aseguro.
—Creía que eso era cosa del pasado —dijo el edecán.
—Mi señor Dorn… —empezó a decir Sindermann.
—Ya lo he oído —lo cortó Diamantis—. ¿Llevas la propuesta encima?
—Sí —dijo el otro, y sacó un pergamino doblado del abrigo.
Dorn pasó por debajo del viejo arco y llegó a la pasarela. Se trataba de un puente alto y amplio que cruzaba el golfo profundo entre el Bastión Bhab y un anexo compuesto por torres del tambor más pequeñas al oeste. El puente estaba iluminado por más de aquellas velas cubiertas de campanas de cristal. Muy por encima, el firmamento ondeaba con una oscuridad similar a la de una nube de tormenta baja. Oía el crujido y el quejido de los escudos del vacío, el golpeteo sin compás y el temblor del bombardeo lejano y constante. El horizonte del sur estaba iluminado por una luz naranja apagada y pulsante que resaltaba la silueta de la colosal Puerta del León y de las torres colindantes.
Muy por debajo del puente, las calles y vías de acceso estaban a rebosar de personas, con todo un río de ciudadanos refugiados que se dirigían al Sanctum Imperialis. Tanto oficiales como miembros del Adeptus Arbites con postes de luz dirigían a cada largo convoy migratorio hacia los refugios temporales: salones, bibliotecas, gimnasios, teatros; cualquier espacio decente que habían podido requisar y que se podían permitir ceder. Los refugiados se acercaban por la Puerta del León y demás entradas del Muro Posterior, alejados de sus respectivos hogares en el Gran Palacio y la Puerta Anterior, desesperados por encontrar un lugar a salvo en la única zona del superpalacio del Imperio que todavía se consideraba a salvo y protegida del enemigo. Dorn veía a personas que llevaban bolsas pequeñas con sus posesiones, además de carros y niños. ¿Cuántos millones de personas habían tenido que salir de la zona del espaciopuerto y de los accesos septentrionales de la Puerta Anterior? ¿Cuántos millones más iban a seguir sus pasos?
¿Y adónde iban a ir si el enemigo se adentraba en el Muro Posterior?
A medio camino por el puente, Dorn se percató de que oía un pitido extraño e incesante que sus sentidos de genética mejorada eran capaces de detectar por encima del quejido de la égida, el bombardeo amortiguado y el zumbido grave del número incontable de voces que había debajo.
Se detuvo en seco.
—¿Mi señor? —lo llamó Cadwalder, el edecán que seguía con él.
Dorn alzó una mano. Aquel sonido… ¿De dónde procedía?
Las luces. Las campanas de cristal de las luces del puente temblaban en sus fijaciones, muy poco y de forma imperceptible, pero a él le llegaba el ruido de los temblores. Se percató de que el puente también vibraba un poco, tan tenue que un humano estándar no lo habría podido notar.
Solo que sí que estaba allí, el… ¿Cómo lo había llamado Sindermann? El temblor.
El Palacio entero temblaba. Y no por miedo, sino por culpa de los impactos exteriores constantes.
Emprendió la marcha una vez más, llegó al arco con forma de herradura del anexo y entró.
La torre del tambor era tan antigua como el Bastión Bhab, solo que era una hermana diminuta comparada con su vecino enorme y poco agraciado. Un guardián prefecto de los Custodios lo esperaba en el acceso superior; una estatua dorada de aspecto real con una capa escarlata por encima y un hacha de castellano ornamentada de pie a su lado.
—Mi señor —lo saludó.
—Prefecto Tsutomu —repuso Dorn—. ¿Me está esperando?
—Cuando queráis, sí.
El Custodio los hizo pasar. Dorn había pedido una reunión privada, lejos del resto de la actividad del bastión, por lo que no se dirigían a ninguna de las salas de conferencias o de audiencias de siempre, sino a una pequeña galería situada en la cumbre gruesa y de piedra de la torre del tambor.
Constantin Valdor lo aguardaba en el interior. El capitán general de la Legio Custodes estaba sentado a la mesa larga, con su casco reluciente reposando en el mueble, junto a donde tenía apoyado el codo. Veintenas de velas cilíndricas ocupaban la mesa y su luz era la única iluminación de la sala.
—Una reunión irregular —comentó Valdor al ver entrar al primarca.
—Imagino que podrás excusarlo —repuso Dorn.
—¿Qué tema debemos tratar, mi señor? —quiso saber el Custodio.
Dorn miró de reojo a Tsutomu y a Cadwalder, quienes habían ocupado puestos de guardia junto a la puerta.
—Podéis salir —les dijo.
—Tsutomu es de fiar —interpuso Valdor, arqueando una ceja.
—Mi edecán también —se apresuró a asegurar Dorn, y dudó antes de añadir—: Quedaos, pero tened en cuenta la privacidad de lo que va a ocurrir.
Se sentó de cara al señor de la Legio Custodes. Si bien eran viejos amigos, el ambiente estaba tenso.
—¿Y… qué es lo que va a ocurrir? —preguntó Valdor.
—Aún no —dijo Dorn, alzando el dedo índice—. Por el momento, charlemos.
—Creo que no hace falta que os recuerde que últimamente no tenemos tiempo que perder charlando sin más —contestó el capitán general.
—Sígueme la corriente.
Valdor se encogió de hombros.
—¿Cómo habéis resuelto el tema con vuestro hermano? —preguntó, como si el tema careciera de importancia.
—¿Con Jaghatai? Ha ido bastante bien. Quiere ir a capturar el espaciopuerto.
—Ya lo imaginaba.
—Las doctrinas defensivas no son muy de su agrado —concedió Dorn.
—Eso no es justo —repuso Valdor—. Lo que hace es defenderse mediante la ofensiva. Su legión siempre ha sido enérgica y móvil y se están cansando de estar quietos. Además, el puerto es un objetivo lógico y viable. Algunos dirían que es esencial incluso.
—Y eso dijo, sí —contestó el primarca—. Me atrevería a afirmar que nunca lo había visto tan enfadado conmigo. O tal vez estaba enfadado con el mundo. O conmigo y con el mundo. Y nunca lo había visto tan cansado.
—Será un día aciago para todos nosotros cuando los que sois como vuestro hermano y vos estéis cansados —dijo el Primero de los Diez Mil.
—Todo el mundo está cansado, Constantin —aseguró el primarca. Se echó atrás en su asiento y observó la danza de las llamas de las velas—. El ritmo de desgaste en el bastión es una barbaridad. Los oficiales enferman, se vienen abajo y sufren crisis nerviosas. Cada pocos días nos toca aprendernos la cara de alguien nuevo: oficiales, ayudantes y generales que sustituyen a los que no pueden seguir con los turnos.
—La acumulación de turnos es agotadora. ¿Cuánto tiempo tienen para dormir, como tres horas? Y también hay que tener en cuenta el gran volumen de datos que deben recibir. No todos tenemos una mente como la vuestra, Rogal.
—Tampoco ayuda que Jaghatai se lo lleve todo por delante y eche a dos miembros veteranos así como así.
—¿Por qué crimen los ha echado?
—Por estar cansados, por hablar con demasiada franqueza. Por ser humanos.
—¿Y quiénes son? —quiso saber Valdor.
—Niborran.
—¡No!
—Y otro más. Eh…
—Brohn, mi señor —aportó Cadwalder desde la puerta.
—Eso, Brohn. Les encontraré algo que hacer en otros lares. No es como si no necesitáramos a buenos oficiales en todas partes.
—Aun así, Saul Niborran ha estado ahí desde el primer día —dijo Valdor con mala cara.
—Y seguramente esté quemado. Son cosas que pasan.
—¿No es demasiado mayor para seguir en activo? —preguntó Valdor—. El hombre solo es un ser humano, al fin y al cabo.
—A estas alturas no creo que los límites de edad sean algo que tener en cuenta —dijo Dorn.
Los dos guardaron silencio y la luz de las velas tembló. A ninguno de los dos se les daban bien las conversaciones informales.
«Solo es un ser humano.» Las palabras de Valdor flotaban en el ambiente, junto al humo de las velas. Ninguno de los dos era humano: a ambos les habían otorgado una larga esperanza de vida que se suponía que debía durar más que la guerra, para que pudieran aspirar a una vida posterior. No obstante, la guerra era lo único que habían conocido, y eso que ya habían sobrevivido a demasiadas generaciones mortales. Los humanos habían nacido, vivido y muerto por el paso del tiempo varias veces durante la vida de los dos y, aun así, la guerra seguía en marcha. Aunque Dorn y Valdor nunca habían hablado del tema, los dos temían para sus adentros que, por culpa de la necesidad, se hubieran amoldado tanto a la guerra que nunca fueran a poder salir de ella. No podían hablar con ligereza como los hombres corrientes ni pararse a considerar los matices de la cultura. No podían relajarse ni reflexionar, pues la responsabilidad bélica había apartado todas las demás preocupaciones de sus sistemas, de modo que hasta la conversación más simple acababa tratando de logística y estrategia. «Los humanos viven y mueren al ritmo de los tábanos», pensó Dorn. «En tan poco tiempo, ¿dónde encuentran el momento de ser algo más que guerreros cuando yo no lo consigo con todo el que tengo? Y se suponía que tenía que encontrarlo, se suponía que iba a cumplir muchos papeles. El de soldado solo era uno de ellos.»
—Nacimos para algo más —murmuró.
Valdor lo miró y el Pretoriano se percató de que había hablado en voz alta, con la guardia baja. Estuvo a punto de restarle importancia al comentario, pero el capitán general de los Custodios mantuvo la mirada en él y asintió. En los ojos se le veía cierto atisbo de empatía.
—Así es —dijo—. Nacimos para labrar un futuro.
—Y para disfrutarlo.
—Y para disfrutarlo, sí. Para ser parte de él, no solo las comadronas que lo ayudaban a nacer. Cuando nos crearon, el futuro estaba lleno.
—Y ahora solo hay guerra.
Valdor soltó un suspiro y luego una carcajada. Se frotó la tira de cabello recortado que le pasaba por el cuero cabelludo, calvo en las demás partes.
—Perseveraremos, Rogal —dijo—. Un día, romperéis vuestra espada y colgaréis el escudo y podréis sentaros y reír y ver las torres doradas desde la ventana, sin miedo ni égidas ni torretas, libres de cualquier posible amenaza gracias a lo que conseguimos ahora.
—Lo crees sin dudarlo ni un instante, ¿verdad, Constantin?
—Tengo que creerlo. La alternativa es inaceptable.
—Aun así, por cómo lo dices, entiendo que no lo ves como tu futuro —comentó Dorn.
—Mi deber no terminará nunca —repuso Valdor—. A los primarcas os crearon con la intención de fundar un Imperio. Vuestra tarea, por ardua que sea, tiene un punto final, pero la mía no. Los Custodios nacimos para proteger al Emperador y eso es lo que haremos.
—Siempre creíste que los primarcas fuimos un error, ¿verdad? —preguntó Dorn.
Valdor se lo quedó mirando.
—No es…
—Tenías dudas.
—Lo que pensé no importa —repuso Valdor—, y menos ahora. Estamos juntos, vos y yo, a Su lado, contra la noche que se cierne sobre nosotros. Debemos ser aliados, sin reservas ni recriminaciones, y confío en que así es. —Soltó un suspiro—. Bueno… —dijo, para desviarlos deprisa de la contemplación—, estabais hablando de vuestro hermano.
—He dejado que se tranquilizara —dijo Dorn— y luego me lo he llevado a un lado. Le he dicho que podía ir a capturar el espaciopuerto, que fuera con mi bendición. Tampoco iba a enfrentarme a él por el tema, solo le he pedido que se llevara a sus tropas por la Vía Colossi y que por el camino reforzara la línea defensiva, para que las tropas del espaciopuerto puedan retirarse allí si es necesario.
—¿Y ha accedido?
—Sí, porque es un asalto móvil. El combate ante la Vía Colossi es una guerra en movimiento por ahora, de modo que los White Scars podrán ser libres. Pero ha captado lo que estaba haciendo yo.
—¿Ahorrarle la vergüenza?
Dorn asintió.
—Jaghatai sabe de sobra que no puedo permitirme perder a uno de mis dos hermanos leales en una jugada en el espaciopuerto, por muy grande que sea el beneficio potencial, pero ya dijo lo que dijo. Sabe que la Colossi es un desastre que empeora con cada hora que pasa. Se quedará atrapado allí y verá que es donde más falta hace.
—¿Y es dónde vos queríais apostarlo?
—Es donde quería apostarlo, sí. El Khan en la Vía Colossi, el Ángel en la Gorgona. Pero a él le parecerá que estoy cediendo ante su deseo de emplear unas tácticas más agresivas. Nadie pasa vergüenza y todos conservamos el honor.
—Entonces, ¿habéis lidiado con él?
—Sí, y no me parece bien —suspiró Dorn—. Que es el Khan, por el amor del Trono. El gran Halcón Guerrero. Su doctrina de combate es excelente; como jefe de guerra, diría que solo Roboute lo supera.
—Y Roboute no está aquí.
—Pues no.
—Diría que vuestra valoración es la correcta —asintió Valdor—. Roboute, el Khan… Solo hay uno más.
—No me hagas la pelota, Constantin.
—Ni siquiera os estaba incluyendo a vos —dijo Valdor con una sonrisa—. Sois el Pretoriano, la lista empieza por vos. No, me refería a hace tiempo…
—Ah, claro. Él.
—Él, sí.
—Bueno, Él es la dichosa razón por la que hacemos todo esto —dijo Dorn, antes de hacer una pausa—. Y no, no me gusta tener que lidiar así con Jaghatai, pero es necesario. Es más independiente que nadie. Con el Ángel, si le pido algo, lo hace. Es una lealtad distinta. Y tú…
—¿Yo? —preguntó Valdor.
—Te quiero en la Vía Colossi.
—Mi único deber es Su protección —se limitó a decir Valdor con el ceño fruncido—. Los Custodios se han retirado al Sanctum, eso es…
—Necesito tu poder en el campo de batalla —lo cortó el primarca—. Debemos ser aliados y confío en que así es.
—Supongo —empezó Valdor con cierta reticencia— que puedo desplegar a un grupo de Custodios en el campo de batalla, siempre que la mayoría se queden de guardia en el Sanctum. ¿En la Vía Colossi, decís?
—Exacto.
—¿Para tener vigilado a vuestro hermano?
—No, para enfrentarte a los cabrones traidores.
—¿Y tenerlo vigilado además?
—Sí.
Valdor esbozó una leve sonrisa.
—A decir verdad, me alegro de que se vaya a producir la batalla —admitió Dorn—. De poder dejar que el Khan vaya a lo suyo un poco. —¿Por qué?
—Toda la esfera de batalla es un enfrentamiento entre el Señor del Hierro y yo. Estrategias y contraestrategias, doctrinas contra doctrinas. Y los dos lo sabemos. Nos estamos estudiando, predecimos lo que hará el otro…, y se nos da muy bien.
—Lleváis décadas preparándoos.
—Y no me había imaginado que iba a acabar llegando a la práctica. Lo que me preocupa es que a los dos se nos dé demasiado bien, que todo sea un plan, un bloqueo, otro plan, otro bloqueo… En resumen, un empate. Sin embargo, si introduzco un factor más aleatorio en la ecuación, uno que no haya preparado yo para la defensa…
—¿Como el Gran Khan suelto? —preguntó el señor de la Legio Custodes. Dorn asintió.
—Puede que eso introduzca un elemento pequeño pero imposible de predecir —explicó—. Es lo que nos hizo Perturabo en el espaciopuerto de la Puerta del León: dejó que Kroeger fuera a lo suyo y eso nos hizo perder. Tal vez pueda hacer lo mismo con Jaghatai, solo que a escala mayor. Y, con el tiempo, quizá baste para quebrar las expectativas de nuestro querido Perturabo y hacer que dude de sus decisiones.
—Entonces —dijo Valdor—, ¿vuestro plan de guerra complejo y absoluto ahora incluye aquello que es imposible de planear?
—Los tiempos que corren son extraños, Constantin.
Todas las llamas de las velas parpadearon de repente y dos hasta llegaron a apagarse, con lo que provocaron unas columnitas de humo azul. La puerta exterior se había abierto y cerrado sin que el Custodio o el edecán hubieran reaccionado.
Lo acabaron haciendo, aunque fuera tarde. Una presión extraña y apagada había pasado por la sala, y una media sombra se situó cerca de la mesa, al lado del primarca, como si un tramo de aire se hubiera manchado de grasa.
Tsutomu y Cadwalder se percataron de lo que era y bajaron sus armas.
Dorn tuvo que concentrarse por un segundo: incluso si estaba delante de él, cambiaba con suma facilidad, como una imagen periférica.
Jenetia Krole, señora de las Hermanas del Silencio, lo saludó.
—Me alegro de que hayas podido venir —dijo Dorn.
La mujer le respondió con señas y una expresión impasible en su rostro pálido.
—Claro, donde quieras —repuso Dorn, tras leer los signos de pensamientos de sus manos.
Krole tomó asiento en el extremo más alejado de la mesa y le dedicó un ademán de la cabeza a Valdor a modo de saludo. El vacío amortiguador e insípido de su nulidad psíquica embargaba el ambiente, como el efecto de una ausencia. Captaron lo que faltaba en el ambiente.
—Le he pedido a la señora Krole que asista a la reunión por la misma razón que he pedido este lugar sin marcar —dijo Dorn—: para asegurarme de que nuestra conversación sea privada.
—Entonces, ¿ya podemos dejarnos de cháchara y ponernos a ello? —preguntó Valdor.
Una puerta interior se abrió. Malcador el Sigilita, con su túnica y su capucha, salió de una antesala y ocupó su lugar en el otro extremo de la mesa.
—Ahora sí —sentenció Dorn.