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lucy

Lunes, 11 de febrero de 2019.

Universidad Hamilton Hume.

Broken Hill, Nueva Gales del Sur,

Australia.

A 900 km de la costa.

Lo que la despierta es el grito.

La habitación huele a mosto y a sueño. Lucy nota los acelerados latidos de un pulso, así como la piel delicada de un cuello. Unas uñas le arañan las manos.

El alba grisácea se cuela entre las rendijas de las persianas, y bajo esa luz Lucy ve a Ben debajo de ella, con los ojos brillando por el miedo. En la esclerótica izquierda le ha estallado un vaso sanguíneo, formando una estrella rojiza. Lucy se aparta de la cama entre tambaleos.

—Lucy —balbucea él, llevándose una mano al cuello—. Pero ¿qué diantres…?

Las palabras brotan ahogadas, su voz estrangulada.

Estrangulada. La manos de ella sobre su cuello, los ojos de él desorbitados.

Lucy lo ha estado estrangulando.

Ben se incorpora en la cama y enciende una lámpara. Ella se aleja del resplandor como si fuera un animal. Afuera, en el pasillo, advierte movimiento. Alguien llama a la puerta.

—¿Ben? ¿Va todo bien? Me ha parecido oír…

Lucy se mueve lentamente, como si estuviera en el agua. El pulso le martillea en la garganta. Los golpes en la puerta se intensifican; Ben está tosiendo, pidiendo auxilio.

Con la espalda arrimada sobre la lámina de madera, Lucy sujeta el pomo con dedos sudorosos y lo usa para serenarse. La puerta ya está abierta, y el pestillo cuelga repiqueteando. La abre de par en par, empuja a Nick —el compañero de piso de Ben— y echa a correr por el pasillo hasta bajar las escaleras que la llevan a su propia habitación.

Una vez en su dormitorio, se recuesta contra la puerta, jadeando, e intenta asimilar lo que acaba de ocurrir. Su habitación de la residencia está impoluta, como siempre, y los libros forman impecables pilas sobre su escritorio y su mesita de noche. Sin embargo, la ropa de cama está arrugada y el ambiente huele a rancio. Las sábanas están húmedas, como si Lucy las hubiera empapado con su sudor.

Intenta rememorar todo lo que ha sucedido a lo largo de la tarde-noche. Como no estaba dispuesta a ir al comedor, se ha saltado la cena y ha calmado su ansioso estómago con té de jengibre con su taza preferida, que se trajo de casa. Luego se ha puesto a escuchar un pódcast y ha decidido acostarse pronto, con la esperanza de que la distracción fuera a borrar de su cabeza a Ben y lo que él le ha hecho.

Ahora recuerda que ha tenido un sueño: el agua fría le acariciaba la piel, las piedras se le clavaban en las plantas de los pies; la roca le arañaba la cabeza; un hombre le arrojaba su cálido aliento a la cara y la apretaba con los dedos, mientras el miedo que sentía Lucy se enfrentaba a su necesidad desesperada de pelear, de sobrevivir…

Y luego se ha despertado sentada a horcajadas encima de Ben, rodeándole el cuello con las manos. El horror la embarga y le entumece los dedos y los labios.

Ha sido sonámbula. Es algo que no le había ocurrido nunca, ni una sola vez.

Se mira las manos y ve cómo le tiemblan. ¿De verdad ha querido hacerle daño a Ben, matarlo incluso, después de lo que él le ha hecho? ¿O ha sido por el sueño, que perdura como un regusto amargo en su lengua, y por esa punzada de temor y de ansia primitiva por pelear y sobrevivir? Ha sido como si una parte límbica de su cerebro la hubiera guiado hasta la habitación de él, una marioneta dirigida por su dueño.

Al lanzar una aterrorizada mirada hacia la ventana, se da cuenta de que está saliendo el sol, que pinta de rosa el cielo. Ve una silueta borrosa en el patio inferior, un uniforme con letras de neón. Es el guardia de seguridad del campus. Ben —o Nick, su compañero de piso— debe de haberlo llamado después de que Lucy saliera corriendo.

Se imagina lo que le dirá al hombre: «Me he despertado y me estaba apretando el cuello con las manos, intentaba asesinarme». A Lucy le da vueltas al cabeza; procura calmar la respiración, pero le resulta imposible. El pánico crece y crece, así como el espantoso calor que le atraviesa la sangre.

Se llevará a cabo una investigación, no le cabe ninguna duda. La expulsarán temporalmente, quizá incluso definitivamente. Dios, ¿y si la policía llegaba a involucrarse? ¿Podrían detenerla y acusarla de agresión?

Todo lo que lleva años soñando y consiguiendo habría desaparecido. Se imagina a Ben, con moratones en el cuello y marcas rojizas en la piel provocadas por las uñas de ella. Se las ha dejado Lucy. Aunque no se acuerde, aunque ni tan solo estuviera despierta.

Pero ¿quién le creería, sobre todo después de lo que ha pasado?

A fin de cuentas, ya se han puesto de parte de él.

El sudor le humedece las axilas, y la necesidad de huir se acrecienta en su interior.

Pero ¿a dónde podría ir? No puede volver a casa con sus padres. Sería una forma de contarles que ella, Lucy, su hijita preciosa, ha atacado a alguien. O, peor aún, de contarles por qué, contarles lo que le ha hecho Ben. No, eso jamás. Pero, entonces, ¿quién la ayudará, quién le dará cobijo mientras decide qué hacer a continuación y cómo arreglar las cosas?

De repente, le llega la respuesta. Se cambia a toda prisa y va a buscar una mochila al armario. Bragas, ropa, toallitas húmedas, crema hidratante, el portátil, el cargador del portátil, una libreta; lo guarda todo con dedos temblorosos.

Abre el cajón de su escritorio, extrae una postal desgastada y acaricia con un dedo la dirección garabateada en el anverso.

«Cliff House, Malua Street n.º 1, Comber Bay».

Solo hay un lugar al que pueda ir, una persona que tal vez llegue a entenderla.

La carretera se extiende interminable delante de ella y se funde con el horizonte. A su alrededor no hay más que matorrales dorados, kilómetros y kilómetros de arbustos. Unas cuantas cacatúas blancas, el pájaro preferido de su madre, alzan el vuelo de un árbol marchito cuando Lucy pasa por delante de él.

No hay ningún otro coche. Está completamente sola.

Extiende un brazo hacia el asiento del copiloto en busca de su iPhone, se lo coloca entre los muslos y llama a su hermana. Después de varios tonos —en el silencio que se hace entre tono y tono, Lucy contiene la respiración—, oye un clic.

—¿Jess? —dice, con la esperanza atenazándole la garganta. Sin embargo, en la línea telefónica oye la voz pregrabada de su hermana, alegre y concisa.

—«Hola, has llamado a Jess Martin. Ahora mismo no puedo responderte al teléfono…».

—Mierda —susurra Lucy al colgar.

Se le llenan los ojos de lágrimas, que le emborronan el paisaje que está ante ella.

Se repite que todo va a salir bien, que Jess tarde o temprano le contestará y que sabrá cómo ayudarla.

¿Verdad?