prólogo

Ella respira al mismo tiempo que el mar.

Inspira.

Las olas rompen contra las rocas, llenando de espuma la entrada de la cueva. El frío le envuelve los pies y le provoca temblores en los muslos.

Espira.

La marea se aparta, dejando ofrendas a su paso: una maraña brillante de algas y fragmentos de caracolas, perlados como si fueran huesos.

Ella aprieta los dientes, pero el dolor la atraviesa —una sensación intensa y sorprendente—, y, cuando suelta el aire de nuevo, profiere un grito.

Otra contracción, y su aullido se ve engullido por las olas estruendosas. Sabe que está a salvo en su oscura cueva de rocas resbaladizas y goteo constante de sal. Sin embargo, el mar está hambriento, y alguien debe alimentarlo.

Ella se lleva una mano temblorosa entre las piernas y nota el cráneo del bebé, envuelto en un saco amniótico ensangrentado.

Ahora.

Se levanta la tela del vestido, la arruga para introducírsela en la boca y la muerde con fuerza, al tiempo que su cuerpo se recompone. Un nuevo empujón y un nuevo aullido, y su cuerpo se parte por la mitad hasta que queda vacío, agotado, y ella con el bebé en los brazos. Acaricia las manitas —diminutas como estrellas de mar—, los ojos semicerrados y los labios rosados.

Se permite disfrutar de este breve y precioso instante. Al poco, se pone en pie, entre temblores, con la criatura gimoteando ante su pecho.

Debajo de la entrada de su cueva, el mar ruge contra las rocas, expectante.