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lucy

Martes, 12 de febrero de 2019.

Lucy se queda observando la carretera resplandeciente, deseando que las líneas brillantes del asfalto hagan desaparecer las imágenes fantasmagóricas de su sueño. El muelle, envuelto de niebla y de desesperación humana; el barco, cuyos mástiles perforaban el cielo plomizo, con una proa grandiosa de la que se sentía orgulloso; la cabeza de la sirena, con ojos pintados y observadores.

El sueño contaba con un halo de viveza espantoso, con cierta corporeidad. Como lo de ser sonámbula, es algo que le resulta nuevo.

Pero, de pronto, recuerda que cuando era pequeña hubo una época en la que a menudo soñaba con agua. No se acuerda de gran cosa: una superficie bañada por el sol encima de la cabeza, la sensación de que se ahogaba, pero que estaba a salvo gracias a una membrana líquida que la protegía del mundo exterior. Fue cuando empezó a ir a la escuela y cuando comenzó a darse cuenta por primera vez de que era diferente. Era una niña que no podía lavarse las manos, darse baños ni ir a clases de natación. ¿Acaso a alguien le sorprendía que ansiara sumergirse en el agua como sus compañeros y ser normal?

Poco a poco, esos sueños fueron desapareciendo, sustituidos por pesadillas más típicas: trocitos de dientes ensangrentados en la palma, intentando correr para huir de algo sin conseguirlo hasta tambalearse por culpa del peso de las piernas, un examen para el que no había estudiado. Los detalles se desvanecían a medida que avanzaba el día, y el sueño seguía siendo un lugar donde estar a salvo, un refugio.

En este caso, no es así. Los remanentes parecen chamuscarle y astillarle la mente. Nota la presión de una mano sudada sobre la suya y paladea palabras desconocidas en la boca.

Muh dri-four.

Al despertarse en plena noche, con las finas sábanas del motel muy arrugadas, ha susurrado las palabras sobre su iPhone y ha observado con los ojos adormilados cómo Siri le proporcionaba una traducción.

Mo dheirfiúr.

Es irlandés.

«Mi hermana».

¿Cómo era posible que hubiera soñado en un idioma desconocido, en un idioma que nunca ha leído ni oído?

Deseando para sus adentros que el sueño se disipe, se concentra en la carretera y en el mapa que centellea en la pantalla de su teléfono móvil. Todavía le quedan seis horas de trayecto. Lo va a lograr. Bebe un sorbo de la Coca-Cola caliente del área de servicio, sube el volumen del pódcast y permite que el misterio de Comber Bay la distraiga.

Danny Smith era el típico muchacho de aspecto australiano. En una fotografía descolorida de 1980 aparece en la playa, en la misma en la que más tarde desaparecería, apoyado en una tabla de surf. Unas rayas de zinc le recorren las mejillas, como si fuera pintura de guerra; el pelo, cortado a lo mullet, le roza los hombros. Lleva un bañador Speedos y un collar hecho de caracolas.

Sus amigos lo describían con las expresiones más habituales. Era el alma de la fiesta, un chico normal y corriente, el amigo de todo el mundo, un donjuán.

Era un socorrista experimentado, un gran nadador que conocía la playa como si fuera la palma de su mano.

Sin embargo, una mañana agarró bien temprano una toalla y se dirigió al agua, de donde jamás regresó.

Lucy se imagina una ola rompiendo sobre el cuerpo del joven, unas fauces blanquecinas que lo devoran. No termina de creerse la teoría del asesino en serie; le parece improbable que alguien haya cometido asesinatos durante casi tres décadas. Además, tampoco ha habido ninguna prueba: no se ha recuperado ningún cuerpo. Aunque eso sí resulta extraño si los hombres se ahogaron de verdad, supone. Un detalle de otro caso de asesinato se reproduce en su cerebro —conforme se descomponen, los cuerpos humanos poco a poco se llenan de gas, que provoca que floten y sean arrastrados hasta la orilla—. Es extraño, pues, que no se encontrara a ninguno de los Ocho, como en el pódcast se refiere al grupo de hombres desaparecidos.

Después de unas breves explicaciones sobre las circunstancias de las demás desapariciones, desde el veterinario vietnamita que se esfumó en 1966 hasta el surfero itinerante al que se vio por última vez en 1997, el locutor vuelve a la teoría del fenómeno natural que se sugiere al principio del capítulo.

Pero, si la criminología no es capaz de dar una respuesta, quizá la ciencia sí lo sea.

Los investigadores han valorado que los extraños patrones de las mareas de la zona podrían ser los culpables de las desapariciones. Se forman remolinos cuando chocan las rápidas corrientes de las mareas, que viajan en direcciones opuestas, formando así un peligroso vértice que puede provocar el hundimiento de barcos. Un remolino o una nueva anomalía de las mareas quizá explique también algunos hechos famosos en el pueblo, incluido un naufragio del siglo diecinueve y, más recientemente, el descubrimiento de una criatura en una cueva del Mirador del Diablo; según algunas teorías, era el único superviviente de otro naufragio menor.

Remolinos. Lucy piensa en la Odisea, en la que se describe a Caribdis, con unas fauces espumosas abiertas de par en par mientras espera a que su presa se le acerque.

A medida que se aproxima a Comber Bay, Lucy se detiene para leer las indicaciones del iPhone, y ve, con una punzada de pánico, que tiene más mensajes de texto de Em y un par de llamadas perdidas del despacho de administración de la universidad. También hay un mensaje de voz. No lo escucha ni abre los de Em. Constata que Ben no se ha puesto en contacto con ella. Experimenta un conciso latigazo de decepción, seguido por la vergüenza.

Durante las largas y lánguidas semanas de las vacaciones de verano, el timbre de su móvil —la posibilidad de recibir otro mensaje de él— bastaba para que se le acelerara el corazón. Pero eso fue antes.

Lucy abre el chat de WhatsApp de Ben y relee el mensaje que él le mandó el día antes de que ella se despertara sentada a horcajadas encima de su pecho.

Lucy, lo único que puedo hacer es pedirte disculpas por lo que ha pasado. No era mi intención que la foto se hiciera pública como ha ocurrido. Ahora sé que no debería habérsela enseñado a nadie sin comentártelo primero, pero, como no me dijiste que no explícitamente, no me di cuenta de que no contaba con tu consentimiento. Es evidente que no tenía ni idea de que terminaría en las redes sociales. Espero que me puedas perdonar por haber cometido un error tan estúpido.

Al releer ahora los mensajes, le sorprende el tono de él, con el que pretendía tanto convencerla como justificarse. Lucy se pregunta si su padre, el abogado, lo habrá ayudado a redactarlo y a darle la vuelta a la narrativa de que no había hecho nada mal al enseñarles la foto a sus amigos y de que era tan víctima como la propia Lucy. No lamentaba lo que había hecho, observa ella, sino el hecho de que lo hubieran descubierto y de que, durante unos breves instantes, Lucy tuviera el futuro de él en sus manos.

Y, sin embargo, es el futuro de ella el que ha mandado al garete.

Regresa a la carretera.

Debe concentrarse en llegar a Cliff House y reunirse con Jess, que parece ignorar sus mensajes y llamadas. Los nervios la corroen por dentro. ¿Qué le dirá Jess cuando vea a su hermana pequeña presentándose en su casa sin avisar?

Lucy piensa de nuevo en esa Navidad, después de que hubiera terminado el instituto. Fue la última vez que vio a Jess.

Había recibido las notas de los exámenes, que eran brillantes. Le bastaban para poder entrar en el grado de Comunicación de Hume, la carrera de Periodismo más importante de toda Australia.

Pensaba que sentiría euforia, una sensación de triunfo incluso. Sin embargo, su estado de ánimo fue decayendo ante el dolor de esperar y esperar la llamada de Jess. Y no obtuvo nada, ni siquiera un mensaje de texto en el que su hermana le diera la enhorabuena.

Sus padres por lo menos habían estado orgullosos de ella, a pesar de las reticencias que albergaban hacia los planes profesionales de su hija. Empaparon la cocina con el contenido de una polvorienta botella de champán que habían desenterrado del garaje. Durante unos segundos, las viejas discusiones quedaron a un lado.

—¿No podrías estudiar algo que fuera más social? —le preguntó su madre muchas veces cuando Lucy comentaba la admiración que despertaban en ella Nelly Bly y Veronica Guerin, Christiane Amanpour y Susan Sontag—. Algo que de verdad ayude a la gente, quiero decir.

Para ti es fácil decirlo, pensaba Lucy, con un creciente resentimiento en el pecho. Su madre era psicóloga. Todas las mañanas, se metía en su oxidado coche azul y conducía cincuenta kilómetros hasta Bourke, el pueblo más grande que había en las inmediaciones. Allí, Maggie Martin trabajaba en un centro comprometido con la comunidad y con la caridad para prestar ayuda a las zonas rurales más desfavorecidas. Lucy sabía, no porque su madre se lo hubiera contado sino porque lo había leído en el perfil de Maggie de la web de la organización caritativa, que estaba especializada en adicciones, depresión y autolesiones.

A última hora de la tarde, su madre volvía a casa con los hombros caídos, como si el trabajo causara una especie de gravedad en ella. Apenas sonreía antes de comenzar a cenar, una comida que por lo general era muy elaborada y de origen incierto, cuyos ingredientes ponían a prueba la capacidad del supermercado del pueblo. Coq au vin, gnocchi caseros, tajín de cordero. Al parecer, cocinar la ayudaba a desconectar, le relajaba los tendones de la cara y le alisaba las arrugas de la frente. Pero el alivio duraba poco: por las mañanas, se subía de nuevo al coche y conducía el trayecto como si de una mártir se tratara.

—Por Dios, mamá, que no voy a ser la siguiente Rupert Murdoch —le contestaba Lucy—. Quiero ayudar a la gente. Y lo haré encontrando la verdad y consiguiendo justicia.

Y quiero que me guste mi trabajo, no como te pasa a ti.

—Cariño, los medios de comunicación arruinan la vida de la gente. Sobre todo la de las mujeres. —Era la respuesta preferida de su madre—. Fíjate en Lindy Chamberlain. O en Monica Lewinsky.

—Pero es que yo quiero ayudar a las mujeres. ¿Qué me dices del movimiento #MeToo? Lo que importa es la verdad. Lo único que importa, de hecho.

—Yo también lo pensaba —comentaba su madre mientras llenaba el hervidor de agua, señal de que la conversación estaba llegando a su fin—. Pero luego maduré. Y tú algún día también lo harás, cariño.

Lucy sigue sin saber qué hizo que su madre cambiara de opinión. El día de su decimoctavo cumpleaños, Lucy volvió a casa y vio a su madre colgando de pronto el teléfono.

—Jess te desea feliz cumpleaños —le dijo. Lucy se vio obligada a tragarse el dolor que sentía por que su hermana no hubiera querido hablar con ella ni felicitarla de viva voz.

Pero desde esa noche Maggie se mordió la lengua sobre la carrera elegida por Lucy. Y quizá fueron ilusiones suyas, pero Lucy se preguntaba si Jess habría logrado que su madre entrara en razón y convencerla para que apoyase las ambiciones de la hermana pequeña.

Tal vez, después de todo, sí que le importara a Jess.

Aquella idea la había consolado los días previos a Navidad, e incluso había empezado a esperar con ganas la llegada de su hermana. Su padre había colgado guirnaldas en el porche delantero y su madre se había pasado semanas elaborando el pudín, así que toda la cocina estaba llena del olor meloso de las especias y las frutas.

Jess llegó por Nochebuena. Lucía buen aspecto, con un vestido larguísimo y un chal con flecos; se había dejado suelto el pelo negro. Durante unos segundos, mientras los cuatro abrían los regalos al son de Last Christmas, parecía que todo iba a ir bien. Quizá Jess había estado ocupada con un nuevo proyecto de arte o con un nuevo novio. Quizá le daría explicaciones y luego le pediría disculpas.

Pero cuando se sentaron una al lado de la otra a la mesa ornamentada y se rozaron el brazo al alargarse para servirse cucharadas de comida en el plato, Lucy notó el frío de la distancia. Jess no le hizo ninguna pregunta y, cuando Lucy se interesó por cómo le iba en Sídney —por sus cuadros, por el piso—, su hermana respondió con frases cortas y superficiales.

Lucy se preguntó si se habría imaginado lo bien que se lo habían pasado unos meses antes, bailando las canciones de Nick Cave. A lo mejor incluso sus recuerdos más queridos de la infancia no eran más que historias que se contaba a sí misma. ¿De verdad Jess se la había colocado en una rodilla y le había cantado nanas? ¿De verdad habían cubierto la mesa de la cocina con hojas y lápices, y habían dibujado bosques sobrenaturales y cuevas submarinas?

Le parecía casi imposible de creer. Aún se lo parece hoy en día.

El trayecto hasta Comber Bay se pinta de verde por los árboles del caucho que se inclinan hasta casi tocar la carretera. Lucy baja la ventanilla y aspira el rico olor, con matices fuertes de eucalipto y la embriagadora dulzura de las acacias. Las cigarras cantan, y ella advierte el trino gutural de una urraca, un sonido familiar que la reconforta.

Casi había olvidado que está cerca de la costa, hasta que los árboles se despejan a un lado y la bahía se extiende ante ella, deteniéndole el corazón por completo. Lucy mira por el retrovisor antes de reducir la velocidad para admirar mejor el paisaje. Es impresionante: una maraña verde de arbustos, salpicada por rojos destellos de banksias, da paso a la ladera de arenisca del acantilado. Y más allá se encuentra el mar, resplandeciente e irreal como una pintura. Lucy no ha visto jamás tantos tonos azules: un turquesa brillante cerca de donde rompen las olas, un azul tan oscuro que es casi negro cerca del horizonte. Se estremece al pensar en el mundo que se encuentra debajo de las olas centelleantes.

La costa traza una curva para que Lucy pueda ver los acantilados al otro lado de la bahía, interrumpidos por cuevas. El Mirador del Diablo. Es el mismo paisaje que ya ha visto en la postal de Jess, pero la fotografía no llegaba a capturar el halo espeluznante del acantilado. En persona, las cuevas se ven más profundas y oscuras; hay una en particular, la más cercana al agua, que es lo bastante grande como para que pueda imaginarse a un demonio acechando en el interior, vigilando el mar desde arriba.

Un escalofrío le nace en la base de la columna. Quizá sea al saber lo que le haría el agua a la piel. Se imagina las olas lamiéndola como si fueran lenguas, arrancándole la carne hasta que de ella no quedasen más que huesos de un blanco luminoso.

O quizá se deba al pódcast y al recordar a todos aquellos hombres desaparecidos, que en teoría se ahogaron. Pero con el estremecimiento de temor también siente una extraña atracción. A Lucy le cuesta apartar la vista de las radiantes olas, cautivada por el modo en el que rompen en la orilla. Una parte de ella quiere aproximarse más y notar la espuma en la cara y la roca resbaladiza bajo las palmas.

Debe de ser el cansancio, decide, el que le provoca un repentino mareo. Tiene que dejar de conducir y descansar un poco. Vuelve a mirar el móvil; todavía no sabe nada de Jess. En fin. Su hermana no va a poder ignorarla durante mucho más tiempo.

La carretera principal da a la playa, una frontera entre el bosque y el mar. Delante del agua hay un aparcamiento, donde ve unas cuantas berlinas con tablas de surf o cañas de pescar atadas en la baca. Le sorprende que no esté más abarrotada, pues el cielo forma una impecable cúpula de azul intenso. Pero es período escolar, y entre semana.

Al otro lado del aparcamiento hay unas cuantas tiendas con puertas descoloridas. En una Lucy ve un cartel que anuncia que tienen de todo, desde el Sydney Morning Herald hasta aparejos de pesca y servicio de correo. Hay una heladería y una tienda de fish and chips, las dos vacías. También una cafetería, con ventanales oscuros y unas cuantas sillas y mesas esparcidas frente a la puerta.

Es raro que un lugar tan famoso tenga un aspecto tan anodino. Y resulta extraño que Jess viva en un sitio como este. Es un pueblo más pequeño que Dawes Plain, donde se criaron, y su hermana siempre ha sido una urbanita que habla de los bares de Sídney y de la última exposición que ha visto en el Museo de Arte Contemporáneo o en la Galería Nacional. Son cosas que Lucy y sus padres no han experimentado nunca y son incapaces de comprender. Jess parecía hacer hincapié en esas diferencias y vestir la ciudad como si fuera un abrigo que les impedía acercarse demasiado a ella.

Aun así, Lucy advierte el encanto del pueblo. Resulta muy bonito, con la maraña verde, las olas ondulantes y el cielo infinito. Es como si ese enclave quisiera tragarte por completo y tú quisieras permitírselo.

Vuelve a reducir la velocidad al pasar por delante de las tiendas y con la mirada barre el resto del pueblo —un par de casas y una iglesia de ladrillo— en busca del desvío hacia Malua Street. Ya ha dejado atrás la playa, y la calle la lleva por entre un oscuro dosel de árboles. Y de repente, a la izquierda, ve un cartel, si es que se le puede llamar así. Las letras escritas en la placa roja de resina irradian un sentir no oficial. La calle tampoco parece oficial; en realidad, no es más que un camino de tierra. Lucy aprieta la mandíbula cuando el coche traquetea sobre las piedras y las ramas de los árboles acarician las ventanillas.

Al pasar junto a una casa cerca del desvío, el camino gira a la izquierda. Lucy entorna los ojos para ver más allá y capta un destello azul intermitente entre la maleza. El sendero se vuelve empinado, al Honda le cuesta subir la pendiente y nota un ligero olor a salitre por la ventanilla abierta. Finalmente, Cliff House se alza delante de ella, flanqueada por troncos de árbol marcados.

Es una casa vieja de estilo antiguo, cuya madera se ha vuelto pálida, como si fueran huesos. Es más grande de lo que esperaba y ocupa dos plantas. Delante hay un porche con varias puertas, rodeado por la sucesión de árboles que se yerguen a ambos lados. Cerca del buzón, de madera medio podrida, ve un viejo cartel de una agencia inmobiliaria. La palabra «vendido» estampada en él parece reciente y contrasta con el paisaje, y Lucy se pregunta si la casa habrá estado mucho tiempo en venta antes de que Jess la comprara. Quizá estaba deshabitada o abandonada incluso: una de las ventanas está cubierta de plástico, como si antes hubiera estado rota. Un viejo comedero de pájaros se mece vacío desde un árbol y le recuerda a su madre. Lucy se traga el estallido de nostalgia.

La casa no tiene nada que ver con el pisito de Jess en Sídney. Si no fuera por el coche aparcado a la izquierda de la construcción, un Ford verde azulado que reconoce de la última visita de Jess por Navidad, podría pensar que ha introducido mal la dirección en el navegador.

De pronto, se pregunta si Jess habrá pasado por alguna especie de crisis que la haya llevado a mudarse a Comber Bay. Intenta recordar lo que sus padres le han contado acerca de las novedades relativas a la vida de su hermana: fue a finales del año pasado, poco antes de que llegara la tarjeta de cumpleaños.

—¿Cómo está Jess? —les preguntó Lucy durante una de sus videollamadas semanales por FaceTime—. ¿Creéis que este año volverá a casa por Navidad?

Sus padres intercambiaron una mirada. Los dos parecieron hacer un acuerdo sin abrir la boca y, cuando se giraron hacia la cámara, fue su madre quien tomó la palabra. Su padre, mientras tanto, se miraba el regazo, con una nueva arruga en la frente; Lucy ya había reparado en ella siempre que se hablaba de su hermana mayor.

—No lo creo, cariño —repuso su madre—. De hecho…, se va a mudar. Ha comprado una casita en la Costa Sur, en un pueblito llamado Comber Bay.

—¿Comber Bay? Pero… ¿no fue donde desapareció tanta gente? ¿Por qué diantres iba a querer vivir allí?

—Quién sabe, pero así es Jess, ¿no crees? Un misterio para los tres. —Su madre soltó un suspiro antes de cambiar de tema.

Lucy se desabrocha el cinturón mientras el agotamiento le cae encima como si fuera una lluvia de plomo. Necesita ducharse y comer algo. Sin embargo, curiosamente le entran ganas de llorar. Se le constriñe el corazón. ¿Y si Jess está molesta y triste al ver a Lucy, enfadada por que su hermana pequeña haya irrumpido en su escondrijo costero? Una parte de ella quiere dar media vuelta con el coche y volver a casa, a Dawes Plain.

Pero entonces agarra la postal del salpicadero, la gira y relee el mensaje. «Avísame si quieres venir a quedarte una temporada».

Jess no se la habría mandado si no lo dijera en serio, ¿no?

El estruendo de la puerta del coche al cerrarse suena espeluznante entre el quedo crujido de las hojas de los árboles, y Lucy espera en parte ver a Jess en la ventana. No obstante, los cristales siguen vacíos y oscuros.

Con el ceño fruncido, da varios pasos hacia la casa. Desde el lugar en el que se encuentra, a la izquierda de la casa, puede contemplar toda la construcción. Suelta un grito ahogado. Ahora entiende por qué ese sitio se llama Cliff House, la Casa del Acantilado.

Donde cabría esperar un patio trasero no hay más que rocas manchadas de liquen que se precipitan al mar. Entre los matorrales, Lucy ve la blanca extensión de la playa y el resplandor azulado del océano. Oye su propio latido, en un volumen imposiblemente alto, hasta que se da cuenta de que no se trata de su latido, sino del mar, que ruge contra la orilla.

Lucy se rodea con los brazos y se aparta del borde del acantilado para regresar hasta la casa. Los escalones que dan al porche delantero crujen bajo su peso. Se levanta una ráfaga de viento, seguida por un ruido cristalino, casi melancólico. Junto a la puerta hay unas campanitas que arrojan una luz verdosa sobre la madera descolorida.

Al sujetar el pomo de la mosquitera con los dedos, lo nota áspero. La abre y llama a la puerta principal de madera, primero con cuidado, luego más fuerte. La casa se estremece, y Lucy presta atención por si oye los pasos de su hermana. Pero allí no hay nada ni nadie.

Quizá Jess haya salido.

—¿Jess? —la llama, con voz ronca tras pasarse tantas horas al volante en silencio—. Soy Lucy. ¿Estás aquí?

Se saca el móvil del bolsillo de los vaqueros y ve que le queda un siete por ciento de batería. En su mente se ilumina una repentina y horrible imagen de su cargador, que sigue enchufado junto a la mesita de noche del motel. Mierda.

Vuelve a marcar el número de Jess.

Le da tono y, al poco, desde la casa le llega una melodía electrónica, que parece extraterrestre comparada con el rugido de las olas y los graznidos lejanos de las gaviotas.

Debe de ser el móvil de Jess, que suena en algún lugar.

El pulso de Lucy se relaja un poco. Su hermana está en casa, pues. Irá hasta la puerta y la dejará pasar.

Pero no obtiene ninguna respuesta ni ve movimiento en el interior. Tan solo persiste el timbre espeluznante del móvil.

—¿Jess? —exclama nuevamente, y esta vez llama con más fuerza. Gira el pomo, aunque espera hallar resistencia y que esté cerrado con llave, pero para su sorpresa se gira y consigue abrir la puerta.