Octubre de 1800.
Cork, Irlanda.
Contempló unos ojos abiertos como platos, inocentes y vacíos. El amor le apretó el corazón en un puño.
Mo dheirfiúr.
«Mi hermana».
—Por favor —susurró Eliza—. Dímelo. ¿Qué ves?
Mary tragó saliva. Todavía notaba en la lengua el sabor del polvo del camino. La luz le había cegado los ojos desde que la sacaron de la celda de Kilmainham, llena de ratas y con agua que goteaba sobre la piedra. En el carruaje, el paisaje pasó a toda velocidad, de un verde dorado tan intenso que le atenazó la garganta al saber que jamás volvería a posar los ojos en esos parajes. No fue la única en apartar la vista; las otras mujeres se santiguaron al pasar por delante de los lugares donde dos años antes se había combatido. Eran los lugares donde las cabañas chamuscadas mordían el cielo; sus paredes de barro ya estaban cubiertas de verde o seguían negras por obra del fuego.
En esos instantes Eliza no dijo nada, con un velo sobre el rostro, y Mary supo que, aunque su hermana no viera la tierra y todas sus heridas, sí olía las cenizas del aire y oía el eco de los disparos de los mosquetes. Sabía que se preguntaba qué habría ocurrido si la rebelión no hubiera fracasado y si los ingleses hubieran perdido el dominio de esas tierras.
Parecía mejor no mirar y mantener la vista clavada en la suciedad que tenía entre los dedos de los pies. Había aprendido a no mirar a los ojos durante los últimos meses, encerrada en la fría celda de piedra, donde los prisioneros varones introducían dedos ennegrecidos entre los barrotes para alcanzarlas.
Hasta ese momento, Eliza no le había pedido que le dijera lo que veía ni le había suplicado que cumpliera con su deber de hermana.
Desde que eran pequeñas, Mary había pintado imágenes con palabras para que el mundo cobrase vida en la mente de Eliza. Al cruzar bosques bañados por el sol, agarraba hojas rojas que crujían en el suelo y las situaba debajo de la nariz de su hermana. Juntas aspiraban el olor a turba y a tierra, a principios y a finales de todas las cosas. Había trazado el contorno de las colinas lejanas en la palma de su hermana y le había contado que era el petirrojo el que trinaba y el cuervo el que graznaba.
Pero no sabía cómo enseñarle aquello a Eliza. Mejor dicho, no quería enseñárselo.
—Estamos en un muelle, formando una multitud con mucha gente —susurró intentando que no le temblara la voz—. Estamos apelotonadas, como una tela tejida de forma apresurada. —Se acordaba de la sensación que le proporcionaba el lino en los dedos. Se acordaba de la sonrisa de su padre cuando ella disponía las fibras para colocarlas en el telar, como él le había enseñado.
Mary tragó saliva. No le comentó a su hermana la cara de las demás mujeres —pues todas eran mujeres, con ojos abatidos y mejillas chupadas—, cuyo temor era idéntico al suyo.
—El mar está delante de nosotras —continuó.
—Lo huelo —dijo Eliza con un asentimiento—. ¿Qué crees que sentiríamos al tocarlo? ¿Su frío nos haría daño, como el del arroyo de casa?
Mary pensó en el riachuelo próximo al pueblo, el frío prohibido sobre su piel. Cabello humano, enredado con las hebras verdosas de las lentejas de agua.
El pelo de Byrne. Su rostro, quieto e inexpresivo en el agua. El instante desgarrador en el que pensó, y en el que una parte de ella esperó, que estaba muerto, que el golpetazo de la piedra en la cabeza lo había matado. Pero eso habría significado la horca para ambas.
El juez les había dicho que habían tenido suerte, con el ceño fruncido en el tribunal mientras Byrne escupía el asco que sentía ante la sentencia. Una agresión solo se condenaba con la deportación.
«Solo». Una palabra muy corta que significaba muchas cosas. Jamás volverían a ver su casa, la pequeña cabaña rodeada de prados de flores azules ni las colinas que se extendían hacia el horizonte; ni tampoco la luz plateada del arroyo.
Jamás volverían a ver a su padre.
—Sí —mintió, ya que el mar no se parecía en nada al riachuelo. Era gris y furibundo, y mojaba las rocas como si quisiera devorar la tierra. Se alargaba hasta donde llegaba la vista, donde Mary vio una línea dorada en el cielo.
—¿Y el barco? —preguntó Eliza. Parecía menor de lo que era. Había entendido la mentira de su hermana. Tenía oído para detectar mentiras, como siempre decía su padre, como la propia Mary tenía oído para las notas desafinadas.
Mary no sabía cómo describirle el barco. Tan solo sabía que era lo más grande que había visto nunca. Las velas se hinchaban como alas gigantescas mientras el mástil parecía atravesar las nubes. Vio por lo menos tres cubiertas, de madera embreada y brillante. Había algunas ventanitas, que desde donde estaba apenas tenían el tamaño de una uña.
Daba la impresión de que en el interior iban a estar a oscuras.
—¿Mary?
En ese momento, Mary llevó los ojos hasta el mascarón.
—Hay una mujer —replicó— en el mascarón de proa. No es de carne y hueso, sino de madera y pintura, más grande que tres hombres juntos. El pelo le cae por la espalda en bucles tallados y tiene los ojos del azul más intenso. Y en lugar de piernas tiene…
Hizo una pausa. De pronto, deseó no haber visto el mascarón ni haber comenzado a describírselo a su hermana.
Alguien la empujó por detrás, y se tambaleó. Las llevaban hacia la orilla. Vio unas cuantas barcas pequeñas esperándolas en el agua. Mary y Eliza y las cuatro veintenas de mujeres que las rodeaban se dirigían al navío y pasarían varios meses de miedo y oscuridad antes de llegar a una tierra extraña con un nombre que en sus labios sonaba tan desconocido como aterrador. «Nueva Gales del Sur». Lejos, lejísimos, de su pueblecito y de su cabra de ojos amables. Y de su padre.
—¿Mary? —La voz de Eliza sonaba aguda y fina por el miedo—. ¿Qué tiene en lugar de piernas?
Mary también empujó a las demás mujeres para sujetar la mano de su hermana, por más que los grilletes le quemaran la muñeca.
—Una cola —respondió a gritos para que Eliza la oyera por encima de los chillidos de las demás—. Tiene cola de pez.
—Es una sirena —dedujo Eliza—, procedente del tír fo thuinn, la tierra debajo de las olas. Como la de la historia de mamá.
Mary no contestó. No quería pensar en su madre ni en lo que le había ocurrido; suficiente temor le embargaba la barriga ya.
A medida que la multitud las iba acercando al extremo del muelle, donde las barquitas se mecían expectantes, Mary apartó la vista para dejar de contemplar el mascarón de proa. Sin embargo, fue incapaz de olvidar a la mujer pintada con cola curvada ni sus escamas verdes, descoloridas por el óxido.