Lunes, 11 de febrero de 2019.
Sin embargo, se trata de su amiga Em, que con sus rizos caóticos y sus uñas afiladas con manicura la había esperado para entrar juntas a la clase de las nueve de la mañana. Em, quien ya le había mandado cinco mensajes de texto.
Jaja te has quedado dormida
No me puedo creer que me hayas dejado sola en la clase del lunes por la mañana. Qué mala
Ahora en serio, ¿estás bien?
Oye… Acabo de ver a Nick. ¡¿Dice que has agredido a Ben?! Lucy, ¿qué está pasando?
Llámame
Lucy se enjuga los ojos con el dorso de la mano y, temblorosa, respira hondo para recomponerse.
Pero es en vano. Ya le arde el rostro por culpa del recuerdo, de lo confiada y de lo estúpida que ha sido.
Ben y ella empezaron a acostarse justo antes del inicio de las vacaciones de verano, en el diciembre pasado, la noche antes de que todos se marcharan a casa por Navidad. Enseguida quedó claro que lo suyo era mucho más importante para Lucy que para él: lo vio en la maestría con la que Ben le quitó el sujetador y en la calma con la que se introdujo en su interior. Lucy todavía se acuerda de todas las sensaciones que experimentó, de todos los suspiros que emitió. Como si ya por aquel entonces hubiera tenido claro que aquello no iba a repetirse. A fin de cuentas, ¿cómo iba a interesarse por Lucy alguien como Ben, un chico de hombros musculosos y pelo oscuro brillante?
Sin embargo, al final la sorprendió. Le envió mensajes de texto durante las vacaciones para mandarle enlaces a vídeos de gatitos y memes de Twitter. Un día incluso hablaron por teléfono y compararon opiniones sobre los libros que estaban leyendo (Ben se había comprado A sangre fría por recomendación de Lucy; ella, El asesinato de Joe Cinque por recomendación de él). Su relación fluía con tanta sencillez y naturalidad que a Lucy le preocupaba que estuvieran entrando en el terreno de la amistad, que jamás volviera a notar los dedos de Ben sobre los muslos ni sus labios en el oído.
De ahí que, a pocos días antes de que comenzaran el último curso de la universidad, Lucy hubiera reunido el valor suficiente para preguntarle si quería recibir una foto suya.
Jamás había hecho nada parecido. En primer lugar, porque nadie le había pedido fotos; ¿por qué iban a pedírselas? ¿Quién iba a querer ver a Lucy sin ropa?
Pero en ese momento pensaba en el susurro que profirió Ben al hundirse dentro de ella, en el modo en el que le besó la piel sensible por encima de la clavícula, como si él no viera las marcas de piel agrietada debajo de los pechos y sobre las costillas. Ben era diferente, a Lucy no le cabía ninguna duda. Le proporcionaba seguridad.
Le dio la impresión de que el corazón le dejó de latir mientras esperaba la respuesta de él y los minutos se alargaban sin parar. Primero la marca azul de «leído», luego esas tres emocionantes palabras: «Ben está escribiendo».
Depende de si es una foto de ti, le contestó él.
Lucy ajustó la luz una y otra vez, con la esperanza de que el tenue resplandor de la lámpara de la mesita de noche pudiera ocultar la peor parte de su piel. Al final, se tomó una decena de imágenes. Se moría por lucir bella para Ben.
Estaba muy satisfecha con la fotografía que había seleccionado, en la que le brillaban los ojos oscuros y los labios ligeramente humedecidos. La luz de la lámpara iluminaba la curva de su seno, mientras que el resto de su cuerpo quedaba sumido en una sombra sedosa.
Vaya, le escribió él. Eres guapísima.
Y Lucy contempló la instantánea con ojos nuevos y pensó que quizá, solo quizá, Ben tenía razón.
Había estado ansiosa por volver a la universidad para verlo a él de nuevo y retomar lo suyo por donde lo habían dejado. Sin embargo, Ben evitó mirarla a los ojos después de la clase del martes por la tarde y se fue corriendo a la siguiente antes de que Lucy pudiera saludarlo. Lo extraño fue que, al parecer, no era el único que la esquivaba; sus compañeros de clase se apartaban cuando ella pasaba por su lado y cuchicheaban, formando así un Mar Rojo de chismes.
Lucy pensó que era porque la gente se había enterado de lo suyo con Ben, de que estaban juntos o lo estarían en breve. Se permitió sentir una punzada de orgullo.
Qué equivocada estaba.
Fue Em quien vio el vídeo de TikTok y le mandó el enlace.
Lo siento mucho, le dijo. Pero si yo fuera tú, me habría gustado saberlo.
La conmoción que sintió al ver su propio cuerpo en el vídeo se incrementó al oír la canción seleccionada como banda sonora —Monster Mash, de Bobby Pickett, en la que se hablaba de distintos monstruos—. Todo aparecía en el vídeo, incluso bajo la cruel distorsión del filtro: la piel blanquecina de su torso, las marcas plateadas sobre los pechos, el interior de sus muñecas.
Pero lo peor de todo fue la cara que estaba poniendo ella, una tierna expresión de confianza.
Lucy acciona el intermitente antes de regresar a la carretera, aunque no haya tráfico. Ante ella se extiende una solitaria vía. Se aferra al volante con las manos sudadas.
Por eso tiene que alejarse. Por eso nadie creerá que no fue su intención hacerle daño a Ben, que había sido sonámbula y había estado en medio de una pesadilla. Ni que no sabía lo que estaba haciendo.
Cuando Lucy lo confrontó, Ben le dijo que no había sido su intención. Sí, le había pasado la foto a algunos amigos por WhatsApp, pero era lo que siempre hacían. No había esperado que alguien fuera tan cruel como para subirla a TikTok. ¡Le costaba creerlo!
Y lo sentía.
Lucy traga saliva al recordar el vídeo y los comentarios.
Tu amiguita es una gorgona
Qué horror
Recién salida de un cementerio
Quizá haciendo alarde de ingenuidad, a Lucy la sorprendió lo poco que había querido involucrarse la universidad, el desdén con el que la habían tratado.
—¿No es delito? —le preguntó a la consejera que velaba por el bienestar de los alumnos, una mujer de unos cuarenta años con numerosos pendientes en ambas orejas—. Difundir una imagen íntima sin consentimiento, digo. Lo he buscado… Quiero denunciarlo a la policía.
La mujer puso una mueca y le acercó un paquete de pañuelos aunque no estuviese llorando.
—Yo te recomiendo que lo pienses largo y tendido antes de dar ese paso —repuso—. Entiendo que estés enfadada, de verdad que sí, pero todos cometemos errores. Una denuncia de este tipo podría arruinarle la vida a Ben. Como madre de un chico que soy, te digo que…
Furiosa, Lucy se levantó de la silla y salió del despacho a toda prisa.
¿Acaso Ben no le había arruinado la vida a ella? Desde la aparición del vídeo, Lucy se pasaba la mayor parte de la semana en su habitación. En clase, se sentaba lo más cerca posible de la puerta y se marchaba antes de que los demás se levantaran de la silla, antes de que cien cabezas se giraran para mirarla. La publicación había sido eliminada porque violaba la política de TikTok, pero no tenía ninguna duda de que la gente había hecho capturas de pantalla, que seguían circulando por Facebook, WhatsApp y Snapchat. El día anterior, Lucy pidió un café en la cafetería del campus, y el joven que se lo sirvió se la quedó mirando antes de reconocerla y ponerse rojo como un tomate.
Le dio la impresión de que todo el mundo había visto las imágenes y de que estas iban a perseguirla eternamente.
Dos años antes, durante la asamblea de bienvenida, el rector de la universidad les había pedido que observaran a los alumnos que estaban sentados a su lado.
—Se trata del mejor curso de periodismo de todo el país —les había dicho—. Hay antiguos alumnos trabajando en todas partes, desde Sky News hasta The New York Times. La mayoría de los periodistas que trabajan en el Sydney Morning Herald y en The Age estudiaron aquí, en Hamilton Hume. Recordadlo durante vuestra estancia. El joven o la joven que tenéis al lado no es solo vuestro compañero de clase, sino vuestro futuro compañero de trabajo.
Era una frase que Lucy no podía quitarse de la cabeza. Todos sus futuros compañeros de trabajo la habían visto deshonrada. ¿Cómo iba a poder tener una carrera en periodismo tras aquello?
Pero, a pesar de su furia, la reunión con la consejera había calado en ella y había sembrado semillas de duda. ¿Y si la policía tampoco le creía? En ese caso, no tendría opciones. Además, el padre de Ben era abogado laboralista en un reputado bufete de Melbourne.
—De esos que representan a los jefes y no a los trabajadores —le había contado Ben con desprecio en la voz. Odiaba a su padre por, según él, «engrasar la máquina del capitalismo». Sin embargo, Lucy dudaba de que ese odio le impidiera pedirle ayuda si la necesitaba. Si presentaba la denuncia, iba a tener que enfrentarse a un abogado de renombre.
Titubeó durante tres días, sin saber qué hacer. Y esta mañana se ha despertado rodeándole y apretándole el cuello a Ben con las manos, como si su cuerpo hubiera tomado la decisión en su lugar.
En fin. Ahora, después de lo que ha hecho, ya no podía contarle lo del vídeo a la policía.
Debe concentrarse en ponerse en contacto con Jess y en permanecer despierta; le quedan otras doce horas al volante. Su hermana se mudó hace poco a Comber Bay, en la Costa Sur. Lucy nunca ha visitado la zona y solo tiene la dirección porque Jess le mandó una postal en septiembre para felicitarla por su cumpleaños, la misma postal que ahora está en el salpicadero del coche. Un acantilado que se cierne sobre el mar mientras el atardecer proyecta sombras sobre la roca vertical. Unas letras estridentes describen ese lugar como el Mirador del Diablo, en Comber Bay. Es una postal turística y hortera, lo cual no deja de ser extraño, ya que no parece propia de Jess. Por lo general, su hermana elabora las postales; si luego se acuerda de mandarlas, claro.
«Feliz cumpleaños, Lucy», dice el texto. «Sé que estos últimos meses he estado distante, y lo siento. Pero me encantaría verte y que nos pusiéramos al día como Dios manda. Avísame si quieres venir a quedarte una temporada, es un sitio precioso. Pues eso, que espero que tengas un cumpleaños estupendo. Te quiero, Jess. Besos».
Para Lucy llegaba demasiado tarde. Seguía dolida por la frialdad que había demostrado Jess la última vez que la había visto, aproximadamente un año antes, en la Navidad de 2017.
Había empezado a pensar que quizá estaba a su alcance el vínculo que habían compartido cuando Lucy era más pequeña, y que los años de distancia habían desgastado. En las vacaciones navideñas anteriores, había ido a Sídney a pasar un fin de semana con Jess. Había sido idea de su hermana, y Lucy se había puesto nerviosa; se había sentido como una niña al ocupar el asiento de copiloto del coche de Jess, abrazando con fuerza la mochila mientras Jess le formulaba preguntas. ¿Iba bien en la universidad? ¿Todavía cantaba con el coro? ¿Aún quería ser periodista?
¿Era feliz?
Para cuando llegaron al piso diminuto de Jess en Marrickville, el agotamiento hacía que le pesaran los ojos y debajo de las costillas notaba que echaba de menos su casa. Pero era evidente que su hermana se había esforzado muchísimo para que el piso estuviera presentable: había sábanas limpias plegadas sobre el sofá y el patrón en zigzag que se veía en la alfombra indicaba que había pasado la aspiradora hacía poco. Incluso había preparado el plato preferido de Lucy: chile vegetariano, con un fuerte sabor a ajo quemado.
La incomodidad duró hasta después de la cena, cuando Jess hurgó en su colección de discos y puso The Good Son, de Nick Cave.
—A papá le encanta esta canción —comentó Lucy cuando el piano melancólico de The Ship Song llenó la estancia.
—Ya lo sé —repuso Jess con una sonrisa—. A mí también.
Imitando el canto dramático de su padre, terminaron de pie encima del sofá, con los brazos abiertos de par en par, chillando las palabras. Pero enseguida pasaron a cantar con el corazón —las dos tenían buena voz, grave y potente pese a sus cuerpecillos—, en parte bailando un vals y en parte corriendo por el abarrotado comedor de Jess, lanzando montañas de libros y de materiales de arte por todas partes. Lucy creyó que los años se habían esfumado; tuvo la impresión de que volvía a tener cinco años y se balanceaba sobre los pies de su hermana mayor mientras bailoteaban al son de The Wiggles.
Para cuando la canción hubo acabado, un vecino aporreaba la pared con rabia y a Lucy le faltaba el aire. A su hermana le brillaban los ojos, y durante unos incómodos segundos Lucy se preguntó si Jess se pondría a llorar. Tal vez el recuerdo de su padre le resultara doloroso; con el paso de los años, Lucy advirtió que entre su padre y su hermana mayor había una tensión que no llegaba a comprender.
Pero cuando le preguntó a Jess si estaba bien, esta se limitó a sonreír y a decir que iba a preparar chocolate caliente para las dos. «Con un poquito de Baileys, pero no se lo digas a mamá».
Se pasaron el resto del fin de semana explorando los mercados y las galerías preferidas de su hermana. Se rieron al ver a un turista borracho en Circular Quay y bromearon sobre la posibilidad de hacerse el mismo tatuaje cuando Lucy fuera mayor. El lenguaje especial que habían compartido cuando Lucy era pequeña —atesoraba los recuerdos de las veces que su hermana cantó y dibujó con ella— parecía estar de vuelta.
Después de aquella visita, Jess incluso comenzó a llamar a Lucy una vez a la semana al móvil, en lugar de saludarla sin más durante las irregulares conversaciones que mantenía con su madre. De pronto, sin embargo, las llamadas se detuvieron, y la Navidad pasada Jess había hablado tan poco con Lucy que ella se había pasado buena parte de la comida tragándose las lágrimas.
Por eso cuando el día de su cumpleaños le llegó la postal con una disculpa insignificante, Lucy le respondió de forma breve y fría.
Gracias por la tarjeta, el cumple ha ido bien, escribió sin más.
Ignoró la invitación de Jess de ir a verla. No se veía capaz de asumir otro rechazo.
Pero ahora debe dejarlo todo a un lado. Jess es la única persona sonámbula a la que conoce y quizá tenga alguna idea de por qué le sucede y cómo puede abordar el tema.
Lucy incluso la vio una vez, cuando debía de tener unos cinco o seis años y Jess estaba en casa en una de sus contadas visitas mientras estudiaba arte. Se despertó al oír un rugido, que al principio interpretó como un monstruo antes de darse cuenta de que era el agua del grifo de la cocina.
Agarrada a la barandilla con las dos manos, bajó con cuidado las escaleras para cruzar el pasillo y llegar a la cocina. Los bracitos rechonchos apenas le permitían pulsar el interruptor de la luz.
Jess estaba paralizada delante de la pila de la cocina mientras el grifo escupía agua a borbotones. El temor le embargó el pecho a Lucy al ver los ojos abiertos e inexpresivos de su hermana, pero aun así se le acercó y tiró de una mano que no respondía. Jess tenía los ojos tan vacíos que Lucy echó a correr hasta su cuarto y se escondió debajo de las sábanas.
Más tarde, cuando Jess había regresado a Sídney, Lucy le había preguntado a su padre qué había presenciado. Recuerda la tensión que le demudó el gesto a él repentinamente. Le temblaron las manos al servirle los cereales en un cuenco. Lo había disimulado echándose a reír y revolviéndole el pelo.
—No está embrujada, cariño —le contestó—. Hay gente, como Jess, que camina cuando está dormida. No te tiene que asustar, te lo prometo.
Cuando está a medio camino de Comber Bay, Lucy se detiene en un motel de carretera. El cartel neón con la expresión «Habitaciones libres» que parpadea encima de ella le hace pensar en la película Psicosis. La recepcionista arquea una ceja, sorprendida, pues sin duda esperaba a un camionero de larga distancia y no a una chica bajita con el pelo casi rapado. Pero acepta el dinero de Lucy y estampa una llave de latón sobre el mostrador. A juzgar por el montón de llaves que cuelgan tras la mesa, es una de las pocas huéspedes.
En el interior, los pasillos apestan a alfombra vieja y a cigarrillos, y las paredes están forradas de antiguos anuncios de té Bushells y cerveza Victoria Bitter. Hay una máquina expendedora en la que compra una bolsa de patatas fritas y dos KitKats, y decide no mirar la fecha de caducidad. Junto a la máquina expendedora hay uno de esos adornos con un pez con la boca abierta, aletas rojizas y escamas verdes. Lucy se estremece al recordar el sueño que anoche la acompañó durante el episodio de sonambulismo. Solo se acuerda de algunos fragmentos, pero son más que suficientes. El salitre le inundaba las fosas nasales, unas manos fuertes le apretaban la piel y una roca afilada se le clavaba en la cabeza. No quiere acordarse de más.
La habitación huele a rancio. Las cortinas están corridas, con un patrón floral —a juego con la ropa de cama— atestado de telarañas. Las abre y ve la carretera, con el horizonte rosado cubierto de polvo. Un camión pasa junto al motel con ruedas rechinantes. Lucy experimenta un ligero temor por las horas que va a tener que conducir mañana; se imagina que se le cierran los párpados y que no consigue sujetar el volante. Ve imágenes de metal abollado y oye el ruido que hacen las ventanillas al romperse.
Por la mañana no puede estar cansada.
Debe dormir.
Pero no puede huir del recuerdo del cuello vulnerable de Ben bajo sus manos y saber lo que puede llegar a hacer —y a quién puede hacerle daño— mientras está inconsciente.
No puede dormir.
Se sienta en la cama y pone una mueca al notar los muelles debajo del fino colchón. Necesita escuchar algo, distraerse. Un pódcast. Los de crímenes reales son sus preferidos, pero cualquiera en plan investigación le servirá. El soniquete tranquilizador de una voz conocida, un rompecabezas que resolver mentalmente hasta que sus pensamientos se vuelvan lentos y opacos, y el cansancio gane la partida.
Tenía catorce años cuando escuchó por primera vez el pódcast Asesinos en serie. La voz de Sarah Koenig había despertado algo en ella y había modelado el plástico de su joven cerebro. Embelesada por la pregunta «inocente o culpable», había devorado los episodios mientras en su interior le ardía la necesidad de obtener respuestas. Fue embriagador, como el primer sorbo de una bebida alcohólica. También dulce y peligroso.
Fue entonces cuando supo que quería ser periodista. Quería ser la que hablara al micrófono y contara una historia que se desentraña como un ovillo de hilo. Quería ser la que luchaba contra las injusticias con la única arma que importa: la verdad.
En cualquier modo, aquel había sido su plan.
¿Van a dejarle terminar la carrera después de lo que ha hecho?
Aunque por obra de algún milagro se lo permitan, ¿quiere regresar a la universidad?
No está segura de poder enfrentarse a la humillación. Ya fue horrible saber que todos los de la clase o de la cafetería la habían visto desnuda y necesitada. ¿Qué dirán los demás cuando se enteren de que ha atacado a Ben? Por más que les cuente la verdad —que era sonámbula—, pensarán que está loca. Trastornada.
Pero hay algo más. Algo que apela al centro de quien creía ser y al plan que había urdido en su vida. La razón por la que decidió decantarse por una carrera en periodismo.
Es la duda que la ha carcomido por dentro desde que se reunió con la consejera estudiantil, que la intentó convencer para que no se pusiera en contacto con la policía. Y para que no contara la verdad. Se sintió como una fanática religiosa con una crisis de fe. ¿De qué sirve un arma que la gente tiene miedo de tocar?
Ahora se dispone a buscar en su aplicación de pódcast, sin saber si le apetece algo nuevo que la distraiga o algo conocido que la consuele. Y, de repente, se acuerda.
Hace meses descargó un episodio, después de que sus padres le dijeran a dónde se mudaba Jess. Comber Bay. Al oír y reconocer ese nombre, en su cerebro se encendió una chispa. Todos los australianos con cierto interés por los crímenes o los misterios han oído hablar de ese sitio. Comber Bay es un lugar tristemente famoso, que se pronuncia con el mismo tono que el descubrimiento del Hombre de Somerton y la desaparición de los niños Beaumont. Ese tranquilo pueblecito de la Costa Sur presenció un caso que se hizo famoso en todo el país.
Es curioso cómo a veces algunos casos se olvidan y otros perduran en la conciencia pública, cuyas víctimas terminan siendo inmortales. Por supuesto, el misterio en sí mismo —un enigma por resolver, que atrae a curiosos y a investigadores— forma parte del encanto. Pero en Comber Bay Lucy sospecha que la atracción es más profunda. Es uno de los pocos casos que conoce en el que los desaparecidos (o las víctimas, si las teorías de un asesino en serie están en lo cierto) son hombres.
El episodio es un especial de varios capítulos de un pódcast que le gusta, locutado por un australiano anónimo con voz tranquila y monótona, y con una meticulosidad que ella admira. Comber Bay: el Triángulo de las Bermudas australiano. Un nombre muy inteligente. No es de extrañar que haya llamado la atención de tantísimos oyentes.
Pulsa la pantalla para reproducir Parte 1: el Mirador del Diablo. Mientras los auriculares le llenan de música siniestra los oídos, Lucy vuelve a preguntarse por qué Jess se ha mudado a un lugar tan infame. Aunque duda de que su hermana esté interesada en los crímenes; Jess es una artista que solo se interesa por los sentimientos, por las sensaciones y la belleza. Casi nunca lee las noticias.
Se trata de un pueblo costero a doscientos kilómetros de Sídney, donde un inquietante misterio sigue sin haberse resuelto… Entre 1960 y 1997, ocho hombres desaparecieron en esas playas de arena. Samuel Hall, Pete Lawson, Bob Ruddock, William Goldhill, Daniel Smith, Alex Thorgood, David Watts y Malcolm Biddy. Aunque las víctimas tenían edades y profesiones diferentes y procedían de clases sociales distintas, todas ellas tienen una cosa en común: jamás se ha encontrado ninguna pista de su paradero.
Mientras escucha la narración, Lucy saca el tubo de pomada de la mochila y, al abrirlo, pone una mueca al percibir el odioso olor químico. La unta sobre las marcas plateadas y las espirales que le cubren las pantorrillas.
¿Los hombres se ahogaron, como los veinte nadadores que hasta la fecha han fallecido en el famoso río de Babinda en Queensland? ¿O los mató un asesino en serie que lleva treinta años esquivando a la policía y la justicia?
Lucy cierra las ventanas, cuyas hojas son tan finas que sigue oyendo el rítmico tráfico de la autopista, y la puerta con llave.
¿Tal vez las desapariciones se debieron a algún tipo de fenómeno natural? Y ¿qué ocurre con el extraño caso de Esperanza, la niña pequeña que encontraron en 1982 abandonada en el Mirador del Diablo?
Exploraremos ese misterio y mucho más en esta serie de dos partes, «Comber Bay: el Triángulo de las Bermudas australiano».
Antes de meterse en la cama, Lucy mueve la silla de debajo de la mesa raída y la coloca bajo el pomo de la puerta. Espera que esa protección sea suficiente.