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LONDRES, 4 DE OCTUBRE DE 2024
IRIS
–¿Estadounidense? —pregunta el ángel, que no ha soltado la correa que arrancó de la mochila mientras me arrastraba a un lugar seguro. Estoy bocarriba sobre el asfalto, con la mochila detrás como una tortuga, lo que me dificulta levantarme. Ella me extiende la mano para ayudar. Tiene la piel cálida y nuestros dedos encajan a la perfección. Consigo ponerme en pie con torpeza.
Mi flujo sanguíneo late como una corriente marina en mis oídos. Todo parece intensificado, reluciente y estruendoso. He estado a punto de morir. Dios, he estado a punto de morir. De haber traído una maleta en lugar de mi vieja mochila, es muy probable que hubiese muerto.
—¿Por qué no me he dado cuenta? —pregunto.
—Tenías que mirar aquí. —Señala las letras pintadas en el asfalto que rezan: mire a la derecha—. Y perdona por esto.
Agita la correa rota de nailon que antes formaba parte de mi mochila.
—No te preocupes. La coseré para conmemorar la vez que sobreviví a pesar de no mirar a la derecha. —La agarro y me la meto en el bolsillo para mantener ocupadas mis temblorosas manos. No sabría decir la edad que tiene mi ángel, con ese cabello dorado, esa piel impoluta color crema y ese cuerpo tan enjuto, aunque se mueve con una determinación que nunca relacionaría con una adolescente. Parece muy poca cosa y me cuesta imaginar que haya tirado de mí con tanta fuerza—. Me alegro de que seas más fuerte de lo que pareces.
—Fue por la adrenalina. —Tiene una sonrisa casi tan reluciente como el sol. Pero estamos en Londres, por lo que tampoco es muy complicado superar en brillo al astro rey. Empiezo a notarme nerviosa y estúpida, como me pasa siempre que conozco a una mujer atractiva. O puede que sea cosa de mi cuerpo, que sigue a rebosar de la misma adrenalina.
—Bueno. Vaya. Bienvenida a Inglaterra, supongo.
Se ríe, un sonido similar al de dos copas de champán al entrechocar. Espumantes, vívidas y cristalinas al mismo tiempo. De haber sabido que había mujeres tan guapas por aquí, habría ido a Oxford en lugar de a la Universidad de Salem. Mi madre habría estado encantada de ayudarme en todo lo posible para conseguir entrar. Y más encantada aún de pagarla. Al fin y al cabo, siempre se ha considerado la propietaria de todo lo que paga.
Muerta estás mejor, mamá. Déjame disfrutar en paz de un rostro bonito. Recuerdo el resto de los rostros bonitos que mi madre destrozó con sus garras y las emociones reprimidas se me acumulan en la garganta. Puede que esta sea la buena. Puede que ahora que mi madre está muerta, ahora que Goldaming Life está bien lejos…
El ángel se inclina y agarra el vaso derramado para llevar. Lo desparramó por los suelos para evitar que yo también quedase desparramada. Y aprovecho la oportunidad.
—¿Me dejas comprarte un café o un té para agradecerte que me hayas salvado la vida?
Señalo la cafetería, culpable por haber estado a punto de morir.
—Pero tu vida vale mucho más que una taza de té.
Frunce los labios, carnosos y lozanos como una rosa, para dedicarme una sonrisa juguetona. Sabe lo que intento hacer. ¿Tan mal disimulo?
Sí que disimulo mal. No he dejado de mirarla. Me dejo de remilgos y le dedico la sonrisa más grande y bobalicona que me permite el cuerpo.
—Depende de a quién le preguntes.
Consigo arrancarle otra carcajada. Pero luego ladea la cabeza y algo se ensombrece en sus ojos negros azulados. No ha dejado de sonreír, pero ahora me percato de lo que deja claro que no es una adolescente. No es determinación, sino agotamiento. Debajo de esa piel perfecta y esa cara bonita, está más agotada de lo que jamás podría estar una joven.
—Perdón, pastelito —dice, y todas mis esperanzas se derrumban como un castillo de naipes—. Me temo que llego tarde.
Claro. También salía de la estación de tren. Sin duda iba de camino a algún lado y yo me he puesto a distraerla. Me vuelvo a meter las manos en los bolsillos y me encojo de hombros.
—Claro. En otro momento será.
—En otro momento, sí. —La sonrisa vuelve a brotar y pasa de capullo de rosa a una del todo abierta. Ojalá se pudiese quedar y distraerme de todo lo que tengo que hacer—. Pues nos vemos… —Se inclina tanto hacia mí que el corazón se me vuelve a acelerar. Está claro que también coquetea conmigo. Luego susurra—: Y no te olvides de mirar a la derecha.
Me río, en parte porque es gracioso y en parte para liberar la tensión de tenerla a distancia de beso. Ella avanza por la acera y se abre paso entre el gentío mientras intenta encontrar sentido al mapa que tiene abierto en una aplicación del móvil. Cuando llega a la esquina, me mira por encima del hombro. Ojalá volviese. Ojalá tomase la decisión de llegar aún más tarde. De convertirme en su pastelito. Yo podría ser todo lo que quisiese durante unas horas, hasta que me resultase imposible seguir fingiendo.
Pero desaparece entre la multitud.
—Bien hecho, Iris —murmuro. Mejor así. Intimar conmigo sería lo mismo que ponerle una diana en la espalda, y no merece algo así. Se me eriza el vello de la nuca. Me niego a mirar por encima del hombro para comprobar si hay alguien vigilándome.
Cuanto antes continúe mi camino, mejor. Estoy cerca. Solo quedan unas pocas semanas para abandonar para siempre la secta de mi madre. Estaré justo donde esperan que esté para luego desaparecer.
—Tu valiosa sangre —dice alguien junto a mí.
Me lanzo a la carretera sin mirar. Tres manzanas después, dejo de correr para recuperar el aliento. Me arden los pulmones. También el codo, que tengo en carne viva. Me he manchado la manga de sangre. Seguro que me hice daño al caer, pero no me di cuenta porque estaba obnubilada con mi ángel. Quienquiera que fuese el del comentario, seguro que me vio la sangre del codo. Sí, seguro que solo era por eso.
No dejo de repetírmelo, pero no me lo creo. Sé muy bien que siempre hay una razón. Me presiono la herida con la otra mano; luego miro a derecha y a izquierda y detrás de mí antes de internarme en Londres, como si estar en una nueva ciudad fuese suficiente para esconderme.