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LONDRES, 4 DE OCTUBRE DE 2024

IRIS

Todo en Londres parece apropiadamente antiguo. No como en Estados Unidos, donde antiguo es sinónimo de estar en ruinas, sino como si le hubiesen drenado toda la energía y eso le diese un mejor aspecto. Como una abuela que ha cubierto de plástico toda su casa para conservarla a la perfección por toda la eternidad. Inglaterra da la impresión de «contar con una meticulosidad impresionante y estar obsesionada con la historia», una estética que no parece tener intención de cambiar. Admiro a los ingleses por la manera en que se comprometen a ello. Lo único a lo que yo me he comprometido en toda mi vida es a destruir el legado de mi familia.

Respondo al teléfono sin mirar mientras deambulo por la estación de tren. Ya solo me llama una persona, y me veo en la obligación de responder para que no sospeche.

—Dick. En serio. Dame al menos un día para asentarme antes de intentar convencerme para que vuelva a Estados Unidos.

—Es tu madre —dice papá, con la voz tan quebrada como la acera antigua que pisan mis pies en esos momentos. Me quedo paralizada. Un turista choca contra mi enorme mochila y suelta un improperio. Casi ni lo he oído.

—¿Papá? Papá, ¿qué pasa? —grito, tanto por miedo como para que me oiga bien. Mi padre siempre ha sido un anciano para mí, con casi cincuenta años cuando nací, pero de un tiempo a esta parte ha empezado a decaer muy rápido. Había empezado hacía unos pocos años, cuando abrí una puerta que tendría que haber permanecido cerrada. «Es mi culpa. Es mi culpa».

Baja la voz, como si le preocupase que alguien lo oyese.

—Estuvo aquí anoche.

Me llevo la mano libre a la frente. No sé qué me duele más: la cabeza después del vuelo transatlántico y el tren para llegar a Londres o el corazón al oír lo confuso y asustado que está. Lo siento mucho por haberlo dejado solo, de verdad, pero…

Pero él me abandonó cuando más lo necesitaba, ¿no? La única manera de compensarme es dejarme vivir, se dé cuenta de que lo está haciendo o no. No puedo sentirme culpable por ello. Está en el mejor lugar que el dinero puede comprar, con el mejor personal, la mejor comida y un pago por adelantado tan grande que estoy segura de que estará a salvo y bien cuidado durante el resto de su vida. Es algo típico de los Goldaming: resolver los problemas con dinero y seguir con nuestra vida.

—Papá —digo—. Mamá no estuvo ahí anoche. Está muerta.

—Estaba dando golpes en la ventana. Tenía los ojos rojos y una sonrisa maliciosa. Iris, por favor, tienes que sacarme de aquí. Sabe dónde estoy. Escóndeme o conseguirá entrar.

Intento sonar amable, pero estoy agotada.

—Es imposible que mamá estuviese en tu ventana. Por dos razones: porque estás en un tercer piso y porque está muerta.

—Pero la vi. Vi…

—Y yo la vi morir. —La sangre empieza a latirme a toda velocidad, como si mi cuerpo se consumiese a sí mismo. Me froto el brazo y noto los pequeños bultos de las cicatrices debajo de las mangas. Recuerdo los tubos succionando la sangre una y otra vez—. Siento que no hayas podido ir al funeral, pero te prometo que cerramos bien el ataúd.

Quizá si hubiese estado lo bastante sano como para ir a Miami se habría quedado convencido. Aun así, no tiene sentido que la hayan enterrado allí si vivió y murió en el desértico oeste.

—Pero vi…

—Está muerta, papá. Te lo prometo. —No le digo que pasé unos minutos a solas con el féretro en el vuelo que la llevó al mausoleo. Me temía que aquel rostro ceroso y desprovisto de sangre me obsesionase, pero lo cierto es que su recuerdo me ha servido para consolarme. Está muerta y yo estoy muy cerca de ser libre.

—Pero estaba allí —insiste papá entre gimoteos—. Me dijo que abriese la ventana y que la dejase entrar. Volverá esta noche. Sé que lo hará. —Habla como si fuese un niño que tuviese miedo de la oscuridad. Pero nunca me protegió de esa oscuridad. Ni de mi madre.

Echo un vistazo por la calle e intento orientarme. Los edificios parecen estar demasiado cerca los unos de los otros, por lo que no hay manera de ver dónde está el sol.

—Dile a tu enfermera que se asegure de que la ventana está cerrada y que pase bien las cortinas. Y, si mamá vuelve, dile que se vaya a tomar por culo. Adiós.

Cuelgo y me arrepiento de inmediato. Y luego hago todo lo posible para no sentirme mal.

Dios, así nunca me voy a librar. Me sigue a todas partes, vaya donde vaya. El agotamiento se ha apoderado de mi cuerpo, tanto que podría morir si no me siento y empiezo a disociar de inmediato. Tampoco tengo ni idea de lo que voy a encontrarme cuando llegue a la casa. ¿Estará lo bastante bien como para quedarme allí o tendré que reservar un hotel? Ese imbécil de Robert Frost no deja de burlarse de mí. «El bosque es hermoso, oscuro y profundo, pero tengo promesas que cumplir y millas que recorrer antes de poder dormir».

Supongo que en Inglaterra serían «kilómetros». Lo que hicieron es algo muy propio del humor inglés: nos dieron un sistema de unidades sin sentido para luego pasarse al sistema métrico.

Me tienta mucho la idea de buscar un hotel y dormir para que se me pase el jet lag. Cubrirme con las sábanas blancas y disfrutar de la inconsciencia durante un día o dos. Pero retrasarme sería un riesgo innecesario. Tengo que plantearme la posibilidad de que me estén siguiendo. Las correas de la querida mochila con la que me escapé se me clavan en los hombros, pero agradezco el peso. Me ayuda a concentrarme. Me recuerda la razón por la que estoy en este lugar.

Es mi única oportunidad y no pienso desperdiciarla por estar cansada.

Me vuelve a sonar el teléfono, pero esta vez miro antes de responder.

—¿Puedo quemar la casa y deshacerme así de la propiedad?

La voz de Dick suena tan seca como madera vieja:

—Eso sería un incendio premeditado, señora Goldaming. Y es muy ilegal incluso en Reino Unido.

—Qué fastidio.

—Siempre puede volver a casa y encargarse de las responsabilidades que ha dejado aquí.

Me dan ganas de darle un puñetazo a través del teléfono. La verdad es que mi madre se superó al contratar a Dick Cox para tramitar su testamento. Con un nombre así, ya podría ser un actor de películas para adultos de éxito en lugar de un abogado pedante e implacable del que jamás conseguiré librarme.

—No quiero nada. Ni las responsabilidades ni la empresa ni el dinero. Cuando venda las casas de Londres y de Whitby, ya hablaremos sobre cómo deshacerme de lo demás.

—Lo querrá —dice Dickie, con certeza anodina—. Lo lleva en la sangre. Y la sangre es la vida.

Me estremezco al oír ese odioso mantra. Es como si notase a mi madre pellizcándome por debajo de la mesa para obligarme a enderezar el cuerpo y a sonreír.

—En mi caso, la sangre es una muerte lenta y segura, pero gracias por tu constante insensibilidad. Adiós, Dickie.

Cuelgo. Estoy al borde de un ataque de pánico después de hablar con mi padre y con Dick. Me creía muy valiente por haber llegado hasta aquí. Lista. Pero lo cierto es que estoy muy afligida.

Hay una cafetería al otro lado de la calle. El café es mi mayor aliado. Seguro que me ayuda a combatir el jet lag, mi sangre y mi pasado. Puedo hacerlo. Miro a la izquierda y pongo un pie en el asfalto.

Pasan tres cosas casi al mismo tiempo.

Una mano me agarra por la mochila y tira de mi hacia atrás con tanta fuerza que me levanta los pies del suelo.

Un taxi negro pasa a toda velocidad desde mi derecha, a escasos centímetros.

Y me caigo de culo, para luego alzar la vista y mirar a esa especie de ángel de porcelana, una mujer de cabeza dorada recortada contra el sol que no ha soltado la mochila que acaba de usar para salvarme la vida.