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LONDRES, 4 DE OCTUBRE DE 2024
IRIS
La puerta delantera de Hillingham no cierra bien. He tenido que usar el cerrojo para mantenerla cerrada, lo que explica la manera en la que se había abierto antes. No es que esté encantada, sino que es muy vieja. Y también… un poco cutre.
Esperaba encontrarme con una vajilla de plata o un baúl lleno de joyas. Pero la esperanza empezó a decaer a medida que me iba fijando en el estado de todo lo demás. Rebusqué en mi mochila en busca de una muda de camisa y me la até en la parte de atrás de la cabeza para taparme la nariz y la boca. Iba a necesitar más antihistamínicos para sobrevivir en aquel lugar. Mi sistema inmunológico ya era lo bastante caótico de por sí, pero al menos el insólito calor otoñal que hacía había conseguido que no se enfriase la casa. El frío es el verdadero enemigo de mi sangre.
Deambulo por la planta baja y empiezo a abrir las ventanas que puedo. La mayoría están bloqueadas y los cristales gruesos le dan a todo cierta cualidad subacuática. Intento aguzar el oído, pero no creo que vaya a oír mucho. El lugar es tan silencioso como una tumba. Noto un silencio ahogado que me envuelve. Ni los tablones del suelo hacen ruido cuando los piso. No es que la casa no quiera que la molesten, sino que rechaza de plano que lo hagan. Si pudiera decirse que hay un fantasma en este lugar, sería yo.
Me asusta pensar en ello, por lo que empiezo a pisar con fuerza. Empiezo a dar golpes y a hacer ruido para subrayar mi presencia. No ayuda mucho, pero fingir que no tengo miedo hace que me sienta algo más valiente.
Canto la letra de unos de mis poetas actuales favoritos, los Beastie Boys, que memoricé en el instituto para irritar a mi madre. Exploro el salón, un comedor, una biblioteca que parece una sala de estar y una cocina que hay al fondo. Todo el lugar está impoluto, como si nadie hubiese pasado por allí. Hay muchas cosas, pero ninguna parece ser de oro ni tener piedras preciosas.
Empiezo a sentirme más decaída a medida que pasa el tiempo. No tengo ni idea de cuánto podría valer la basura con la que me he encontrado. Puede que no tenga ningún valor. O puede que la silla de madera tallada a mano tenga un valor incalculable y que las estanterías estén llenas de primeras ediciones y esté recorriendo una mina de oro. Pero no tengo ni idea. ¿Cómo voy a saber qué vender?
La cocina también es muy lóbrega. Los fogones son una monstruosidad enorme de metal con la parte superior de ladrillo. Es toda una antigüedad. Y no una de esas que podría vender, la verdad. Sino más bien una del tipo «¿Cómo voy a vivir aquí si no sé cómo encender el fogón sin quemar toda la casa?». Estoy segura de que era todo un lujo a principios de siglo, pero del siglo equivocado. Soy una chica de los dos mil, no de la primera década del siglo xx. ¿O del siglo xix? No sé cuántos años tendrá la casa. He mirado la escritura, pero me resulta imposible descifrarla. Debería haber pedido todos los documentos.
Me dejo caer en una silla robusta que hay junto a una mesa redonda de madera, los únicos muebles del lugar que parecen acogedores. Puede que sea porque la cocina no estaba hecha para sus habitantes, sino para los sirvientes. Parece bastante modesta.
Aunque era estadounidense, me imagino a Emily Dickinson sentada en una mesa así, preparando postres y escribiendo poemas en la parte de atrás de las recetas. Me hace sentir algo más esperanzada, o al menos no tan deprimida. «La esperanza es esa cosa con plumas», pero las únicas plumas que necesita una cocina son las de un plumero para limpiar el polvo.
Miro el teléfono, que me muestra otro de los problemas principales de las jóvenes de los años dos mil. Casi no tengo cobertura. Y tampoco hay wifis a las que conectarme. La sensación de estar bajo el agua se intensifica aún más, secundada por el hecho de que casi no puedo respirar a través de la camisa, que me cubre la nariz y la boca.
Ha sido una idea impulsiva. Estúpida. Inútil. Como el resto de los intentos de escapar y conseguir la independencia. Noto como si mi madre sacase la mano de la tumba, con uñas convertidas en garras, y me aferrase con fuerza. Puede que mi padre se refiriese a eso cuando me llamó, a que no se puede escapar de ella ni aunque esté encerrada en un ataúd.
Otro poema de Emily Dickinson que soy incapaz de olvidar: «Son muchas las cosas que no pueden volver: la infancia, ciertos tipos de esperanza, los muertos…».
Empiezo a repetirlo como si fuese una letanía, pero no me lo creo. No del todo. Porque sé muy bien que cualquier cosa puede volver, aunque nunca vuelva de la manera que quieres.
Pero conseguí encargarme de mi madre, así que también puedo con esto. Me pongo en pie con determinación y dejo la maleta sobre la mesa. Hay algunas puertas que aún no he revisado.
La primera de ellas está al fondo de la cocina. Lleva a unas escaleras de servicio claustrofóbicas y envueltas en una oscuridad agobiante que espero no volver a pisar jamás. Son como un accidente a punto de ocurrir.
La segunda puerta da a una despensa llena de los restos de décadas pasadas. Unas pocas cajas vacías, una escoba en descomposición y botellas de aspecto alarmante medio llenas. No hay nada que merezca la pena empeñar, a menos que las casas de empeño estén interesadas en moho cultivado durante generaciones. De hecho, «moho biológico cultivado durante generaciones» suena a algo que mi madre sería capaz de vender en esa estúpida secta de bienestar suya.
Dentro hay una puerta que da al exterior desde la cocina, pero está tan hinchada a causa de la humedad y el paso del tiempo que no se mueve. Es muy probable que algo así se convierta en un peligro en caso de haber un incendio, pero toda la casa es un peligro en ese sentido.
La última puerta que hay en la cocina lleva a un pasillo que conecta la parte delantera, las escaleras y el estudio. Hay una puerta oculta en la oscuridad del corredor, una que no había visto antes.
El pomo no se mueve. Es la única puerta del interior que está cerrada. ¿Por qué? Vuelvo a sentir las plumas de la esperanza y saco la llave más pequeña de las que me habían dado. La cerradura no parece en tan buen estado como las demás. El pomo chirría como dolorido cuando lo giro. Al igual que la salida de la cocina, la puerta está combada a causa del paso del tiempo. Pero, a diferencia de aquella, esta sí que tengo que abrirla como sea.
Le doy un empujón con el hombro a la madera, que se abre con brusquedad. El impulso hace que me abalance hacia el interior. Una de las ventanas está tapiada y el aire silba siniestro a través de las grietas de los tablones. Un nuevo olor invade mis fosas nasales. Cierto almizcle animal. ¿Quizá algo vivo habita en la estancia? Puede que el lobo nunca llegase a marcharse…
Entre la ventana tapiada y el cristal sucio, casi no veo el exterior. Paso la linterna del móvil por el suelo, pero no hay nidos ni madrigueras. No veo pelos, plumas o colmillos. También compruebo las paredes, por si acaso. La luz se refleja en los bordes aserrados de los cristales rotos de una de las ventanas. Es raro que no los hayan remplazado, porque a tenor del estado de los tablones podría decirse que lleva rota mucho tiempo. Puede que la leyenda urbana de Rahul tuviese su parte de verdad.
Contenta por no tener que añadir la rabia a la lista de enfermedades a las que podría exponerme al vivir en la casa, me relajo y echo un vistazo a mi alrededor. Hay un tocador de aspecto delicado con un espejo ennegrecido en la pared del fondo. Un cabecero de latón, opaco y deslustrado por el paso del tiempo, se alza sobre una cama hecha con prisas. Toco el encaje de la colcha y noto cómo se desintegra entre mis dedos. El colchón está hundido y tiene la forma perfecta de un cuerpo, como si le guardase el sitio a alguien a la espera de su regreso. Hay un banco debajo de la ventana tapiada lleno de pilas de libros olvidados, tan antiguos y mohosos que parecen haberse fusionado en una única entidad. ¿Quién se sentaba ahí para contemplar el jardín? ¿Qué esperanzas y sueños tenía?
¿Tenía algo valioso que pudiese vender bien?
Doy un paso hacia el tocador y cruzo los dedos para que haya alguna joya en la estancia. Los cristales crujen bajo mis pies y pego un brinco. A pesar de las suelas gruesas de mis Docs, no puedo permitirme un corte. Tengo que mantener mi promesa a Rahul y no ser el paciente cero de un apocalipsis zombi.
Cuando bajo la linterna para tener cuidado con las esquirlas, veo que no hay cristal alguno en el suelo. Pero estoy muy segura de haberlos sentido. Me agacho y acerco más la luz a los tablones de madera oscuros. Hay cierto brillo entre ellos, como si los cristales que acabo de pisar hubiesen caído debajo de un tablón suelto. Tanteo los bordes de la madera y me alegro al comprobar que el tablón se mueve como un diente a punto de caerse.
—Premio —susurro. Levanto el tablón y encuentro un nido. Pero es uno de secretos, en cuyo centro hay un objeto envuelto con meticulosidad. «Joyas —pienso—. Que sean joyas». Echo un vistazo rápido para comprobar que no hay arañas y agarro el botín. Es una caja, sólida y envuelta en hule para evitar la humedad. Alguien se ha tomado muchas molestias para proteger y ocultar lo que quiera que haya en su interior.
Libertad. Dentro hay libertad. La llevo a la mesa de la cocina y la coloco sobre ella con mucho cuidado. Debajo de la tela hay una caja de madera simple pero elegante, brillante aún y con el cierre de metal bruñido. La abro con facilidad.
Es… un libro. Cruzo los dedos para que se trate de una primera edición de Dickens o algo así, de un pergamino de Shakespeare manuscrito. Algo. Lo que sea.
Pero, en lugar de eso, el interior está garabateado con una caligrafía cursiva que afirma que es propiedad de Lucy Westenra. Es el diario secreto de una chica. No me equivocaba. He encontrado algo secreto y valioso, pero que no me sirve para vender.
Una garra rechina contra la ventana. Me tambaleo y agarro la silla, lista para atacar con ella. Pero no es más que uno de esos arbustos descuidados. No se trata de mi madre que ha regresado de entre los muertos para reírse de cómo acabo de perder toda esperanza.
—Vete a la mierda, mamá —digo mientras empujo la caja hacia el centro de la mesa y me dispongo a seguir buscando.