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12 DE MAYO DE 1890
DIARIO DE LUCY WESTENRA
Mi trío de cazadores había empezado a dividirse, pero no de la manera que esperaba.
Me recordó al espectáculo de magia al que habíamos ido Mina y yo en una ocasión. Cada vez que el mago metía la mano en el sombrero, de alguna manera había otro conejo en el interior. Cada vez que la sirvienta me llamaba, de alguna manera había otro hombre esperándome. Y me veía obligada a hacer mi magia. ¡Lucy la Magnífica, capaz de conjurar un rostro agradable de la nada! Miren cómo desaparece. ¿La Lucy de verdad? ¡Puf! Ya no está. ¡En su lugar, una muñeca sonriente, atenta y risueña, la compañera perfecta!
Y llevo años haciendo ese truco de magia. Sirve para mantener contenta a mi madre.
Hoy había venido a visitarme el vaquero, Quincey Morris. Acababa de aparecer en nuestra puerta. Mi madre no hizo mucho por ocultar su rabia por la falta de educación. Y luego me echó la culpa. ¡Como si yo lo hubiese invitado! Como si las cosas de mí que atraían a ese hombre no me las hubiese impuesto ella. Si me dejase ser retorcida, masculina y desagradable, que es como soy, seguro que no vendrían tantos hombres a visitarme.
Eso sí, me sorprendió que Quincey viniese solo (sé que debería llamarlo «señor Morris», pero me resulta absurdo ser formal con un hombre tan informal; como mucho, lo llamo «el vaquero»). Nunca ha venido de visita sin el doctor Seward. Quincey comentó que el doctor estaba ocupado con un paciente aquel día. Pero yo leía muchas historias de detectives y me di cuenta de un detalle muy importante: el señor Morris no había usado el vehículo del doctor, sino uno alquilado. Por lo tanto, algo me decía que Seward no estaba al corriente de la visita de su amigo. ¡Qué intrigante!
Pero bueno, tampoco fue tan terrible. Oír cómo me habla Quincey es mucho más fácil que aguantar a mi madre. Él nunca me critica, ni me pellizca, ni grita y dice que soy todo lo que tiene en el mundo y que se morirá si lo abandono.
Creo que de verdad le gustan los animales que caza, por lo que es muy probable que yo también le guste. O que pudiese llegar a gustarle. Me convertiría en su rosa inglesa, arrancada de mi hogar para viajar por Estados Unidos y exponerme como esas inquietantes figuras de cera que había en la carpa contigua a la del mago. (No nos quedamos mucho en ella. Gente de mentira, arrastrada hasta allí y colocada para todo aquel que quisiese mirarla. Me sentía demasiado identificada como para que algo así pudiese gustarme). ¿Querría Quincey que fuese tímida y correcta para enseñarme a sus alborotadores y pendencieros amigos estadounidenses? ¿O quizá querría que me adaptara a esa nueva vida, que cazase a su lado y cabalgásemos libres por el Oeste?
A pesar de mis sueños de convertirme en depredadora, no creo que algo así llegase a gustarme. Soy una persona de costumbres y vida tranquila. Dormir bajo las estrellas suena muy romántico hasta que te das cuenta de que no hay forma de darse un baño ni de hacer tus necesidades.
Cuando me acostumbro a lo mucho que le cuesta a Quincey terminar una de esas frases lentas y de acento marcado, lo cierto es que es del todo inofensivo. Creo que sería amable conmigo, o al menos indiferente de una manera agradable. Y me llevaría lejos, muy lejos de mi madre. ¡Imagina que mi ser amado nos acompañase! Podríamos explorar Estados Unidos y correr grandes aventuras con Quincey, nuestro heroico guía vaquero.
Pero ¿y si terminase por querer casarse conmigo y quedarse en Inglaterra? Moriría de vergüenza. Preferiría mil veces ser el centro de atención del espectáculo que convertirlo a él en dicho espectáculo. Igual que él no sería capaz de convertirme en alguien pendenciero como la espesura estadounidense, dudo mucho que yo fuese capaz de convertirlo a él en alguien educado hasta decir basta, como ocurre en la sociedad británica.
¡Casi me olvido de la mejor parte de la visita! Cuando estaba a punto de marcharse, me estrechó la mano. ¡Y la sacudió! No pude reprimir la carcajada. Y menos mal que él no se ofendió. Ojalá pudiese ser mi amigo. Si pudiésemos ser sinceros el uno con el otro, nos llevaríamos muy bien. Pero no se me permite tener amigos como Quincey Morris.
¿Por qué su amistad me hace quedar mal con los demás? ¿Por qué en el caso del doctor Seward la amistad con Morris lo convierte en alguien más interesante para la sociedad? Si Arthur Holmwood puede ser amigo del señor Morris, ¿por qué no puedo serlo yo?
Arthur. Es todo lo que un hombre de su posición social debería ser. Y, si yo fuese todo lo que una mujer de mi posición social debería ser, haríamos la pareja perfecta.
Arthur es guapo, encantador y agradable, pero una no puede dejar de preguntarse qué se sentirá al notar ese bigote pálido presionado contra su cara. Quincey Morris me desconcierta y el doctor Seward me pone nerviosa, pero Arthur no causa en mí efecto alguno prácticamente. Otro truco de magia. Arthur sostiene un espejo en alto y en él veo lo que ve todo el mundo. Veo exactamente cómo debería ser yo y cómo debería comportarme. La persona que nunca llegaré a ser.
Siempre hace que me pregunte qué se ha roto en mi interior, qué es eso extraño que hace que al imaginarme una vida con Arthur me den ganas de seguir los pasos de mi padre y desaparecer una noche para no
Me estoy poniendo sensiblera. Puede que lo mejor sea dejar que Quincey me siga entreteniendo con esas historias de épica absurda. Un combate cuerpo a cuerpo con un caimán o atacar a un búfalo a puñetazos. Mi madre odia a ese estadounidense grosero, pero seguirá siendo educada y le permitirá visitarme hasta que haya descubierto si es rico o tiene alguna relación con hombres pudientes.
¡Bueno! ¡Tres días! Quedan tres días para volver a encontrarme con la única persona que quiero encontrarme en mi puerta. Mi ser amado, no tardes en venir.