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LONDRES, 4 DE OCTUBRE DE 2024
IRIS
No dejo de pensar que me siguen. Tomo un taxi en lugar del metro. Al menos así podré relajarme y descansar.
—¿Adónde la llevo, señorita? —pregunta el conductor. Tiene la piel marrón y una barba negra recortada a la perfección. Unos treinta años, diría yo, pero se me da muy mal adivinar la edad de la gente.
Miro los documentos que llevo encima.
—¿A Hillingham?
Introduce la dirección en el teléfono y frunce el ceño.
—No me aparece nada.
Miro mejor los papeles.
—No, perdón. ¿Haverstock Hill? Le muestro la dirección.
—Bien. Cerca de Hampstead, donde el antiguo zoo. Conozco la zona. Mi marido tiene un restaurante por allí. —Me dedica esa mirada tan típica de las personas queer cuando reconocen a un igual. Me siento más segura al instante. Y también me alegro de llevar tantos parches arcoíris en la mochila. Son restos de mis años de adolescencia, intentos de hacer ver a mi familia cuál era mi condición. Y ahora me han servido para que él mencione a su marido. Puede que sea un error confiar sin cuestionárselo en otras personas queer, pero lo hago.
—Me alegro de que al menos uno de nosotros sepa dónde vamos —digo—. Y también que sea el que conduce. ¿Entonces qué es Hillingham, si no es una calle?
Se encoge de hombros.
—Podría ser el barrio. O la casa. Es una zona antigua con muchas mansiones históricas. La mayoría tienen nombre propio.
—Un poco pretencioso, ¿no?
—Bienvenida a los barrios de clase alta de Londres. —Ríe, un sonido alegre y estridente, y yo hago lo propio. Por una vez, no me preocupa que en realidad esté trabajando en secreto para mi madre o que me esté espiando. Goldaming Life es uno de esos grupos llenos de prejuicios, a pesar de que intentan hacer gala de lo inclusivos que son. No hay nadie con poder que no sea blanco y hetero.
Acelera el coche.
—Me llamo Rahul.
—Yo me llamo Iris. —Me relajo en el asiento y dejo que los barrios se conviertan en un borrón a mi alrededor. Una parte de mí quiere fijarse en todo lo que la rodea, ya que nunca voy a volver a este lugar. Pero estoy demasiado cansada como para que me importe. Londres no es más que un medio para conseguir un fin.
—¿Vienes por negocios o por diversión? —pregunta Rahul, y me alegra que no haya dicho «por placer». Esa frase siempre me ha dado mucho asco.
—Por negocios, supongo. Mi madre ha muerto. Y podría decirse que he venido a gestionar su herencia.
—Oh. Lo siento mucho.
—No lo sientas. No me afecta.
Mira por el retrovisor y tiene gesto sorprendido. Luego se encoge de hombros.
—Mi madre es la mejor, pero la de mi marido era horrible. Sentimos más alivio que tristeza cuando falleció.
—Que descansen y se queden calladitas. —Levanto el vaso de café como si brindase. Después le doy un sorbo, pero lo descubro vacío, como si fuese una lección del karma por hablar mal de los muertos. Pero ¿por qué debería hablar bien de esa mala pécora solo porque acaba de morir?
—¿Tu madre era londinense? —pregunta cuando pasamos por unas zonas residenciales. Cuanto más nos internamos, más bonitas son las casas. La calle está llena de casas adosadas que comparten paredes, todas de cuatro pisos y de preciosos y alegres tonos pastel. Treinta y un colores diferentes. Me pregunto cómo la suspensión del coche es capaz de aguantar el traqueteo de los adoquines. Hay que felicitar a Londres por no hacer concesiones a cosillas sin importancia como la modernidad.
Alzo la voz para que me oiga a pesar del estruendo de las ruedas.
—Estadounidense. No creo que llegase a visitar Reino Unido siquiera. No tengo ni idea de por qué la casa es de su propiedad.
—Seguro que es muy cara, por si te decides a venderla.
—¿Te interesaría comprarla?
Vuelve a reír.
—No puedo permitirme una casa tan pretenciosa que hasta tiene nombre.
—Normal. Además, sería como adoptar una mascota a la que otra persona ya le ha puesto nombre. ¿Y si tu prefieres llamar «Mimitos» a la casa qué?
—Seguro que solo le haría caso cuando la llamase por el nombre antiguo. Encima.
Me gusta Rahul. Puede que le regale la casa antes de bajarme. Pero eso lo pondría bajo la atenta mirada de Dickie. Y también de la de Albert. Rahul parece buena persona. No quiero que le hagan nada.
Atraviesa con cuidado carreteras abarrotadas de tráfico, retorcidas y serpenteantes en dirección a lo que supongo que será Haverstock Hills. Las casas son más grandes y han dejado de estar adosadas. Tienen ese aire regio y distante, independientes. Los tonos azules, amarillos y rosados han desaparecido para dar paso al gris ceniza, rojo óxido o blanco pizarra. Rahul se detiene al fin frente a una mansión.
Suelta un resoplido de impresión.
—Sí, está claro que esta casa no va a responder al nombre de Mimitos. Un momento. ¡Un momento! ¡Creo que es la casa de los lobos!
—¿La casa de los lobos? —pregunto, intrigada y sorprendida.
—Podría decirse que es una leyenda local. Hace mucho tiempo, un lobo escapó del zoo y saltó al interior por una ventana. Una mujer murió del susto y luego lo volvieron a encerrar en el zoo.
—¿En serio? ¿De verdad pasó algo así?
—He dicho que era una leyenda. No tengo claro que sea esta casa. Pero me ha dado la impresión de que sería una casa ideal para que un lobo se decidiese a atacar, ¿sabes a qué me refiero?
Sí que lo sé.
Veo una verja de hierro con el nombre Hillingham escrito en el arco superior. Se alza hacia los cielos como si fuese un alambre con púas, como si fuese más una advertencia que una bienvenida. La casa en sí tiene el mismo aspecto. Es blanca como el hueso, pero de los huesos que llevan tiempo abandonados, con grietas enormes y negras entre los tablones. El techo parece intacto y es de un gris tan oscuro que ni las nubes de tormenta del cielo tienen nada que hacer contra él. Las ventanas también se encuentran en buen estado, por lo que puedo apreciar. Tendría que haber preguntado en qué condición se encontraba antes de pedir las llaves.
—¿Te vas a quedar aquí? —Rahul contempla el lugar con gesto dubitativo, como si no quisiese acercar el coche a la puerta cerrada. No lo culpo. No solo porque la verja parezca amenazadora, sino porque es vieja. Me sentiría fatal si se le cayese encima al bonito taxi de Rahul.
—Puede. —Estoy tentada de pedirle que me lleve al hotel más cercano. Pero no. No puedo seguir retrasándolo. Recupero la compostura y asiento—. Sí —me corrijo—. Me voy a quedar aquí. Suponiendo que no haya lobos y que no tenga problemas de insalubridad. No me puedo permitir otro lugar.
—¿Tu madre te dejó solo casas? ¿Nada de dinero? Es una tradición muy británica. ¿Seguro que no eres de la nobleza?
Río.
—Quizá en el pasado. Pero ahora te aseguro que no lo soy. Puedes preguntarle a cualquiera que me conozca.
Él sonríe y saca una tarjeta.
—Llámame si necesitas que te lleve a algún lado, ¿vale? O si entras y te encuentras con un lobo. O, mejor aún, si hay moho y hongos. He jugado a The last of us. No respires esas cosas.
Me guardo la tarjeta en la cartera y le pago. Soy muy consciente de que, cada vez que uso la tarjeta, Dickie podrá seguir la operación, pero el gasto se corresponde con lo que le dije que iba a hacer.
—Te prometo que no empezaré un apocalipsis zombi.
—Bien. Pero lo digo en serio: llámame si necesitas salir de aquí. O si quieres algo de comer. —Me pasa otra tarjeta, esta de un restaurante llamado Haverstock Himalayan. Después vuelve a mirar la mansión, como si me diese otra oportunidad de arrepentirme. Entrecierra los ojos—. Este lugar es… muy raro.
—Eso es que no quieres comprármela, ¿verdad?
—La verdad es que nunca se me ha pasado por la cabeza que mi piso pueda comerme. Pero con esta casa no me pasaría lo mismo.
—Puede que esa sea la razón por la que es propiedad de mi madre. Le encantan las cosas despiadadas. —Me corrijo al momento—. Le encantaban, quiero decir.
Rahul agita la mano para despedirse.
—Encantado, Iris.
—Lo mismo digo.
Le dedico una sonrisa sincera y salgo del coche. Me mira mientras saco las llaves. Están frías a pesar de tenerlas en el bolsillo. También parecen más pesadas de lo normal. La de la verja no es difícil de distinguir. Una ornamentada y negra a causa de la antigüedad, grande y lo bastante pesada como para usarla como arma blanca. No sé muy bien qué esperar de todo aquello. Quizá lo mejor sería que la llave no funcionase y no poder entrar.
La llave gira con un leve quejido. La puerta de la verja se abre, como si llevase mucho tiempo esperándome. Busco un resorte o algún tipo de mecanismo que la haya abierto así, pero no veo nada. Quizá sea por la perspectiva. Aun así, es muy… inquietante.
Levanto el pulgar hacia Rahul. Él responde con una sonrisa forzada y luego se marcha. Ojalá le hubiese pedido que se quedase hasta que me viese entrar en la casa, pero hay muchas probabilidades de que si funciona la llave de la valla también lo haga la de la casa. Además, tengo su número. Me siento algo patética al pensar que Rahul, un amable taxista que conozco desde hace media hora, sea mi único salvavidas en aquel momento.
Me giro hacia la casa tan pronto como el taxi desaparece de mi vista. El jardín delantero es opulento, pero se encuentra abandonado. Además, puede que lo de «jardín» se quede algo corto teniendo en cuenta que se trata de una mansión antigua. ¿Los «terrenos», quizá? Sí, suena muy británico. Los rosales han crecido más de la cuenta y están descuidados, años de espinas que sobresalen por debajo de unas pocas flores. Podría decirse lo mismo de los arbustos, que parecen haber desafiado hace mucho tiempo los límites para los que se diseñaron. Unos pasos más y me siento del todo aislada de la calle. Echo la vista atrás para asegurarme de que aún podría salir de allí si quisiese. Tendría que cerrar la puerta y todo lo demás, aunque tampoco me importaría que viniese un ladrón. Podríamos explorar la casa juntos y le podría pedir consejo sobre las cosas más caras y que mejor se venden.
Recorro un sendero de adoquines resquebrajados. Hay una fuente con un mejunje verde en el fondo, un banco de piedra con marcas de humedad oculto casi por completo bajo un árbol inclinado y una estatua tan erosionada por el tiempo que casi no le queda rasgo alguno en el rostro. O puede que siempre tuviese esa expresión de desesperanza y agotamiento.
Le doy unos golpecitos en el hombro al pasar.
—Te entiendo, amiga.
Nadie ha vivido en Hillingham desde hace muchísimo tiempo. Eso me da algo de esperanza. Cuanto menos hayan trasteado en el interior, más cosas de valor encontraré. Unas cortinas pesadas y una gruesa capa de polvo evitan ver lo que hay detrás de los cristales delanteros. Renuncio a alargarlo más y subo por las escaleras del porche.
La artesanía es buena y nada parece precario. La entrada delantera tiene dos puertas talladas con elaboradas espirales y con unos cristales tintados que no permiten ver qué hay al otro lado. También hay una aldaba nada halagüeña: un anillo de metal que cuelga de las fauces siniestras de un lobo. Me da la impresión de que podría morderme si intentase usarla.
Además, nunca toco a la puerta si sé que no hay nadie al otro lado. Sería como esperar que respondiese alguien a quien no esperas. Un poco supersticioso, sí, pero la superstición me ha sido de utilidad en el pasado.
En lugar de tocar, elijo una de las tres llaves restantes. Una es moderna, que supongo que será la de la propiedad alquilada en Whitby. La otra es pequeña, modesta, de diseño simple y aspecto antiguo. La última casa bien con la puerta, pesada y ornamentada. La giro y vuelve a ceder casi sin ningún esfuerzo. A pesar del abandono, alguien se ha tomado la molestia de asegurarse de que las llaves siguen funcionando. Respiro hondo y extiendo la mano hacia el pomo, pero justo cuando lo giro la puerta se abre en silencio, casi como si lo hiciese por voluntad propia.
—¿Acaso no sabes que no deberías invitar a entrar a los desconocidos? —susurro mientras cruzo el umbral de la puerta.