8

LONDRES, 4 DE OCTUBRE DE 2024

IRIS

Al recoger las llaves y los documentos legales descubro dos cosas. La primera es que en Reino Unido se usa una palabra diferente para llamar a los abogados. La segunda es que, independientemente del nombre, al parecer mi madre tenía un gusto muy particular en lo que a representación legal se trataba. No solo por el hecho de que Albert Fallis tenga un apellido algo libidinoso, sino también por la manera en la que me habla, con un brillo malicioso en la mirada, como si supiese un secreto que yo desconozco.

Pero él verá. Yo soy la que tiene un secreto, uno que ni él ni Dickie Cox descubrirán hasta que sea demasiado tarde.

—Estoy encantado de conocer a la nueva Goldaming. Menuda familia. —Entrechoca el resto de los dedos con el pulgar, como si estuviese pellizcando el aire. Va ataviado con la pana propia de los abogados y una bufanda tan grande que podría cubrirse entero con ella en caso de sentirse amenazado. Un cangrejo ermitaño blanco y tamaño humano.

La oficina al completo está panelada con madera desde el suelo hasta el techo. La iluminación es tenue como el ocaso y está tan llena de polvo que mis alergias ya han empezado a declararme la guerra. Albert parece orgulloso y hace un ademán con el que abarca la oficina cuadrada y claustrofóbica.

—En esta habitación hay más de un siglo de trabajo con su familia.

—Vaya —digo mientras acaricio la taza de café—. Tienes muy buen aspecto para tu edad.

Los ojos desaparecen bajo unas cejas pobladas y grises cuando frunce el ceño.

—No lo he hecho yo mismo. Me refería a este bufete. Hemos sido representantes legales de su familia desde hace generaciones. Con respeto y dignidad.

También habla como si me estuviese pellizcando a mí. Apostaría lo que fuese a que le gustaría dejarme moratones irritados en los brazos bajo las mangas, donde nadie los pudiese ver.

Me reclino en un sillón de cuero rígido. Es tan bajo que los hombros apenas me llegan a la altura del escritorio de Albert. Él no es alto, pero lo tiene todo dispuesto para parecer la persona más grande de la estancia. Me siento de verdad como una niña que tiene que alzar la mirada para verlo.

Odiaba ser una niña y ahora también odio a Albert. Estoy segura de que tiene que haber buenos abogados en alguna parte del mundo, pero no me sorprende que mi madre solo haya contratado a tipos raros.

Me reclino aún más en el asiento. Ocupo la mayor cantidad de espacio que puedo, con las rodillas abiertas de manera poco pudorosa para una señorita.

—Quiero las llaves de la casa de Londres y de la casa de Whitby y también todos los documentos legales de ambas. Ahora.

Él parpadea y se queda en silencio unos segundos.

—La casa de Whitby se está usando como vivienda de alquiler vacacional. Tendré que consultar con el gestor si se puede visitar.

Siento una presión en el pecho. Si es una vivienda vacacional, es muy probable que no haya nada en ella que pueda vender para conseguir dinero rápido. Y es muy probable que los beneficios se estén repartiendo entre las cuentas bancarias y las inversiones que mi madre había dispuesto estratégicamente. Dickie las controla con puño de hierro y no estoy dispuesta a hacer lo que tendría que hacer para acceder a ellas. Resisto la necesidad de frotarme los brazos; el olor a desinfectante es como un fantasma que jamás abandona mis fosas nasales.

—Y, en lo referente a Hillingham —continúa Albert—, ya que no está lejos, creí que lo adecuado sería llevarla allí. Ayudarla a…

—Me pertenece, ¿no? Es mía.

—Sí. —Él entrecierra los ojos para dejarme claro que le habría gustado haberme dado otra respuesta—. La casa pertenece a los Goldaming a perpetuidad y usted es la única heredera.

—Entonces me llevaré los documentos y las llaves de ambas propiedades. Llámeme cuando pueda ver la casa de Whitby. —Ahora es su turno de alzar la vista para mirarme. Me pongo en pie y arqueo una ceja, con una impaciencia distante. Me resulta fácil doblegar a los demás a mi voluntad. Solo tengo que fingir ser como mi madre, un gesto practicado con meticulosidad que me ha servido durante muchos años.

—Claro. S-sí —tartamudea mientras se palpa la parte delantera de la chaqueta del traje hasta que encuentra una llave. Abre uno de los cajones de su escritorio y saca dos juegos de llaves, que coloca frente a mí. Luego se dirige a los archivadores que tiene en la pared. Ninguno tiene marca alguna, pero va directo hacia el séptimo cajón de la cuarta fila. Puede que sí que haya trabajado en esa oficina desde hace más de un siglo. Los cajones están a rebosar de documentos colocados a la perfección. La mayoría están amarillentos y desgastados a causa del paso del tiempo, pero obvia esos y saca dos fajos que hay al fondo. Siguen blancos y parecen recién impresos. Hasta me da la impresión de oler la tinta.

Cierra el cajón, sellando así la historia de mi familia y de esas casas. Siento un impulso muy extraño de pedirle que me lo dé todo. Pero ¿de qué me servirían décadas de documentos legales? No creo que tengan valor alguno. Además, no quiero tener ninguna relación con mi árbol genealógico. Mi intención es dejar de formar parte de él para siempre.

El abogado mira las escrituras y las acaricia como si le fuesen muy valiosas.

—Todo empezó con esta casa, ¿sabe? Fue la primera vez que trabajamos con el señor Goldaming. Su apoyo nos permitió sobrevivir durante todo este tiempo, convertirnos en lo que somos ahora.

—¿Y qué sois ahora? —pregunto. ¿Una caja de cerillas a oscuras? ¿Un ataúd en el que se trabaja?

Él me sonríe.

—Somos los protectores del legado.

Creía que su frente arrugada era desagradable, pero nada me había preparado para su sonrisa. Conseguía el mismo efecto con la mirada que al pellizcar con los dedos, observándome con ese gesto ansioso.

—Muy bien —digo con todo el entusiasmo que soy capaz de expresar, que es inexistente. Le quito los documentos, momento en el que sus dedos retorcidos hacen un amago de aferrarlos antes de soltarlos, y luego me hago con las llaves del escritorio antes de que pueda detenerme.

—Siempre es un honor conocer a una integrante de la familia Goldaming —dice mientras le doy la espalda y me apresuro a salir de allí—. Al fin y al cabo, la sangre es…

Doy un portazo detrás de mí antes de darle tiempo a terminar la frase.