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Ada

Por alguna razón, no se me ocurrió que un rancho de ganado bovino tuviera tantas vacas. En teoría, sabía que, obviamente, iba a haber vacas. Lo que no sabía era que habría un montón bloqueando la carretera que iba a la Casa Grande de Rebel Blue, que es como Weston la llamó en el correo.

Debería haber ido con un margen de quince minutos.

No me malinterpretes, me encantan las vacas. Creo firmemente que si te cruzas con ellas mientras conduces, estás obligado por ley a señalarlas y decir «¡Vacas!». Pero solo he visto una vaca así: a través de la ventanilla del coche, en un campo, lejos.

Ahora, las vacas y yo estábamos a una distancia corta e íntima. Se agolpaban en torno a mi coche como abejas en una colmena. No sabía cómo había ocurrido ni qué hacer. Tenía las ventanillas bajadas y se me ocurrió empezar por pedirles que se movieran.

—Chicas, ¿podéis moveros, por favor? —dije en voz alta—. Tengo que pasar, de verdad. —Toqué el claxon una vez a modo de énfasis.

Nada.

Si avanzaba despacio, ¿se apartarían? ¿O me convertiría en una asesina de vacas sin querer? ¿Podría matar a una vaca yendo a un kilómetro por hora? ¿O solo la heriría? ¿Tendría que pagar la factura del veterinario? No podía permitirme la factura del veterinario de una vaca.

¿Y si atropellaba a más de una?

«Madre mía».

Miré el móvil. Eran las 9:25. Se me ocurrió dar marcha atrás y dar la vuelta, pero la idea se esfumó cuando miré por el retrovisor y vi más vacas.

«Muy bien, Ada, estas vacas se están interponiendo entre tu futuro y tú. ¿Cómo vas a pasar?».

Cogí el móvil, que estaba conectado al cable auxiliar (bueno, a una de esas cintas que tenían un cable auxiliar), busqué mi lista de reproducción de principios de los 2000 a toda velocidad y subí el volumen.

A los pocos segundos, estaba sonando Move Bitch Get Out da Way por los altavoces. Esto iba a funcionar. Si no me escuchaban a mí, a lo mejor escuchaban a Ludacris.

Puse las dos manos en el volante, preparada para pasar a toda velocidad por la abertura que aparecería inevitablemente una vez que las vacas se dieran cuenta de lo que necesitaba.

Estaba preparada.

Pero… no pasó nada.

Seguía atrapada y ahora (volví a mirar el móvil), era oficial, llegaba tarde.

Dejé caer la cabeza sobre el volante y jadeé. Las últimas doce horas no habían sido las mejores.

Mantuve la cabeza gacha, cuestionándome toda mi existencia, hasta que oí una voz.

La voz de un hombre. Y no era Ludacris.

Despegué la cabeza del volante y vi a dos hombres acercándose a caballo.

Con ellos también iba una bola blanca de pelo.

El vaquero del caballo con manchas grises y blancas se acercó más a la ventana del asiento del conductor y me apresuré a bajar el volumen. Esperaba que estuviera aquí para apartar a las vacas.

Cuando le miré, me topé con los mismos ojos verdes que me atraparon anoche en el bar.

Abrí los ojos de par en par. Se me escapó un «oh, mierda» antes de darme cuenta de lo que estaba diciendo.

Me topé con esos hoyuelos letales que eran incluso más perfectos a la luz del día. En mi cabeza, era un vaquero porque estaba en Wyoming y porque llevaba unas botas cowboy. No se me ocurrió que fuera un vaquero de verdad. Pero el hombre que tenía delante era un vaquero en toda regla, desde el gorro marrón hasta los zahones de cuero.

Y el caballo.

Obviamente.

—Qué alegría verte por aquí —dijo arrastrando las palabras. Se me secó la boca. ¿Cuáles eran las probabilidades de que la única vez que me enrollo con un desconocido resulte que trabaja en el rancho que también es el sitio de mi proyecto?—. Vamos a quitarte las vacas de en medio. —Hizo una pausa. El otro vaquero estaba encargándose de las vacas, quienes empezaron a alejarse de mi coche. Se estaban tomando todo el tiempo del mundo, pero al menos se estaban moviendo. La bola blanca de pelo, que ahora reconocía como Waylon (el perro que me metió en problemas para empezar), también estaba contribuyendo—. No recibimos muchas visitas por aquí. ¿Buscas algo?

El silencio había dejado de ser una opción.

—H-He venido para reunirme con Weston Ryder —tartamudeé—. Empiezo a trabajar aquí hoy.

—¿Eres Ada Hart? —preguntó.

Al parecer, todo el rancho sabía que venía.

—Sí —respondí con la voz temblorosa.

—Falta medio kilómetro más o menos hasta la Casa Grande. Te veo allí. —Inclinó el sombrero en mi dirección y me recorrió un escalofrío por la columna.

Estaba claro que mi atracción por él no se había apagado a la luz del día.

Antes de que pudiera responder, empezó a gritarle al otro vaquero y a mover el caballo alrededor del coche. Intenté no mirarle, intenté no fijarme en cómo sus manos enguantadas agarraban las riendas ni en cómo tensaba las piernas alrededor de los costados del caballo.

Tras unos minutos, las vacas se habían apartado del camino y estaba fuera de peligro. El vaquero me asintió con la cabeza y lo tomé como la señal para que siguiera conduciendo por la carretera de tierra.

Para que dejara atrás al vaquero… por ahora. No sabía por qué tenía que reunirse él conmigo en la Casa Grande. Era imposible que fuera el dueño. No podía tener más de treinta años.

¿Importaba?

No sabía nada sobre ranchos. ¿Por qué no había visto más Heartland?

En mi cabeza, intenté trazar un plan. Iría a la Casa Grande, hablaría con Weston y luego, en algún momento, encontraría al vaquero otra vez para decirle que fue cosa de una sola vez.

Solo iba a ser cosa de una sola vez.

Anoche no era yo. Estaba cansada, hambrienta, nerviosa y ante los hoyuelos más bonitos que había visto. Todo fue una experiencia extracorpórea que no repetiría nunca.

Jamás.

Vine para alejarme de mis problemas, no para crearme otros nuevos.

Si no hubiera estado tan inquieta por el vaquero, me habría quedado más impresionada por el rancho Rebel Blue. «Precioso» no describía bien el paisaje que me rodeaba.

Sinceramente, era increíblemente majestuoso, como un cuadro hecho realidad. Nunca había visto nada igual.

Pero tenía otras cosas en la cabeza. Cosas con ojos verdes y hoyuelos.

A medida que me acercaba a la Casa Grande, los árboles se volvían más densos, hasta que vi a lo lejos una cabaña enorme de madera estilo rancho que supuse que era la Casa Grande. Había una curva que creaba una especie de entrada, y aparqué el coche cerca de la puerta principal. No había más coches en la curva, así que supuse que no pasaba nada.

Ahora que había parado el motor, se me aceleró el corazón. Eran los nervios del primer día. Eran los nervios de «no soy lo bastante buena» y, también, los nervios de «vaquero con hoyuelos».

Cuando anoche salí corriendo del bar, casi me arrepentí.

Ahora, necesitaba alejarme lo máximo posible de ese hombre. No los quería cerca ni a él ni a sus hoyuelos ni a su adorable perro.

Justo en ese momento, como si la hubieran invocado mis pensamientos, la bola blanca de pelo apareció en mi visión periférica. La miré a través de la ventana. Tenía la lengua fuera y movía la cola con tanta fuerza que todo su cuerpo se contoneaba con ella.

¿Por qué tenía que ser tan adorable su perro? No debería tener un perro tan adorable y hoyuelos.

Salí del coche y Waylon estaba listo. Continuó meneando todo el cuerpo y me acerqué para rascarle detrás de las orejas. Debería haber mantenido los ojos en el perro, pero levanté la vista justo a tiempo para ver cómo Hoyuelos se acercaba a la casa.

Cuando detuvo el caballo, volví a mirar a Waylon y pensé en lo raro que era saber cómo se llamaba el perro (incluso sabía cómo se llamaba el camarero), pero que no tuviera ni idea de cómo se llamaba el vaquero.

Igual podía salirme con la mía y no saberlo nunca. Me parecería bien.

Oí cómo las botas del vaquero sin nombre pisaban el suelo, pero mantuve la mirada fija en el perro. No quería mantener más contacto visual del necesario con aquel hombre.

El contacto visual prolongado fue lo que me metió en este lío.

—Podemos entrar —dijo, y luego chasqueó la lengua. Waylon dejó las caricias a medias y se dirigió junto a su dueño, quien me esperaba al lado de la puerta principal. Había atado las riendas del caballo a un poste situado a unos cuantos metros de distancia, lo cual me alegró.

Me encantaban los animales, pero los caballos me acojonaban. Eran muy grandes.

Cuando me acerqué a la puerta principal, Fulanito Vaquero la abrió y Waylon entró corriendo. Tanto Waylon como su dueño estaban muy relajados, por lo que debían de pasar tiempo aquí a menudo. Me di cuenta de que me estaba manteniendo la puerta abierta, así que pasé corriendo junto a él, con cuidado de no mirarle a los ojos.

Una vez dentro, eché un vistazo a mi alrededor. Por alguna razón, pensé que parecería más un negocio, pero enseguida me sorprendió lo acogedor que era.

Era un hogar.

Había un sitio para los abrigos y los zapatos cerca de la puerta principal. Incluso había ganchos especiales para los sombreros de vaquero.

La entrada estaba abierta y vi un pasillo amplio que daba al salón y a la cocina. La casa olía a masa de tarta, cedro y acondicionador de cuero, una combinación que no funcionaría nunca, pero que aquí era perfecta. Si en algún momento quisieran venderlo, no tendrían que usar el truco de las galletas en el horno, ya que el sitio olía a hogar por sí solo.

—Mi padre nos está esperando en la cocina. —Su voz sonó detrás de mí. Sabía que estaba cerca. Zumbaba la misma electricidad que nos rodeó en el bar. Casi me distrajo de lo que había dicho.

¿Su padre?

Eso explicaba por qué estaba tan cómodo. Su padre era Weston, el dueño del rancho. Gemí para mis adentros. Con suerte, su hijo no tenía mucho (o nada) que ver con el proyecto.

El Heredero Vaquero pasó junto a mí y recorrió el pasillo, y le seguí, intentando mantener la calma y ponerme la máscara de profesional que, por lo general, era un elemento permanente en mi cara, sobre todo en situaciones así.

No me gustaba que este hombre me hubiera puesto nerviosa, que me hubiera inquietado. No quería que nadie volviera a tener ese poder, y menos un desconocido.

Un desconocido muy amable que me dejó sola cuando necesitaba trabajar y que me dio un beso increíble después, pero un desconocido, al fin y al cabo.

Cuando entré en la cocina, había un hombre mayor (probablemente de unos sesenta y pocos años) haciendo el crucigrama del periódico en la mesa larga de roble. Llevaba unos vaqueros azules desteñidos y una camisa remangada. Vi unos tatuajes descoloridos, pero no distinguí qué eran.

Tenía el pelo canoso tirando a largo y se le rizaba a la altura de la nuca, a juego con la barba canosa bien recortada. Nos miró, y era evidente que estaba emparentado con mi vaquero misterioso. No se parecían mucho, solo lo suficiente como para saber que pertenecían al mismo árbol genealógico. Cuando le vi, me sentí… tranquila, como si acabara de encontrar refugio en plena tormenta.

«Muy bien, Ada. A por ello».

El hombre se levantó y dijo:

—Tú debes de ser Ada Hart. Nos alegramos de que estés aquí. —Alargó la mano y se la estreché.

—Muchas gracias por recibirme. Encantada de conocerle, señor Ryder —contesté, intentando mantener la voz nivelada y fracasando a la hora de no pensar en el hecho de que notaba los ojos de otra persona sobre mí.

—Llámame Amos, por favor. —¿Amos? ¿Quién era Amos? ¿Dónde estaba Weston?

Me quedé callada un momento de más.

—E-Encantada de conocerte —tartamudeé. «Una primera impresión maravillosa, Ada»—. Lo siento, esperaba conocer a Weston, ya que hemos estado en contacto. —Amos miró al vaquero que tenía detrás de mí y frunció el entrecejo.

¿Estaba confuso? Bueno, pues ya éramos dos.

El vaquero que tenía detrás se aclaró la garganta.

—Yo soy Weston —dijo.

¿Le había oído bien? No. No. No. Ni de coña. No podía estar pasándome esto.

—Pero casi todo el mundo me llama Wes.