Me he topado con muchos mentirosos, pero ninguno tan grande como Google. No pretendo desacreditar el motor de búsqueda, pero procuro atraer la atención sobre sus equivocaciones más desesperantes. En este caso, decirme que el antro en el que estoy (porque era el único establecimiento en el pequeño pueblo de Meadowlark, Wyoming, que estaba abierto después de las diez un domingo por la noche) servía comida.
No servía comida.
El estúpido gráfico de barras medidor de concurrencia también dijo que La Bota del Diablo (no estoy segura de si es el nombre real del bar, teniendo en cuenta que no hay ningún cartel que lo indique) no estaba concurrido.
Lo estaba.
No de forma descabellada, pero lo suficiente como para que, al menos, Google lo denomine «moderadamente concurrido».
También había una grupito muy alborotado de hombres mayores en la barra. Google no podía haberme dicho eso. Pero si hubiera habido alguna imagen de este sitio en la página de la empresa, lo más probable era que lo hubiera deducido por mi cuenta.
Y hubiera evitado La Bota del Diablo por completo.
Estúpido Google.
Este lugar es justo lo que se me venía a la cabeza cada vez que me imaginaba un antro de un pueblo pequeño. Por una gramola sonaba música country de la vieja escuela y había una cantidad excesiva de carteles de neón; olía a cigarros rancios y había partes del suelo a las que se me quedaron pegadas las Doc Martens cuando entré.
No soy una esnob. No tengo nada en contra de un buen antro. Es solo que no pensaba que acabaría en uno. No hoy.
Cuando ayer me fui de San Francisco y me dirigí a Wyoming, un antro era el último sitio en el que quería estar la noche antes de empezar el mayor trabajo de mi carrera profesional.
Pero tenía hambre, y el pequeño pero extrañamente pintoresco motel en el que me quedaba esta noche no tenía el mejor wifi, así que me fui en busca de sustento y acceso a internet, pero solo encontré una de las dos cosas. ¿Qué clase de antro no tiene comida pero sí buen wifi?
El que tenía un camarero muy alto y muy guapo que se apiadó de mí cuando le pregunté por comida y sacó una bolsa de Doritos pequeña de detrás de la barra y me la dio junto a mi whisky y mi Coca-Cola Light. No le pregunté cuánto tiempo llevaban ahí (no quería saberlo), pero lo tenía bastante claro, teniendo en cuenta lo blandos que estaban. Sabían como si la bolsa llevara un tiempo abierta, a pesar de que estaba sellada cuando me la dio.
Después de eso, me instalé en una mesa alta que había en un rincón. En la pared de atrás había un neón de un vaquero montando una botella de cerveza como si fuera un toro. Era tan ridículo que noté un tirón en las comisuras, y me gustó esa sensación.
Sinceramente, no sabía si comerme unos Doritos que podían ser calificados como «aptos para vender a precio reducido» era mejor que no comer nada, pero ahí estaba, comiéndomelos.
Me limpié el polvo de queso para nachos de los dedos para no manchar la pantalla de mi iPhone. Había abierto el hilo de correos entre Weston Ryder y yo para volver a comprobar la hora a la que tenía que estar mañana por la mañana en el rancho Rebel Blue y asegurarme de que tenía el mapa descargado en el móvil, por si acaso.
Así era yo, Ada Hart, otra cosa no, pero preparada siempre.
No sabía mucho sobre Rebel Blue, solo lo que me había contado Teddy durante los últimos meses. Conocía a Teddy del primer año de universidad. Fuimos a la misma facultad en Colorado; al menos mi primer año. Después de eso, acabé pidiendo el traslado para estar más cerca de casa.
Ahora, haber ido a casa fue una decisión de la que me arrepiento profundamente, porque llevó a lo que, para mí, siempre será conocido como «el incidente», pero también conocido para otras personas como «mi boda».
Me saqué todo pensamiento sobre eso y sobre él de la cabeza.
Tras irme de Denver, mantuve el contacto con Teddy (en su mayor parte mediante las redes sociales) y ahora me sentía agradecida por ello. Fue la que me remitió a Weston, quien intuía que era el dueño de Rebel Blue, pero no estaba segura. Cuando lo buscas en Google (una vez más, estúpido Google), la única información que hay es que es un rancho de ganado bovino y que ocupa más de tres mil hectáreas.
Supongo que podría haberle preguntado a Teddy, pero no quería molestarla. Había hecho bastante por mí.
No sabía cómo conceptualizar tres mil hectáreas. «Inmenso de cojones» es lo que estaba pensando cuando oí cómo uno de los hombres mayores de la barra fastidiaba al camarero.
—¿Qué clase de bar se queda sin hielo? —rugió con incredulidad.
—El que tiene un puñado de viejos tristes que beben whisky como si fuera agua —replicó el camarero. Los miré. El camarero estaba esbozando una sonrisa pequeña, así que no podía estar muy molesto por las pullas—. Gus va a traer, así que apáñatelas para que esa bebida te dure diez minutos. —Señaló el vaso que había frente al hombre, y este le bufó.
Noté que el móvil vibraba sobre la mesa y lo cogí.
Teddy: ¡Hola! ¿Has llegado bien?
Yo: Sí. Preparándome para mañana.
Teddy: EXCELENTE.
Teddy: Va a ser muy divertido.
Teddy: Me pasaré esta semana.
Teddy: ¡Estoy deseando verte brillar!
Vi que también tenía un mensaje de mi socio, Evan (era el contratista), y de mi madre, quien, sin duda, me estaba diciendo que estaba perdiendo el tiempo en Wyoming.
Tal vez, pero, por alguna razón, lo dudaba.
Volví a dejar el móvil sobre la mesa y lo puse bocabajo. Necesitaba centrarme. Durante los últimos cuatro meses, había intercambiado cientos de correos con Weston. Habíamos discutido su visión, habíamos decidido los plazos, el personal y el coste. La gente siempre pensaba que echar abajo las paredes era el paso número uno, pero, en realidad, era como el paso número trescientos. Estaba repasando desde el paso uno hasta el doscientos noventa y nueve cuando una bola gigante de pelo blanco apareció junto a mis pies.
—¡Waylon! Mierda —oí gritar al camarero. Asumí que Waylon era el perro que había junto a mis pies y que me estaba observando con la lengua fuera y una mirada loca en los ojos.
Qué cosa más adorable.
Me incliné y le rasqué la cabeza, peluda y muy suave. Mmm, menos de un par de horas en Meadowlark y este sitio me estaba sacando sonrisas a una velocidad récord.
—¿En serio? —oí quejarse al camarero—. ¿Quién coño se trae a su perro a un bar? —Alcé la vista justo cuando un hombre entraba por la puerta.
Dios. ¿Qué cojones le echaban al agua en Meadowlark, Wyoming?
Desde mi sitio vi que no era tan alto como el camarero, pero casi. Llevaba una camisa de franela abierta sobre una camiseta blanca que se le ceñía al pecho. Le recorrí con los ojos hasta que llegué a sus botas cowboy desgastadas.
Igual era porque llevaba demasiado tiempo rodeada de tech bros con chalecos de Patagonia, pero este hombre me estaba provocando cosas.
Seguro que tenía unas manos ásperas. Manos de trabajador. Durante un minisegundo, me imaginé cómo sería si me recorriera el cuerpo con ellas.
«Nop. No. Ni en broma».
No vayas por ahí.
No estábamos a punto de tener fantasías con el misterioso vaquero del antro oscuro, daba igual lo guapo que fuera.
Había venido a trabajar.
Mi nuevo amigo peludo me chupó las manos (seguro que saboreando el polvo de Doritos de antes), lo que me trajo de vuelta a la realidad.
No pude evitar escuchar el intercambio entre el camarero y el vaquero. Poner la oreja era una de mis aficiones favoritas.
—¿Qué clase de bar se queda sin hielo? —le replicó el vaquero al camarero. El grupo de hombres mayores gritaron en señal de acuerdo.
—¿Dónde está tu hermano? —preguntó el camarero.
—Ocupado. —El vaquero se encogió de hombros.
—¿Dónde está mi hielo?
—Camioneta.
—¿No podías traerlo?
—Supuse que podías hacer esa parte. —El camarero negó con la cabeza, pero salió de detrás de la barra y cruzó la puerta. Era obvio que había algún tipo de vínculo entre ellos. Dudaba que fueran hermanos (no se parecían), pero había algo.
Hermanos no, pero colegas sí, sin duda.
—Coge a tu perro —dijo el camarero mientras salía—. Por favor.
El vaquero empezó a escudriñar el bar con los ojos (en busca de su perro, lo más probable), pero se posaron en mí. Yo, cuya mano estaba siendo lamida a fondo y quien estaba mirando fijamente al vaquero sin pudor y de forma descarada.
Debería haber apartado la mirada, pero no lo hice.
Desde aquí no distinguí el color de sus ojos, pero quise hacerlo.
Nos miramos el uno al otro más tiempo del socialmente aceptable, y esbozó una pequeña sonrisa que dejó entrever un hoyuelo en cada mejilla.
No los putos hoyuelos.
Deberían ser ilegales.
O, al menos, requerir alguna clase de advertencia antes de mostrárselos a la gente.
«Precaución: pueden aparecer hoyuelos que hagan que se te caigan las bragas».
Parecía que estaba a punto de caminar hacia mí, pero nuestro concurso de miradas extraño e intenso se vio interrumpido por el camarero, que le metió un cubito de hielo por detrás de la camiseta al vaquero.
Emitió un ruido muy poco masculino que me hizo reír. Todo el mundo está bueno y es un malote hasta que tiene un cubito de hielo debajo de la camiseta.
—¡Brooks! ¡Qué coño! —exclamó, e hizo un pequeño contoneo mientras intentaba sacárselo. Era adorable.
Muy adorable.
El camarero (Brooks) se echó a reír al tiempo que volvía detrás de la barra, con una bolsa de hielo en una mano, y dijo:
—Coge a tu perro y te dejo que te quedes a tomarte algo.
El vaquero se ajustó la camiseta y se pasó una mano por el pelo castaño.
—Vale.
Dio un paso hacia mí, volviéndome a atrapar con su implacable contacto visual. ¿Por qué estaba viniendo hacia mí?
Una lengua cálida volvió a lamerme la mano.
«Oh. El perro. Claro».
Rompí el contacto visual y miré hacia abajo. Tenía que hacerlo. No podía hacerme responsable de lo que pudiera ocurrir si manteníamos el contacto visual mucho más tiempo. Había algo en él, la confianza que transmitía, que resultaba eléctrico.
—Lo siento. —Su voz sonó cerca. Mi compañero peludo movió la cola a medida que se acercaban los pasos de su dueño—. Le gustan las mujeres guapas. —Alcé la mirada y se me escapó otra sonrisa, pero esta iba dirigida al hombre que ahora estaba a menos de dos pasos de mí.
—¿Te ha funcionado alguna vez esa frase? —dije con una risa. Mi voz me resultó extraña, no estable del todo. Como cuando hablas por primera vez después de despertarte.
—Dímelo tú —respondió. Sus ojos eran alegres. Y verdes. Muy verdes, joder.
—No está mal —contesté—, pero se podría mejorar la forma de decirlo.
Volvieron a vérsele los hoyuelos.
—¿Y eso?
—Tienes que decirlo en serio.
Se le cambió la expresión. Parecía confundido.
—Pues claro que lo digo en serio. —Mmm. Era muy convincente. A lo mejor, si hubiera tenido mejores experiencias con hombres, le habría creído.
—¡Oye! —La voz de Brooks cortó nuestra conversación, y el vaquero le miró—. ¿Botella o grifo?
En vez de contestar, el vaquero miró mi mesa, y debió de ser obvio que estaba trabajando en algo por el iPad, porque en vez de intentar sentarse o acoplarse, miró a su perro y dijo:
—Vamos a dejar que la mujer guapa trabaje, Waylon. —Waylon obedeció y se fue con su dueño, cuyos ojos volvían a estar sobre mí—. Estaré en la barra cuando termines… si quieres compañía.
Espera. ¿No iba a presionarme? ¿Intentar invadir mi espacio? ¿Iba a… dejarme trabajar y ya está?
Dios. Supongo que en Meadowlark los hombres estaban hechos de otra forma.
El vaquero me dedicó una última sonrisa con hoyuelos antes de girarse para ir a la barra. Mi nuevo amigo, Waylon, lo siguió.
Observé cómo se alejaba, y me costó apartar la mirada de su espalda.
En un intento por volver a la tarea, sacudí un poco la cabeza, como si estuviera sacudiéndome cada uno de los pensamientos sobre el guapo desconocido.
Me gustó que se fijara en mí, ser el objetivo de su mirada. Justo después de divorciarme, mi autoestima estaba por los suelos. Incluso ahora, más de un año después, no era muy buena.
Así que no podía negar que me gustaba que alguien me mirara como si fuera la única persona en la habitación.
Mi exmarido nunca me había mirado así.
Vale, esa era una línea de pensamiento con la que no iba a lidiar hoy. La aparté, volví a mi iPad y vi un correo nuevo del propietario de Rebel Blue.
Ada:
Espero que el trayecto haya ido bien y que no haya habido ningún contratiempo. Estoy deseando conocerte mañana y empezar.
Un saludo,
WR
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