Conseguí el trabajo a través de un favor doble, y mi padre me lo dejó clarísimo en cada pausa.
—¿Eres consciente de lo que he tenido que hacer para conseguirte el curro? Tuve que llamar al vecino, al sheriff Fisher, que tuvo que llamar al señor Hardwick. Ni siquiera conozco al señor Hardwick. Así que no la puedes cagar. Si la cagas, el que estará de mierda hasta el cuello seré yo.
La ferretería de Hardwick estaba a casi veinte kilómetros de mi casa. Mi padre se negó a llevarme en coche. Creo que me estaba castigando desterrándome a un tiempo antiguo, a una imitación de una fantasía pesadillesca de su propia infancia en la que él, para llegar al colegio, tenía que subir una colina en mitad de una ventisca con una patata caliente en el bolsillo. Vació mi cuarto. Se llevó la tele, el reproductor de música e, inexplicablemente, una de mis almohadas, como si tener algo donde apoyar el cuello fuera un lujo moderno que no me merecía.
Con mi metro y medio, mis sesenta y tres kilos y medio y los vaqueros de nailon que no dejaban de engancharse en la cadena de mi diminuta bici de montaña, el trayecto duraba hora y media. Subía y bajaba por carreteras que no llegaban a soltar del todo el calor del verano, carreteras de las que saltaba grava y tierra hacia mis ojos. Durante el recorrido me inventé un mantra sin sentido alguno que le habría encantado a un fiscal si lo hubiera llegado a cumplir: «Serás hijo de puta. Serás gilipollas. Tienes suerte de que no me mate y luego te mate a ti».
Llegué treinta minutos tarde al trabajo, y era mi primer día; tenía el pelo marrón por el sudor, mi camiseta de Ride the Lightning había vuelto a teñirse por el polen y el polvo. Dejé la bicicleta sin echarle el candado en el aparcamiento y entré en la ferretería.
No conocía al señor Hardwick, pero sabía qué aspecto tenía. Todo el condado de Belknap lo sabía. Era el dueño de un tercio del estado, incluida la cadena de heladerías de la zona (Hardwick’s Hard Ice), cuyo logo era una versión de dibujos animados del mismísimo Hardwick que estaba en las vallas publicitarias de la interestatal, en las partes de atrás de las puertas de los baños masculinos y hasta en el papel que cubría los cucuruchos de los helados. El logo en cuestión era un hombre, con un bigote recto y naranja demasiado largo que le tapaba el labio superior, que salía de uno de sus famosos cucuruchos con un delantal manchado, haciendo malabares con tres bolas de helado napolitano.
Como habían abierto una macrotienda de bricolaje en el pueblo de al lado que medía seiscientos cincuenta metros cuadrados, la tienda de Hardwick se había convertido en una curiosidad encantadora en un mundo en el que todo era gigantesco. Y como no era más que eso (como mucho, un proyecto personal), el señor Hardwick no me dio la bienvenida, que era lo que yo me esperaba porque era un ingenuo.
En realidad, quien estaba a cargo de la tienda del señor Hardwick era un chico de casi dieciocho años que se había quedado colgado durante el verano en New Hampton, Nuevo Hampshire.
El chico en cuestión estaba detrás del mostrador. Su postura me impresionó, porque a mí siempre me quedaban marcas en la tripa porque andaba encorvado. Tenía los brazos fornidos a pesar de que no estaban en tensión. En la cara, en el cuello y en las otras partes de su cuerpo que no ocultaba su camiseta de Pantera, se le veían las raíces de unos tatuajes y las venas. Tenía el pelo tan largo como Jesús, de un negro intenso que parecía morado, y el contraste (el de una piel blanca como un vestido de novia y un pelo oscuro como el cielo nocturno) lograba que el azul de sus ojos pareciera iluminado desde atrás.
La imagen de la camiseta, la guitarra líder de Pantera, Dimebag Darell, que hacía shredding en una taberna, quedaba tan absurda al compararla contra el fondo verde y blanco de las cajas de clavos que se me escapó la risa. El chico no se fijó en mí hasta ese momento.
—Hola, señor, ¿en qué puedo ayudarlo? —dijo con tono de autómata.
Nadie me había llamado «señor» nunca.
—Eh, pues creo que he venido para ayudarte.
—Vaya, tú debes de ser el nuevo, ¿no? ¿Por qué estás tan sucio?
—He tenido que venir en bici.
—¿Desde dónde? ¿Desde el Mojave?
Me estaba cabreando por sus burlas, así que me callé. Él ni se inmutó ante mi silencio.
—Bueno, ¿vas a trabajar conmigo entonces? Pues genial. Supongo que me vendría bien tener a alguien barriendo, si te da igual.
Me señaló un armario que estaba cerca del mostrador. Saqué una escoba y empecé a dar vueltas por los pasillos, obligándome a seguir pese al agotamiento. No era así como me había imaginado que sería tener un empleo. Esperaba que el encargado fuera un cincuentón serio y jorobado por haberse pasado años currando, que tuviera la voz ronca de tanto fumar Newports y que estuviera dispuesto a enseñarme que el trabajo dignificaba al ser humano. Pero había acabado con un chico con el pelo largo como yo, con una camiseta desgastada de Pantera, que puede que fuera un poco capullo e intimidatorio, pero que al menos no iba a darme muchos dolores de cabeza. Barrí y descubrí que nadie había barrido en todo el verano, ni puede que en todo el año. La escoba que me había dado estaba destrozada: tenía las cerdas torcidas.
Me gustaría decir que, como mi madre estaba tan ocupada y estresada, me había convertido en esa clase de niño que se encargaba de las tareas de la casa cuando ella estaba muy cansada. Pero la verdad es que era un vago. Odiaba barrer y me dejaba vasos con marcas de pulpa de zumo de naranja por todas partes.
Mientras barría con poca gracia y enfadado, le presté atención al chico del mostrador. Como no había clientes, parecía tener la mente en otro lado. De vez en cuando se sacaba un teléfono plegable y sonreía con satisfacción al ver los mensajes. O se dedicaba a reorganizar el expositor con la parafernalia: imanes cursis con forma de alce, prendas artesanales indígenas que se fabricaban en China, matrículas de coches chiquititas en las que ponía «Vive libre o muere»… Trampas para los turistas que paraban por allí de vez en cuando para preguntar cómo llegar al lago Winnipesaukee.
Me preparé para una batalla inevitable. La prueba con la que se demostraba que uno era un fan de verdad, alguien leal al thrash y no un postureta con una tarjeta regalo del Hot Topic. Aquel era el único idioma en el que sabía hablarles a los chicos a los que les gustaba la música. Siempre acababa tornándose un concurso. Me preparé un discurso para decirle que sí, que Black Album de Metallica había sido su primer paso hacia el éxito nacional, pero que también representaba un crecimiento melódico que se empezaba a intuir en la segunda mitad de «Orion», en su tercer álbum, su obra maestra indiscutible: Master of Puppets. Me había aprendido el orden exacto de las canciones de los álbumes y podía recitarlo como si fuera la lista de los presidentes de Estados Unidos; como si aquello o, ya puestos, cualquiera otra cosa, importara lo más mínimo.
Seguí barriendo por la sección de las bombillas y de los artículos del hogar, donde había muchísimas escobas inmaculadas, cosa que aumentó mi frustración. Todos los pasillos eran tan bajos que podía ver por encima de ellos; todo yo no era más que un par de ojos y una frente sudada.
El chico del mostrador alzó la mirada y me dijo:
—Así que te gusta Metallica, ¿eh?
Y luego elevó la barbilla, que es ese gesto que hacemos siempre los chicos, ese que puede que aprendamos antes de saber cómo decirnos «hola» y que, desde luego, aprendemos antes de saber decir: «Te quiero».
Yo ya estaba preparado. El chico intentaba hacerme caer en un trampa, pero, en realidad, iba a lograr darle la vuelta a la situación con mi análisis brillante.
—Sí, claro —respondí, inclinando la cabeza para que mi voz viajara por encima del pasillo.
La epinefrina me recorría el cuerpo entero y me brotaba de las glándulas sudoríparas. Me aferré al palo de la escoba inconscientemente, como si fuera la barra de una montaña rusa. No iba a permitir que aquel chico, que no era tan maduro como yo pese a que era mayor, pudiera conmigo.
—Guay, a mí también —contestó, y volvió a bajar la vista hacia el teléfono.
Tras aquella decepción, la emoción se agrió. Tenía el cuerpo encendido, sensible. El chico había logrado darle la vuelta a la situación. Me había preparado un discurso entero antes de tiempo y ahora no tenía nada que decir. Quise creer que el chico estaba intentando quedar mejor que yo, pero parecía seguro de sí mismo y cercano, pese a la distancia.
A medida que prosiguió la mañana, mi desdén y mi frustración se convirtieron en envidia. El chico era guapo. Yo era un gremlin con aparato, tetas y estalagmitas de acné quístico que formaban crestas sobre mis mejillas. Recuerdo haberme pasado horas y horas mirándome la cara, el pelo, el cuerpo, intentando que fuera mejor y más masculino gracias a algún poder psíquico. Me tiraba del poco vello corporal que tenía con la esperanza de que creciera; en una ocasión, en uno de mis actos de mayor desesperación, me había cortado las puntas abiertas del pelo y había intentado pegármelas a las axilas una hora antes de una fiesta en la piscina que organizaron en primero de secundaria. El chico parecía alguien a quien habían creado, construido y diseñado, no como yo, que parecía hecho sin cuidado, como una mezcla de un tablero de Punnet. No obstante, podía sobrevivir no siendo guapo. Estaba más que acostumbrado a aquel extraño anhelo que hacía que me interesara más la belleza de los chicos que la de las chicas porque me moría de ganas de ser ellos.
Lo que más me molestaba de él era su naturalidad. Los clientes eran hombres del campo que acababan de terminar o se preparaban para una dura jornada de trabajo; eran los hombres que mantenían el mundo en funcionamiento y que permitían que gente como yo tuviera vidas fáciles y débiles. Los detectaba por lo machacados que estaban. Si eran viejos, se movían con rigidez, tambaleándose o tenían la espalda jodida, por lo que tenían que andarse con cuidado. Los más jóvenes eran más vivaces, pero estaban muy alterados; llevaban mucho Monster en el cuerpo y habían dormido muy poco. Además hablaban más alto que los viejos.
Envidiaba que todos ellos pudieran plantarse allí para charlar sobre los diferentes clavos, los distintos tipos de tornillos que había y las exactitudes de la creación. Y luego pasaban, como si nada, a hablar de cosas del día a día: de una serie de robos que se habían producido en el pueblo de al lado, Laconia, y sobre los que, pese a que no había sospechosos, circulaban toda clase de teorías; de que habían perdido a uno de los jardineros de los Red Fox; de un cabeza de serpiente que provenía del norte y que, por lo visto, podía arrastrarse por el suelo e ir de estanque en estanque, aniquilando a la población nativa de peces… Hablaban de conceptos y temas tan alejados de mi comprensión solipsística sobre lo que era o no importante, que era como si aquellos hombres dominaran un idioma tosco y sofisticado a la vez, un idioma que había circulado toda la vida a mi alrededor pero que jamás lograría entender ni, por descontado, hablar con fluidez. El chico del mostrador parecía saberlo todo sobre cualquier tema.
—Y es que ese es el problema —dijo un constructor cuarentón—. Tenemos a algunos de los chicos por ahí sin hacer nada, ganando lo mismo que yo sin hacer una mierda por culpa de la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional. Luego el trabajo se retrasa, el cliente se enfada, como si fuera culpa mía. Y a mí me dan ganas de decirles: «¡Pues llama al gobernador, joder! Mándale la factura a Concord, al capullo de John Lynch».
El chico del mostrador asintió mientras el cliente seguía hablando.
—Pues claro —dijo entonces—. Si tú solo estás haciendo lo que te toca.
—Y ahora será culpa mía si no terminamos para el Cuatro de Julio. Por los clavos de Cristo.
—No va a pasar nada. Te has visto en situaciones peores, ¿verdad?
—Mira, chico, he sobrevivido a un infierno. Sí, tienes razón. No va a pasar nada.
Y así una y otra vez, siempre asintiendo, siempre sonriendo, siempre poniéndose serio cuando el cliente así lo hacía. Tras cuatro o cinco interacciones, me di cuenta de lo que hacía. No decía nada. Tan solo era un reflejo que animaba a hablar: un espejo de esos de las ferias que te hacía creer que siempre tenías la razón.
Al final de aquellos toma y daca, los hombres siempre le decían algo rollo: «Bueno, pues gracias. No era mi intención aburrirte».
Y el chico de detrás del mostrador ponía cara de sorpresa y decía: «Cuando quieras. Bueno, solo entre las nueve de la mañana y las cuatro de la tarde», y ambos se reían como si aquello fuera una broma suya que se había originado hacía varios años.
Mi envidia no dejaba de crecer al ver todo aquello. El chico no solo tenía un don de gentes innato, sino que encima se le daba genial ser un falso. Yo, que era un incomprendido, era un valiente defensor de no irle a la gente con mierdas. Aquello era todo un sacrifico. A menudo me sentía alejado del resto. Sin embargo, había decidido que no iba a dedicarme a caerle bien a la gente. Más tarde me di cuenta de que aquella obstinación no era algo solo mío; que era una enfermedad que, por desgracia, afecta a miles (por no decir millones) de hombres jóvenes estadounidenses y que no se trata.
Antes del mediodía, el chico mayor inmaduro de detrás del mostrador me dijo:
—Oye, niño, ¿quieres que nos tomemos un descanso?
Apreté tanto la mandíbula que comenzaron a dolerme las encías de las muelas superiores.
—Eh —le contesté, poniendo la voz grave—, no me llames «niño».
—Ah, culpa mía.
—Ya, bueno, pero es que soy casi tan mayor como tú.
El chico se quedó pensando tras mi respuesta. Intenté parecer más alto.
—Supongo que tienes razón. A mí siempre me gustaba que me llamaran «niño». Mi abuelo aún lo hace. —Esperó a que respondiera. No dije nada—. Pero no se me da bien adivinar qué es lo que le gusta a la gente —prosiguió.
—Manda huevos —contesté, a un bajo nivel de decibelios preñado de sarcasmo.
Él se rio.
—¿Qué quieres decir con eso?
Rodeó el mostrador y llegó hasta el pasillo en el que estaba yo. Empezó a reorganizar las brochas. Era la primera vez que estábamos en el mismo territorio. El chico olía a colillas.
—Nada.
—Nadie dice «nada». No estoy enfadado, macho. Solo tengo curiosidad.
—Acabas de decirme que no se te da bien adivinar qué es lo que le gusta a la gente, pero te has pasado la mañana diciéndole a la gente lo que quería oír.
—¿Me estás queriendo decir que se me da bien saber qué es lo que le gusta a la gente? ¿Que tengo don de gentes?
Me estaba dando la espalda. Yo seguía aferrado a la escoba. Cada vez que hablaba conmigo, dejaba de cambiar las brochas de sitio.
—O sea, sí. Pero ¿por qué mientes y dices que no?
—Ah, ¿así que ahora soy un mentiroso con don de gentes?
—No he dicho eso.
—¿Y que has dicho entonces? Acabas de decir que estoy mintiendo.
—Pero no mintiendo de veras, ¿sabes? ¿Por qué no dices que se te da bien tratar con la gente y esas mierdas y ya?
—Vale, pues demuéstralo.
—¿El qué?
—Que sé qué es lo que le gusta a la gente.
—¿Y cómo quieres que te lo demuestre? Aquí al que… al que se le da bien es a ti.
—¿Al que se le da bien?
—Ay, no sé; eres el que tiene carisma.
—Con halagos no vas a hacerme olvidar que me has llamado «mentiroso» —me dijo, mirándome por encima del hombro; de perfil tenía un rostro aún más extraño, como muy anguloso.
—Joder, que no te estoy llamando «mentiroso». —Me estaba poniendo de los nervios. Tuve un desliz en la voz y, al no controlarla, volvió a su registro habitual—. Solo te estoy diciendo que tienes don de gentes y que deberías decir que tienes don de gentes. A algunos no se nos da tan bien como nos gustaría.
No tenía ni idea de cómo había llegado la conversación hasta este punto. No sabía qué era lo que estaba diciendo, pero tampoco quería echarme atrás.
El chico volvió a reírse.
—No pasa nada, colega. Tranquilo. —Examinó un amplio cepillo de limpiar y lo colocó con los demás—. Yo no lo veo, pero te agradezco el cumplido.
—Mira, vamos a hacer una cosa. Dime qué es lo que más quiero en este momento. Si te equivocas, puedes llamarme «niño», pero, si aciertas, tienes que dejar de tomarme el pelo.
No me reconocía a mí mismo; era como si me hubiera adelantado a mis pensamientos de siempre, pero me sentía poderoso por ello.
—Eres consciente de que soy casi como tu jefe, ¿no?
—Venga, dilo ya, y luego cierro el pico y me vuelvo a barrer o a hacer lo que tú quieras.
No tenía ni idea de qué era aquella conversación cargada de tensión: si era que estábamos ligando o haciéndonos amigos.
—Vale —contestó. Se giró del todo y me miró de la cabeza a los pies. En ese momento tomé conciencia de mi cuerpo. Bajo el acné de la mejilla derecha latía y se acumulaba la sangre—. Me apuesto lo que quieras a que lo que más te apetece ahora es darte el piro y fumarte un porro, ¿verdad?
Evidentemente, aquello era una emboscada. Jamás había mencionado la maría a tal volumen que pudieran oírme. Sin embargo, en mitad de aquella brusquedad, sentí que no tenía nada que perder. Seguro que así me despedían. Así volvería a casa con la bici, me encogería de hombros y le diría a mi padre que el imbécil de la tienda me había ofrecido maría. Y, claro, mi querido padre, no querrás que me rodee de semejante influencia, ¿no?
Me quedé mirándolo y le contesté:
—¿Ves como sí que sabes lo que quiere la gente?
Luego le sonreí, confiando en que no me quedaran restos de manzana en el aparato.
—Joder, bro, ¿y por qué llevas toda la mañana dándome la brasa? Podríamos habernos tomado un descanso desde el principio. —Y, entonces, al tenerlos cerca por primera vez, me fijé en que sus ojos tenían ese tono rojizo como de cloro y esa mancha que conocía tan bien—. Por cierto, me llamo Jake.
Extendió un brazo larguísimo por encima de la estantería que nos separaba. Me fijé en lo definida que tenía la geometría: la barbilla era una punta de pala; los codos, puntas de dagas; y los antebrazos achicharrados por el sol eran mucho más grandes que los hombros huesudos y parecían cuchillas ensangrentadas.
Le estreché la mano. Tenía la palma cubierta de callos y, en cierto modo, unos dedos bonitos. Y entonces me cambié el nombre. Resulta extraño que pueda señalar momentos de transición en mi vida con semejante exactitud, pero se produjo un cambio en la marea en mi cerebro que me dijo que borrara a David, a Davey y a Dave; que, por una vez en toda mi vida, podía ser quien yo quisiera.
—Yo, Theron. Theron Alden.
Se me había acelerado el corazón. El sudor de mi mano había pasado a la suya.
—¿Theron? —preguntó, y me dio un último apretón de manos, con una firmeza que habría enorgullecido a mi padre.
—Sí, macho.
—Cómo mola.
Con aquella aprobación, jamás volví a ser Davey.