La tregua con mi padre terminó de forma abrupta. Una tarde, tras volver de un paseo durante el que me había colocado demasiado y me habían asaltado las moscas, me encontré con mi habitación patas arriba. Mi padre, que era un exagerado, había interpretado el papel de un perro policía. Los libros estaban abiertos, tirados por el suelo y rotos. El contenido de la estantería de la mesita de noche estaba desperdigado, y los bolígrafos sueltos y las pilas parecían una partida de locos de Mikado. También había buscado a fondo en mi maleta, que aún no había deshecho. Desde una camiseta en el suelo, un Kurt Cobain desgastado me miraba sin emoción alguna. Mi padre estaba sentado en el centro de la cama, con la cabeza apoyada en la palma de la mano y aferrando la bolsa de brownies con la otra, el muy exagerado. Había apagado todas las luces porque sí. Ni me saludó cuando llegué.
Me quedé en la puerta y sentí, por primera vez, ahí, en el umbral de la madurez, que tenía derecho a enfadarme con él en vez de limitarme a quedarme incapacitado por el miedo. ¿Qué más daba que me estuviera colocando para sobrevivir a aquel tiempo árido? ¿Qué más daba que, teniendo quince años, me gustara la maría cuando él, que era un adulto, era incapaz de tener una vida, una familia o una casa? ¿Qué más daba que yo estuviera actuando como un vegetal cuando él era un viejo que parecía Abraham Lincoln puesto hasta las cejas de LSD?
Me puse en modo ofensa.
—¿Qué cojones pasa aquí? ¿Qué es esta mierda? ¿Qué estás haciendo?
Aquello bastó para desarmarlo.
—¿Que qué cojones estoy haciendo yo? ¿Qué cojones estás haciendo tú?
Aquella falta de creatividad me decepcionó. Mi padre sostenía la bolsa de brownies deshidratados y verdes como si fuera un farol antiguo que pudiera revelar con su luz todas las decepciones del mundo.
—¡No puedes rebuscar entre mis cosas, joder! Mira cómo está todo —le dije, señalando aquel desastre.
—¿Llevas todo este tiempo aquí arriba drogándote? ¿Te crees que puedes venir aquí a pasarte el verano colocado? Lo siento, pero no.
—Joder, papá. No es más que maría. Ya nadie la considera una droga desde que tú eras pequeño.
—Vaya, te crees muy listo. ¿Es eso lo que pasa? ¿Que te gustar ser un listillo?
—Mejor ser un listillo que un despojo humano de cincuenta y cinco tacos.
Aquella ocurrencia tan mala rasgueó las cuerdas del destino y cambió mi verano y mi vida. Mi padre volvió a convertirse en el hombre que había sido a menudo durante mi infancia, el hombre al que él mismo había intentado aplacar. Se levantó para intimidarme con su altura, que era un gesto que tenía muy bien ensayado. Se inclinó treinta centímetros por encima de mí.
—Lo que no entiendes, capullo desagradecido, es que sí, esta es tu vida, pero mientras estés aquí, no pienso permitir que la desperdicies.
Aquellas inclinaciones volcánicas suyas me daban miedo. Podía pasarse semanas o meses inactivo, pero, aunque casi nunca sucedía, siempre corría el peligro de que entrara en erupción.
Recordé aquella vez (solo había sido una) en la que mi padre me había pegado. Una bofetada con la mano izquierda con la que trazó un amplio arco. Tenía nueve años, y mi padre me gritaba porque había tirado otro vaso de zumo de naranja. Siempre se enfadaba muchísimo por cosas que parecían tonterías. «¿Quién te crees que va a limpiar esto? ¿Quién te crees que lo paga todo? Tienes que prestar más atención, Davey». Cada vez que mi padre alzaba la voz, yo rompía a llorar y me disculpaba entre sal y gritos.
La mañana en que me pegó, hui de allí llorando. Era la primera vez que reaccionaba así; de normal, me quedaba petrificado. El autobús del colegio me estaba esperando, yo tenía migas de pan de la tostada del desayuno en las comisuras de la boca, y me di la vuelta y salí corriendo.
Fui a mi cuarto y cerré de un portazo. Oí que mi padre se abalanzaba sobre mí, que me perseguía. «Abre la puta puerta ahora mismo», me dijo. «David Alden, o te juro por Dios que…».
Abrí la puerta despacio, aterrado por que la situación hubiera acabado así. Mi padre me dio un tortazo en la cabeza al momento. Creí que me había perforado el tímpano. Creí que se me había hinchado el párpado y que no podía abrirlo. Creí que me había dejado sin dientes.
En realidad, estaba casi intacto. Mi padre se quedó mirándome durante un segundo. Pasado un tiempo, me dijo: «Ve a por tus cosas. Has perdido el autobús», y se alejó de allí.
Al día siguiente, se disculpó sin pedirme perdón. Fuimos en coche hasta el Friendly’s y me compró un helado de brownie. Me aseguró que lo entendería todo cuando fuera mayor y me contó, como tantas otras veces, que su padre le daba unas palizas brutales, con el cinturón y la hebilla. Que, en realidad, lo que él me había hecho no era para tanto.
Su helado de vainilla se derritió antes de que terminara de hablar.
Ahora, en mi dormitorio revuelto, temía haberme pasado. Puede que fuera a pegarme de nuevo. O puede que fuera a agarrarme de los hombros y a sacudirme hasta que la cabeza me diera bandazos de un lado a otro, como si estuviera en una montaña rusa de madera.
Se acercó a mí y sentí su aliento en el cuero cabelludo.
—Te voy a decir lo que vas a hacer, ¿vale? —me dijo—. Vas a limpiar toda esta mierda. Y luego vas a buscarte un trabajo. Y no quiero oír ni una palabra al respecto.
Intenté no llorar. Intenté demostrarle que tenía quince años y que desde hacía un año tenía llaves de casa y podía quedarme solo, y que las normas de la infancia habían cambiado. Que tenía poder, seguridad en mí mismo. Pero me vine abajo. Me tapé los ojos con el pulgar y el índice, me cubrí la boca con la otra mano. Y rompí a llorar con un llanto desconsolado.
Él se quedó allí plantado, aguardando a que dejara de llorar. Cuando el llanto disminuyó, soltó un gruñido. Y entonces, cuando se fue, me agarró del pelo, de esos rizos dorados como un halo que tanto me gustaban y con los que una parte de mí creía que obtendría el acceso al panteón de las estrellas del rock que adoraba.
—Y más te valdría raparte, joder.
Salió de mi cuarto, con la bolsa hermética de brownies rancios y medios mohosos por delante, como un héroe que sujetaba la cabeza de la gorgona, y cerró la puerta.