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Un mes antes de conocer a Jake, había vuelto a casa, a un Nuevo Hampshire en el que no había mujeres. Había transcurrido un año desde que mi madre dejara a mi padre y me llevara con ella a Venice, California. Mi madre había contratado a un abogado y, tras una masacre que había durado meses, mis padres habían acordado una custodia compartida por temporadas. Los meses del curso escolar los pasaría en Los Ángeles, y los veranos, desde el último día del curso hasta la víspera del Día del Trabajo, en Nuevo Hampshire.

Después de que mi madre se fuera, mis dos mejores amigas, las vecinas de enfrente, se mudaron. Sin ellas, apenas recuerdo haber visto a ninguna otra mujer aquel verano, a excepción de la cartera, que saludaba con la mano cuando pasaba por allí con su jeep sin puertas. Mi casa siempre había sido un lugar de mujeres: de tías, primas, amigas de la familia… Pero ahora solo quedábamos el gato, mi padre, un dálmata con manchas marrones que se llamaba Dr. Chips y yo, Theron David Alden (sí, con ese nombre que comparto con mi abuelo a modo de talismán), que tenía quince años, y aún me faltaba uno para pegar ese estirón de veinticinco centímetros que me dejaría estrías moradas del color de un pintalabios en la espalda y mejoraría considerablemente mi calidad de vida.

La nueva camioneta de mi padre esperaba al ralentí en una zona de descarga del aeropuerto de Mánchester. Era de color verde musgo y estaba un poco maltrecha. Yo no tenía muy claro si era un efecto exagerado (mi padre llevaba tiempo obsesionado con ocultar la escasa fortuna que había acumulado gracias a su trabajo como arquitecto autónomo, haciéndose pasar por «uno más del grupo» entre los curritos de la zona) o si era un cambio que se había producido en aras de reducir la pensión alimenticia que tenía que pasarle a mi madre. El Lexus había quedado reemplazado por una camioneta de segunda mano y los ingresos se habían esfumado. Como quien comete evasión fiscal en las islas Caimán, vaya.

—¿Cómo va, Davey?

Por lo visto, mi padre había vuelto a fumar. Sus palabras salieron grises, y se inclinó para abrirme la puerta del copiloto. Señaló con el pulgar la caja abierta de la camioneta. Yo llevaba conmigo una maleta llena de camisetas de grupos de música y un par de vaqueros.

Estaba reventado. El vuelo hacia el este había sido movidito. Me había cruzado el país y había tenido que hacer escala en Albuquerque y en Filadelfia. Podría haber ido en un vuelo directo desde el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles hasta Logan si mi padre hubiera estado dispuesto a conducir una hora más, y así mi madre se habría ahorrado dinero y el mal rato, pero se había negado. Le había dicho a mi madre que, si quería volar a Boston, podía apañármelas yo solito para llegar a Nuevo Hampshire. Así eran las peleas aburridas en las que se metían mis padres: las victorias no se basaban en cuánto podía ganar uno, sino en cuánto podía perder el otro.

—Me llamo David, papá —le dije mientras me subía al asiento de delante, apartando al perro a un lado.

Odiaba que me llamasen Davey. Los Alden solemos llamarnos por nuestro segundo nombre. Los primeros en general son nombres extraños de toda la vida de Nueva Inglaterra, así que somos una familia con nombres como Ward, Esther, Vernon y hasta un pobre Ezekiel. Durante años había tenido que soportar que me llamasen por el diminutivo: Davey, el insignificante. Al cumplir los siete, Davey empezó a sonarme como un insulto. Incluso cuando me llamaban David, siempre me sentía desconectado de la normalidad de esos nombres. Era la necesidad más básica de cualquier adolescente, pero quería algo, lo que fuera, que me hiciera sentir importante.

—¿Y eso? —preguntó mi padre.

—¿Y eso qué?

—¿Por qué hablas así?

—¿Así como siempre? —mentí; había empezado a forzar la voz y a ponerla medio tono más grave para sonar más masculino.

—O has pasado la pubertad en ese vuelo o te ocurre algo. ¿Quieres que te lleve al médico?

Lo ignoré y pegué la cabeza a la de Dr. Chips. De pequeño pensaba que si apretaba mucho el cráneo contra el del perro, conseguiría que oyera mis pensamientos. Sin embargo, el animal parecía ya demasiado viejo como para darse cuenta de nada. Tenía un barrigón rosado y una cadera trasera que había que cuidar.

Mi padre también había cambiado mucho durante los nueve meses que habían transcurrido desde que lo había visto por última vez. Llevaba prendas sencillas de tela vaquera a juego y se había dejado una perilla como la del Tío Sam; todo ello eran claros indicios de que llevaba mucho tiempo sin que nadie lo vigilara ni, seguramente, lo quisiera. Su rostro había adquirido una expresión seria y la piel se le había puesto colorada. Estaba más delgado. Siempre había sido delgado, pero ahora parecía mermado.

Pese a que no lo había dejado ver en ningún momento, me entristecía que fuera a tener que vivir según aquel espantoso calendario. Cada nueve meses, vendría a ver a un padre cada vez más delgado y a un perro más cansado.

Mientras conducía por la Interestatal 93, mi padre me dio cuatro golpes seguidos en el hombro, con fuerza. Sus manos eran grandes y curtidas, como guantes de béisbol.

—Me alegro de que hayas venido. ¿Estás contento de haber vuelto a casa?

—Supongo —contesté.

Él guardó silencio y luego se sumió en el mismo estado de irritabilidad que yo.

—No te emociones tanto, por favor. Esperaba que fuera más divertido pasar tiempo contigo ahora que eres un poco mayor.

El efecto de los brownies de maría que me había preparado antes de subirme al avión, siguiendo las instrucciones impresas de Erowid, comenzaba a remitir. Notaba el cerebro como si estuviera hecho de algodón de azúcar. Pensé en sacar otro brownie de la mochila, pero la patética treta que necesitaría llevar a cabo era demasiado para mí.

Mi padre le daba golpecitos al volante con los pulgares, inmune al ritmo de la canción de Bob Seger que había puesto hasta recobrar el buen humor.

—Confía en mí. Va a ser un buen verano —me dijo—. Lo presiento. ¿Qué habitación vas a querer? Por falta de opciones no va a ser.

Conocía muy bien su abanico de risas, desde esa tan poco frecuente en la que le faltaba el aire y daba la impresión de que necesitaba un respirador, que parecía una recompensa, a esta, que sonaba como porcelana, ostentosa, como el entrechocar de una dentadura postiza.

—Me da igual —le dije.

—Te he preparado el desván, por si lo quieres. Será como si tuvieras un apartamento propio ahí arriba —me dijo mi padre—. Estaría guay. O también puedes quedarte en el sótano, si quieres rematar este rollo macabro que llevas.

—Me parece todo bien —le dije.

Reírme de sus chistes era como una forma de someterme, y yo estaba empecinado en mantener el ceño fruncido hasta septiembre.

Tras estar varios minutos pensando qué decir, tomó una decisión. Me pasó la mano por el pelo, que me llegaba hasta los hombros, y me dijo:

—Madre mía, ¿es que no tenéis duchas en California o qué?

Me encogí de hombros, me aparté de él y me puse a pensar en si sería muy complicado iniciar el proceso para emanciparme. Mi padre subió el volumen de la radio y sentí alivio. Era más fácil si ninguno lo intentaba.

Una hora más tarde, pasamos de la 93 a la 101, y luego a Winona Drive. Mientras seguíamos por Winona, la distancia entre las farolas fue aumentando. Cruzamos largos tramos de absoluta oscuridad, donde los árboles estaban tan juntos que no se apreciaban sus siluetas.

Pese al terror que me provocaba tener que estar todo el verano solo, sin nada que hacer, sin conocer a nadie y sin tener a dónde ir, me animé un poco cuando, al fin, llegamos al camino de entrada y vi, por primera vez desde hacía casi un año, la casa en la que me había criado. Sonreí, confiando en que mi padre no me viera.

Me meaba vivo, así que lo ignoré cuando me dijo: «Davey, espero que no te pases el verano entero dándole portazos al coche», y subí al desván, el sitio que mi padre había dicho que sería mi apartamento. Me encontraba mal por las bacterias que tenía en la vejiga; sin yo saberlo, mi cuerpo estaba iniciando una relación para el resto de mi vida con la prostatitis. Cuando me alivié, me quité las Vans, me comí dos brownies de maría y me puse a ver reposiciones de la TBS que veía todas las noches.

Durante las tres semanas siguientes, así era como transcurrían mis tardes y mis noches: desde las seis hasta las once, veía reposiciones ininterrumpidas de Seinfeld, de El rey de la colina y de Los Simpson. Me bebía los refrescos de un trago y me comía bolsas de patatas fritas para desarrollar aún más un cuerpo que parecía que estaba patrocinado por una marca de dónuts.

Durante el día, usaba las mismas técnicas que empleaba mi madre conmigo mientras me criaba. Aprendí dónde estaban los extremos de nuestra propiedad y me desterraba a dondequiera que no estuviera mi padre. Si él estaba en su despacho, yo me quedaba en el desván. Si él estaba junto al estanque, yo me tumbaba sobre el musgo (teñido de un verde arsénico por culpa del sol) en lo alto de la colina que daba a nuestra propiedad. La noche era el único momento enteramente mío. Me colocaba hasta que apenas podía hablar y me ponía unos cascos de diseño inmensos que me había regalado mi padre porque se sentía culpable y escuchaba la música que tanto necesitaba por entonces, y que sigue conmigo bajo la forma de ese eterno chirrido de recuerdos, un eco nostálgico que a menudo se diagnostica de manera errónea como acúfenos.

Y, claro, me masturbaba con porno que veía por internet y que cargaba lento, y que me creaba expectativas de abundancia: de que mi polla sería más grande, de que mi futura novia tendría unas tetas enormes, de que iba a tener una vida en la que iba a estar siempre follando a gritos hasta el punto de agotarme. Tenía mucho cuidado de escoger solo los vídeos en los que al chico se le veía lo mínimo posible. Si me corría sin querer al ver al actor con los ojos entrecerrados o cuando la cámara mostraba un bíceps enorme de jugador de lacrosse, lo sentía como si me hubieran marcado. Que aquello me convertía en maricón. Que todo el mundo sabía lo marica que era. Luego me atiborraba de brownies de maría hasta que me quedaba dormido.

El principio del verano fue muy parecido a mi día a día en California. Cuando paseaba por Venice, siempre estaba solo y colocado; los pocos amigos que tenía los mantenía por conveniencia. Todas las mañanas antes de ir a clase, durante el descanso para el almuerzo y en cuanto salía del instituto, podías encontrarme por los callejones del West Side, agazapado tras contenedores de reciclaje que estaban a rebosar. Fumaba porros de hierba sin curar que parecían los dedos de una bruja. En mi discman giraban los CD de segunda mano que compraba en Second Spin Records con el dinero del almuerzo que ahorraba saltándome comidas.

Luego me iba al puente peatonal que cruzaba la California Incline y observaba la PHC y su tráfico de cientos de miles de personas mientras el horizonte lejano pasaba del azul al rosa y de nuevo al azul. Entonces pensaba que en cada uno de esos coches iba alguien con una vida tan detallada que resultaba agotadora, le producía una gran alegría y lo destrozaba. También deseaba ser cualquiera de esas personas, y no yo.