Hicieron falta tres accidentes de coche para acabar con Jake.
Yo estuve en los dos primeros: uno fue cuando él tenía diecisiete años, y yo, quince, e íbamos conduciendo como no deberíamos haberlo hecho, de noche, borrachos, a finales del verano que habíamos pasado en Nuevo Hampshire; el otro fue seis años después, en una Manhattan destrozada por un huracán, cuando habíamos hablado de la muerte y el destino como si fueran una especie de preliminares nerviosos.
Me encuentro en un Airbnb desalmado, en lo que me han dicho que es el centro de Fort Worth, observando a través de la ventana del salón, teñida por la luz de la luna. Veo las alas de los ángeles del tejado del Bass Performance Hall y el característico techo del suroeste de un Cheesecake Factory. Me estoy emborrachando solo, con las Lone Stars que me compré en el Buc-ee’s, porque es mi forma de homenajear a Jake. No puedo dejar de leer y releer los detalles de ese tercer accidente de tráfico letal en mi teléfono, con la esperanza incierta y patética de que los datos de la página de obituarios del Arlington Citizen se reorganicen cada vez que la recargo. La única canción de Jake que aún tengo, «NH, NH», suena en mi teléfono con una calidad que parece que sea de lata. Mi terapeuta, Rebecca Piacentini, que es trabajadora social clínica licenciada (yo siempre la llamo «doctora» por costumbre y por ser respetuoso), dice que esta clase de comportamientos de autocompasión «no son muy buena idea». Se está haciendo tan tarde que empieza a ser temprano.
El Airbnb se encuentra en el pueblo de al lado del lugar en el que se ha organizado la celebración de la vida. La madre de Jake, el inútil del padre y la viuda, Jess, la mujer con la que nunca quise que se casara, la han organizado. Me he montado en un avión, me he tomado un clonazepam y he venido hasta aquí para ser testigo de su pena y para tratar de comprender cómo encaja con la mía.
Veo mi reflejo, en el que las cicatrices rosadas de la cara se acentúan por culpa de la luz azul inquietante del teléfono. El obituario vuelve a cargarse. Tengo casi treinta años y este es el primer obituario que me leo de veras, y no sé si eso significa que tengo suerte o si dice mucho, y nada bueno, de la gente de mi vida que ha muerto.
Me sorprende que el lenguaje que se emplea en ellos sea tan soso y que carezca de violencia.
Jake tenía treinta y un años. Le sobreviven sus padres y su viuda, que lo querían mucho. Es extraño, y el tono no podría estar más alejado de la personalidad de Jake. No sé si todos los obituarios se mojarán tan poco o si habrá alguno por ahí que sea sincero y ponga: «Se desangró lentamente y esperaba a que llegara la muerte». ¿Habrá alguno escrito con un poco de humor tipo: «Jake murió igual que había vivido: quedándose toda la noche despierto y haciendo el gilipollas»?
Mediante mis propias investigaciones, esas indagaciones rudimentarias con las que me he obsesionado (he llamado al despacho del forense y he leído sobre el periodo de semivida de las anfetaminas), descubrí que tenía speed en el cuerpo bajo todo ese whisky. Y no dejo de darle vueltas a que no haya sido un accidente, sino la conclusión natural de una atracción por la muerte que ha durado treinta y un años.
Mis pensamientos se dilatan.
Vuelvo a abrir el mensaje en el que me comunicaron lo del accidente. No puedo creerme que tenga que decirte esto… Me lo mandó un conocido de quien ya me habría olvidado si no fuera por esta insistencia que tiene internet de que la gente siga rondando por ahí.
En cierto modo, tiene sentido que me haya enterado de la muerte de Jake a través de un mensaje directo, mediante un sistema tan eficiente, impersonal y arbitrario. Encaja con la ausencia casi total de conversación que mantuvimos durante prácticamente una década.
No dejo de mirar el teléfono ni de pensar en las mentiras que le he contado a Louvinia (a quien suelo llamar Lou cuando más la quiero). Temo haberme excedido. Temo que se haya dado cuenta de que ha estado esperando una versión de mí que no existe, una versión completa que viva en el presente. A pesar de todas las veces en que le prometí que no había nada que esperar.