Durante el jaleo de Houses of the Holy, Jake y yo nos pusimos al día. Al igual que yo, él solo pasaba algunas temporadas en Nueva Inglaterra. Durante los veranos se quedaba allí donde estuviera su madre, y el resto del año lo pasaba en Texas; normalmente vivía con su padre, pero a veces se refugiaba en la casa de Jess cuando las cosas se ponían feas.
—No es que sea alcohólico, pero bebe como si lo fuera —me dijo Jake. Guardó silencio para que me riera, pero no llegué a tiempo—. Bueno, el caso es que es más bueno que malo. Lo típico, no quiero que te hagas una idea que no es. Nunca me ha pegado ni nada. Ni siquiera sé si sería capaz. Pero le gusta gritar. Él dice que vocifera. Distrae bastante.
»De pequeño pasaba mucho tiempo en casa de Jess —prosiguió—. Vivía a un par de manzanas de mi padre y de mí. E iba allí cada vez que necesitaba un poco de tranquilidad… Joder, me iba allí solo para hacer los deberes. Así es como sabes que la cosa estaba jodida.
—Está guay que tuvieras un sitio al que ir —le dije—. Aquí no lo hay.
—Ya, no sé. Mi madre se mudó aquí hace seis meses, cuando se le acabó el internado. Es anestesista. Trabaja en el Lake Region. ¿Te suena?
—¡Yo nací allí!
Me emocionaba que nuestras vidas se solaparan. Aún no sabía qué forma tenía, pero sentía que se podía trazar una constelación con aquellos detallitos.
—Hala, qué raro. Vivimos en un mundo jodido, ¿eh? —No sé a qué se refería con «jodido», pero me preocupaba haberme mostrado demasiado ansioso—. ¿En qué año naciste?
—El dieciséis de agosto de 1990. Nací con tres semanas de retraso. Mi padre dice que parecía que Carole, o sea, mi madre, estaba robando una sandía durante todo el verano.
—¿Llamas «Carole» a tu madre?
—Sí. —No. O la llamaba «Mamoushka» cuando estaba seguro de que no nos oía nadie, o no la llamaba nada—. ¿A tu padre lo llamas «papi»?
—Sí —contestó riéndose—. Lo peor de todo de viajar tanto es que aprendes estos hábitos. Estoy acostumbrado a cambiar cómo hablo; en Texas no hablo igual que en los demás sitios. Pero a veces se me olvida, o a veces se me pega.
—Te entiendo —le dije.
—Pero sí, mi madre es la mejor. No para de trabajar, y se muda cada dos años o así. Creo que por eso nunca vivo con ella siempre.
—Te lo iba a decir. ¿Por qué no te mudas aquí si tu papi es tan capullo?
Jake lio un segundo porro, más fino que el anterior. Yo estaba a punto de llegar a un colocón abstracto de esos en los que la memoria no dejaba de fallarme y, básicamente, solo lograba recordar lo último que había dicho. Empecé a comportarme como un periodista, contestando a cada respuesta con una serie de preguntas, porque tenía miedo de perder el hilo de la conversación y no poder recuperarlo jamás.
—Supongo que porque tengo a todos mis amigos en Texas y porque no quería dejar a Jess. Además, tampoco sé qué haría mi padre si se quedara solo. Pero no tardaré en descubrirlo. Dentro de tres meses cumplo los dieciocho y podré mudarme a donde me dé la puta gana.
—Suena bien. ¿Y qué harás? ¿Irás a la uni?
—Me apuntaré a algunas clases de la universidad comunitaria, pero me parece una tontería. ¿Quién sabe a los dieciocho lo que quiere hacer durante los próximos cuarenta años? Ni siquiera sé qué voy a querer hacer hoy luego.
Asentí y volví en mí.
—Durante mucho tiempo quise alistarme en el ejército —me dijo entonces—, pero creo que mi madre vendría en avión hasta Afganistán y me traería de vuelta a rastras, del pelo. Así que tengo que pensar qué hago mientras compongo música y tal.
Para mí, alistarme en el ejército era tan probable como dedicarme a tiempo completo a ser funambulista. Durante toda mi vida, mi madre, que estaba marcada por el hecho de que un hermano suyo había servido en Vietnam «porque le dio la puta gana», protestaba contra el imperialismo de Estados Unidos en Oriente Medio, contra el concepto del reclutamiento y la industria armamentística. El tono de Jake había cambiado. Se mostraba serio, reflexivo. Así que no dije lo que estaba pensando: Al ejército van los gilipollas y a los que les ponen multas por conducir bajo los efectos del alcohol. Seguro que puedes dedicarte a algo mejor.
—En el peor de los casos, siempre puedo dedicarme a vender seguros y suicidarme cuando cumpla los cincuenta —dijo Jake, con lo que intentaba pasar del tono serio y adulto al de una quedada de amigos.
Me gustaba que le cambiara al acento. A mi madre le pasaba lo mismo; el acento se le aplanaba hasta convertirse en un tono genérico estadounidense, pero, entonces, de repente, llegaba una palabra en la que cambiaba la sílaba tónica de sitio y la gente del norte y del oeste ponía una mueca. Me dijo que se había esforzado por eliminar su acento del sur. Colocado como estaba, con la línea entre lo físico y lo emocional más fina de lo habitual, se me expandieron los pulmones y sentí que respiraba luz; y no sé por qué, pero aquella hinchazón luminosa me hizo añorar tantísimo a mi madre que me entraron ganas de llorar. Pero no podía llorar delante de Jake. No quería volver a llorar delante de nadie nunca más.
Así que me puse con Jake a hacer bromas sobre suicidarme; el refugio de la gente nerviosa.
—Al menos tendrías un buen dinero gracias al seguro —le dije.
Jake, que seguía serio y con la espalda arqueada, me miró por primera vez desde hacía un par de minutos. Después se rio.
—Estás fatal de la cabeza, macho.
Sentí que había respondido cuando tocaba; que estaba presente, que veía y que me veían.
Nos quedamos callados durante un minuto, escuchando el final de álbum. Empecé a prepararme un discursito sobre que «The Ocean» de Led Zeppelin me recordaba a mi hogar, que el estrépito de la batería era el estrépito de las olas; la marihuana me conducía por nuevos caminos que dirigían hacia conspiraciones benevolentes. Pero, antes de que me diera tiempo a empezar, Jake me dijo que sería mejor que volviéramos.
Quería preguntarle un sinfín de cosas. Aún no entendía en qué consistía el trabajo ni qué se esperaba de mí, ni tampoco cómo sería aquel verano. Pero a Jake parecía darle todo igual, así que intenté que a mí tampoco me importara. Sentí emoción, el mellizo de la ansiedad, por el futuro.
Pasé el resto del día detrás del mostrador con Jake, que me enseñó el arte de transformar veinte minutos de trabajo en una jornada laboral entera. En la tienda iba haciendo más calor a medida que transcurría el día. El aire se ralentizaba, de modo que todo, hasta el polvo, parecía hallarse en una suspensión perfecta. En las ocasiones en que entraba un cliente, de repente fingía estar ocupado y me ponía a reorganizar los productos de las estanterías solo para dejarlos donde estaban antes; Jake, por su parte, se convertía en alguien encantador y que se involucraba en la conversación.
En la tienda, nuestra dinámica se entorpecía. Jake no parecía tan interesado en hablar de sí mismo. La amenaza de que nos interrumpiera algún cliente lo dificultaba todo. El espacio que ocupábamos era enorme al compararlo con el coche, y no resultaba natural hablar de nada íntimo, de nada que pudiera provocar un desliz con el que la conversación dejara de ser una charla sobre temas irrelevantes y pasara a ser una conversación seria, el nombre en clave que le ponían a la vulnerabilidad todos los chicos a los que conocía. Además, teníamos que mirarnos. En el coche, ambos teníamos la vista fija al frente, y nos ahorrábamos la desnudez de tener que mirarnos a los ojos.
Comparamos nuestros discos favoritos. He descubierto que los chicos pueden pasarse estaciones enteras discutiendo sobre si es mejor Led Zeppelin II o el III, o sobre si Pink Floyd era mejor cuando Roger Waters era un dictador o parte de la banda. Cada vez que se producía un momento de calma, uno de los dos formulaba alguna hipótesis estúpida. «¿Qué crees que habría pasado si se hubiera muerto Kirk en vez de Cliff?». Y aquello bastaba para iniciar una conversación de otros veinte minutos, que luego daba pie a monólogos sobre el alma de la banda. Era una reinterpretación de los mayores misterios de la vida: «Si reemplazaras a tres miembros de Guns N’ Roses, ¿seguirían siendo GNR? ¿Y si reemplazaras a cuatro? ¿Y si se libraran también de Axl? ¿A partir de qué momento la banda dejaba de ser la banda?».
A la una, Jake abrió su mochila para comerse un sándwich de atún. Yo no tenía nada. Jake reparó en ello.
—¿Quieres la mitad? No es nada del otro mundo, pero es barato y está bastante bueno.
Lo vi comerse su mitad. Tenía la nuez marcada, pero no le sobresalía demasiado como a Ichabod Crane. Era un diamante muy cuco en el centro de su garganta. Yo tenía el cuello largo y fino, y una suavidad tan femenina que me provocaba vergüenza. Era el motivo, en parte, por el que me dejaba el pelo largo. Incluso en mis peores momentos, tenía algo de orgullo: jamás había cedido a la tentación de comprarme jerséis de cuello alto.
Me comí el sándwich y me pasé los próximos diez minutos en el baño, pescando los trozos de mayonesa y de atún del aparato. El espejo reflejaba mis ojos llorosos por el bajón de haber estado tan colocado; odiaba mi aspecto. Fumar exageraba los defectos que veía en mí. Era un avatar de fealdad. Cualquier característica positiva que pudiera tener, como mi nariz marcada, la cual me permitía admirar durante quince o veinte minutos a la semana, desaparecía. Me toqué la cara y me pasé la mano por el pelo; los dedos se me enredaron en ese nido de pájaros que nunca peinaba porque no tenía tiempo. Allí de pie, comprendí que Jake solo estaba dándome bola, rezando para que pasaran las horas.
Odiaba el péndulo que era mi confianza en mí mismo. Me quedé en el baño tanto como pude, tirándome de la piel de debajo de la barbilla, mirándome las axilas para comprobar si me había salido más pelo, reventándome las espinillas hasta que, furiosas, se pusieron más moradas, más rojas, más anchas y más duras.
—¿Estás bien? —me preguntó Jack, llamando a la puerta; parecía preocupado de veras.
—Sí, estoy refrescándome.
—Vale. No quiero que potes durante tu primer día.
Me eché agua por la cara con la esperanza de que aliviara el rojo de mis ojos, mis poros, mis labios y mis encías.