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Durante los dos meses que llevaba de encargado, Jake había entrenado a la ciudad de New Hampton para que aceptara que la tienda de bricolaje podía cerrar durante una o tres horas en mitad de la jornada; así, sin avisar y de manera impredecible. En cierto modo, allí en el campo aquello tenía sentido. El secretario municipal/recaudador de impuestos del pueblo cerraba la oficina a menudo sin dar explicaciones, y la oficina de correos solo abría cuatro días a la semana. Jake había escrito en un cartel: Cerrado, ¡ya nos veremos!

Pasamos junto a mi bici, que estaba ahí tirada, por detrás de los contenedores y por el aparcamiento de grava que se había erosionado y que nadie había reparado nunca, hasta llegar al coche de Jake. Conducía una furgoneta Ford Aerostar de 1997 que, hasta nueva, debía de haber parecido una aberración del mismo tono de azul que las latas de Bud Light. Ocupaba dos plazas de aparcamiento; era una afrenta al buen gusto, estaba abollada y era el doble de ancho de lo normal. Los asientos estaban rajados y el relleno se escapaba como las entrañas de un osito de peluche. La ventana del copiloto no bajaba a menos que primero le arrearas un puñetazo debajo del seguro. Pero entre que era espaciosa, que Jake había trucado el equipo de sonido, que los asientos traseros se podían plegar, que el volante estaba picado por el tamborileo de los dedos de Jake y que las ventanillas estaban cubiertas por un tinte que era ilegal en cuarenta y tres estados, aquel era el lugar ideal para descubrir las nuevas formas que surgen en las canciones que uno ya se sabe mientras fuma maría.

—Te pediría perdón por el desastre, pero entonces podrías pensar que algún día me pondré a limpiar toda esta mierda —me dijo Jake cuando nos sentamos.

Bajo mis pies salieron disparadas varias botellas: Gatorade con restos de tabaco para mascar, Gatorade agujereadas y los bordes manchados de un carcinógeno marrón, Gatorade con chicles mascados en agua azucarada de color rojo que estaba a cien grados.

—Qué puta pasada. ¿De dónde la sacaste?

—Un amigo mío de Arlington necesitaba quinientos dólares, así que le hice un favor. Desde entonces, he invertido cinco veces más de lo que gasté —me explicó, dándole palmadas a la consola, donde se habían formado burbujas por culpa del calor de Texas.

Me puse cómodo de forma que se notara.

—¿Y cómo se llama? —pregunté.

—¿Cómo se llama quién?

—La furgoneta.

Jake se rio, y confié en que se estuviera riendo conmigo y no de mí.

—No es un barco, macho. Yo la llamo «viejo trozo de chatarra».

—No sé, pensaba que la gente les ponía nombre a sus coches.

—Creo que si le pusiera un nombre de chica, mi prometida me mataría.

—Espera, ¿qué? ¿Estás prometido? ¿Con anillo y todo?

Sentí un relámpago de celos que me sobrecargó la electricidad del cerebro.

—No exactamente. —Alzó la mano izquierda. Llevaba tres anillos de plata: un cráneo de cabestro con los ojos negros en el dedo corazón y dos aros sencillos en el índice. Sin embargo, en el anular no llevaba nada. No sé por qué me esperaba que tuviera un anillo de compromiso—. Pero, cuando acabe el verano, le compraré algo bonito, y luego ella me obligará a comprarme algo.

—Qué locura. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos?

—Desde siempre. Nos conocimos cuando empezamos secundaria, en Ciencias de la Tierra. Ni siquiera recuerdo cómo era mi vida antes de conocer a Jess. Y nos prometimos hará cosa de un año, cuando ella estaba pasando por algo muy chungo.

Me quedé mirándolo.

—No me imagino casándome, macho. No quiero atarme a nadie —le dije; yo, que no había sentido unos labios, unos pezones o un cinturón que no fueran los míos.

—Hay cosas buenas y malas —contestó Jake, encogiéndose de hombros—. Como con todo. —Yo me giré hacia el contenedor que teníamos delante—. Pero bueno, vamos a colocarnos. Acaba de empezar el día y ya estoy aburridísimo.

Se estiró por detrás de mí para adueñarse de la marihuana que guardaba en el bolsillo trasero del asiento del copiloto. Al estirar el cuerpo esbelto, reveló su poder fibroso al inclinarse porque se le levantó la camiseta un par de centímetros. Vi una franja de vello negro que subía desde la hebilla del cinturón, le rodeaba el ombligo y volvía a bajar para desaparecer tras la tela vaquera y el algodón. Aparté la vista corriendo para que no se diera cuenta de que había estado mirándolo. Sentí los movimientos de su mano a través del asiento. Me aparté hacia delante para evitar el contacto.

Con los cogollos que tenía guardados en una bolsa de cierre hermético (solo quedaba un cuarto de ella) liamos un porro ajustadísimo. Jake lo lio con una mano mientras con la otra buscaba canciones en su iPod; al darle vueltas a la rueda se oían tics y clics. Hasta con lo ordinario que era, tenía más elegancia de la que yo podría soñar siquiera. Su porro parecía un bate de béisbol de la liga juvenil; los míos apenas se mantenían sin desmoronarse.

Jake alzó el porro y encendió el mechero; la llama parecía animada y se ondulaba con la música. Abrí las narinas al oler el papel quemado. Antes de que me pasara el porro, antes de que probara el humo siquiera, empecé a salivar y se me relajó la vista, de modo que veía los contornos de mis pestañas, que eran como gotas de agua. Solo de ver el porro, sentí que liberaba la tensión de la frente. Desde la redada de mi padre en mi cuarto, me dolía la cabeza, se me había quitado el apetito y me asaltaban pesadillas que me impedían tener un sueño reparador.

Me lo entregó sin haber fumado antes.

—Normalmente te diría que el que lo lía se lo fuma, pero los invitados primero.

—No puedo. Míralo. —Señalé el porro con la cabeza—. Es una obra de arte. Empieza tú.

—O te lo fumas o nos quedamos aquí sentados mirando cómo se consume.

Jake se mostraba impávido, decidido. Se estaba dando golpecitos en la muñeca. No comprendía sus gestos (parecía código Morse), pero solía darse golpecitos, como si estuviera señalando las partes vulnerables de su cuerpo.

Tomé el porro y le pegué una larga calada para hacerme el chulo con los pulmones que tenía. Pegué una segunda calada sin expulsar la primera. Contuve ambas dentro. En Los Ángeles, fumar era un deporte. Mis amigos y yo jugábamos a ver quién se podía fumar más porros en menos tiempo. En las pocas fiestas a las que asistía en alguna casa, los chicos mayores y más ricos liaban porros cada vez más grandes y con diseños innecesarios. Comentaban las estadísticas: que con los porros de casi cuatro centímetros te llevabas menos humo con cada calada o que las mejores pipas eran de Alemania, seguidas de las de Japón.

Al contener el humo, comenzaron a llorarme los ojos y el pánico hizo que me vibrara la garganta. Durante un instante, abandoné mi cuerpo y me imaginé a mí mismo: un perdedor que tosía saliva y al que se le habían puesto los ojos rojos al momento, como si se hubiera pasado el día entrando y saliendo del mar. La imagen me provocaba demasiada vergüenza como para ceder a ella. No sé cómo, pero, pese a ese ardor que sentía en los pulmones, como si Ícaro se hubiera acercado al sol, me tragué el humo hasta que se enfrió. Luego lo solté, con solo un ligero nudo en la garganta, mientras la luz del reloj del salpicadero proyectaba nuevos ángulos.

Tras mi demostración de fumador experimentado, le pasé el porro a Jake. Él le pegó dos caladas rápidas y luego me lo devolvió. Empecé a hablar, pero Jake me interrumpió con una explosión de tos desesperada que se alzó por encima de la música. Algo de saliva salió directo hacia el reproductor de casetes. Fue corriendo a abrir su ventanilla para que entrara algo de aire fresco. En la otra costa, yo mismo, o alguien como yo, lo habría llamado «nenaza» por haberse cargado el submarino. Miré hacia mi ventanilla para esquivar su vergüenza. Sin embargo, al girarme de nuevo hacia él, me encontré con que estaba completamente impasible.

—Un hombre muy sabio dijo una vez que, si no te atragantas, es que no estás fumando bien —me dijo, con una voz densa por culpa de la flema, que sonaba entrecortada como un disco rayado.