Max
Al principio no la reconocí.
Estaba sentado en una mesa junto a la ventana, esperando a Sophie, cuando vi entrar a una rubia. Estaba mirando su teléfono y llevaba el clásico «look informal» de los viernes en esta zona de oficinas de la ciudad: vaqueros (de los «buenos», no de los de «limpiar el garaje»), zapatos planos (de diseñador), camiseta blanca y la imprescindible chaqueta negra entallada.
Su estilo decía a gritos «Hoy no voy arreglada, pero puedo coordinar un montón de reuniones en un abrir y cerrar de ojos», y supe de inmediato que esa mujer le sacaba todo el partido al Apple Watch de su muñeca.
Llevaba el pelo rubio, a la altura de los hombros, ondulado, con las puntas desfiladas y unas gafas grandes y negras que le daban un aspecto atractivo e intelectual, como si pudiera resolver ecuaciones de segundo grado y cuadrar un presupuesto anual sin que se le estropeara el pintalabios.
Agarré la taza y volví a clavar la vista en la ventana. Lo último que necesitaba era que doña iPhone me mirara y pensara que la estaba observando con otra intención. Sin embargo, volví a fijarme en ella. Hubo algo en la forma en que se dirigió al mostrador, sin apartar la vista de su teléfono, que me mantuvo atento, en parte esperando que se chocara con algo, en parte intrigado por ver si lograba pedir su bebida sin levantar la vista de la pantalla.
Pero cuando llegó al principio de la fila, se guardó el teléfono en el bolsillo de la chaqueta y pidió con voz alegre un café americano grande con un chorrito de crema de leche.
Mierda… Era su voz.
La rubia era Sophie.
La recordé con su melena larga y oscura y su vestido de encaje de novia y no me lo podía creer.
Y entonces, como si me hubiera leído el pensamiento, echó un vistazo a su alrededor y luego me miró a los ojos.
Levanté la taza a modo de saludo y enarqué una ceja. Ella frunció el ceño y volvió a mirar hacia el mostrador.
«Pues está bien».
Sin embargo, cuando por fin se acercó a mi mesa, esbozó una leve sonrisa.
—Hola.
—Hola. —Observé su cara y su pelo—. Vaya, pareces… distinta.
Alzó una ceja, animándome a seguir.
—Más bajita —aclaré, lo que hizo que su sonrisa se ensanchara mientras se sentaba en la silla frente a mí.
—Me he esforzado mucho en reducir mi estatura —comentó, retirando el cierre de la tapa de su vaso y dejándolo en la mesa—, así que me alegra oír eso.
—Por supuesto —murmuré.
Ambos esbozamos una sonrisa.
Me costaba creer que esa mujer fuera la misma novia. La noche de su boda fallida había estado borracha, haciendo tonterías y lanzando Twinkies con el rímel de los ojos corrido.
En mi cabeza, no encajaba que ese caos andante fuera la misma persona prudente que ahora tenía delante.
La Sophie rubia parecía estar suscrita al Wall Street Journal, mientras que la novia parecía una lectora de Vogue.
O tal vez de People.
—Y bien, ¿por qué querías verme? —Se metió un mechón de pelo detrás de la oreja y dijo—: Tengo que reconocer que tu mensaje me dejó bastante desconcertada.
Estaba claro que sobria estaba mucho más tensa, lo que no era del todo sorprendente, y parecía desconfiar de mí.
—Sí, bueno, la última vez que hablamos…
—La única vez —me corrigió con tono seco.
—Mostraste interés en convertirte en objetora.
Estaba llevándose el vaso a los labios y, al oír mis palabras, se quedó congelada. Bueno, parpadeó, pero ese fue el único movimiento que hizo.
—Así que por eso quería hablar contigo, para pedirte ayuda y que ahora seas tú la que preste un servicio público.
Me miró con atención, como si estuviera tratando de procesar toda la información, y casi pude ver los engranajes de su cabeza girando.
«¿Qué estará pensando?».
—Mira. —Se frotó los labios y supe que iba a decirme que no—. No creo que…
—¿Ya no piensas lo mismo sobre el amor? —interrumpí, intentando provocar una reacción en ella. No solo quería que aceptara, también quería ver un destello de la chica que se había desmelenado en el hotel—. ¿Te has vuelto una romántica empedernida?
—¡Por Dios, no! —La pregunta la sacó de su indecisión de inmediato. De hecho, me miró como si fuera idiota por haberme atrevido a insinuarlo siquiera—. Pero eso no significa que quiera involucrarme en el drama de otra persona.
«Mierda». Iba a decir que no. TJ estaba jodido.
Tomé mi café y dije:
—¿Y si yo hubiera dicho lo mismo sobre tu boda?
Hizo una pausa, ladeó la cabeza y masculló:
—Eso no es justo.
—Pero es verdad. —Me acaricié la barbilla—. Así que me debes una.
En cuanto entrecerró los ojos, supe que había cometido un error. No era una mujer a la que se pudiera presionar así como así.
Bajó la voz y replicó:
—Te pagamos por tus servicios.
—El cheque de tu amiga no tenía fondos —mentí, esperando su reacción—. Así que fue un regalo. De mi parte.
—Maldita Asha —murmuró. Puso los ojos en blanco, como si aquello fuera algo típico de su amiga—. ¿Cuánto te debo?
—Como te acabo de decir, fue un regalo —repetí, intentando no sonreír, aunque sabía que lo estaba haciendo—. Un regalo que te libró de ser la señora Sophie… ¿Cómo se apellida Stu?
Parpadeó y tomó una profunda bocanada de aire. Durante un instante, pensé que no me lo iba a decir, pero luego soltó en voz baja:
—Lauren.
—¡Por Dios! —exclamé, incapaz de contener la risa—. ¿Ibas a ser Sophie Lauren? ¿Como la estrella italiana, pero en versión inglesa? Sofía Loren, Sophie Lauren. Menos mal que llegué a tiempo para detener la boda. Así no tendrás que pasar el resto de tu vida aguantando que todo el mundo te pregunte si has visto Houseboat.
—Cary Grant estaba de infarto en esa película —dijo. Aquello me pilló desprevenido, no solo porque conociera ese clásico del cine, sino porque, por fin, empezaba a parecerse un poco a la novia a la que había salvado.
—La que estaba de infarto era Sofía Loren —corregí, y luego añadí—: Al menos dime que, si Stewie hubiera conseguido ponerte el anillo, habrías conservado tu apellido.
—Por supuesto que habría conservado mi apellido —respondió, con una expresión que me dejó claro que lo mantendría se casara con quien se casara.
—¿Que es…? —pregunté, presionando para que me lo dijera.
—Steinbeck. —Alzó la barbilla, como si me estuviera desafiando a hacer algún comentario sobre el famoso escritor.
Y sí, estaba deseando hacerlo, porque era muy tentador, pero me contuve. Lo más importante era conseguir que me echara una mano.
—Entonces, ¿te da miedo ser una objetora? —pregunté con tono casual, recostándome en la silla y cruzándome de brazos—. ¿Por eso no quieres hacerlo?
—Algo así. —Quitó la tapa de su vaso. Llevaba tres anillos brillantes en el dedo corazón (de plata, de oro amarillo y de oro rosa) que reflejaban la luz cada vez que movía la mano—. No me gustan los conflictos, y este es uno de los gordos. Pero, además, me parece una idea desastrosa lo mire por donde lo mire.
—Déjame explicarte de qué va el asunto antes de que lo rechaces. —Me aclaré la garganta—. ¿De acuerdo?
Soltó un suspiro, y luego otro.
—Está bien, pero no esperes que cambie de opinión.
—Una cosa, Soph —Bajé la voz e intenté que recordara nuestra breve amistad de aquella noche en el hotel.
Abrió los ojos un poco más y suavizó la mirada.
—¿Sí?
—Mientras te cuento esto, intenta recordar cómo te sentías la mañana de tu boda, ¿te parece?
Se le ensombreció el rostro. Frunció el ceño y tragó saliva, pero me miró expectante.
—TJ es un profesor de preescolar con un corazón de oro. Cuando lo desplegaron con la Guardia Nacional durante seis meses, su novia, Callie, le fue infiel, pero él la perdonó y al final, un año después, le pidió que se casara con él.
—Qué tonto —dijo, llevándose el vaso de café a los labios.
—Estoy de acuerdo —respondí—. Ahora avancemos al fin de semana pasado. TJ está en su despedida de soltero. Uno de los padrinos se va al baño y se deja el teléfono en la mesa. TJ, sin querer, lee un mensaje que Callie le envía al padrino.
—Ay, Dios, ¿lo está engañando con un padrino? —preguntó Sophie, horrorizada—. ¿En serio?
—No. El padrino es el hermano de Callie. Pero, en el mensaje, la novia le pide que entretengan a TJ todo lo que puedan porque ella quiere despedirse de Ronnie, el tipo con el que lo engañó. Y no solo eso, también le dice: «Intenta conseguir una foto de TJ con la stripper para tener algo que poder echarle en cara. Paga para que tenga un baile privado con ella».
—¡Noooo! —exclamó Sophie, con la boca abierta—. Maldita zorra.
Sabía que la estaba convenciendo. «¡Vamos, vamos, vamos!».
—Entonces TJ dice que se encuentra mal y se marcha, y llega a su casa justo a tiempo para iniciar sesión en el iPad de Callie y leer los mensajes que se han intercambiado Ronnie y ella. Contenido explícito de todo tipo.
—¡Qué asco!
—Pero además de la infidelidad, en sus conversaciones se burlan de él todo el tiempo. Se ríen de lo tonto que es, le han puesto un apodo… En fin, bastante desagradable todo.
—¿Qué apodo? —preguntó. Me di cuenta de que había perdido su fachada de tranquilidad. Estaba completamente metida en la historia, mirándome con los ojos muy abiertos, de una forma casi adorable.
—Don Parvulitos —respondí. Nada más decirlo, sentí un nudo en el estómago. Pobre TJ.
Éramos amigos desde el instituto, aunque estudiábamos en centros distintos. Y mientras que yo había evitado en todo lo posible las relaciones, él iba de novia en novia, desesperado por encontrar su «felices para siempre».
Sophie se limitó a asentir, sin hacer ningún comentario, aunque se notaba que aquello la había afectado. De pronto, parecía triste; algo que no me gustaba, pero seguí adelante.
Necesitaba que ayudara a TJ.
—TJ está destrozado, pero no puede hacer nada. Los tres hermanos mayores de Callie son unos pueblerinos peligrosos que trabajan como policías en su pueblo, su tío es el sheriff y su padre tiene la hipoteca de su casa.
Sophie negó con la cabeza y dijo:
—¿En serio? No me lo puedo creer.
—Te lo juro. Si no conociera a TJ, yo tampoco me lo creería. Si TJ la manda a paseo, su vida en ese pueblo está acabada.
—Mierda. —Sacudió la cabeza despacio.
—Pero si otra persona airea los trapos sucios, la culpa no recaerá sobre él. Si pudiera, lo haría yo mismo, pero creo que la intervención de un hombre en este caso es un billete directo al hospital.
—Qué bien —repuso, parpadeando deprisa.
—La buena noticia para ti es que estos machitos arrogantes tienen un sentido de la caballerosidad bastante anticuado y jamás le pondrían la mano encima a una mujer.
—Sí, es una noticia extraordinaria —dijo con tono seco.
—TJ necesita tu ayuda.
Soltó un suspiro y, por primera vez desde que se había sentado, tuve la sensación de que estaba considerado seriamente mi propuesta. Se pasó la mano por el pelo y se mordió el lateral del labio inferior.
—¿Te he mencionado ya que TJ acoge en su casa a animales de protectoras?
—Para ya. —Me señaló con el dedo índice, cuya uña llevaba pintada de rojo—. No puedes manipularme con…
—Uno de ellos es un gato que lleva un arnés con ruedas en las patas traseras —la interrumpí—, y cuando corre, chirrían como…
—Cállate —exigió, aunque se le escapó una risita mientras negaba con la cabeza.
—El otro es un gato ciego…
—No es verdad —exclamó, con una expresión de derrota.
—… que tiene calvas por su ansiedad felina. Creo que deberían llamarlo Ansigato, así tendría nombre de gato vampiro malvado…
—¡Está bien! —interrumpió Sophie, con los dientes apretados y levantando una mano—. Me lo pensaré. Pero si decido hacerlo, tienes que venir conmigo.
—¿Cómo? —Aquello me pilló desprevenido.
—Sí. —Alzó la barbilla y entrecerró los ojos mientras su cerebro se ponía en marcha—. Soy demasiado cobarde y no tengo idea de lo que hay que hacer. Si yo voy, tú también.
—¿Y qué narices voy a hacer yo mientras tú objetas?
Se encogió de hombros.
—Supongo que simular que eres mi pareja.
No me había planteado acompañarla, pero tampoco veía ninguna razón para no hacerlo. La mayoría de la gente llevaba acompañante a las bodas, así que no sería nada raro. Además, TJ necesitaba la ayuda de Sophie.
—En realidad… no es una idea tan mala.
—Vaya, gracias —ironizó—. Por cierto, ¿cuándo y dónde es la boda? No puedo hacer nada cerca de aquí por mi trabajo.
—Lo entiendo. De hecho, tu boda ha sido la única que he hecho por esta zona. —Esperaba que recordarle lo que había hecho por ella la convenciera del todo—. Es en una capilla rural cerca de Murdock. —Me aclaré la garganta y me rasqué la ceja—. Mañana.
—Mañana, ¡cómo no! —murmuró, negando con la cabeza, aunque sin perder los nervios como había esperado—. Eso es a una media hora de aquí, ¿no? —Sacó su teléfono y fue directamente al calendario—. ¿A qué hora? ¿Tenemos que ir antes? ¿Tienes algún modelo de discurso que me puedas enviar para practicar un poco?
Vaya. Era como si de repente se hubiera activado un interruptor en su interior y se hubiera puesto en modo profesional total.
—No, no hace falta que vayamos antes. Puedo recogerte si te resulta más cómodo. A lo largo de la mañana te iré enviando los detalles, incluido el código de vestimenta, junto con una idea general de cómo suelo hacerlo.
Alzó la vista del teléfono.
—¿Código de vestimenta? ¿Es diferente al de una boda normal?
No quería que se echara atrás por esa tontería, así que le respondí con la mayor naturalidad posible:
—Creo que mencionaron algo de ropa informal. Me cercioraré de ello y te lo confirmo más tarde.
En realidad, lo que habían pedido era: «Solo vaqueros y botas, prohibidos los trajes de vestir», porque Callie se rodeaba de pueblerinos, pero iba a guardarme esa perla hasta estar seguro de que no se iba a arrepentir.
—Muy bien —dijo. Todavía parecía un poco preocupada. Apagó el teléfono y se lo metió en el bolsillo—. Será mejor que vaya a trabajar.
—Sí, yo también.
Nos levantamos y fuimos hacia la puerta. Mientras se la sostenía para que saliera, me preguntó:
—No crees que me vayan a pegar, ¿verdad?
—Qué va —respondí. Me golpeó el aire fresco de la mañana primaveral—. Normalmente, los novios se ponen a discutir por las acusaciones y nadie se da cuenta de que me voy.
—Excepto en mi boda. —Me miró de reojo—. Si mal no recuerdo, te llevaste un puñetazo.
—Para que conste, fue más bien un golpecito con la mano cerrada. —Saqué mis gafas del sol de la chaqueta y me las puse mientras decía—: Apenas me enteré.
—Alguien se ha puesto a la defensiva.
—No me he puesto a la defensiva, pero no fue un puñetazo.
—Lo dice el puñeteado —murmuró, sacando las llaves del bolsillo de su chaqueta.
—«Puñeteado» ni siquiera existe —la corregí—, y nadie va a ir a por una chica que apenas mide metro y medio y dice la verdad.
—Que sepas que mido metro sesenta y cuatro —dijo. Luego hizo un gesto hacia la izquierda—. He dejado el coche cerca del parque, así que tengo que irme por ahí. Un placer volver a verte. Espero tus próximas instrucciones mientras tiemblo de miedo y cuestiono mi toma de decisiones.
—Yo también he dejado mi camioneta cerca del parque —señalé—. Vamos a poder hablar de tu toma de decisiones durante un rato más.
—Qué suerte la mía. —Esbozó una sonrisa sarcástica y empezó a caminar.
—Sí, eres una chica muy afortunada. —Percibí un atisbo de su perfume; algo suave y afrutado. También me picó la curiosidad por ver qué tipo de coche conducía. Seguro que un funcional Honda CRV, o quizá un sedán Audi—. Bueno, cuéntame cómo te va la vida después de la no boda. ¿Estás saliendo con alguien?
Me miró como si me hubiera salido una segunda cabeza.
—¿En serio? ¿Ahora eres mi madre?
—Tranquila. Solo te lo pregunto porque me parece interesante el concepto que tienes de las relaciones. —A decir verdad, no sabía muy bien por qué le había hecho esa pregunta.
Dejó escapar un pequeño sonido gutural y se metió las manos en los bolsillos.
—No estoy saliendo con nadie; una decisión que me hace tremendamente feliz. Desde la boda, me he comprado un coche nuevo, he adoptado a dos gatos, he redecorado todo mi apartamento y no tengo a ningún hombre en mi vida que critique lo que hago.
Estaba seguro de que se creía esa teoría suya sobre el amor, pero, por la forma en que hablaba, daba la sensación de que se estaba esforzando demasiado en parecer feliz.
—Nombres, por favor.
—¿Qué?
—Necesito saber los nombres de tus gatos. Como hombre, es mi deber opinar sobre tus decisiones.
—Es lo que hacéis, ¿no? —El viento le revolvió un poco el pelo, echándoselo sobre la cara. Le quedaba muy bien ese corte—. Se llaman Karen y Joanne.
—Mmm. —Me sorprendió lo insulsos que eran—. Vaya.
—¿Vaya? ¿Eso es todo? —Se giró un poco, sonriendo, y caminó de lado para poder mirarme a la cara—. Vamos, Max, quiero escuchar esa gran opinión masculina.
—Bueno —empecé. No tenía ni idea de por qué alguien escogería unos nombres tan comunes—. ¿Les pusiste esos nombres como homenaje póstumo a alguien?
Negó con la cabeza.
—No.
—¿Los escogiste al azar, como si eligieras los dos primeros resultados que salen cuando buscas «Nombres de cortes de pelo para madres»?
—No, tampoco —respondió con voz cantarina.
—Bueno, sea cual sea el motivo, creo que has elegido los nombres de gato más sosos y aburridos que he oído en mi vida.
—Exacto —señaló con tono triunfal.
—¿Y lo hiciste por alguna razón en particular?
—En realidad, sí. Les puse esos nombres para fastidiar a mi madre.
—Oh, por favor, cuéntame esa historia.
Sonrió y se le iluminó toda la cara.
—Las dos mejores amigas de mi madre se llaman Karen y Joanne. Son unas arpías chismosas que siempre están criticándolo todo. Aunque sabe que no las soporto, siempre me llama para contarme cualquier drama en el que esas dos estén metidas en el club de lectura o en la liga de golf. «Karen y Joanne han pedido huevos rellenos y casi les ha dado un síncope cuando el servicio de catering les ha traído una bandeja de quesos» y ese tipo de tonterías, ¿sabes?
Me reí al intuir por dónde iban los tiros.
—Claro.
—Así que ahora, cada vez que mi madre tiene alguna historia de Karen y Joanne, yo le cuento una de las mías; cosas como: «Esta mañana, Karen ha vomitado una bola de pelo en la cocina y Joanne ha intentado comérsela».
—No puede ser —dije entre risas—, eres una hija horrible.
—Pero al menos así consigo que me cuelgue. —Señaló un coche aparcado junto a un parquímetro con expresión relajada y divertida—. Este es el mío.
Miré el coche negro y reluciente y luego la miré a ella.
«Me está tomando el pelo».
—¿En serio?
—Sí. —Sacó las llaves y las metió en la cerradura de la puerta del conductor—. ¿Vas a darme también tu opinión masculina sobre esto?
No era un gran aficionado a los coches, pero sí sabía cuáles me gustaban, cuáles eran los más veloces y cuáles era una tontería comprar. Pero ese coche…
«¡Madre mía!».
—¿Tienes un Camaro del 69?
Esbozó una sonrisa que le iluminó el rostro, como si estuviera orgullosa de que hubiera reconocido el vehículo.
—Sí. Se llama Nick, es sagitario y me hace sentir cosas que nunca he sentido por ningún otro hombre.
Seguía sin poder creérmelo.
—¿Es el coche que usas los fines de semana?
Parpadeó, sorprendida.
—Es el único coche que tengo.
—¿Y en qué vas cuando nieva? —pregunté.
—En Nick.
«No puede ser».
—¿Cuántos kilómetros tiene?
—Ocho mil —respondió, abriendo la puerta.
—¿Ciento ocho mil? —pregunté.
—No. —Se humedeció los labios—. Ocho mil.
—¿Me estás diciendo —quise saber, seguro de que se me estaba escapando algo, aunque sospechaba que no—, que tienes un Camaro del 69 con solo ocho mil kilómetros y que lo conduces todos los días? ¿Como tu medio de transporte principal?
Enarcó una ceja.
—Detecto cierta crítica en tu voz, ¿me estás juzgando?
—Puede que te tenga un poco de envidia, pero no te estoy juzgando —respondí, negando con la cabeza—. Sabes lo que podrías sacar por él si lo mantienes en este estado, ¿verdad?
Ladeó la cabeza.
—Crees que soy idiota por no cuidarlo como un tesoro porque vale una pequeña fortuna.
«Exacto».
—«Idiota» es un término un poco fuerte.
—¿Y si te digo que Nick quiere disfrutar de la vida al máximo? —preguntó. Por su tono, noté que solo estaba bromeando a medias—. No quiere pasarse el día en un garaje climatizado, bajo una funda protectora. Nació para ser temerario, correr a toda velocidad y llevarse algún que otro golpe.
¿Por qué tenía tanto sentido lo que decía, como si el coche fuera un ser vivo?
—Se lo compré a una señora encantadora cuyo marido estaba obsesionado con él. Lo compró nuevo en el 69, murió en el 72, y desde entonces el coche ha estado guardado en su garaje hasta hace unos meses, cuando me lo vendió. Me dijo que se arrepentía de no haberlo sacado nunca, y me hizo prometerle que lo conduciría hasta dejarlo hecho polvo. Quería que lo pusiera en cien mil kilómetros y que dejara que, de vez en cuando, se le acumulara un poco de nieve en el capó. Y tengo la intención de cumplir esa promesa.
Era imposible no sonreír. Mientras la observaba, me di cuenta de que no tenía ni idea de quién era en realidad. ¿La novia rebelde, la profesional seria o la romántica empedernida de los coches? ¿Cuál era la auténtica Sophie?
—Eres muy rara, Sophie.
—Lo sé —dijo, levantando un poco la barbilla, desafiándome a que la juzgara.
—Me gusta. —Y lo decía en serio. Había algo en ella que… Mierda, que me encantaba.
Me miró un buen rato, recorriendo mi rostro como si intentara analizar cada detalle antes de decidir qué pensar de mí, y luego dijo:
—Por fin mi vida tiene sentido. Mándame toda la información para lo de mañana, ¿de acuerdo?
Le saqué el dedo corazón y me di la vuelta para dirigirme al coche, escuchando su risa mientras me alejaba.