Cuatro meses después
Sophie
—La quiero con piña.
—Solo lo dices para fastidiarme. Sabes muy bien lo que opino al respecto.
—Chicos, es solo pizza. Pidamos una de queso y listo. —Solté un suspiro, lamentando el día en que instauré la tradición de cenar pizza los jueves por la noche con mis compañeros de piso—. Me muero de hambre.
—La de queso no está mal —masculló Rose—, si quieres volver a tener hambre dentro de una hora.
Juro por Dios que esos dos iban a acabar conmigo. Aunque no me arrepentía de haber tomado la decisión de tener dos compañeros de piso, había días en que me sentía como si fuera su madre.
Cuando Stuart y yo rompimos, tuvimos una pelea monumental por el apartamento. Era suyo cuando nos conocimos y, al ser una vivienda impresionante, fui yo la que se mudó con él cuando decidimos llevar nuestra relación un paso más allá. Situado en un rascacielos en el centro, tenía unos techos altos, unas vistas increíbles, aparcamiento privado y ascensor. Sí, en lo que respectaba a ese edificio, creía completamente en el amor.
De modo que, cuando la boda no se celebró y le dije que se fuera porque «Hola, te recuerdo que el infiel has sido tú», me soltó: «Soph, con tu sueldo no puedes permitirte este apartamento».
Tenía toda la razón del mundo, pero le dije que se equivocaba y lo presioné para que se fuera.
Así que me tocó encontrar la forma de pagar un alquiler que superaba lo que ganaba.
La solución llegó en forma de dos compañeros de piso que jamás habría imaginado ni deseado, pero a los que no me quedó más remedio que aceptar.
Por suerte, era fácil convivir con ellos cuando no estaban discutiendo.
—Por el amor de Dios —dijo Larry—, la piña añade como unas veinte calorías. No marca mucha diferencia en cuanto al tema del hambre.
Puse los ojos en blanco y salí a la terraza, disfrutando del calor de ese atardecer primaveral después de meses de frío. Luego pedí una pizza, mitad de queso y mitad de piña, mientras observaba a la gente en la calle de abajo.
En Omaha, la ciudad parecía cobrar vida en cuanto llegaba el primer día cálido de primavera. Era como si nos hubieran encerrado a todos bajo tierra y por fin nos hubieran liberado. Deambulábamos por las calles, tomábamos algo en las terrazas y deseábamos estar fuera, en cualquier lugar, disfrutando de la vida sin abrigos ni botas.
De pronto, el teléfono me vibró en la mano. Era un mensaje de un número desconocido:
Tengo una proposición para ti.
Sabía que lo mejor que podía hacer era ignorarlo, pero respondí:
Un instante después, me llegó otro mensaje.
¿Seguro, Sophie?
¿Pero qué cojones? Me apoyé en la barandilla y escribí:
No solía conocer a mucha gente, ni tampoco tenía un gran círculo de amigos, así que no tenía ni idea de quién podía tratarse. Pero en cuanto me llegó la respuesta, me quedé atónita.
Soy Max, tu objetor.
Ay, madre. ¿Había vuelto para atormentarme? ¿Qué narices podía querer ese hombre de mí? Tecleé:
No se me ocurría ninguna razón para que Max me estuviera escribiendo, salvo algún intento raro de chantaje o para advertirme de que alguien de mi boda había descubierto nuestro acuerdo.
Mierda.
No lo había vuelto a ver desde la noche de mi boda, cuando nos habíamos emborrachado con Asha. Cuando me desperté de mi pequeña cabezadita a eso de la una de la madrugada, él ya se había ido, y supuse que nunca volveríamos a hablar.
Otro mensaje.
¿Quedamos mañana por la mañana para tomar un café?
¡Oh, no! Sentí un ligero nudo de tensión en la nuca mientras trataba de encontrar alguna razón por la que ese extraño quisiera verme.
Escribí:
Por lo que recordaba, era un hombre guapo y parecía bastante normal. Incluso diría que encantador. No me había dado la impresión de que fuera un tipo raro ni desagradable, aunque las emociones desbordadas y unos cuantos chupitos de whisky no eran la mejor combinación para confiar en la percepción que había tenido de él.
Solo quiero comentarte algo; nada del otro mundo. Deja de preocuparte, no soy ningún pervertido.
Me dejé caer en la silla de la terraza, buscando a toda prisa una excusa, porque era imposible que accediera a ello. Aunque no tuviera ninguna mala noticia ni ninguna intención oculta, no veía qué podía ganar tomando un café con él.
Pero entonces, como si me hubiera leído el pensamiento, escribió:
Deja de buscar excusas. Anda, queda conmigo en Starbucks cinco minutos, a la hora que quieras. Puedes traerte a Asha si te preocupa que te pueda hacer algo.
Resoplé y decidí aceptar; no porque me apeteciera, sino porque si no iba, sabía que luego me volvería loca pensando qué podría haber querido. Además, siempre es mejor saber a lo que te enfrentas, ¿no?
Respiré hondo y escribí: