Sophie
—¿Está bien? —pregunté. Aparté la vista de la televisión y miré al objetor, que se había colgado a Asha borracha sobre el hombro y la había llevado a la cama después de que se quedara dormida sobre el taburete de la barra y estuviera a punto de caerse al suelo.
Max cerró la puerta del dormitorio principal con cuidado y asintió.
—Se ha quedado roncando.
No tenía claro si el objetor era una buena persona o no, pero me lo estaba pasando en grande con él. Se había desabrochado la camisa, quitado la corbata y los zapatos, y había bebido con nosotras como si fuera uno más de nuestro grupo de amigos.
Bueno, en realidad yo no tenía un «grupo de amigos». Asha era mi única amiga; el resto del cortejo nupcial eran personas cercanas a Stuart.
Volví a mirar la película. Cuando Cameron Diaz empezó a llorar en la parte trasera de un coche, puse los ojos en blanco.
—Aquí es cuando pierde la cabeza y decide que es una buena idea renunciar a todo por un hombre, solo porque él ha conseguido que suelte unas cuantas lágrimas.
Max se dejó caer en el sofá a mi lado y apoyó los pies en la mesa baja.
—¿Stuart te jodió The Holiday?
Giré la cabeza hacia él y vi que me estaba mirando con un brillo de diversión en los ojos oscuros.
«Es guapo», pensé mientras respondía:
—Dios, no. La misma The Holiday me jodió The Holiday.
—¿No te gusta?
—Odio las comedias románticas.
—¿En serio? —preguntó con las cejas enarcadas.
—No son nada realistas. Es como si las escribieran unos idiotas que se han inyectado una buena dosis de esperanza enfermiza y delirios de romance por el culo. —«¿Estoy arrastrando las palabras?»—. De hecho, para mí, son parte del problema.
Agarró un bote de nueces de la mesa que tenía al lado, se lo colocó sobre el estómago y se metió un puñado en la boca.
—¿A qué problema te refieres? ¿Al amor?
Me puse seria y tomé una nuez.
—El amor no es el problema. El problema es cómo la sociedad lo vende como si fuera lo único que importa en la vida cuando ni siquiera existe.
—Ahora mismo te preguntaría: «¿Quién te hizo daño?». —Lanzó un cacahuete y echó la cabeza hacia atrás para atraparlo con la boca—, pero teniendo en cuenta que tu exprometido me dio una bofetada hace unas horas, ya conozco la respuesta.
—Stuart no me ha hecho daño. —Di un mordisco a la nuez y negué con la cabeza. Aún ardía de rabia por todo lo que había sucedido y por las decisiones horribles que había tomado—. Me ha ofendido y ha hecho que quisiera matarlo a palos en el altar de Nuestro Señor, pero no me ha hecho daño.
Me miró, enarcando una ceja.
—Venga ya. No pasa nada.
—Ya lo sé —respondí, desafiando su mirada mientras me enderezaba—. Pero es verdad. Sabía perfectamente que no iba a ser fiel. Cometí el error de pensar que casarnos podría ser una buena idea por razones prácticas, pero que Stu me engañara ni me sorprendió ni me dolió.
Dejó de masticar.
—¿Esperabas que tu prometido te engañara?
—Max, me han engañado todas y cada una de las personas con las que he estado, empezando por aquel trompetista con ortodoncia, Jack Snook, cuando estaba en octavo.
Un destello de lástima cruzó su rostro, así que levanté la mano para impedir que hablara.
—Y antes de que digas algo bonito y reconfortante, como «eran unos idiotas», quiero que sepas que no me tomo su idiotez como algo personal. Sé que eran idiotas y que no tenía nada que ver conmigo.
Él levantó ambas cejas, animándome a continuar, y eso fue lo que hice.
—Porque eso de las almas gemelas me parece una tontería. ¿Alguien con quien estás destinado a pasar toda tu vida, felices para siempre hasta que la muerte os separe? No tiene sentido. Es un mito. La realidad es que cualquier persona puede ser infiel si se dan las circunstancias adecuadas.
—Vaya. —Ladeó la cabeza y entrecerró los ojos—. Lo estás diciendo en serio.
—Sí. —Me giré un poco en el sofá porque, por alguna extraña razón, necesitaba que me entendiera. No conocía su historia, pero el hecho de que impidiera que se celebraran bodas por dinero me llevó a pensar que podría comprenderme—. Estoy convencida de que el amor es solo un truco que nuestro cerebro utiliza para fomentar la procreación. La supervivencia de la especie y todo eso. La serotonina y las hormonas entran en acción, y todo es pura propaganda para que sigamos intentando encontrar una magia que no existe.
—Pero se puede procrear sin amor. ¿Y qué me dices de las parejas que llevan cincuenta años felizmente casadas? —preguntó, girándose también para que estuviéramos cara a cara en el elegante sofá del hotel—. Que nunca han sido infieles. ¿Cómo explicas eso?
—Suerte, carácter y mucho esfuerzo. —Me encogí de hombros—. Mis abuelos son así; llevan cuarenta y siete años felizmente casados. Pero lo cierto es que eso del «amor verdadero» es solo una etiqueta que ponemos a las relaciones extremadamente funcionales para perpetuar el mito.
—Continúa —dijo con una media sonrisa, como si se estuviera divirtiendo con mi teoría.
—Es un poco como encontrar a un buen amigo o a un buen compañero de piso, que era lo que estaba buscando con Stuart. Mis abuelos se gustaron, se llevaron bien y encontraron una forma de vivir juntos que les resultó cómoda y con la que construyeron una familia. Es maravilloso, pero eso no significa que sea «amor verdadero».
—¿Y cuál es la diferencia? —preguntó, frotándose la barbilla y mirándome con una intensidad que sugería que nunca había escuchado algo tan interesante.
—La diferencia es que, si quisieran, seguramente podrían llegar a ese mismo acuerdo con otra persona. No son almas gemelas, son dos personas compatibles que han encontrado una forma de hacer que la vida juntos funcione. Lo que en realidad no tiene nada de extraordinario.
—Mmm —murmuró, frunciendo los labios. Un gesto ambiguo con el que no pude discernir si estaba de acuerdo o no, así que continué, decidida a demostrar el argumento en el que no había podido dejar de pensar desde el fiasco con Stuart.
—Hay siete mil ochocientos millones de personas en el mundo. —Sacudí la cabeza por lo absurdo que me parecía—. ¿Cómo puedes estar seguro de que has encontrado al amor de tu vida cuando ni siquiera has conocido al uno por ciento de la población mundial? Podrías tener la misma relación que tienes con tu pareja con un millón de personas más por el mero hecho de ser compatibles.
—Tiene sentido —declaró en voz baja, aunque no parecía convencido del todo—. Entonces, ¿incluyes a tus abuelos en tu teoría de que todo el mundo puede ser infiel?
—Por supuesto. —Asentí—. No quiero profundizar mucho en ello porque me da un poco de asco, pero incluso Don y Mabel podrían ser infieles si se dieran las circunstancias y la química adecuada.
Entrecerró los ojos.
—Mmm.
—¿Qué significa «Mmm»? —Se me escapó una risita, sorprendida por el contraste entre la seriedad de la conversación con lo borracha que estaba—. ¿No estás de acuerdo?
—Si te soy sincero… —Volvió a entrecerrar los ojos mientras miraba a algún punto más allá de mi hombro, como si estuviera sumido en sus pensamientos—. No tengo ni puta idea.