Era una noche de enero del año 2013.
Estaba sola en un restaurante para familias a las afueras de Yokohama, esperando con un vacío en el pecho a que llegaran las dos de la madrugada. En momentos como esos, ni siquiera me apetecía abrir un libro. Hacía una semana que me había quedado sin hogar, desde aquel día que tuve que meter ropa de cambio y mis cosas de uso diario en una maleta de mano y llevármela al trabajo.
Había pensado en pasar la noche en unos balnearios cercanos, donde hasta se podía dormir en unos sillones reclinables, pero cobraban un suplemento por estancias de más de seis horas. Si no quería gastarme más de 3000 yenes, no me quedaba más remedio que registrarme a partir de las dos de la madrugada. Elegía los alojamientos teniendo en cuenta las prioridades de cada día: si quería dormir mucho, si tenía que hacer la colada o si necesitaba ahorrar dinero. Por eso iba alternando entre albergues, balnearios y hoteles cápsula según me daba.
Sin embargo, estaba agotada de tener que pasarme las tardes buscando un sitio donde dormir. Eso no era vida. Ver cómo se esfumaba cada yen de mi bolsillo en alojamientos también me angustiaba. No sabía cuánto tiempo iba a poder seguir de esa manera.
«No puedo seguir viviendo contigo como si nada. Mañana me largo de aquí».
Le había dicho eso a mi marido hacía una semana, un día antes de marcharme del apartamento que compartíamos. No tenía ningún sitio al que ir ni había pensado qué hacer después; tampoco me había ido esperando que él cambiara de actitud por mi ausencia.
Reflexionaba con desgana mientras le daba sorbos al café, que ya se había enfriado. Por muy miserable que fuera mi vida, ni por asomo deseaba regresar con él. «No creo que vuelva nunca más», pensé.
Necesitaba buscar un nuevo hogar; un sitio donde vivir sola y poder rehacer mi vida.
Ahora que mi matrimonio había fracasado, ¿me había convertido en una persona digna de lástima? La sola idea me desagradaba, pero si dejaba que ese autoconcepto calara en mí, acabaría aún más deprimida, y no quería vivir compadeciéndome de mí misma.
En ese momento me di cuenta de que siempre había pasado los días libres con mi marido. Ni siquiera sabía cómo matar el tiempo yo sola.
Trabajaba de encargada en un Village Vanguard, una cadena de tiendas que vende una gran variedad de artículos y libros. Quizá debido a mi trabajo, mis aficiones se limitaban a leer y a visitar librerías. Obviamente, no tenía amigos con los que pasar el rato.
¡Qué vida más insignificante! No tenía nada.
Una vida insignificante…
Deseaba conocer el mundo. Había mucho que me faltaba por ver.
Salir al vasto mundo, convertirme en una persona nueva y sentirme mejor.
Como era de esperar, esa vida extenuante de vagabunda no duró mucho. Al poco tiempo, hablé con mi marido para rescindir el contrato de alquiler de nuestro apartamento y así poder mudarnos a otro sitio por separado. Mi marido se marchó antes que yo, pero al final conseguí alquilar un piso modesto en las afueras de la ciudad, a diez minutos a pie de la estación de Yokohama, cerca de donde trabajaba.
El frigorífico enorme que compramos cuando nos casamos ocupaba casi toda la estrecha cocina, que estaba pensada para una sola persona. Aunque las vistas de la ventana mostraban un paisaje desconocido, todavía no estaba lo bastante recuperada mentalmente como para sentirme entusiasmada. Tan solo veía desfilar ante mí infinidad de coches por la avenida. Mientras los observaba ensimismada, me dije que las cosas mejorarían pronto, que la aguja de la balanza de mi vida pasaría de negativo a cero, marcando un nuevo comienzo.
Justo al mudarme, me enteré de la existencia de una peculiar página web de citas a la que llamaré «X». Mientras hojeaba un libro de un joven emprendedor social, una página me llamó la atención. El autor hablaba de una nueva generación de servicios online, y entre ellos había uno con el eslogan: «Conversa con desconocidos durante solo media hora».
Tuve el presentimiento de que eso podía ser justo lo que necesitaba. Cerré el libro y busqué el móvil.
Para iniciar sesión en la web, tenía que verificar mi identidad con una cuenta de Facebook. Nunca me habían llamado la atención las redes sociales, así que primero tuve que crearme una cuenta en ese tal Facebook.
Creación de la cuenta, configuración del perfil, verificación, creación de la otra cuenta, la configuración del perfil de nuevo…
Tras un proceso que se me hizo eterno, por fin pude navegar por la página. Allí me encontré con una hilera de fotografías que mostraban rostros de personas, acompañadas de comentarios breves: «Podemos hablar de trabajo, aficiones o lo que quieras; cualquier cosa me va bien» o «Me gustaría ponerme en contacto con gente que haya montado su propio negocio o esté pensando en hacerlo». Además, incluían una fecha y una hora para quedar en lugares como Shibuya y Shinjuku.
«¿Qué es todo esto?», me pregunté. Era algo que no había visto en mi vida.
Se trataba a todas luces de una página web de citas, pero como su único propósito no era el ligoteo, no me pareció turbia, e incluso me dio una sensación de exclusividad. Estaba muy alejada de la idea que me había formado de ese tipo de cosas. En la web había personas de todo tipo registradas: estudiantes, señores mayores, chicas guapas que parecían oficinistas, hombres de negocios, gente con pinta de pasear por la ciudad en una bicicleta cara…
Me parecía increíble pensar que, si quería, podía conocer a cualquiera de esas personas, pero ¿con quién me apetecía hablar? Al observarlas de nuevo, me pareció una elección difícil. Aquellas que no habían revelado ninguna característica personal en sus presentaciones, o las que habían escrito que charlarían sobre cualquier tema, no me decían nada y no me interesaban lo más mínimo; en cambio, las que señalaban un tema de conversación en concreto, como «¡Quiero que hablemos sobre el amor!» o «¡Estoy investigando el cerebro!», sí que me daban ganas de conocerlas.
Teniendo esto en cuenta, me pregunté qué era lo que debía escribir en mi perfil.
Podía ir a lo seguro y poner «Me gusta leer» o «Hablemos de libros», pero eso era como no decir nada; no creía que causara ningún tipo de impresión.
«¡Claro! ¿Y si pruebo a…?»
Se me ocurrió una idea repentina, pero la descarté enseguida. No creía que fuera capaz de hacer eso con personas a las que apenas conocía. Era demasiado arriesgado. Tampoco lo había hecho antes.
Pero no iba a pasar nada grave si fallaba. Lo peor que podía pasar era decepcionar un poco a alguien. Eso era mejor que no intentarlo, ¿no?
Después de pensármelo mucho, rellené mi perfil y pulsé en «Guardar».
«Soy la encargada de una librería muy particular. De entre los más de diez mil libros que tengo en mi base de datos mental, te recomendaré el que sea perfecto para ti».
No estaba segura de que fuera buena idea escribir algo así, pero bueno…
Y así, provista de un arma que nunca había usado, me aventuré en esa misteriosa web de citas y comenzó mi viaje.