CAPÍTULO TRES
Un billete de autobús

Un espejo de bolsillo. Un tubo dorado de pintalabios mate. Las llaves de casa. Takeda Izumi se había dado cuenta de que, por norma, tenías que apartar a un lado al menos tres cosas de tu bolso antes de encontrar lo que estabas buscando.

Apartó las llaves. Un monedero de cuero rojo se escondía detrás de un paquete de toallitas para las manos sin aroma. Lo sacó, al igual que había hecho cada vez que necesitaba pagar sus caramelos favoritos en el konbini de la planta baja de su edificio. No confiaba en sí misma para tener provisiones en casa, y prefería darse un homenaje cada vez que reunía suficiente cambio. Cuando era más joven, le había resultado más fácil mantener su figura, pero ahora, hasta el vistazo más furtivo al puesto de imagawayaki junto al que pasaba de camino a la floristería de la que era dueña le hacía ganar peso. Aun así, había días en los que el aroma de las tortitas rellenas y recién hechas resultaba demasiado difícil de resistir. Sus favoritas eran las que estaban rellenas de una pasta de judías rojas dulce. En esos días, se saltaba la cena. Por suerte, a su marido no le importaba comer solo. A veces, hasta parecía preferirlo.

Habría sido diferente si hubieran tenido hijos. Izumi se imaginaba que habrían comido todos juntos a la misma hora todas las noches, con su hijo respondiendo educadamente a las preguntas sobre su día. Su hija, la más charlatana de los dos, se reiría suavemente mientras compartía historias sobre sus amigos. Su marido comería sin hablar, asintiendo con la cabeza de forma ocasional cuando pensaba que alguien había dicho algo interesante. Izumi trató de imaginárselo hablando más, pero después de casi tres décadas de matrimonio sus pensamientos no eran tan maleables como antes. No le importaba. Solo las personas que todavía tenían sueños necesitaban una buena imaginación.

Vivir sin ningún sueño hacía que las cosas fueran más sencillas. La rutina era un buen sustituto para cualquier cosa de la que la vida careciera. Si la planificabas lo bastante bien, podría llevarte desde el momento en que abrías los ojos por la mañana hasta el segundo justo antes de sumirte en el sueño por la noche sin dejar ningún espacio para las fantasías, los deseos amarillentos o los pensamientos polvorientos. Izumi casi disfrutaba de su rutina diaria de regentar su pequeña floristería, volver a casa a tiempo para prepararle la cena a Yoshi, y pasarse por el konbini para reabastecer el pequeño suministro de dulces de su bolso.

Pero ese día estaba sacando su monedero del bolso por un propósito totalmente diferente. El extraño dueño de una casa de empeños le había pedido ver una decisión que había tomado hacía toda una vida, y por alguna razón que jamás iba a poder expresar con palabras sabía que estaba metida dentro de su monedero, tintineando con el dinero suelto.

Izumi abrió la cremallera del monedero e hizo un cálculo mental rápido. Rebuscó entre las monedas y sacó una cantidad equivalente al precio del billete de autobús que había necesitado para ir desde la casa de su infancia hasta el restaurante de ramen. Dejó las monedas sobre la mesa.

Esas monedas ya no bastaban para pagar por el mismo viaje en la actualidad, pero hacía años habría podido comprar un billete de autobús y todavía le habría quedado dinero suelto suficiente para comprar un par de sus caramelos favoritos. Y, en esa época, no tenía que preocuparse de ganar peso. Porque, a diferencia de su marido, Junichiro la amaba, sin importar la forma que tuviera. Después de todo, Junichiro había sido la persona directamente responsable de que sus vestidos le quedaran cada vez más ajustados, desde que habían empezado a reunirse dos veces por semana en el restaurante de ramen donde él trabajaba.

Ya había pasado mucho tiempo desde que Junichiro había dejado el restaurante de ramen, pero todos esos años después Izumi todavía visitaba el establecimiento cuando los árboles se volvían de un dorado rojizo y el apetitoso aroma del ramen se mezclaba con el frío del aire. Le gustaba aspirar el olor lo más hondo que podía en sus pulmones, para calentarse a sí misma con antiguos recuerdos de sonrisas fáciles y conversaciones todavía más fáciles. Aquel era uno de esos días de otoño, pero en esa ocasión una casa de empeños había ocupado el lugar del restaurante.

—¿Puedo? —Toshio señaló con un gesto las monedas que Izumi había colocado sobre la mesa, entre ellos. Las juntó y sintió su peso—. Pesan más de lo que parece. Ocurre con la mayoría de las decisiones. Necesito examinarlas con más atención para darle un precio justo.

El hombre sacó un par de gafas viejas del bolsillo de su camisa y se las puso sobre la nariz. Eran idénticas a las de su mujer, salvo por que las suyas tenían la montura plateada y las de ella la tenían dorada. Las de él lo hacían parecer un búho.

—Me da igual el precio. Quédeselas y ya está.

—Me temo que no funciona de esa manera. Si yo no le diera algo a cambio, usted se preguntaría eternamente qué es lo que ha dejado atrás. —Toshio examinó cada moneda y asintió lentamente con la cabeza—. Ya entiendo —dijo, cambiando a un tono que era más suave y amable.

—¿Qué es lo que entiende?

—Por qué no se subió al autobús hace todos esos años y se encontró con Junichiro en el restaurante de ramen, tal como habían acordado.

Izumi bajó la mirada.

—No… no tenía elección.

—Y, sin embargo, aquí está.

Toshio colocó las monedas en una línea recta sobre la mesa.

—Estaba…

—No necesita explicarme nada. He examinado sus monedas. Sé cuál es la decisión que tomó y por qué la tomó.

—Debe de pensar que soy una persona horrible.

—Pienso que usted es una clienta que necesita nuestros servicios. Estoy seguro de que estará cansada de cargar con esta decisión por todas partes.

—Mi marido es un hombre bueno y fiel. Se merece una mujer que no viva en el pasado.

—¿Usted lo ama? —Izumi clavó la mirada en sus manos—. ¿Él la ama a usted?

—A la gente se le enseña que el amor es algo que debería desear. Pero lo único que necesitamos en realidad es no estar solos cuando llegamos a casa, y tener a alguien que se despida de nosotros en la puerta cuando nos marchamos.

—Y eso es más de lo que tiene mucha gente. —Una sonrisa que hacía parecer a Toshio más viejo y cansado encontró sus labios—. Creo que estará muy complacida con el precio de su decisión. Puedo quitársela de las manos ahora mismo y ya no volverá a tener antojo de ramen en otoño nunca más.

Hana envolvió una pequeña cajita de madera con un paño de seda que se parecía a la primavera. Ella misma había pintado las flores sobre la seda, esforzándose por hacer que cada caja envuelta pareciera única, a pesar de que su contenido era exactamente el mismo. Su padre nunca cambiaba lo que ofrecía a cambio de las decisiones de sus clientes, sin importar cuál fuera su valor. Cada caja contenía la misma cantidad de té verde.

Cuando era pequeña, su padre le preparaba un juego de esconder las cajas de té por toda su casa, dejando toda clase de pistas para que las encontrara. Acertijos metidos en botellas de sake vacías. Rompecabezas matemáticos plegados en forma de zorros de origami. Un jarrón descascarillado que estaba fuera de su sitio. No podía pasar nada por alto. Su pequeña búsqueda del tesoro la mantenía felizmente entretenida mientras él estaba ocupado haciendo inventario o atendiendo a los clientes. A menudo, Hana lo sorprendía tratando de reprimir una sonrisa cuando sus pistas la engañaban para que fuera a la izquierda en lugar de a la derecha. Con el tiempo, fue mejorando a la hora de resolver sus acertijos, incluso aunque a primera vista no parecieran acertijos siquiera. Toshio se enorgullecía particularmente de las pistas que escondía totalmente a la vista.

Esas pistas fueron la primera lección de Hana en el arte de tratar con los clientes. Al igual que cuando buscaba las pistas de su padre, con práctica y unos buenos ojos, uno siempre podía hallar la verdad que un cliente trataba de esconder con tanta claridad como cualquier rasgo de su rostro. Pero Hana nunca había pensado en sus pequeñas búsquedas del tesoro como lecciones. En lugar de eso, le gustaba fingir que las cajas que encontraba eran regalos de su difunta madre, y que cada pista era un código secreto que le decía «Te quiero», «Te echo de menos» y «Volveré a verte».

Hana había escogido uno de sus diseños de paño favoritos para envolver la caja de Takeda Izumi. La mujer parecía tener la misma edad que habría tenido su madre si todavía estuviera viva. Basándose en la única fotografía que Hana tenía de su madre, Izumi y ella compartían la misma forma de la cara y los labios delgados. Sus ojos eran diferentes, pero no pasaba nada. Hana anudó la seda dos veces, colocó la cajita de té sobre una bandeja lacada, y se dirigió hacia el mostrador donde estaba esperando Takeda Izumi.

La mujer admiró el jardín pintado sobre el envoltorio de seda. Una sonrisa se extendió por sus labios, a pesar de que todavía no tenía ni idea de lo que había en su interior.

—Por favor, ábralo —le pidió Toshio.

Izumi desató el nudo de seda y dejó que el paño se extendiera alrededor de una caja de madera sencilla. Levantó la tapa. Un aroma fresco y verde, mezclado con la dulce fragancia de la fruta escarchada, salió flotando de ella. La sonrisa de Izumi se volvió más intensa ante el olor y la visión de las hojas de un verde oscuro de las que este salía. Gyokuro. Se trataba de la clase de té de más alta calidad, cultivada con esmero en plantaciones a la sombra. Prepararlo exigía el mismo esmero, pero Izumi tenía ganas de llevar a cabo cada paso meticuloso. Valía la pena tomarse el tiempo necesario para extraer sus sabores a cambio del lujo de perderse en ellos.

—Espero que sea de su agrado —le dijo Toshio—. Este es el pago estándar por todos los artículos que se traen a la casa de empeños.

—¿Estándar? Entonces, ¿por qué ha tenido que examinar mi decisión?

—Para comprobar si era merecedora de este té.

—Yo podría haber comprado este té por mi cuenta.

—Podría haberlo hecho, y lo más probable es que supiera de maravilla. Pero no sería este té que le estoy ofreciendo ahora. No sería el té que se va a llevar a cambio de una decisión que partió su vida en dos. No sería el té del que por fin será capaz de disfrutar sin que su mente divague hasta un restaurante de ramen y el recuerdo del hombre que la espera en su interior. Puede que envíe a todos mis clientes a sus casas con este té, pero ya no será el mismo cuando se lo beban de sus tazas.

—¿A qué se refiere?

—No hay dos personas que puedan desprenderse de la misma decisión. Cada persona tiene su propia idea del sabor que tiene la libertad. Para usted, puede que sea algo reconfortante y cálido, como la alegría de mirar por la ventana en un día de lluvia, sin querer estar en ningún otro lugar. Para mi próximo cliente, podría saber a valor, algo embriagador y oscuramente dulce. —Izumi cerró la caja—. ¿Está de acuerdo con este intercambio? —le preguntó Toshio.

—El dolor es lo único que me queda de Junichiro. He vivido con él durante tanto tiempo que no sé si seré capaz de reconocerme a mí misma sin él.

—Entonces, puede considerar esto como su oportunidad de averiguarlo.

—Pero ¿qué pasa si cambio de opinión? ¿Qué pasa si quiero recuperar mi decisión?

—Esto es una casa de empeños, no una tienda. Si deseara recuperar su decisión, lo único que tendría que hacer es pagarme.

Izumi exhaló y relajó los hombros.

—Bien.

—Con intereses.

—¿Qué clase de intereses se puede pagar sobre el té?

—Podemos hablar de ello si cambia de opinión, pero si eso ocurriera, usted sería la primera en hacerlo.

—¿Ninguno de sus clientes ha regresado alguna vez para recuperar su decisión?

—Ninguno —dijo Toshio—. Y si nadie viene a recuperar su decisión cuando termina la semana, la casa de empeños se la queda.

Izumi se mordisqueó el labio inferior.

—Eso no parece demasiado tiempo.

—¿Cuánto tiempo puede tardar alguien en decidir si tiene ganas o no de sonreír? Yo no la estoy obligando a hacer este intercambio, Takeda-sama. Si siente alguna duda, puede llevarse su decisión libremente y volver al restaurante de ramen.

—¿Seré capaz de encontrarlo otra vez?

—Yo no tengo ningún poder sobre quién cruza la puerta de la casa de empeños.

—Así que esta podría ser mi última oportunidad para dejar atrás esta decisión.

—Sí.

—Entonces, aceptaré su té.

—¿Está segura?

—¿Segura? —Una risa seca se escapó de sus labios—. Me parece que ya no sé lo que significa esa palabra. No desde que abrí la puerta de un restaurante de ramen y entré en esta casa de empeños. Ni siquiera estoy segura de si algo de esto es real o si todo esto no es más que un sueño extraño. Lo único que sé con seguridad es que no puedo seguir cargando con otro arrepentimiento. Si esto es real, entonces no estoy aquí por casualidad. Estaba destinada a conocerlo y a hacer este intercambio.

—Entonces, trato hecho. El té es suyo. Espero que lo disfrute con buena salud.

—¿Qué? ¿Así, sin más?

—Sí. Así, sin más. Las cosas son muy sencillas aquí. No tiene que hacer nada más.

Toshio recogió las monedas de Izumi de la mesa.

—Yo no me siento diferente de ninguna forma.

—El cambio tendrá lugar cuando regrese a su mundo.

—¿Y qué pasa si no funciona?

—No ha comprado una radio o un reloj, Takeda-sama. Ha hecho un intercambio sencillo. No hay ninguna pieza en movimiento que pueda quedarse atascada o romperse.

Izumi guardó con cuidado la caja de té dentro de su bolso.

—Gracias.

Toshio hizo una reverencia, sonriente.

Izumi se dirigió hacia la puerta y cerró la mano alrededor de su gastado pomo de latón. Lo hizo girar y tiró de él para abrir una rendija. Entonces, se detuvo y se dio la vuelta para mirar a Toshio.

—¿Ishikawa-san?

—¿Sí?

—Estaba tan distraída pensando en librarme de mi decisión que no me he molestado en preguntarle por qué la quería. ¿Por qué colecciona usted las decisiones? ¿O qué posible uso pueden tener para usted?