CAPÍTULO DOS
La última clienta de Ishikawa Toshio
Toshio cambió de postura para aliviar el juanete de su pie izquierdo. Su estómago gruñó dos veces a través de su traje negro. Él lo ignoró y se ajustó la corbata. Aquel no era el primer día que había estado demasiado ocupado como para poder comer, pero sí que iba a ser el último. Cuando cerraran la casa de empeños en menos de una hora, iba a estar oficialmente jubilado, y jamás tendría que volver a trabajar durante la hora de la comida. Había esperado que ese pensamiento lo hiciera sonreír, pero las comisuras de su boca se negaban a dejarse persuadir para curvarse lo más mínimo hacia arriba. Una campanilla de cobre tintineó, anunciando la llegada de su último cliente.
—Irasshaimase —dijo Toshio para darle la bienvenida con una sonrisa ensayada y la voz tan suave como el sake tibio.
Hana asomó la cabeza desde la trastienda, con el libro de registros de aquel mes bajo el brazo. Toshio le hizo un gesto para que volviera a entrar y dirigió su atención a la mujer elegante que acababa de cruzar la puerta.
—¿Cómo puedo ayudarla?
La mujer respondió a la sonrisa de Toshio con una mirada desconcertada. Aunque sus facciones de porcelana la hacían parecer más joven que él, su pelo, recogido en un moño suelto en la nuca, compartía el color con el solitario collar de perlas blancas de agua dulce que llevaba alrededor del cuello.
—Lo siento mucho. Me he equivocado. Pensaba que la cola de fuera era para el restaurante de ramen.
—Así es —dijo Toshio.
La mujer miró la estancia a su alrededor.
—¿Esto es el restaurante?
—No. Esto es mi casa de empeños.
—¿El restaurante está arriba?
Toshio negó con la cabeza.
—Pues no. —Una profunda arruga apareció en la hermosa frente de la mujer—. Debe de estar cansada de haberse pasado tanto tiempo en la cola. ¿Tal vez le gustaría sentarse un rato?
Toshio hizo un gesto hacia una mesa baja rodeada de un conjunto de cojines de seda para el suelo en un rincón de la habitación.
La mujer levantó la barbilla y se tocó los labios delgados.
—Eh… Habría jurado que esto era el restaurante. Vi que el hombre que estaba en la cola delante de mí pasaba por esta puerta. Vi las mesas y las sillas, y… —Bajó la cabeza en una pequeña reverencia—. Siento haberlo molestado.
—No hace falta que se disculpe. ¿Puedo ofrecerle algo para beber? ¿Tal vez un té?
—Gracias, pero es que…
—Por favor, insisto. No es ninguna molestia. —Toshio salió de detrás del mostrador y llamó por encima del hombro—: ¿Hana? ¿Puedes traer un poco de té? Tenemos una invitada.

Hana cerró el libro de registros y se levantó de un escritorio que había pertenecido una vez a su madre. Conocía su señal para entrar en acción tan bien como conocía el único pensamiento que daba vueltas en ese instante por la mente de la mujer.
Té. En ese momento de la conversación con su padre, todos los clientes se preguntaban lo mismo. Se trataba de un pensamiento sencillo, pequeño y ligero como el aire, sin ningún borde afilado con el que pudieran cortarse. Todos habían bebido té antes, y recordaban cómo fluía sobre sus lenguas, se deslizaba por sus gargantas y les calentaba el alma. Jamás había sucedido nada malo por tomarse una taza de té, y no se les ocurría una sola razón para rechazar el amable ofrecimiento del dueño de la casa de empeños. En todo caso, sería de mala educación decir que no, teniendo en cuenta que eran ellos los que habían entrado en su tienda por error. Trataban de recordar hacia dónde se dirigían en primer lugar, pero lo máximo que podían evocar era la sensación de un vacío frío en el estómago. El té podía aliviar eso. Tal vez habían estado haciendo cola desde el principio para beberse ese té. Hana llenó una tetera de agua y la colocó sobre el fogón.
—Un té estaría bien —dijo la mujer, y asintió sonriente con la cabeza.
—Maravilloso. Mi nombre es Ishikawa Toshio. —Hizo un gesto hacia uno de los cojines del suelo—. Por favor, siéntese.
—Gracias. —La mujer se acomodó sobre un cojín que era del mismo tono de gris que el día del exterior—. Yo soy Takeda Izumi.
—Gracias por decidirse a visitarnos hoy, Takeda-sama. Estoy seguro de que descubrirá que en esta casa de empeños hacemos ofertas muy justas, si no generosas.
—Pero yo no he venido para…
Izumi hizo rodar una perla de su collar entre el índice y el pulgar, frunciendo el ceño como si estuviera rebuscando entre los cajones de su cabeza, tratando de encontrar lo que había querido decir a continuación.
Hana se acercó con el té sobre una bandeja negra lacada.
—Hana, esta es Takeda-sama —la presentó Toshio.
La joven hizo una reverencia.
—Bienvenida a nuestra casa de empeños. Espero que disfrute del té —dijo, colocando la bandeja sobre la mesa.
Izumi se giró hacia Toshio mientras Hana se marchaba.
—Tiene usted una hija encantadora, Ishikawa-san.
—Gracias. Ha salido a su…
Toshio reprimió sus siguientes palabras con una sonrisa tensa.
Clavó los ojos en el té y lo sirvió en unos pequeños cuencos de cerámica. Los recipientes eran del color del mar más calmado, pero unas grietas de diverso tamaño se arrastraban por su esmalte. De no ser por la técnica del kintsugi empleada para repararlos, se habrían hecho pedazos. Las grietas estaban llenas de oro en polvo y barniz que surcaban los cuencos como relámpagos.
—Son exquisitos —dijo Izumi, admirando los cuencos.
—Gracias. Me enfadé mucho conmigo mismo por haber tropezado y dejarlos caer, pero en esta ocasión he de admitir que me siento agradecido por mi torpeza. —Toshio le tendió su té a Izumi—. Las cosas rotas tienen una especie de belleza única, ¿no le parece?
Izumi recorrió la delicada unión dorada del cuenco con la punta de un dedo con la manicura perfecta.
—Algunas cosas llevan su daño mejor que otras —dijo en voz baja, tan baja que era como si temiera que su voz pudiera hacer pedazos el cuenco.
—Yo he encontrado belleza en toda clase de cosas rotas. Sillas. Edificios. Gente.
Izumi levantó la mirada de su té.
—¿Gente?
—Sobre todo gente. Las personas se rompen de las formas más fascinantes. Cada abolladura, rasguño o grieta nos cuenta una historia. Las cicatrices invisibles esconden las heridas más profundas, y son las más interesantes.
Izumi hizo girar uno de sus dos grandes anillos de diamantes alrededor de su dedo, tirando de la piel.
—Ese es un punto de vista bastante peculiar, Ishikawa-san.
—Oh, es más que un punto de vista. Es la precisa razón por la que tengo este negocio. Esta es una clase de casa de empeños diferente, Takeda-sama. No estamos en el negocio de comerciar con baratijas. Los anillos de diamantes y los collares de perlas no tienen ningún valor aquí.

Hana escuchaba a Izumi y a su padre desde la trastienda. Ya había oído esa misma conversación mantenida entre cuencos de té más veces de las que podía contar.
Pero, sin importar cuántas veces hubiera pronunciado esas palabras, su padre siempre sonaba sincero. En su mayor parte, les contaba la verdad a sus clientes, con independencia de lo difícil que fuera para ellos creer en esa verdad. Aunque lo que él compartía con sus clientes, en opinión de Hana, no era de ningún modo una revelación impactante, siempre tardaban unos momentos en conseguir bajar las cejas. Aquello era comprensible. Al otro lado de la puerta del restaurante de ramen, arriba era arriba y abajo era abajo, y las casas de empeños como aquella no existían. La habilidad especial de Toshio, como Takeda Izumi estaba a punto de descubrir, era, durante el tiempo que ella tardara en terminarse el té, convencerla para que se olvidara de todo lo que le habían enseñado a creer y que permitiera que su mente tocara lo que sus manos no podían.
Hana volvió hasta su escritorio y tomó un libro del montón que había sobre él. Se trataba de un ejemplar de tapa blanda lleno de esquinas dobladas, cuyas páginas se aferraban al lomo por pura fuerza de voluntad. Un cliente llamado Ito Daisuke lo había empeñado aquella mañana. Comprobó el artículo con la lista de su libro de registros e hizo una pequeña marca de confirmación cuando verificó que todo estaba en orden. Era su objeto favorito de todos los que habían acabado en la casa de empeños ese día.
Hana sacó las antiguas gafas con montura dorada de su madre de un cajón del escritorio. Se las puso, se las ajustó sobre la nariz y, a través de sus lentes, vio el libro como lo que era en realidad: una decisión que había cambiado el curso de la vida de Ito Daisuke.
Su auténtica forma era mucho más bonita que la de un libro. Había cambiado sus páginas por plumas hechas de volutas de luz para transformarse en un resplandeciente pájaro cantor. Este se posó sobre el dedo de Hana, con sus colores cambiando constantemente entre el azul y el dorado.
Una vez, ese pájaro había cantado con fuerza dentro de Daisuke mientras trabajaba en la escritura de una novela de misterio cada noche durante cinco años, después de su turno como dependiente de una tienda de alimentación. Cuando la abandonó y eliminó todos sus borradores sin terminar dos años antes, el pájaro se fue apagando, se quedó en silencio y se volvió tan negro como el carbón. Le picoteaba las tripas cada vez que Daisuke pensaba en la serie de asesinatos ficticios en el distrito de Harajuku que jamás iba a resolver. Pero ahora había empeñado su decisión, así que era libre. Iba a haber ocasiones en las que sintiera un vacío frío en el lugar donde su decisión había vivido una vez, pero se le acabaría pasando. No iba a recordar esa decisión, ni la casa de empeños, ni al hombre que lo había persuadido para que se deshiciera de una novela de misterio maltrecha. La paz mental, según Toshio le había dicho, valía la pena el precio de no saber jamás lo que ocurría después de la página 254.
Hana se quitó las gafas e hizo hueco para el libro de Daisuke sobre un estante, junto a un conjunto de llaves de una casa y un billete de avión roto en dos. Esa noche, cuando la casa de empeños cerrara, su padre recogería todos los artículos del estante y los guardaría en la cámara acorazada, junto con el resto de las adquisiciones del día.

Takeda Izumi pestañeó, tratando de comprender las palabras que flotaban en el aire sobre los dos cuencos de té agrietados.
—Eso no tiene ningún sentido. ¿Cómo puede la gente empeñar decisiones?
—El «sentido» es algo relativo —respondió Toshio—. Hay cosas que tienen sentido en su mundo y que son ridículas en el mío. Yo nunca he sido capaz de comprender el propósito de las televisiones o los teléfonos.
—¿Qué quiere decir con «su mundo»?
—Usted viene del mundo que se encuentra al otro lado de esa puerta. Mi hija y yo somos del mundo que hay dentro. Cada vez que alguien de su lado halla el camino hasta nuestra casa de empeños, siempre hay una buena razón para ello. Nuestros clientes han tomado decisiones que se han vuelto demasiado pesadas para seguir cargando con ellas. Nosotros les quitamos esas decisiones de las manos para que puedan regresar a su mundo más ligeros. Satisfechos.
—¿Esto es una broma?
—Yo no bromearía con esta clase de cosas. Aquí llevamos a cabo una labor muy importante.
Izumi aferró su bolso.
—No sé qué clase de juego es este, pero no tiene ninguna gracia.
—No es ningún juego, y no pretendo hacerle ninguna gracia. No puedo obligarla a que se quede, pero sé a ciencia cierta que nadie encuentra la casa de empeños por accidente. Si usted no necesitara de nuestros servicios, habría abierto esa puerta y habría entrado al restaurante de ramen, al igual que todos los demás clientes que esperan haciendo cola fuera.
Izumi cuadró los hombros y levantó la barbilla.
—Suponiendo que lo que me dice fuera cierto, aunque no lo es, sigo sin necesitar sus servicios. No hay nada de lo que me arrepienta.
—Le pido disculpas si la he ofendido, Takeda-sama. —Toshio inclinó la cabeza—. Pero llevo mucho tiempo haciendo este trabajo. Puedo ver cuándo las personas son felices y cuándo no lo son, con independencia de lo bien vestidas que estén o lo relucientes que sean sus sonrisas. La felicidad tiene poco que ver con lo que uno tiene, y todo que ver con lo que no tiene.
Izumi aferró el bolso con más fuerza.
—Usted no sabe nada sobre mí.
—Puede ser. Pero lo que sí sé es lo que he aprendido de la experiencia colectiva de todas las generaciones de mi familia que han dirigido esta casa de empeños. Todos los clientes que han pasado por nuestra puerta han insistido en que se han encontrado con nuestro pequeño establecimiento porque se habían perdido. Y tenían razón. A menudo, perderse es la única forma de encontrar algo que uno no sabe que está buscando.
—Sé perfectamente bien lo que estaba buscando hoy. Ramen.
—Hay muchos restaurantes de ramen buenos en la ciudad. ¿Por qué estaba buscando este restaurante en particular?
—Antes vivía en este barrio, cuando era más joven. Comía en este restaurante muy a menudo.
—Pero seguro que habrá probado algún ramen mejor desde entonces, ¿verdad?
—Sí, por supuesto, pero…
—Y estoy seguro de que una mujer como usted podría permitirse fácilmente un establecimiento con mejor ambiente. —Izumi hizo girar las perlas alrededor de su cuello, con los ojos clavados en el té—. Pero este restaurante no es como cualquier otro restaurante, ¿verdad? —preguntó Toshio, e Izumi apartó la mirada—. No se preocupe, Takeda-sama. No tengo ninguna intención de fisgonear; yo ya sé por qué ha decidido visitar hoy el restaurante. —Izumi levantó las delgadas cejas, y Toshio unió las manos por encima de la mesa—. Ha dicho que solía frecuentar este restaurante cuando era joven. La gente suele revisitar el pasado para volver a vivir recuerdos agradables, para alejar los malos, o ambas cosas.
—Ya que parece pensar que me conoce tan bien y no está dispuesto a aceptar mi simple deseo de comer ramen como mi única explicación para estar aquí, ¿le importaría compartir conmigo cuál de esas razones piensa que es la mía? —preguntó Izumi.
—Ha venido al restaurante para cenar con un fantasma.
—Eso es… —La voz de Izumi se le atascó en la garganta—. Eso es una absurdidad.
—Entonces, ¿iba a comer con alguna amistad?
—Bueno, pues… no. Iba a comer sola. Me gusta venir aquí yo sola. Vengo por lo menos una vez todos los otoños.
—Pero, en realidad, nadie come nunca solo, ¿verdad? —dijo Toshio—. Nuestros pensamientos comparten nuestras comidas con nosotros. Nos hacen compañía, sin importar si los invitamos a hacerlo o no, y son especialmente ruidosos cuando son los únicos con los que compartimos nuestra mesa. Charlotean sobre todas las cosas que no podemos decir en voz alta. En su caso, supondría que les gusta rememorar un tiempo en el que usted no era la mujer que es hoy, un tiempo, tal vez, en el que le gustaba compartir la mesa en el restaurante de ramen con otra persona.
—Pare.
—Usted discute con sus propios pensamientos e insiste en que se equivocan, pero ellos siguen hablando hasta que su ramen se queda frío. Pero eso no le impide volver aquí cada vez que tiene la oportunidad, porque un cuenco de ramen frío sigue sabiendo mejor que cualquier comida caliente en su casa.
—Pare. —Las lágrimas se acumularon en los ojos de Izumi y se derramaron por sus pálidas mejillas—. Por favor, pare.
—Lo siento. Usted me ha hecho una pregunta y yo se la he respondido. Hay muchas cosas que me gustaría no saber, pero después de haberme pasado la vida entera en esta casa de empeños, puedo leer las historias de mis clientes como si las llevaran escritas en sus caras.
Izumi se secó los ojos.
—Yo no soy su clienta.
—Tiene razón. —Toshio entrelazó los dedos—. Todavía no he decidido si lo que desea intercambiar tiene algún valor.
—Ya basta. Estoy cansada de sus juegos. —Nuevas lágrimas llenaron sus ojos—. ¿Quién es usted?
—Soy simplemente un hombre que ofrece un servicio único a aquellos que lo solicitan, un hombre que se da cuenta de que usted no llora porque está triste, sino porque está enfadada. Aunque no conmigo. Le gustaría estarlo, pero no es así. Ya estaba furiosa incluso antes de poner un pie dentro de esta casa de empeños.
Izumi lo fulminó con la mirada, con un rubor subiéndole por el cuello.
—Por supuesto que estoy enfadada. Odio tener todas las razones posibles para ser feliz, pero aun así, lo único que siento son las grietas que se extienden dentro de mí cada vez que me obligo a sonreír. ¿Eso era lo que quería que dijera? ¿Eso es lo que quiere que empeñe? ¿Una sonrisa rota arreglada con oro, al igual que uno de sus cuencos de té? Porque, si quiere aceptarla, se la entregaré ahora mismo.
—Entonces, ¿cree lo que le he contado acerca de la casa de empeños?
—Demuéstremelo. Hágame creer.
—Muy bien. Muéstreme su decisión, y yo le diré lo que vale.
—¿Que se la muestre? ¿Cómo? Una decisión no es algo que se guarda en un bolsillo o en el bolso.
—Usted lleva consigo todas las decisiones que ha tomado alguna vez en su vida, Takeda-sama. Esta decisión no es diferente —dijo Toshio—. Y me parece que ya sabe exactamente dónde encontrarla.