CAPÍTULO CINCO
La cámara acorazada
Esa puerta era, por lo que Hana sabía, la única de toda la historia de las puertas que había sido fabricada para mantener un mundo entero a salvo. Y ahora estaba abierta, permitiendo que el amanecer de otro mundo invadiera el hogar de Hana.
Salió corriendo hacia la puerta, sin preocuparse por las estanterías volcadas y los trozos de cristal en su camino. La cerró de golpe y se apoyó contra ella, con la sangre retumbándole en los oídos. Se desplomó en el suelo y se abrazó las rodillas contra el pecho.
Un destello dorado junto al umbral le llamó la atención. Inhaló bruscamente y llevó la mano hasta él. Sus dedos reconocieron al instante el peso y la forma del objeto.
Hana sostuvo en alto las antiguas gafas de su madre y comprobó si habían sufrido algún daño. Era casi un milagro que el que posiblemente fuera el objeto más frágil de toda la casa de empeños hubiera llegado intacto desde su cajón cerrado con llave del escritorio hasta la puerta de entrada. La joven tan solo podía tener la esperanza de encontrar a su padre en una condición similar.
Lo único peor que pensar en que un extraño había irrumpido en la casa de empeños y la había desvalijado era imaginar lo que podría haber ocurrido cuando Toshio se hubiera topado con él. Por muy desesperadamente que lo intentara, no era capaz de convencerse a sí misma de que su padre conociera la diferencia entre ser valiente y ser estúpido. Hana se obligó a levantarse del suelo y corrió hasta el único lugar de la casa de empeños que podría haberlo mantenido a salvo.

Los árboles del tsubo-niwa susurraban bajo la brisa detrás de la puerta trasera de la casa de empeños. El pequeño jardín del patio era para Hana su parte favorita de la casa, un lugar donde, cuando la noche estaba despejada, la luna nadaba en el estanque de carpas koi.
Pero todavía quedaba un día entero para que la luna saliera, y el destino de Hana no era el tsubo-niwa, sino la estantería que se encontraba junto a la puerta trasera de la casa de empeños. Pasó los dedos por el lateral del mueble hasta hallar un nudo en la madera. Entonces, lo presionó y retrocedió. La estantería giró hacia fuera, revelando una pared de piedra maciza. La joven se colocó las gafas de su madre sobre las orejas y una gruesa puerta de madera apareció delante de ella. Un coro amortiguado de pájaros cantores se colaba desde detrás de ella, atrayendo a Hana a su interior.
La cámara acorazada no era un lugar que frecuentara demasiado. Su padre se encargaba él solo de la responsabilidad de almacenar sus adquisiciones en su interior. La muchacha suponía que, si se hubiera visto ante algún peligro, aquel sería el lugar donde habría buscado refugio.
La cámara acorazada tan solo se podía ver a través de las gafas de Toshio o de su difunta esposa, y se expandía y contraía según fuera necesario. Tres otoños antes, había crecido hasta volverse tres veces más grande que la casa de empeños. En un verano poco ajetreado, era más pequeña que la habitación de Hana. Allí, las decisiones empeñadas residían dentro de las hileras de jaulas de madera colgantes, todas cantando la misma canción inmutable. Cuando Hana era pequeña, pensaba que se trataba de la canción más hermosa del mundo. Más tarde acabó dándose cuenta de que era la más triste. Era una canción de despedida para los dueños que las habían dejado atrás, y ahora, mientras la joven entraba en la cámara acorazada para buscar a Toshio, no podía quitarse de encima la sensación de que también estaban cantando para él.
El resplandor de más de un centenar de pájaros la rodeaba, volviéndose más luminosos o más tenues según el ritmo de su canción. Hana no se detuvo a escucharlos. Corrió entre las hileras de jaulas mientras las sombras bailaban sobre su rostro.
—¿Otou-san?
Unos gorjeos frenéticos ahogaron su voz. Las plumas de los pájaros se volvieron más brillantes, iluminando la anchura y la longitud de la cámara acorazada. Hana recorrió la estancia con la mirada y vio que Toshio no estaba allí. Sus piernas perdieron la fuerza y la muchacha cayó de rodillas. Algo de madera se le clavó en la espinilla, y bajó la mirada. Los fragmentos de una jaula destrozada estaban desperdigados por el suelo, y la decisión que había contenido una vez había desaparecido. Una carta de baraja pintada a mano y el cartel arrugado de la jaula yacían junto a una hamaquita para pájaros rota. Hana los recogió.
La carta era de la baraja Hanafuda de Toshio, y mostraba la luna llena dibujada con pintura roja y negra. La joven frunció el ceño, preguntándose cómo había acabado dentro de la cámara acorazada. Dejó la carta en el suelo y alisó el cartelito de papel de la jaula. La caligrafía elegante de su padre mostraba el nombre del anterior dueño de la decisión desaparecida.