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Flores de Hielo

El sol se esconde entre los edificios más altos de Ciudad Libre, esos que no dejan ver las montañas del oeste y que se diseñaron para albergar a tantas familias como fuera posible; una especie de colmenas verticales e irregulares que apuntan al cielo como lanzas. Construidas con materiales pobres y endebles, me sorprende que nunca hayamos lamentado una desgracia por derrumbe. Aún.

Cuando atardece, la ciudad se ve diferente: oscura, pesada, silenciosa… Las sombras crecen, se vuelven alargadas y sinuosas; en cualquier momento, podrían cobrar vida para arrastrarme a su mundo. A veces me pregunto cuál es peor.

Tengo la suerte de que Tyresias Nadberg me facilita un horario diurno. Trabajo por las mañanas, hasta un poco después de comer. Lo necesario para atender todos los pedidos, también lo suficiente para no regresar a casa de noche.

Caminar por Ciudad Libre en la oscuridad se vuelve inseguro. Oteo constantemente la profundidad de los callejones, donde no existe luz que revele lo que allí sucede. Me imagino los monstruos que habitan en las esquinas, al acecho de un corderito que vague perdido y sin rumbo.

A mi paso por la avenida principal que conecta El Folletín Mágico con mi casa, situada en el Distrito Norte, donde habitan los elfos, me detengo a observar a un grupo de matones junto a un bar. Bajo su apariencia jocosa se esconde una realidad que sus uniformes no pueden ocultar: pertenecen a la guardia del distrito.

Hace mucho tiempo que Ciudad Libre dejó de estar custodiada por la seguridad del Pilar del Sol. Desde entonces, la protección corre a cargo de las milicias: grupos formados en cada distrito que luchan por asegurar sus territorios. Facciones enfrentadas por el control de la ciudad. Están compuestas por mercenarios, soldados sin gloria que se han rendido en la búsqueda de una oportunidad mejor fuera de Ciudad Libre y que ahora dedican su vida a proteger lo que es suyo —y a quitarle todo lo posible al resto—.

Nunca me han gustado las bandas, mucho menos los mercenarios que las forman. Son crueles, despiadados, arrogantes y estúpidos; una mezcla de tronco de árbol vacío y un cerebro relleno de serrín. Mi padre siempre dice que la guardia nos protege. ¿Hasta qué punto puedes confiar tu vida a una persona movida por el dinero? La guardia que protege el distrito de los elfos es eficaz, pero la mayoría renunciaría a sus ideales por unas monedas.

Supongo que la suerte juega de nuestro lado; en Ciudad Libre nadie tiene dinero para comprar a una banda entera.

Durante los siguientes minutos ando por las calles, perdida en las formas irregulares de los edificios. La mayoría son bajos, aunque no tanto como aquellos que están cerca del territorio goblin. Cuanto más avanzo hacia el norte, el elitismo de los elfos se vuelve visible en las fachadas. No es ni mucho menos un lujo enorme, pero las estructuras se vuelven rectangulares. Las casas son unifamiliares, nada que ver con los bloques que albergan a decenas de personas. Cualquier habitante del Pilar del Sol se reiría de nosotros por considerar nuestras casitas como un lujo: allí tienen hogares que parecen ciudades enteras, con campo, césped y varios baños. Todo cambia tanto según los ojos de quien mire, que a veces incluso me asusta.

Al pararme frente a mi casa, alzo la vista. Es una casa de dos plantas, estrecha, casi parece insertada a la fuerza entre los dos edificios que la rodean. No me puedo quejar. Es lo bastante cómoda para mi familia y, sobre todo, nos aporta seguridad. Las revueltas nunca suceden cerca. Estamos ubicados en una zona alejada al norte para evitar los enfrentamientos entre bandos.

—Buenas tardes —digo al traspasar la puerta. Huele a madera y a incienso, a paso del tiempo y a dolor.

La entrada de mi casa se sume en las sombras, por la ventana no entra ninguna luz. La única que llega es desde el salón y desde la cocina. Hay unas escaleras que se pierden en la oscuridad y un pasillo que lleva hasta el despacho de mi padre.

—Buenas tardes, Zirandell. —La voz de mi madre, Rysandell Rossbarg, me recibe desde el salón.

Me asomo para saludarla con un beso en la frente que ella me devuelve. Pese a estar ante un ser tan brillante, me sorprende cómo suele refugiarse entre las negruras del salón.

—¿No enciendes la chimenea? —le pregunto al mismo tiempo que agarro una cerilla.

Lleva un vestido largo que casi arrastra por el suelo. La tela tiene un par de agujeros; se nota que el paso del tiempo ha causado mella en ella. El color de su piel es mucho más apagado que el mío, como si el paso de los años le hubiera quitado vitalidad a la palidez que nos caracteriza.

—No, déjalo. Es mejor así. —Mi rostro refleja duda y ella se percata—. Me duele un poco la cabeza, la luz me molesta.

Mi madre es una elfa bastante joven, me tuvo con tan solo veinte años, casi mi edad. Eso, para los nuestros, es algo inusual. Los elfos somos una raza tan longeva que lo normal es tener hijos mucho más tarde. Cuando pienso en pasar por lo mismo que mi madre, un temblor me recorre el cuerpo. No me imagino teniendo un hijo en menos de dos años. Ni siquiera sé cuidar de mí misma, ¿cómo iba a cuidar de una criatura tan indefensa?

—Tu padre y Ziramyo se encuentran en el despacho —me informa sin necesidad de que yo le pregunte.

Asiento sin decir nada. No me gusta relacionarme con mi padre y con mi hermanastro, menos cuando están reunidos. Por lo general, no les gusta que me entrometa en sus asuntos.

En cuanto salgo del salón, me aproximo a las escaleras que llevan a la planta de arriba. Llegar a mi cama y tirarme sobre ella es más que un deseo, una necesidad. Apenas he subido cuatro escalones cuando escucho la voz de mi padre llamarme desde el despacho:

—¡Zirandell!

No necesito oír nada más. Sé que debo ir.

Voy con la parsimonia de una persona mayor. No sé qué ha sido de la energía vital que he tenido el resto del día, ha debido de ponerse en huelga al escuchar a mi padre. El pasillo que lleva al despacho es angosto, lóbrego y espeluznante. Mis peores pesadillas suceden en ese corredor. A veces, sueño que me quedo sin aire mientras transito los escasos metros que lo componen. Otras, la pesadilla me traslada a un pasillo eterno, sin salida, donde las paredes se cierran poco a poco sobre mí.

Lo recorro acompañada por los cuadros de mi madre. Ella no pinta; teje. Teje hermosos paisajes, retratos, animales… Un sinfín de motivos, tantos como se puedan imaginar. Juega con los hilos como un pintor con la acuarela. Y luego lo enmarca.

Llamo cinco veces a la puerta. Las tres primeras van seguidas; hago una pausa hasta que vuelvo a tocar dos veces más.

—Pasa —dice mi padre.

El despacho es grande, probablemente sea la sala de mayor extensión de la casa. Tiene una mesa alargada en el centro, con doce sillas que la rodean. Al fondo hay un escritorio repleto de documentos, acompañado por una estantería digna de una biblioteca. En un lateral, una chimenea ilumina la estancia.

Allí está mi padre, Ziralyon Spuckberg, y mi hermanastro, Ziramyo Spuckberg. Los elfos tienen una tradición estúpida: componen los nombres de sus hijos en función del de sus padres. En nuestro caso, mis padres se esfuerzan por utilizar el nombre completo para rehuir equívocos. En ambientes más coloquiales, se suelen emplear diminutivos. No he conocido a muchos amigos de mi hermanastro, pero me han llegado rumores de que lo llaman Ziro o Myo. Caigo en la cuenta de que no se encuentran solos; Roohmay Boombarg está sentado al fondo, en el escritorio, con los brazos cruzados.

Se levanta al verme.

—Buenas tardes, Zirandell —me saluda antes incluso que mi padre o mi hermanastro, que se limitan a hacerme un gesto con la cabeza.

No soporto a Roohmay. Es un elfo grotesco, malhumorado y sinvergüenza que poco representa los modales de nuestra raza. A diferencia del resto de los elfos, que parecen consumidos por la vida: altos, delgados y con un semblante aburrido, Roohmay parece el fruto del cruce con un ogro. Tiene el cuerpo grande, tanto que ocupa como tres elfos normales; la melena, de un negro tan oscuro que no podría ser más diferente del platino de cualquier elfo común, le cae despeinada sobre los musculosos hombros. Su postura es encorvada como un búfalo bebiendo de un pantano.

—Buenas tardes, señor Boombarg. —Le desprecio, pero los modales no me permiten escupirle en la cara—. ¿Cómo van los avances de la facción?

Roohmay no es solo un elfo grotesco en apariencia, también lo es por su puesto. Lidera a la banda de elfos que defienden el distrito. ¿Que por qué está en casa este señor? Porque Ziramyo es parte de esa banda desde hace un par de años y mi padre es el herrero más importante de la ciudad —o lo que viene a ser lo mismo: es quien les provee de armas—. Así que, por suerte o por desgracia —más esta última—, me toca soportar las visitas de Roohmay a menudo.

—Bien, bien. —Las palabras se le atragantan en la boca y eso que solo ha dicho dos. Parece que le cuesta respirar entre sílabas—. Ya sabes, estas cosas van despacio. ¿Verdad, Ziramyo? —Le da un golpe a mi hermano en la espalda y hace que trastabille.

No me gusta que venga a nuestra casa porque siempre supone que los tres se encierren durante horas a charlar sobre temas de los que nadie puede enterarse. Desde que subieron de rango a Ziramyo, sus visitas son más recurrentes, y el trato con mi hermano es mucho más frío. Él y mi padre se pasan el día callados, parece que hablan solo con la mirada. A veces se marchan de casa y regresan de madrugada sin decir nada.

Y si les pregunto, la respuesta es siempre la misma:

«No es asunto tuyo».

Al principio estaba convencida de que, en el caso de mi hermano, se trataba de un tema amoroso del que no quería que se supiera nada. Sin embargo, el paso del tiempo —y las visitas recurrentes de Roohmay— me han hecho darme cuenta de que la milicia debe estar involucrada.

—No es un asunto de críos. —Se limita a responder Ziramyo. Tiene el rostro alzado, ni siquiera me mira cuando dice estas palabras.

Solo me saca dos años, pero actúa como si un dios lo hubiera elegido para cargar con la responsabilidad de su pueblo. A veces desearía recordarle lo niñato que parece actuando con tanta prepotencia.

Me callo. Primero, porque es a lo que estoy acostumbrada; segundo, porque estoy demasiado cansada como para discutir con un tipo que lo que tiene de presencia le falta de cerebro.

Nuestro padre da un paso al frente y regaña a Ziramyo con la mirada.

—Durante la última semana se han incrementado las revueltas en el Distrito Sur. Se han detectado incidencias en las fronteras del Distrito Centro. Deberías tener cuidado cuando vayas a la librería —me advierte mi padre con los brazos cruzados contra el pecho.

El Distrito Centro es el único neutro de Ciudad Libre. También es el mismo en el que se localiza El Folletín Mágico. Me extraña que las revueltas de los goblins se acerquen tanto a una zona imparcial. ¿Acaso traman acabar con el pacto que limita las influencias de las bandas en el distrito neutro?

—En la librería estaré segura, padre —le digo en un intento de tranquilizarlo—. No creo que a esos mercenarios se les ocurra frecuentar una tienda de libros.

—Ni siquiera habrán leído uno en su vida —se burla mi hermanastro. Me aguanto las ganas de decirle que él tampoco tiene mucho que envidiarles en ese aspecto.

Miro a mi padre con la expresión más inocente que puedo. Es un arma secreta prodigiosa: sirve para obtener aquello que quiero sin necesidad de abrir la boca. Ziralyon asiente y señala la puerta con la mano.

—Gracias, Zirandell. Puedes marcharte.

Escapo del despacho con la mirada de los tres clavada como un puñal en mi espalda. Hago como que no me importa y cierro la puerta sin mirar atrás. Antes de que se les ocurra llamarme de nuevo, abandono el pasillo de mis pesadillas, subo las escaleras y entro en mi habitación. Cierro, apoyándome contra la puerta con todo el peso de mi espalda y me dejo caer un poco. Suspiro, aliviada, al encontrarme a salvo.

Enciendo una vela. La luz que proyecta es más que la que hay en el resto de la casa. Es una estancia alargada, donde cabe una cama grande y un escritorio donde se acumulan los libros y las hojas sueltas. Sobre los estantes que se reparten por las paredes hay muchas velas de diferentes tipos que he ido consiguiendo en el mercado a muy buen precio. Está bien que tenga que ahorrar para irme lejos de aquí, pero una chica a veces necesita algo con lo que obsesionarse. En mi caso, son las velas, la pintura y los libros.

Los dibujos que hago en mi tiempo libre —a veces también en los ratos muertos en El Folletín Mágico— adornan cada una de las paredes. Hay pinturas básicas y mal hechas que denotan mi falta de experiencia: mi primer cuadro, que ilustra un atardecer en una colina; o mi primer retrato, de mi madre. Tengo otros que demuestran la pericia que he adquirido con el tiempo: un libro abierto sujetado por el rey de los elfos o una rosa en llamas transportada por un ave de plumaje dorado.

Me dejo caer sobre la cama y miro a través del ventanal, desde donde puedo contemplar la ciudad, los secretos que esconde y la caída del sol. Embelesada por el cielo que me devuelve un conjunto de colores rosados y violetas, agarro el cuaderno que tengo sobre la mesilla. Tiene una tapa negra de cuero desgastado y un sinfín de emociones.

Avanzo por las páginas con el recuerdo de cada poema que he escrito sobre ellas, de cada reflexión que he plasmado al volver a casa de la librería, imbuida por las grandes obras que había tenido la oportunidad de degustar. Siempre regreso a estos escritos como refugio. Es una forma de recordarme lo que fui, lo que soy y a lo que aspiro; una cámara del tiempo enterrada entre hojas de tinta.

Agarro la pluma y amago con escribir unas palabras en una página en blanco. El temor crece en mí al tener que enfrentarme a esas primeras letras que luego darán paso a todo un poema. ¿Cuánta responsabilidad cabe en un gesto tan simple? Algunos libran guerras por menos. Yo tendría que lidiar con un batallón entero de emociones si plasmara de forma errónea lo que quiero transmitir. Antes de ni siquiera posar la pluma sobre la hoja, desisto. El pulso me tiembla y aparto la mano. Vuelvo a dejar la pluma sobre el tintero. Tal vez hoy no sea el día.

«No pasa nada», me digo a mí misma. Me levanto de la cama para depositar con cariño el cuaderno. Ojeo las hojas rotas que hay sobre el escritorio, poemas que pretendía que fueran canciones y que terminé odiando. «Mañana será otro día. Siempre hay tiempo para el arte».

Abro la ventana para salir al tejado. Hace tanto frío que me pregunto cómo a los murciélagos no se les congelan las alas. Agarro una manta que hay sobre mi cama: tiene tejidas dos flores azules que se entrelazan en el tallo y florecen cada una hacia un lado. La tejió mi madre hace muchos años; representa dos flores de hielo, un tipo de planta que nunca se marchita pese a las inclemencias del tiempo. Siempre me ha dicho que le recuerdan a mí.

Como cada vez que me escurro en el tejado y abandono la seguridad de mi cuarto, siento que atravieso un portal a otra dimensión. También he tenido pesadillas con eso: traspaso el umbral y las cristaleras se cierran. Golpeo y golpeo con fuerza, pero no ceden. Aparecen monstruos que quieren hacerme daño. Normalmente tienen la apariencia de un goblin.

Menos mal que las pesadillas son solo sueños, una inspiración extra para plasmar en mi arte.

Al sentarme sobre las tejas, el frío intenta traspasar mi piel, aunque la manta de mi madre me protege. En la lejanía, una retahíla de explosiones sacude el horizonte. Las lenguas de fuego se elevan hasta besar el cielo. Hace un mes me hubiera sorprendido, pero ya es costumbre que se repitan como los fuegos artificiales al final del verano.

Agradezco que el Distrito Norte sea tan tranquilo. Aquí prima la paz. Odio a las bandas, pero tal vez mi padre tenga razón: nos protegen.

El sonido de la puerta de entrada de casa me llama la atención. Me arrastro por el tejado y me asomo para ver quién está ahí, aunque ya lo sospecho. Mi hermanastro. Ziramyo suele marcharse por las noches. ¿Tendrá una cita? Nunca le he preguntado acerca de sus gustos, tampoco si tiene interés en algo que no sea la guerra. A juzgar por la armadura básica de cuero que lleva, entiendo que tratará temas de la guardia. Envidio que pueda salir por las noches; mis padres se volverían locos si yo me marchara así como así.

Resoplo y dejo caer la espalda sobre las tejas. Miro al cielo, ya nocturno. Las tres lunas lo coronan: Valeris, Carícola y Mambis. Extraño una Síntesis Lunar. Es mi momento favorito del año, cuando las tres se superponen y forman una Gran Luna de los Deseos que combina los colores de las tres: rojo, azul y morado.

Una oleada de viento sopla y casi vuela mi manta. Pese a estar cubierta, el vello se me eriza. Entonces me percato: el goblin debe de estar pasando muchísimo frío en una librería deshabitada. En todos los aspectos en los que una persona puede pasar frío.