Mi mayor sueño es salir de aquí. Viajar lejos, perderme en las profundidades de nuestro reino y saborear cada uno de sus rincones. Desearía ser una artista de la capital, dedicarme a plasmar con tinta las historias que surcan mi mente y me prometen nuevos mundos que explorar.
Desearía alejarme de Ciudad Libre, mas eso no me hace diferente del resto.
Todos soñamos con un lugar en el Pilar del Sol, pero para muchos es imposible permitirnos unos estudios. Yo llevo años trabajando en la librería El Folletín Mágico. No puedo quejarme: perderme entre las letras y los olores del papel antiguo, y saborear cientos de historias al mismo tiempo que busco hacerme un hueco en el mundo artístico es un sueño. Uno que sé que cada día está más lejos y que debo mantener en secreto si quiero que mis padres me permitan seguir trabajando.
Mi nombre es Zirandell Spuckberg, aunque todo el mundo me llama Ziri —salvo mi padre, que insiste en que el nombre familiar de los elfos debe preservarse por encima de todas las cosas.
Costearse unos estudios en la capital de Heros no es barato. Hay quienes pasan toda una vida trabajando y ahorrando cada una de las monedas de su salario para no conseguir ni una quinta parte de la matrícula base. Los que consiguen estudiar en el Pilar del Sol lo hacen gracias a contactos o a los sorteos que realiza el Consejo de Elfos anualmente. Pocas veces esas ayudas caen en Ciudad Libre. Zarzarrosa, Lojarasca y Dedrock parten con ventaja en los baremos. Aunque, para qué engañarnos, casi siempre acaba en las manos de otro miembro de la alta burguesía élfica de la capital.
Pese a ello, no pierdo la ilusión. Nunca se sabe cuándo puede sonreírte la suerte, así que me dedico a trabajar con esmero en la librería del señor Tyresias Nadberg, un elfo anciano que ya tiene pocas ganas de llevar su negocio y pasa más horas fuera de la tienda que dentro. Mi padre dice que es nuestro familiar —culpa también de la dichosa tradición élfica, que determina que aquellos apellidos élficos finalizados igual guardan parentesco—, aunque en realidad diferimos tanto como el buen tiempo de las tormentas.
Paso la mañana desempolvando viejos libros que hablan sobre la historia de la región, sobre la división de Heros en las cinco provincias que la conforman, sobre el nacimiento del Pilar del Sol; la supremacía élfica es uno de los temas que más se repite, aunque pocas veces puedo profundizar en ello. Mientras el señor Nadberg no mira, puedo ojear, con suerte, un par de párrafos antes de colocar el libro en su lugar correspondiente.
—Zira —dice el dueño del Folletín. Emplea otra de las variantes de mi nombre. No me gusta tanto como Ziri, aunque lo prefiero antes que Zirandell—, voy a salir a hacer unos recados. Te quedas a cargo de la librería, ¿de acuerdo? Termina los encargos de hoy y revisa antes de cerrar.
No me da tiempo a responderle. Antes de que pueda siquiera asomar la cabeza por encima del mostrador —en ese momento me encuentro tirada recogiendo unos papeles que se han caído—, el señor Nadberg abandona el local y solo deja el leve tintineo de la campana como despedida.
—Maravilloso, señor Nadberg —digo irónicamente al aire, mientras termino de recoger los papeles—. Haré todo lo que usted me pida, señor Nadberg.
Resoplo para colocarme un mechón de pelo platino que me cae sobre la frente. A mi padre se le da muy bien hacer trenzas, pero mamá sabe recogerlas mejor. Digamos que las de papá son más bonitas y las de mamá, más resistentes.
Llevo trece meses trabajando para el señor Tyresias Nadberg. En este tiempo he aprendido a colocar los libros alfabéticamente según autor, título y editorial —por suerte, no existen muchas en Heros: la mayoría de los ejemplares que llegan a Ciudad Libre son transcripciones a mano—. También, según el día, el señor Nadberg decide que es buena idea reordenar las estanterías y colocar los libros en estricto orden cronológico de publicación —absurdo en mi opinión. ¿Qué será lo próximo? ¿Un orden cromático?—. Esto me ha servido para memorizar también las fechas de los autores más importantes de la región y los movimientos artísticos. Es sorprendente la variedad de escritos que proceden de los elfos, aunque me asombra que no se conserven textos de autores de otras razas.
Tras ordenar los libros, revisar los encargos y preparar cada uno de los pedidos que hay que enviar a los clientes —y que, por supuesto, yo misma tendré que encargarme de llevar personalmente casa por casa—, decido que es buena idea tomarme un descanso. De todas formas, las tareas de hoy están completadas y el señor Nadberg no regresará hasta el amanecer.
Me siento sobre un taburete tras el mostrador. A veces, opto por meterme en la trastienda directamente. La calle en la que se encuentra la librería apenas se transita, o por lo menos no lo hacen los lectores que deberían acudir a nuestro negocio. Visitas recibimos más bien pocas, lo que me hace extrañar la calidez de una buena charla. Cuando empecé a trabajar, deseaba recomendar libros a los clientes, mantener conversaciones sobre las nuevas voces de la literatura y los movimientos de vanguardia; sin embargo, casi todos los compradores de El Folletín Mágico formalizan sus pedidos por carta.
Estoy enfrascada en la lectura de Tormentas de un corazón helado. Es la última novedad que ha llegado, aunque lleva un par de años publicada. Paso las páginas sin darme cuenta, sumida en el mundo que la autora ha creado. Es una historia que juega con los ritmos, con las pausas y los sentidos; te hace oler el aroma de las flores que crecen en los balcones de las casas, el del café que la protagonista se prepara por la mañana, incluso el del fuego de la chimenea. Todo tejido a través de palabras medidas a la perfección. A veces, hasta las sílabas parecen trazadas con escuadra y cartabón, colocadas a ritmo de sinfonía para lograr que el lector baile.
Entonces, un ruido interrumpe mi lectura. Unos gritos proceden de la calle. Suspiro, enfadada, y suelto el pesado libro sobre el mostrador. A veces me cuesta tanto concentrarme que, cuando logro ese estado de conexión plena, me molesta como un mal despertar que me saquen de él.
Doy un par de zancadas hasta la ventana. Los cristales están empañados —en realidad, sucios, pero queda más romántico pensar que es vaho—. Al acercarme para frotarlos con la manga de mi camisa, lo primero que veo es el rostro de una joven. Los ojos no le brillan esperanzados, como suele suceder a su edad; en cambio, tiene unas profundas ojeras. Es el rostro de una muchacha de diecinueve años que ha perdido la ilusión de cumplir un sueño. Es mi propio rostro reflejado en el cristal.
Desempaño —limpio— todo el cristal, me acerco lo máximo posible, con las manos a ambos lados de la cara, y entrecierro los ojos para intentar agudizar la visión. En la calle, justo enfrente de la tienda, un par de guardianes de la ley le propina una paliza a alguien. Hace rato que el afectado ha dejado de gritar. Probablemente perdiera el conocimiento después de los golpes de esos matones.
Estoy a punto de despegarme de la ventana cuando se marchan. No muestran reparo en dejar tirado en mitad de la calzada al herido. ¿Qué pasaría si un carromato cruzara en ese momento? Probablemente lo aplastaría y el conductor ni se daría cuenta. En Ciudad Libre, la gente avanza deprisa, sin tiempo en fijarse por dónde va. Pocas veces se detienen a pensar en cómo sus actos importunan a los demás.
¿Qué hago yo? Desde la seguridad de la librería, observo al herido, pero nada más. No soy tan diferente de los monstruos que tanto critico. Me planteo dejarlo allí tirado, me alejo del cristal. Vuelvo. Me pego al vidrio y reviso que está aún allí. ¿Respira? Creo que no, deseo que sí. Su situación se vuelve un dolor de cabeza. Debería estar centrada en los libros, en mis problemas. Pero ¿qué pasaría si saliera? Absolutamente nada. No me costaría nada acercarme a socorrerlo; tal vez, llamar a los servicios médicos. ¿Y si Tyresias Nadberg apareciera mientras lo estoy auxiliando? No quiero ni pensar la bronca que me caería por no estar en mi puesto.
Ziri, llevas horas absorta con esa novela, me recuerda mi voz interior. Lo sé, ¿vale? Lo sé.
Antes de que pueda reprocharme nada, tengo los pies fuera de la tienda. Compruebo que no pase ningún caballo ni carro que me pueda llevar por delante y corro hasta el malherido. Cuanto más me acerco, más me sorprende su tamaño. Es pequeño, pequeño para ser un hombre, quiero decir: apenas será un poco más alto que yo —y los elfos no destacamos por nuestra altura—. Sus rasgos no se parecen en nada a los míos. No tiene las orejas puntiagudas ni la piel tan pálida; sus facciones no son suaves y su pelo no es ni largo ni liso, mucho menos rubio o platino. No lleva zapatos ni accesorios que adornen su camiseta y pantalones rotos.
Claro. Claro que no parece un elfo, Ziri. ¡Porque es un goblin!
Nunca he visto un goblin tan de cerca. Es feo, al menos para los ojos de un elfo. Tiene la piel arrugada y seca, unos labios enormes y, aunque no me atreva a acercarme para olerlo, da toda la impresión de que huele a alcantarilla. El pelo sobre la cabeza le crece como mechones oscuros despeinados. De hecho, si no fuera por las heridas que le han ocasionado, que provocan que tenga la cara hinchada y sangre brotando de diferentes heridas, diría que es un ser sin nada especial.
¿Qué hago con él? No puedo dejarlo tirado en mitad de la calle. Tampoco se me pasa por la cabeza meterlo en la librería. La condena por acercarse a un goblin es tan alta como la traición. ¡El señor Nadberg me mataría! ¡Mi padre me mataría! ¿Mi hermanastro? Mi hermanastro probablemente primero lo mataría a él —si no se muere primero por sí solo del disgusto— y luego me mataría a mí.
Me gusta pensar, aunque mis actos no lo demuestren lo suficiente. Pero hay algo que me gusta más: darle mil vueltas a un tema para llegar a una conclusión lógica para luego ignorarlo por completo.
Así que, antes de que pueda recordarme a mí misma que mi familia me desheredará y que perderé mi trabajo si alguien me pilla, me encuentro arrastrando al goblin —que pesa como una estantería entera de libros, a pesar de su tamaño. ¿Qué comen? ¿Rocas?— dentro de la tienda.
Cierro la puerta del Folletín, bajo las persianas y cuelgo el cartel de cerrado. Nadie puede entrar —nadie iba a hacerlo igualmente, me recuerdo— mientras atiendo al goblin.
La luz de la calle se cuela tímidamente a través de las rendijas de las ventanas, colorea el interior de un dorado que transmite una calidez poco habitual en el gris monótono de Ciudad Libre. Pese a la belleza de la escena, a mis pies tengo a un goblin más cerca de la muerte que de la vida. Si su supervivencia depende de mí, creo que se encuentra perdido.
Me meto en la trastienda y rebusco entre los cajones. Mi intención es hacerme con cualquier útil medicinal que encuentre, que no es que abunden en una librería, pero imagino que Tyresias deberá tener —aunque sea por ley— algún botiquín.
Libros, libros, más libros. ¡Ojo! Ah, por supuesto: más libros. Todo lo que encuentro en los cajones son textos antiguos, manuscritos sin encuadernar, rechazos editoriales y cartas de la administración. ¿Cómo es posible que este señor no tenga ni una sola planta medicinal?
Me rindo y me limito a hacer lo único que puedo: agarro un paño, lo mojo con agua y le limpio las heridas. La sangre desaparece poco a poco de su rostro. A diferencia de lo que pensaba, la limpieza deja a la luz unas facciones definidas, duras y… ¿curiosas? No sé describirlo. No es guapo, pero tiene una belleza inusual, como si un escultor se hubiera equivocado al crear la mejor de sus creaciones y la hubiera desechado.
Me quedo tan embelesada limpiando su piel que, cuando una corriente de aire mueve la puerta, me asusto hasta tal punto que me separo del goblin y me apoyo sobre la estantería más cercana con la mano en el pecho. El corazón me late como un caballo desbocado; un susto más de esos y será el goblin el que tenga que atenderme a mí.
Sin embargo, soy consciente de que el susto me ha servido como advertencia. Esta vez ha sido solo el aire, pero la próxima podría ser el señor Nadberg. Debo tener mucho más cuidado.
Tengo que ocultar al goblin en alguna parte. ¿Dónde?
Detrás del mostrador, no tardarían en encontrarlo; en la trastienda, sería cuestión de horas que Tyresias diera con él; no puedo dejarlo entre los estrechos pasillos de las estanterías, cualquier cliente podría verlo.
Alzo la cabeza y me percato de algo: la sala que el señor Nadberg me tiene terminantemente prohibido que visite. Es una antigua buhardilla que no lleva a ninguna parte. Antaño, se usaba como almacén, pero mis padres me han contado que fue un salón de lectura muchos años atrás. Nunca he visto a Tyresias subiendo a esa sala. Sé que basta que esconda a un goblin al borde de la muerte ahí para que todo se tuerza y salga mal, pero para qué engañarnos: es la mejor opción que tengo.
Como no me quiero jugar el trabajo y mucho menos la cabeza, intento despertar al goblin primero. Le hundo un dedo en la mejilla para intentar que reaccione, pero apenas se mueve. A riesgo de parecer brusca, le propino un par de tortitas para que se despierte. Nada parece funcionar y se me acaban los recursos.
Miro hacia la entrada de la buhardilla, que se esconde detrás de la última estantería del pasillo. Para llegar hasta la cuerda que la abre necesito utilizar el taburete de la entrada. Antes de ir a buscarlo, repaso mis alternativas. ¿Qué más puedo intentar? Supongo que lanzarle un cubo de agua podría funcionar, pero fregar el suelo de la librería es lo último que me apetece, por no mencionar el daño que podría causarle a la madera.
Me resigno y tomo la única vía de escape que me queda o, al menos, la única que me asegura inmediatez, que es lo que necesito. Coloco el taburete debajo de la cuerda y salto un par de veces hasta agarrarla. Al tirar, caigo hacia atrás y me doy un golpe contra el suelo. Me resiento, pero la vista de los escalones abriéndose ante mis ojos como por arte de magia me resulta tan placentera que ignoro el dolor.
La peor parte es arrastrar al goblin a través de la librería y cargar con él escalones arriba hacia una oscuridad que desconozco. Del día de hoy he aprendido que los goblins tienen la piel dura, pesan más de lo que su cuerpo aparenta y no se despiertan aunque los golpees contra todas las esquinas.
La buhardilla es un espacio de techo bajo donde la oscuridad y la suciedad comparten existencia. Al fondo, hacia donde la sala se hace más baja por la inclinación del tejado, una ventana tapada por tablones permite que un resquicio de luz se cuele, burlando así la monotonía de negros instalada allí desde no sé cuándo. No quiero llamar la atención, pero no creo que nadie se percate de la falta de uno de los tablones; así que me acerco a la ventana y, con toda la sutileza que no tengo, arranco un trozo de madera. En comparación con cómo estaba antes, la luz inunda la estancia.
Durante los siguientes quince minutos me limito a preparar una cama —o, al menos, algo parecido donde tumbar al goblin—. Para ello, tengo que hacer uso de viejos trapos, telas y utensilios que no sé ni lo que son. Tumbo al goblin y lo arropo con una toalla del baño.
—Sé que no es gran cosa, pero es lo mejor que puedo ofrecerte —le susurro, como si fuera a responderme.
Se me ha hecho demasiado tarde, si no llego a casa antes de que el sol caiga, mis padres y mi hermanastro se preocuparán y vendrán a buscarme. «¿Qué estás tramando ahora, Zirandell?», me dirían, mientras tengo que enfrentarme a sus miradas repletas de sospecha.
Antes de marcharme, coloco un vaso de agua al lado del goblin por si se despertara. Su rostro luce ocre iluminado por el sol del atardecer. Siempre me han dicho que los goblins son criaturas detestables. Al tenerlo cerca, me pregunto quién puede haber insinuado tan burda mentira. Hay quienes no aprecian la belleza de las joyas que no brillan.
Sonrío. ¿Por qué lo hago? La escena me transmite paz. Es… algo extraño. ¿Me reconforta haber ayudado a alguien? ¿O tal vez sea el peligro que conllevan mis actos lo que hace que se despierte un cosquilleo en mí?
Decido desaparecer, no sin antes dejarle un libro junto a la almohada: Tormentas de un corazón helado. ¿Los goblins leen? No lo sé, pero me gustaría que pudiera disfrutar de una de mis obras favoritas. Espero que le guste. Cuando me obsesiono con algo, no puedo sacarlo de mi cabeza y aún no he encontrado a nadie con quien comentar esta novela.