—¿Vuelves de trabajar? —le pregunto. Le cuesta asimilar la pregunta; pestañea varias veces antes de darme una respuesta.
—No. No —repite como si necesitara confirmárselo a sí mismo—. A trabajar voy ahora. ¿Desayunamos?
Unos minutos más tarde, estoy sentada a la mesa del comedor con él. Desde que empecé a trabajar, pasamos menos tiempo juntos. No me preocupa en exceso, aunque sí que extraño los momentos divertidos que pasábamos en compañía el uno del otro cuando éramos más pequeños. Siempre ha sido detallista conmigo, al menos hasta hace un par de años.
Él desayuna unos cereales de colores. Le pegan muy poco con su actitud de tipo malo. Nada habla tanto de una persona como su desayuno. Por eso, yo muchas veces me limito a tomar un café. No sé si porque quiero alargar este rato a su lado, que también me como un bol de frutas.
—¿Has dormido algo?
—Tú a lo tuyo —me responde sin despegar la vista de los cereales que se introduce a la boca como si alguien se los fuera a robar.
Entiendo que esta pregunta no le ha hecho tanta gracia. No le suele gustar que me entrometa en su vida.
Bajo la vista y rehúyo de su mirada. Me centro en los cuadros de las paredes y en el libro que reposa sobre la mesa: Memorias de una mujer de acción, lectura actual de mi madre. Está claro de quién saqué la pasión por el arte.
—¿Hoy vas a la librería? —me pregunta, cosa que yo no espero.
—Sí, como todas las mañanas.
—¿Qué tal te paga el señor Nadberg?
Creo que ya se lo he comentado alguna vez, lo que demuestra la poca atención que me presta.
—Poco, como todos. Al menos es un trabajo divertido.
—Un trabajo no tiene que ser divertido —me contesta, tal y como ya me había imaginado que haría—. Te tiene que dar dinero.
—Es otro punto de vista.
—Deberías cambiarlo —añade, ignorando lo que le digo—. Hay trabajos más cercanos, en el Distrito Norte. Te pagarán mejor y estarás más cerca de casa. No tendrás que juntarte con esa… chusma que habita el sur.
—La librería está en el centro, zona neutral.
—Sureños —dice con tirria.
Asiento para no perder la paciencia. A mi hermanastro no le gusta que me entrometa en sus asuntos, aunque a él le encanta opinar sobre los demás. Creo que se da cuenta de que me está molestando, porque hace algo raro en él, me confiesa sus intenciones:
—Tengo que ir al centro, puedo acompañarte. La guardia ha atrapado a un tipo al que están interrogando. A veces se necesita un poco de mano dura para conseguir información.
Intento pensar que no pasa nada. Cada vez que acuden a mi mente las imágenes de Ziramyo torturando a alguien me entran escalofríos. No soporto el dolor, ni propio ni ajeno, y mucho menos si ese dolor lo ocasiona un miembro de mi familia. Recuerdo entonces al pobre goblin que ayudé ayer. Le dieron una paliza y lo dejaron tirado al borde de la muerte. No tuvieron compasión.
—¿Es seguro lo que haces? —Como no responde, añado—: Me refiero a si a ti podrían dañarte.
Es la primera vez en mucho tiempo que lo veo pensar una respuesta más de dos segundos. Por lo general, suelta lo primero que se le pasa por la cabeza sin pensar en si sus palabras herirán a alguien.
—La guardia del distrito es lo que nos protege. Todos estáis protegidos gracias a nosotros. Merece la pena.
O lo que viene a ser lo mismo: no, no es seguro lo que hacen, pero prefiere jugarse la vida para que el resto no lo pase mal. En el fondo, debería valorar a mi hermano como a un héroe aunque se comporte como un imbécil.
—Hace poco vi a un goblin al que golpearon en mitad de la calle, en el Distrito Centro. Me pareció que eran otros de los suyos los culpables.
Ziramyo alza los hombros como si le diera igual.
—Las bandas a veces actúan así. Puede que fuera un desertor —reconoce; yo lo dudo bastante—. Los problemas en Ciudad Libre se encuentran solos, no hace falta que nadie los busque. Si además eres una persona problemática, lo pones demasiado fácil. De todos modos, no te preocupes. Los goblins son así, no trates de entenderlos; no piensan, no son inteligentes. Son la peor calaña que habita Heros. Como esclavos funcionaban porque recibían órdenes de elfos…
Se me atraganta el desayuno y me levanto de la mesa. Me llevo conmigo el bol de frutas. Ni siquiera soy capaz de mirarlo a los ojos.
—Llego tarde al Folletín. Me marcho. Nos vemos en la cena.
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Llego a la librería una hora antes de que abra. Tyresias Nadberg no está allí, tampoco lo espero temprano. Levanto las persianas para iluminar el interior y quito el polvo del mostrador y de algunas estanterías. Antes de ponerme con mis tareas diarias, me asomo a la buhardilla para comprobar que el goblin siga allí. A pesar de la oscuridad, distingo una silueta tumbada y su respiración desgastada, como si estuviera a punto de apagarse. «Aguanta un poco más. En nada estoy contigo». Vuelvo a mis tareas. Preparo el catálogo del día; aunque nadie entre, tenemos una selección en la entrada con nuestras recomendaciones. Normalmente, siempre las elijo yo. A veces, el señor Nadberg me indica que cambie un título por otro que le ha enviado un amigo o por el de alguna editorial de la capital que ha pedido el favor. Luego paso a la sección de más vendidos y, por último, a las novedades.
Las novedades de Ciudad Libre son reliquias en cualquier otra provincia de Heros. Nosotros nos enorgullecemos de ser la librería que antes las consigue, pero igualmente vamos, en casi todos los casos, con un retraso de varios años. Aun así, siempre repito: lo importante es leer libros, no cuándo se lean. A veces parece que a los lectores se les olvida que las historias no caducan.
Termino de colocar todo antes de lo que esperaba. Aún me sobran unos minutos antes de abrir, así que decido subir a la buhardilla para echarle otro vistazo al goblin. Todo permanece oscuro, no parece que se haya movido. El agua está intacta y el libro también.
Poso una mano en su frente para comprobar si tiene fiebre. Casi la tengo que apartar, sobresaltada. Quema, pero no como comida recién salida del fuego; arde como si tuviera el mismísimo infierno sobre la cabeza. La alta temperatura viene acompañada de sudor y temblores, seguramente provocados por unas heridas que cada vez pintan peor.
Como no soy curandera ni sé qué se hace en estos casos, intento hacer lo que haría mi madre. Saco de una bolsa mi mantita de flores de hielo y se la pongo por encima. Después, mojo un paño y se lo coloco sobre la frente. Le limpio las heridas con agua, con la esperanza de evitar una infección.
Me siento a su lado y lo observo. ¿Qué más puedo hacer por él? Temo llamar a los servicios médicos de Ciudad Libre. ¿Y si lo entregan? No, no puedo hacer eso.
Agarro el ejemplar de Tormentas de un corazón helado y hago lo único que realmente a mí me funciona para sanar: leo. Lo hago en voz alta, con delicadeza, saboreando cada una de las palabras que forman el texto.
—El dolor de un corazón se acrecienta con las nubes, pero es más peligrosa la paz venidera que la propia tormenta —recito. El goblin no se inmuta, aunque a mí me da la sensación de que se siente agradecido.
Durante la siguiente hora leo, paso las páginas y devoro los capítulos de la novela. Me enfrasco tanto en la lectura que no me percato de que el tiempo se pasa volando. Solo soy capaz de volver a la realidad cuando escucho unos golpes en la puerta de abajo que me sobresaltan.
Antes de abandonar la buhardilla, vuelvo a tocar la frente del goblin. A lo mejor son imaginaciones mías, pero juraría que la temperatura ha bajado. Tal vez las palabras sí puedan sanarnos.
Cuando llego a la parte de abajo, encuentro al señor Nadberg muy enfadado. Le tengo que abrir desde dentro, ya que he dejado la llave puesta para que no se cuele nadie.
—¿Qué se cree que hace, señorita? —Nunca lo he visto tan enrabietado; entra dando golpes con su bastón y tira con desgana la gabardina sobre el perchero—. ¿Por qué está la librería cerrada a estas horas? ¡Es inadmisible!
Tengo ganas de responderle «qué más da, no va a entrar nadie», pero me lo callo. A veces, es necesario saber cuándo contener las ganas de dar una respuesta cortante.
—Perdóneme, señor. Estaba recolocando la parte trasera de la tienda y no quería que entrara nadie… Me desconcerté con la hora. —Mi explicación no es del todo buena.
Tyresias no se molesta en mirarme. Pasea de un lado a otro como si algo estuviera mal. Espero que no sospeche que tiene un goblin durmiendo en la buhardilla; probablemente perdería la cabeza, como yo lo haría si estuviera en su lugar.
—La puntualidad es una virtud. —Suspira y se deja caer sobre la silla que hay tras el mostrador—. Qué pena que cada día más personas la den por perdida. Procura que sea la última vez que suceda.
—Lo prometo, señor.
Durante los siguientes minutos, se dedica a gastar las pocas energías que tiene en una reprimenda continua en la que reitera una y otra vez lo importante que es ser puntual, abrir la tienda a su hora y atender a los clientes —esos que no se ven por ningún sitio— con amabilidad y profesionalidad. Habla de su pasado, las horas que pasó encerrado en la librería aprendiendo el oficio de sus padres y toda la rectitud que le demostraron. Por supuesto, a lo largo de esta retahíla de anécdotas, critica a los jóvenes, los malos modales que tenemos y que todo es porque ya no se nos enseña como antes. «Vivís en las nubes», dice un par de veces antes de que yo deje de prestarle atención.
Me pierdo en mis pensamientos, en el recuerdo de un goblin malherido que habita en la planta superior y que necesita ayuda urgente. Aún no sé cómo dársela, pero, por mucho que la magia de las palabras le haya ayudado a sanar, tarde o temprano necesitará un médico de verdad. Tengo que encontrar uno, sea como sea.
Y creo que tengo a la persona idónea para encargarse de esto.
—¡Con el rey Olgadamerión iii todo era muy diferente! —sigue diciendo Tyresias— ¡Ay, si levantara la cabeza!
Creo que he perdido demasiado contexto del monólogo como para entender de qué está hablando.