Prólogo a esta edición

Podría suceder que en esto fuéramos diferentes a todos, aunque más probable se me antoja que seamos iguales a los demás. Me refiero a la costumbre, que algunos tienen por inveteradamente española, de santificar justo antes de demonizar. O, de manera igual de caprichosa, hacer justo lo contrario. Intentaré, en este prólogo, no caer ni en un exceso ni en su contrario.

Hubo un tiempo no tan lejano en el que el nombre de Manuel Chaves Nogales no le decía nada a (casi) nadie, tras su temprana muerte en el exilio, sus textos habían quedado sepultados por la historia. Hasta que empezó a fraguarse un consenso en torno a su figura, recuperada por María Isabel Cintas y Andrés Trapiello, documentada por varios estudiosos y bendecida por próceres como Antonio Muñoz Molina (“Chaves Nogales es el hombre justo que no se casa con nadie porque su compasión y su solidaridad están del lado de las personas concretas que sufren; es el que ve las cosas con una claridad que lo vuelve extranjero sin remedio; el fugitivo que se va quedando sin refugio a cada paso de su huida”) y otros. Chaves, el periodista republicano para el que la esencia de su oficio era “andar y contar”; el reportero que en el ejercicio de su profesión había viajado a la Rusia de Stalin, la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini; el biógrafo del torero Juan Belmonte; el escritor que nos había desvelado dónde estaba el maestro Juan Martínez en el momento de la Revolución de octubre; el director del diario Ahora que partió al exilio… Chaves resucitaba como apóstol de la Tercera España, epítome de la equidistancia, figura clave del periodismo y la literatura españoles de la primera mitad del siglo XX.

Ese renacer se alimentó con las obras que rescataron editoriales como Renacimiento (fundamental la tarea de Abelardo Linares en esta historia) o Libros del Asteroide, libros en torno a los cuales se suscitó una inopinada unanimidad. Y el texto que en este momento estoy prologando se convirtió en objeto de análisis y debate, mereció una adaptación radiofónica y llamó la atención de cineastas como Rodrigo Sorogoyen o Juan Antonio Bayona.

El escrutinio creciente trajo, no podía ser de otro modo, puntos de vista al principio no contemplados. Yolanda Morató (Manuel Chaves Nogales. Los años perdidos. Renacimiento, 2023) estudió su vida de exiliado en Londres, leyó centenares de artículos desconocidos por otros, y averiguó que Chaves había trabajado para el Ministerio de Información. Francisco Cánovas (Manuel Chaves Nogales. Barbarie y civilización en el siglo XX, Alianza) tachó de demagógica la adscripción del periodista sevillano a una hipotética “Tercera España”, una filiación ajena a la investigación inicial de Cintas que, según el historiador Francisco Espinosa Maestre (De cómo el pensamiento dominante lo devora todo. El caso de Chaves Nogales. Revista Pasajes), obedecía a “un proyecto de más calado con el que se pretendió ofrecer una nueva visión de la República y la guerra civil”. En su opinión, se trataba de retorcerlo todo, empezando por la obra de Chaves, para que quedara de relieve que “a partir del 18 de julio de 1936 en España no había más que dos opciones, y ninguna buena: comunismo o fascismo, y que solo mentes preclaras como la del periodista sevillano percibieron pronto que allí sobraban, ya que podían ser engullidos por ambos bandos”.

En esa misma línea, el escritor Alfons Cervera ha lamentado (“no sé si es de recibo utilizar”) que se emplee a un “inventado” Chaves Nogales para justificar la decidida apuesta por lo que algunos “llaman la Tercera España: esa España ‘inocente’ que sirve para anular el carácter político, ideológico y de clase que tuvieron el golpe de Estado fascista y la propia guerra”.

Hay más, claro. Es lo propio de esa labor de espeleología intelectual establecer y diferenciar las capas (los hombres de una pieza suelen estar hechos, como todos, de una acumulación de estratos) que configuran la personalidad y la obra de Chaves Nogales, desentrañar sus misterios en la medida de lo posible sin apriorismos, en la medida de lo posible sin prejuicios.

En ese afán, sugiero que volvamos a sus textos. Más exactamente, al que tenemos entre manos. Más precisamente aún, al prólogo que el autor firmó para la edición primera, la chilena, de A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (inicialmente, el subtítulo era más largo, añadía: Nueve novelas cortas de la guerra civil y la revolución en España, porque nueve eran los relatos agavillados).

Es ahí donde leemos: “Cuando el gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío. Ni una hora antes, ni una hora después. Mi condición de ciudadano de la República Española no me obligaba a más ni a menos”. En efecto, se fue muy pronto, en noviembre de 1936. Sus palabras suenan a excusatio non petita: ante la disyuntiva de ser acólito de unos o de otros, asesinos todos, “es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo”. Podemos entenderle, y también imaginar que muchos españoles pudieron pensar lo mismo, pero no estaban en condiciones de huir.

Enseguida también, entre enero y mayo de 1937, escribió los relatos, inicialmente descabalados, que conforman este volumen. En primera instancia, se puso a la tarea azuzado por una doble necesidad: librarse de la congoja de la expatriación y ganarse la vida, y sus narraciones vieron la luz como colaboraciones periodísticas, a veces por entregas, siempre iluminadas con fotos e ilustraciones (donde, por cierto, se escribe su apellido con z: Manuel Chavez Nogales), en periódicos y revistas de medio mundo.

La recopilación para su publicación en un único volumen también tiene fecha, la pone el propio autor: “Montrouge (Seine), junio de 1937”; es decir, cuando aún no había transcurrido un año desde el levantamiento.

En su introito, quien se define como “pequeño burgués liberal” asegura que “había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y los otros”. Y de esa afirmación muchos coligen su pertenencia a un tercer partido. Asegura que se fue de España cuando tuvo “la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar”, cuando el terror no le dejaba vivir y la sangre le ahogaba. Y por si alguien alberga dudas, lanza un “¡Cuidado!”: en su “deserción” (es la palabra que utiliza) pesaba tanto la sangre derramada por la violencia roja como la que vertían los aviones de Franco.

Chaves Nogales fija en ese prólogo una imagen a dos tintas: roja y azul. Los matices aparecen en los relatos, que tienen pretensiones de crónica periodística (“Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera”) sin renegar de la voluntad literaria (no es un mero escribir bien, hay un atrevimiento estilístico); queda al entender de cada uno si ocultación de los nombres de los personajes reales que los inspiran alejan estos retazos de vida de la realidad. Pero es ahí donde están los pillados entre los dos fuegos: Rafael, el hijo del marqués, y Julián, el maestrito de Carmona, amigos transmutados en enemigos; el veterano republicano y el caíd que pelea en el bando sublevado y que, desde sus trincheras irreconciliables, se respetan; o el tornero Daniel, en el que algunos ven un trasunto del propio Chaves, condenado por “el miedo odioso del sectario al hombre libre e independiente”. Ahí están las víctimas y los comparsas de “la bestia humana [que] había roto sus ligaduras”.

Lejos pues de los altares, lejos también de las calderas demoniacas, leamos a Manuel Chaves Nogales como lo que fue, tal y como se explicó, incluso si otros testimonios, otras fuentes, otros analistas, ponen peros a sus argumentos. Déjenme que les comparta mi percepción: yo lo veo como un periodista ávido por contar lo que, tras andar, veía; un ciudadano que, sin renunciar a sus principios, cayó en no pocas contradicciones; una figura pública comprometida con la República que, asustado, aprovechó su primera oportunidad para huir en los primeros compases de una contienda fratricida que él previó corta; un exiliado que, tal vez por miedo al juicio de sus paisanos, intentó hermosear su biografía. Y un escritor excepcional cuyos textos periodísticos son pura literatura, antecedentes de eso que dio en llamarse “nuevo periodismo” y nos remiten a las figuras de Truman Capote y Gay Talese, que en este libro retrata lo mejor y lo peor de un pueblo a garrotazos.

Léanlo con fruición, sin que la pasión les ciegue.

Eva Orúe, periodista