El primer asalto de 1991 había ocurrido alrededor de las dos de la madrugada del 5 de octubre en una rambla paralela a la carretera de Sant Climent de Llobregat, a las afueras de Viladecans, en el borde sur del área metropolitana de Barcelona. Un lugar apartado y sin iluminación donde Esther y su novio, dentro del Seat Ibiza de él, habían hecho el amor. El chico vio llegar un Ford Orion o Escort oscuro que, lentamente, los rebasó, parándose unos cinco metros por delante. Enseguida dio marcha atrás, pasó de nuevo junto a ellos, se detuvo unos metros por detrás y apagó las luces. Acto seguido, dos hombres, uno de ellos con una linterna en la mano, bajaron del coche y llegaron hasta ellos. La linterna iluminó el interior del Ibiza. Fue entonces cuando Esther los vio: uno era un hombre mayor, de unos cuarenta y cinco años, de 1,75 metros de estatura, algo obeso, que vestía una camisa y un pantalón de tergal, aunque Esther no pudo precisar de qué colores; el otro le pareció más joven, delgado y de una estatura similar, pudiendo vestir pantalón tejano, camisa blanca y un gorro blanco también; tenía los ojos saltones y oscuros, la tez morena.
El novio intentó arrancar el coche, pero uno rompió la ventanilla del conductor y lo encañonó con un revólver. Les pidieron el carné. Les preguntaron por el «otro chico» —no había nadie más y era evidente— y hablaron, en un acento sudamericano, de que los iban a llevar a la comisaría. La chica creyó que eran policías. Los asaltantes ataron al chico con las manos a la espalda y le vendaron los ojos con un trapo, aunque pudo ver, a través de un claro de la venda, el revólver con el que lo golpeaban. Le obligaron a pasarse al asiento del copiloto —su novia seguía en el asiento trasero—. El del revólver arrancó el coche de los novios; el otro se puso al volante del que traían y se trasladaron a unos huertos cercanos. Una vez detenidos, el chico permaneció amenazado en el asiento trasero, viendo cómo sacaban a su novia del coche y de pie, apoyada sobre la puerta lateral izquierda, le metían mano. Tras vendarle los ojos uno de los asaltantes se la llevó. El otro empezó a registrar el vehículo. El novio oía los gritos de su compañera. Los agresores se turnaron. El segundo volvió arrastrándola por las axilas. Ya amaneciendo, en la comisaría de Viladecans, antes de que el caso pasara al juzgado de Gavà, ella contó que la habían desnudado y violado vaginalmente, eyaculando, ambos, en su interior; y que luego ella había simulado desmayarse, por lo que los asaltantes, asustados, la llevaron de nuevo al coche y pidieron a su novio que se marcharan de allí inmediatamente después de ellos. A él le habían robado 1.700 pesetas; los atacantes dejaron anillos y esclavas en el coche. Esther tenía diecinueve años y su novio, veintiuno. Al llegar a casa de sus padres, la chica contó que dos hombres los habían atracado.
Menos de un mes después se produjo un segundo asalto muy similar. Era la noche del 31 de octubre, que en Cataluña muchos celebran comiendo castañas. En Esparraguera, un pueblo en la falda del Macizo de Montserrat, en el interior de la provincia de Barcelona, el novio de Inma había ido a recogerla a la salida de la fábrica donde trabajaba. Ella salió sobre las 22.10, se subió al Seat Ritmo de él y se pusieron en marcha hacia la antigua carretera Nacional II. En un cruce al norte de la localidad, la pareja vio detenerse por la derecha y en paralelo un turismo pequeño. Un Renault 5 blanco o gris plateado, según el chico. El conductor bajó del coche y encañonó a Inma: «No levantes la cabeza o te pego un tiro», le dijo. Un segundo hombre rodeó el Seat Ritmo, abrió la puerta del conductor y empezó a golpear al chico con un bate de béisbol. El más bajito sacó a Inma del coche y la metió en el que ellos traían. El más alto se metió en el Seat Ritmo, con el chico. Los golpes en la cabeza lo habían dejado aturdido y «sin poder creerse lo que le estaba pasando».
Los dos coches arrancaron camino de Can Roca, un descampado cercano, pero antes de llegar se desviaron a la altura de una vaquería, donde pararon. El bajito amenazó a la chica para que no levantara la cabeza, se acercó hasta el otro coche y entre ambos sacaron al chico. Le golpearon y le ataron las manos. «No lo mates todavía», oyó la chica que decía el más alto. Lo metieron otra vez en el coche, reemprendieron la marcha, volvieron a parar, a la chica le taparon la cara con su propio jersey y al chico le vendaron los ojos, y volvieron a arrancar, hasta que se detuvieron y apagaron las luces. «Quítate los pantalones, sin hacer ningún movimiento raro, que te mato», dijo el más bajito. Medía entre 1,71 y 1,75 metros, más bien grueso, tenía poco más de cuarenta años, el pelo moreno y, según la chica, bigote. Ella se quitó los pantalones. La hizo salir y ponerse de pie, mirando al Renault 5. Se acercó adonde estaba el otro con el chico. Él no vio cómo registraban el bolso de su novia, pero se lo imaginó por el ruido que hacían. Notó un olor a quemado, que supuso que venía de algo que los dos asaltantes habían encendido para alumbrarse. Tampoco sabía lo que le estaban haciendo a su novia, aunque imaginó que la estaban violando. El alto, no más de 1,80 metros, algo más joven, entre treinta y cinco y cuarenta años, y que, según el chico, era el que tenía el bigote, se marchó en cuanto volvió el bajito para relevarlo. Al terminar llevaron a Inma de vuelta al coche de su novio. Le advirtieron que no arrancara ni hiciera nada hasta que ellos hubieran traspuesto por detrás del bloque de pisos que le señalaron a lo lejos. El alto, que según Inma había sido menos brusco, como si no quisiera hacerle daño, le devolvió la chaqueta de su novio y le chocó la mano para despedirse. Cuando los perdió de vista, Inma miró al asiento trasero, donde estaba su novio «quejándose flojito», maniatado y con los ojos vendados. Lo desató. Que tenían que ir al médico, le dijo él. Ella arrancó, sin saber por dónde salir. Condujo atravesando el campo labrado y tomó un camino en dirección a Esparraguera. A la entrada del pueblo se cruzaron con un primo de Inma que estaba esperando a su novia y que fue quien los llevó al hospital.
Aquella noche, en el cuartel de la Guardia Civil de Martorell estaban celebrando la castañada. Había cena, música y cubatas. Martorell, treinta kilómetros al interior de Barcelona, es un cruce de caminos por donde pasan la autovía que une Madrid y Barcelona (A-2) y la autopista del Mediterráneo (AP-7), así como las vías de Renfe y de Ferrocarriles de la Generalitat. Un cuarto de hora después de medianoche, la llamada telefónica de una patrulla interrumpió la fiesta con la noticia de que en el hospital San Juan de Dios acababa de ingresar una pareja a la que dos hombres habían asaltado en Esparraguera, el pueblo de al lado. Eran Inma y su novio. Dos agentes de la Policía Judicial fueron al hospital. El agente Reyes Benítez, que tenía veintiséis años, uno más que las víctimas, y era vecino de una hermana de Inma, se quedó en el cuartel.
En 1991 Reyes Benítez, 1,74 metros de altura y 62 kilos de peso, llevaba apenas un año en la Policía Judicial, que se encarga de las investigaciones de los juzgados. Había entrado en la Guardia Civil en 1982, en una España con mucho paro, mucha laca y muchas ilusiones en construcción. La ilusión de Benítez era la investigación policial, pero el paro pesaba más, así que con diecisiete años se metió en la Guardia Civil para hacer la mili. Él y sus tres hermanos habían nacido en Agudo, un pueblo de Ciudad Real, y con su familia había emigrado a Cataluña diez años antes, en el final de la dictadura. En 1986, con veintiún años, se casó y se compró un piso en Esparraguera, a diez kilómetros del cuartel de Martorell, sede del Equipo de Policía Judicial en el que trabajaba aquel otoño de 1991. Entre la boda y la castañada, había pasado dos años en el País Vasco, preceptivo destino que la lucha contra el terrorismo etarra imponía entonces.
—Una de sus hermanas era vecina mía —me contó Benítez—. A Inma la agarraron de forma muy extraña. Además era una mujer separada. Tendría entonces veintiocho o veintinueve años. [Tenía veinticinco.] Tiene que ser de la edad de mi mujer o un poco mayor. Son hijos de emigrantes, pero son del pueblo. De cuando Esparraguera era un pueblo de nueve mil habitantes, que nos conocíamos todos. La chica había cobrado. Estamos hablando del día treinta y uno, fíjate. Había cobrado porque me acuerdo que le robaron el sueldo, que llevaba en un sobre. Igual a ella la vieron salir del polígono, la siguieron y tal. Y se los llevaron a un sitio... Joder, pasaron por la puerta de mi casa. Por la misma puerta. Porque yo vivía en ese barrio. Barrio Can Cumellas, que es el norte de la localidad. Y la llevaron a un campo de almendros y olivos. Y ahí la violaron. Sobre el capó del coche. Y, pues lo de siempre: que os vamos a matar, que somos policías, lo de siempre, ¿no? Y cuando se fueron, tomaron las llaves y las tiraron... Pues a lo mejor tardaron una hora o dos en encontrar las llaves... Ya te digo: yo los conocía. Y de hecho, con ella seguí teniendo incluso más trato. Porque yo con esa chavala, pues había hablado lo que hablas con alguien de tu pueblo. Pero luego, a raíz del caso, ya te saludas por la calle, ¿no? Que antes no te saludabas siquiera. Porque, joder, pues no te saludas con todo el mundo, ¿no? Son un chorro de hermanos. Una hermana suya, la mayor, vivía en el primer piso donde yo viví de casado, en la misma calle, que era una calle al final del pueblo, sin salida y tal. O sea que sabía quién era, ¿no?
En los dos primeros asaltos de los que hay registro los agresores violaron a la chica, pero no ocurrió así en todos los casos. En una misma noche podían robar un bolso de un tirón a una señora de sesenta años y, media hora después, violar a dos quinceañeras. Tampoco usaban siempre el mismo vehículo, ni siquiera uno cada noche. Sin embargo, el Renault 5 gris que probablemente habían usado en Esparraguera se convirtió en el más habitual, un turismo pequeño con el que recorrían carreteras secundarias y caminos de las afueras de pueblos y pequeñas ciudades de Tarragona, Barcelona y Girona. Lo habían robado dos días antes.
El 29 de octubre por la tarde, su dueño, José Manuel Gago Suárez, de veintidós años, había salido a repartir con la furgoneta de la carpintería donde trabajaba en Sant Pere de Vilamajor, un pueblo del interior de la provincia de Barcelona de unos mil cien habitantes, según el censo. Un camino particular llevaba hasta la Fustería Sant Pere, situada a las afueras. La carpintería ocupaba una antigua casa de campo en las faldas del Montseny, el macizo de la cordillera prelitoral catalana que acoge el parque natural del mismo nombre, en el límite de las provincias de Barcelona y Girona. Gago había dejado aparcado su Renault 5 GTX, gris plata, abierto y con las llaves puestas. Era su costumbre y la de sus compañeros. «No había vecinos cerca», me dijo la primera vez que hablamos por teléfono. «Yo siempre llegaba, lo metía de culo en el taller y lo dejaba de frente ya para salir», añadió dos años después.
Aquella tarde, cuando volvió de repartir, el coche no estaba. Su jefe le contó que dos hombres se lo habían robado. Que él y uno de sus compañeros habían intentado seguirlos con otro coche de la empresa, pero que los ladrones, uno conduciendo su Renault 5, el otro el vehículo en el que habían llegado sobre las cinco de la tarde, habían huido. Gago denunció el robo en el puesto de la Guardia Civil de Llinars del Vallès, detallando lo que se habían llevado con su R-5: la documentación completa del vehículo, su carné de conducir, una tarjeta de crédito, las llaves de casa y un radiocasete con amplificador.
El domingo 3 de noviembre hubo cuatro asaltos, ninguna violación consumada. El itinerario criminal de aquella noche, sin embargo, dejó algunas señales sobre el modus operandi que cuatro años después se revelarían clave para localizar a los autores de la ola de violaciones idéntica cometida en la primavera de 1995. Esta señal en particular: los asaltantes, que usaban coches pequeños para recorrer los pueblos y las afueras de las ciudades, cambiaban de vehículo en Terrassa, una ciudad a 30 kilómetros de Barcelona cuyo número de habitantes supera al de muchas capitales de provincia. Allí se movían con una furgoneta.
Pero nada de esto se sabía entonces. En el otoño de 1991, la corriente principal de la investigación fue creciendo sobre la marcha, acumulando hechos y deshechos, y los atestados y las diligencias de investigación acabarían desembocando cada uno en un juzgado distinto, cuando no perdiéndose por el sumidero de cuarteles y comisarías de las tres provincias catalanas que dan al mar.
Los dos primeros asaltos de aquel domingo tuvieron lugar en los alrededores de Vilafranca, al sur de la provincia de Barcelona, y los asaltantes viajaban, según la descripción de un testigo, en un coche; en el tercero, ocurrido en un polígono a las afueras de Terrassa, conducían una furgoneta con una puerta lateral corredera, según Yolanda, la víctima a la que retuvieron, pero a la que no llegaron a violar, y dejaron abandonada en el arcén. En el cuarto asalto de esa misma noche, cometido en Tordera, a 75 kilómetros de Terrassa hacia el norte de la provincia, bordeando ya la de Girona, los asaltantes llegaron, de nuevo, al volante de un vehículo pequeño, en este caso un Renault 5 gris plateado. Es probable que hubieran cambiado otra vez de vehículo en Terrassa. Lo que es seguro es que, poco antes de la medianoche, los clientes del Stick Bar de Tordera vieron entrar a un chico desnudo, pidiendo ayuda y diciendo que estaban violando a su novia. Dos coches salieron hacia el Parque de la Amistad, con el chico montado en el que encabezaba la marcha. Mientras, según el atestado, en el parque donde habían aparcado el coche, el agresor pidió a la chica que llamara a su novio, al tiempo que le tocaba los pechos y el cuerpo entero. El asaltante del bigote pidió al otro que metiera a la chica dentro del Renault 5. Enseguida, el ruido y las luces anunciaron los coches que estaban llegando desde el Stick Bar. La chica, que echó a correr, se clavó en el pie un cristal de la ventanilla que había en su zapato. Los asaltantes se subieron al Renault 5 y en la huida chocaron con el vehículo que se había cruzado en el camino para detenerlos. Los chicos declararon que los asaltantes —uno de 1,65 metros de altura y gordo, el otro con bigote—, por el acento, podrían ser sudamericanos. El coche cruzado en mitad del camino recibió en la puerta del conductor el golpe que el Renault 5 se llevó en el frontal, junto al faro izquierdo.
Entre Esparraguera, el pueblo donde se había producido el asalto de la noche de la castañada, y Olesa de Montserrat hay unos tres kilómetros. A las 20.30 horas del martes 5 de noviembre, la joven Marcela estaba con una amiga en un taller de la calle Trasera de esa localidad, donde trabajaba un amigo, para que este engrasara la cadena de su motocicleta. Media hora después, Marcela y su amigo acompañaron a la otra chica a recoger su coche, y ellos se fueron al gimnasio que había entonces en la carretera de Manresa. Estaba cerrado, así que se quedaron charlando con una prima de Marcela, hasta que sobre las diez de la noche se marchó. Los dos amigos decidieron dar una vuelta, cada uno en su moto, y probar de paso la cadena engrasada. Acabaron aparcando junto al Instituto de Bachillerato de Olesa, en un camino que llevaba a la vieja fábrica de Can Vila Pou, y se pusieron a hablar. Sobre las 22.30 horas, un coche blanco con un alerón doble a media altura de la luna trasera pasó de largo hacia la fábrica. El chico, pensando que era una pareja de novios, no les prestó atención.
—A la chica de Olesa yo la conocía —recordó muchos años después Reyes Benítez—. Cuando la violaron, tendría la chiquilla unos dieciséis o diecisiete años. [Marcela había nacido en 1970 y tenía veintiún años.] Era una chica, y seguirá siendo, muy guapa. Una criatura. Guapa. Y trabajaba de camarera en un bar de Esparraguera. Yo la conocía de eso. Pues guapa, joder, que te fijas en ella. Pero nunca había hablado con ella. Bueno, sí, había hablado con ella lo de siempre: ponme una cerveza, ponme un cubalibre. Pero Marcela tenía que ser más joven. Porque cuando les pasó eso iban ella y el chico en moto. En un vespino, que es lo que se utilizaba entonces. Cada uno en el suyo. Y estaban en las afueras del pueblo. De hecho, Marcela es la única chica, de todos los casos que yo he conocido, a la que no trasladaron en coche. Y aun así la cambiaron de sitio. Pero andando. Al chaval le habían pegado con un palo o algo en la cabeza. Era una de las cosas fijas en todos los hechos... Había violencia gratuita. Yo me acuerdo más de la imagen del chaval con la cabeza vendada... Creo que es en el hospital. Claro que yo en el hospital de Martorell habré estado cincuenta o sesenta veces por razones de trabajo, ¿sabes? Con Inma —la chica de Esparraguera— desde aquello no he vuelto a hablar sobre el tema. Pero con Marcela se habló más.
Jueves, 7 de noviembre de 1991, 20.00 horas. Una parada de autobús junto al casino de Sant Feliu de Llobregat, esquina sur del área metropolitana de Barcelona. Dos amigas adolescentes esperan para volver a casa. Marta estudia auxiliar de enfermería y tiene catorce años; su amiga Gabriela, a la que ha conocido hace un mes en el instituto de Formación Profesional, quince. Un coche pequeño se acerca ocupado por dos hombres que se paran y les ofrecen llevarlas hasta Cornellà, que es donde viven. Ellas aceptan. El copiloto baja del coche, dobla su asiento y las dos amigas se suben a la parte de atrás. Es un Renault 5 de dos puertas, gris plata. Los hombres, nada más subir ellas al coche, dicen que son «moros». El coche tiene una bandeja cubriendo el maletero; la tapicería es gris con franjas verticales negras y una franja horizontal roja, más estrecha, que la bordea, y tiene tres relojes no horarios en el cuadro y uno horario en la parte baja, junto al cenicero. Por la carretera de Sant Joan Despí, pregunta el conductor: «¿Cómo os montáis en un coche con las cosas raras que pueden pasar?». Las chicas, sorprendidas, piden bajarse. El conductor se niega: «Vamos a esperar a una cuñada suya», dice, refiriéndose al copiloto. Marta va sentada detrás del conductor y ve su cara reflejada en el retrovisor: tiene los ojos achinados, pequeños, marrones, oscuros y prolongados y con arrugas por la parte de fuera. De unos cuarenta o cuarenta y cinco años, 1,70 metros de altura, complexión normal, con entradas, lleva una chaqueta de cuero marrón y guantes de lana. Marta oye que habla español con acento cuando se dirige a ellas y árabe o similar cuando habla con el copiloto. Lleva un reloj con pulsera metálica, de plata o acero. El acompañante tendrá unos veinte o veinticinco años, es algo más alto que el conductor, puede que algo gordito, y tiene la cara ancha, con señales como de haber pasado la viruela; el pelo moreno, corto, liso y caído sobre la frente, cejijunto y muy pobladas las cejas, y los ojos pequeños y muy rojos; lleva guantes de cuero y cazadora negra.
A la altura del barrio de la Fuensanta el conductor se desvía metiéndose por una calle. Marta y Gabriela viven más adelante, así que piden explicaciones. Callejeando, sin que medie respuesta, salen a un descampado. Toman un camino lleno de baches por el que se cruzan con dos coches, antes de entrar en una calzada donde Marta recordará haber leído «Carretera de Sant Boi» en un cartel. Las chicas gritan que las dejen bajar. «Vamos a hacer algo con vosotras», dice el conductor. Gabriela piensa que les van a robar. Después de varias vueltas embocan un camino; el Renault 5 avanza rozando las ramas de algunos árboles. La casa junto a la que se paran, entre huertos, no tiene luz. El conductor apaga el motor y los faros. Primero parece una propuesta. Ellas se niegan. Marta se da cuenta de que las van a violar. El conductor entrega al copiloto una pistola, pequeña y con algo parecido a un silenciador, y sale del coche: «Mátalas si quieres», le dice. El copiloto, que las amenaza con una navaja, intenta golpear a Gabriela con una porra de madera que lleva, aunque su amiga logra evitarlo. Marta llega a poner un pie en el suelo, pero el conductor, que está fuera, le cierra el paso con la puerta. Las golpean con la porra y un bate. Marta sangra por un labio partido. El conductor la saca del coche. Gabriela procura fijarse en los agresores, de «aspecto agitanado». La matrícula, recordará, es B-7661-FW. El copiloto se queda con ella dentro del coche, donde la viola. Fuera, el conductor viola a Marta, apoyada contra el Renault 5 y con algo puesto en la cabeza, seguramente su propio jersey. Marta queda semiinconsciente.
Cuando vuelve en sí, se ve ensangrentada y andando con su amiga por una carretera. Un automovilista las recoge y su esposa las conduce a casa de Gabriela. Sus padres las llevan al hospital de Bellvitge, donde Marta llega con traumatismo craneoencefálico y vómitos, un corte en el labio y un golpe en el pómulo derecho. Gabriela tiene contusiones en la tibia derecha, a media altura, y en el codo y pómulo derechos. Tras pasar por el hospital, ambas entregan su ropa en comisaría.
Con el mismo Renault 5 y con la misma matrícula falsa, los asaltantes bajaron a la provincia de Tarragona dos días después, el sábado 9 de noviembre. Álex, uno de los chicos asaltados aquella noche en La Secuita, muy cerca de la actual estación Camp de Tarragona del Ave, seguía recordándolo muchos años después. Desde Tarragona se tarda un cuarto de hora por carretera hasta el pueblo de La Secuita: un puñado de casas blancas y ocres, del que despunta una pequeña iglesia, sobre una falda de cultivos, almendros y avellanos. A mitad de ese último tramo de subida y a mano izquierda, a la carretera le sale un codo estrecho y de piedras, un camino breve que se mete en un pinar frondoso y rectangular. El caminito desemboca —Álex sigue sin entender cómo los vieron— en el viejo campo de fútbol del equipo local, hoy abandonado. La pared de la única grada lateral está cuarteada por la maleza; la pintura de los anuncios, descolorida; la cancha, enredada de matojos, y la basura, amontonada. Solo los oxidados esqueletos de las porterías mantienen el viejo orden rectangular del campo. En 1991, tampoco acogía ya los partidos del club local, descolgado de las competiciones oficiales, según Álex.
Entonces el campo tenía dos usos principales. Durante el día, los chavales del pueblo iban allí a jugar al fútbol. Por la noche no era raro, sobre todo los fines de semana, que sirviera para que chicos y chicas, mejor si en parejas, se buscaran y charlaran a oscuras. A eso fueron Álex y su amigo, dos quinceañeros del pueblo, con Sonia y Raquel, dos amigas de Barcelona, de quince y catorce años respectivamente, que pasaban el fin de semana en sus casas de La Secuita. Llegaron en moto desde casa de Sonia, donde ellas habían cenado. De camino habían comprado dos paquetes de tabaco en el bar del centro del pueblo. Aparcaron las motos y se sentaron junto a la portería más alejada de la entrada, al fondo del pinar. Eran alrededor de las once de la noche cuando vieron llegar un coche que se acercó, más o menos, hasta la mitad del campo, según Álex. Las luces largas los deslumbraban. Era un Renault 5 gris metalizado del que bajaron dos hombres armados con un palo de madera, como un bate, y un revólver, y dándoles el alto. «Policía», gritaron. El del revólver se alumbraba el arma con una linterna. Álex veía las dos siluetas recortadas por un hilo de luz contra la oscuridad. Dejaron el revólver en el coche y les pidieron la documentación, añadiendo que «se los tenían que llevar». Empezaron a golpearles con el palo, gritándoles que se tiraran al suelo, bocabajo. Les ataron las manos a la espalda y les quitaron las carteras. A las chicas les taparon los ojos. Habían metido a los cuatro en el asiento trasero cuando, por el camino de la entrada, apareció una luz redonda. Eran dos amigos del pueblo, que llegaban en moto. Al ver el Renault 5 pensaron que era el del Tete, un amigo común de La Secuita, y aparcaron la moto delante del coche. Les llamó la atención el golpe que tenía en la aleta frontal, junto al faro izquierdo. El cristal estaba roto. La bombilla, intacta, seguía encendida. Ellos nunca supieron muy bien de dónde habían salido los dos hombres que se les plantaron delante. Los golpearon y les ataron las manos con una bufanda. Los metieron a los dos en el maletero, pero, como la puerta no cerraba del todo, desataron a uno, lo sacaron y lo metieron a los pies del copiloto, encañonado. Arrancaron, buscaron la otra salida del campo y tomaron de nuevo la carretera, dirección La Secuita. Enseguida se desviaron metiéndose por el camino que lleva al Mas del Hereguet. Circularon unos cincuenta metros más y detuvieron el coche en un campo de avellanos.
Los asaltantes sacaron a los seis chavales del vehículo. Ataron a los cuatro chicos detrás del coche, tumbados sobre el suelo, bocabajo y pierna con pierna: para unos emplearon las gomas de la bandeja que cubría el maletero; para los otros dos, los jirones de una camiseta interior de tirantes. Los agresores hablaban entre ellos: uno le pedía al otro que tuviera cuidado no se le escapara un tiro, al tiempo que amenazaba a los cuatro amigos con pegárselo él mismo si no se estaban quietos. Habían renunciado a pasar por policías; en algún momento empezaron a decir que eran «moros». Les palparon el cuello y las muñecas buscando joyas y relojes. A uno de los chicos le rajaron el anorak con una navaja, para quitarle el reloj. Uno se llevó a Sonia entre los avellanos, a través de cuyo enramado Álex veía cómo el agresor la desnudaba y la manoseaba. El violador, al que Sonia describió como de baja estatura, 1,65 metros aproximadamente, de unos cuarenta años, gordito, piel oscura, barriga, pelo corto y liso, ante la resistencia de la chica, le dio varias patadas. A Sonia le pareció que hablaba una lengua extranjera, posiblemente norteafricana. Vestía una cazadora negra y un pantalón de pana. Del otro solo dijo que tenía bigote. Ese otro había metido a Raquel dentro del coche. Luego acabó violándola delante del coche. «Mira cómo la tengo de dura», oían los chicos, sin ver a Raquel, que le gritaba. La golpeó repetidas veces, más cuanto más repetía Raquel, ante sus insistentes preguntas, «que no lo había hecho nunca». Le pegaba y le gritaba mentirosa. Era, según Raquel, de 1,65 metros de altura, de unos cuarenta años, con el vientre saliente, pelo negro, ojos oscuros y redondeada la cara. Luego dejó que se vistiera y la echó encima de los cuatro amigos, detrás del Renault 5. Los chicos evitaban mirar, porque el otro estaba violando, ahora delante de ellos, a Sonia. Álex, que estaba en el suelo atado justo debajo de la matrícula, la memorizó: B-7661-FW.
Los violadores se marcharon poco antes de la una de la madrugada. Sonia, que había perdido un zapato, de piel, negro y con hebilla, al subirse las bragas, notó cómo un líquido le bajaba, al parecer, de la vagina. Les habían dicho que volverían en una hora y que los esperaran, porque si no los matarían. Los chicos desobedecieron inmediatamente: el primero que consiguió soltarse cortó las ataduras de los otros con un mechero. Juntos fueron a avisar a sus padres. Los de Sonia, que a la mañana siguiente acompañaron a su hija y a Raquel durante la visita al hospital Juan XXIII de Tarragona, hicieron constar ante el juez sus protestas por el trato del ginecólogo que las atendió, «que trataba a las niñas como si fueran unas frescas».
Los asaltantes continuaron viaje, según la reconstrucción policial, por carreteras secundarias del norte de la provincia de Tarragona, ya en la madrugada del domingo 10 de noviembre. Al llegar al puente de la autopista AP-2 que cruza la carretera de La Bisbal del Penedès, hay un camino de tierra que sale a mano derecha. Los agresores debieron de ver, al fondo de ese desvío, un vehículo. Era el Citroën del padre de Octavia, que junto a su novio habían aparcado pocos minutos antes y habían apagado las luces. El novio de Octavia se fijó en un coche que, circulando por la carretera, frenó apenas rebasado el cruce del camino, dio marcha atrás y entró en la pista donde estaban ellos aparcados, alrededor de la una y cuarto de la mañana. Era el Renault 5 de color claro, que se detuvo sin apagar las luces y bloqueando la salida. La pareja se extrañó. Cuando se quisieron dar cuenta, había dos hombres con la cara tapada con una media asomados a la ventana del copiloto. Dos hombres armados con un revólver, una barra de hierro y un palo de madera, que encañonándolos y alumbrándoles la cara con una linterna —«para no ser reconocidos», según la chica— les pedían que abrieran la puerta. Ellos se negaron. Uno de los asaltantes golpeó entonces el coche con la barra de hierro, el chico bajó un poco la ventanilla y les dio el dinero que tenía, unas mil pesetas. No dejaron de amenazarlos y exigirles que salieran del vehículo hasta que entreabrió su puerta. Lo sacaron y lo tiraron al suelo. Medirían 1,70 metros, eran robustos y tenían la voz ronca, según el chico. Bocabajo, le quitaron el cinturón y le ataron las manos a la espalda. Octavia, que seguía en su asiento, aprovechó para quitarse el reloj y algunos anillos y esconderlos dentro del coche. Le quitaron lo que le quedaba a la vista: un anillo con un sello de oro, un aro de comunión, como una alianza, y otro con una perla blanca y con puntas y dos cadenas de oro, una de ellas con un escapulario y una cruz. En el escapulario se podía ver la Virgen de Montserrat por una cara y el Sagrado Corazón por la otra; la cruz llevaba grabadas las iniciales y la fecha de nacimiento de su novio. Él tenía veintitrés años. Ella, veintiuno. El más tranquilo de los asaltantes, que parecía el cabecilla, se metió en el coche y con la mano derecha le volvió a Octavia la cara hacia el cristal. Arrancó y movió el Citroën unos veinticinco o treinta metros, alejándose del cruce y del Renault 5. El otro arrastró del cuello al novio hasta llegar otra vez a la altura del Citroën. Le ataron los pies con una camiseta y, de nuevo bocabajo sobre el suelo, le taparon la cara con su propio jersey. Lo registraron varias veces buscando dinero, pero ya solo le quitaron un reloj Racer con cronómetro. El más tranquilo se metió de nuevo en el coche con la chica. Hablaba bastante bien castellano. La chica le preguntó si era marroquí. «Sí», le respondió él y añadió que hablaban en «saja». Octavia consiguió hablar un poco con él. «Dijo que llevaban tres o cuatro años en España», declaró. El otro permaneció fuera golpeando a su novio. No fueron más de cuatro o cinco minutos, el tiempo que tardó en salir su cómplice del vehículo para relevarlo. El segundo que la violó, más nervioso y que apenas hablaba, tardó más, como unos ocho minutos. Octavia no opuso resistencia, por lo que ni ella ni su ropa presentaron signos de violencia física. Para ella, ambos eran aproximadamente de 1,60 metros de altura, con voz ronca, pelo corto, oscuro, complexión fuerte, de entre treinta y treinta y cinco años, y llevaban cazadoras de piel. Uno de ellos tenía los rasgos de la cara muy resaltados. Cuando terminaron, arrancaron el Renault 5 y salieron a la carretera quemando ruedas. El chico se quitó el jersey que le cubría la cabeza y vio a su novia. Se desató las manos lo más rápidamente que pudo y, con los pies atados todavía, se acercó a ella: «Le pregunté qué le habían hecho y me contestó que la habían violado los dos, que no había opuesto resistencia para que no le pasase nada. Decidimos que ella se quedara en el lugar de los hechos y yo me fui a buscar ayuda a La Bisbal del Penedès, a casa de unos familiares», declaró.
Los amigos de La Secuita, asaltados unas horas antes en el campo de fútbol, acudieron esa misma noche a declarar al puesto de la Guardia Civil de El Morell. Octavia y su novio, al de El Vendrell. Los equipos de Policía Judicial y las patrullas de servicio de Tarragona y Barcelona fueron avisados. Reyes Benítez y otro compañero aparcaron su Talbot Horizon blanco, «más viejo que la hostia», en un cruce de Molins de Rei.
—El cruce de la A-2, con la [nacional] 340, que se llama el cruce de Cuatro Caminos. Nos plantamos allí a ver si pasaba el coche. Estábamos haciendo un servicio preventivo de noche. Con un coche camuflado. Y vino una patrulla por detrás, pistola en mano, y aunque les dijimos que éramos guardias, un poco más y cobramos. Ellos también estaban a la espera y vieron a dos tíos metidos en el coche y fueron a por nosotros. Tarragona había dado el aviso y nosotros nos pusimos allí a esperarlos. Que ya se sabía que era el Renault 5.
Pero el Renault 5 «no pasó».
La mañana del lunes 11 de noviembre de 1991, ni la Guardia Civil ni la Policía Nacional manejaban ningún sospechoso. Desde el 5 de octubre, se tenía registro de siete noches de asaltos, robos y violaciones, entre ellas las de cuatro menores de edad. En la comisaría de Esplugues de Llobregat, donde las dos amigas de Cornellà, Marta y Gabriela, habían denunciado su violación, la Policía Nacional redactó un escrito para intentar coordinar la investigación.
El texto se envió a las 15.40 horas por télex a las comisarías de Policía Nacional de la provincia de Barcelona, así como a la Brigada Provincial de Policía Judicial, lo que incluye también a agentes de la Guardia Civil. El asunto fijaba como objetivo la «localización de dos individuos autores de varias violaciones». El télex, todo en mayúsculas, decía así:
ENTRE LAS 20 H. Y LAS 22 H. DEL DÍA SIETE DE LOS CORRIENTES, GABRIELA Y MARTA, AMBAS DOMICILIADAS EN CORNELLÀ DE LL., HAN SIDO VÍCTIMAS DE VIOLACIÓN POR PARTE DE DOS INDIVIDUOS DE RAZA MARROQUÍ O SIMILAR QUE UTILIZABAN UN VEHÍCULO MARCA RENAULT-5 COLOR GRIS PLATEADO, MATRÍCULA B-7661-FW. ESTA MATRÍCULA ES FALSA, CORRESPONDIENDO A UN TURISMO SEAT 131. EL MISMO VEHÍCULO Y LOS MISMOS AUTORES, EN LA NOCHE DEL 9 AL 10, TAMBIÉN DEL PRESENTE MES REALIZARON SENDAS VIOLACIONES EN TARRAGONA Y LA BISBAL.
LOS MISMOS INDIVIDUOS SON PRESUNTOS AUTORES DE MÚLTIPLES VIOLACIONES [EN] DISTINTAS POBLACIONES DE LA PROVINCIA DE BARCELONA, ENTRE LOS DÍAS 31-10-91 Y EL ACTUAL, UTILIZANDO SIEMPRE VEHÍCULOS DE TAMAÑO PEQUEÑO DE DISTINTAS MARCAS Y CON DIFERENTES MATRÍCULAS —SOSPECHAMOS QUE SIEMPRE FALSAS—.
SIEMPRE LLEVAN CONSIGO UNA PISTOLA, UN BATE DE BÉISBOL Y UNA PORRA COMO LA UTILIZADA POR LA POLICÍA, CAUSANDO SIEMPRE LESIONES A LAS VÍCTIMAS.
La descripción de los autores era:
1. DE 40-45 AÑOS DE EDAD, 1,65-1,70 DE ESTATURA, COMPLEXIÓN NORMAL, [...] PUEDE QUE ALGO OBESO, PELO CASTAÑO OSCURO —PUEDE TENER ENTRADAS MANIFIESTAS—, LISO Y CORTO, OJOS ACHINADOS, PEQUEÑOS, COLOR MARRÓN OSCURO, HABLA ESPAÑOL CON ACENTO.
2. DE 20-25 AÑOS DE EDAD, DE 1,70-1,73 DE ESTATURA, COMPLEXIÓN NORMAL, PELO NEGRO, LISO Y CORTO, CARA REDONDA —AL IGUAL QUE EL ANTERIOR—, CICATRICES EN LA CARA DE HABER SUFRIDO LA VIRUELA O SIMILAR, OJOS PEQUEÑOS, CEJIJUNTO Y POBLADAS, NO HABLA ESPAÑOL, AL PARECER. AMBOS SON MORENOS, SI BIEN EL JOVEN LO ES EN PARTICULAR.
INTERESA:
LA DETENCIÓN DE DICHOS INDIVIDUOS, Y DE SER HABIDO [SIC] EL VEHÍCULO SIN LOS OCUPANTES, REALIZAR LA ESPERA, DANDO INMEDIATA CUENTA A ESTA COMISARÍA —GRUPO P. JUDICIAL—.
Finalmente añadía un dato que podía ayudar a identificar el coche:
EL VEHÍCULO PUEDE LLEVAR UN GOLPE EN SU PARTE DELANTERA IZQUIERDA, A LA ALTURA DEL FARO.
Ese mismo lunes, en la comisaría de la Policía Nacional de Terrassa, además del fax policial, recibieron la ficha de registros de una pensión de la ciudad en la que durante el fin de semana se habían alojado dos marroquíes.