INTRODUCCIÓN

No podemos hablar de la obra de Frida Kahlo sin hablar de su vida, porque se mezclan y retroalimentan. La artista vive a través de su pintura, y esta le salvó la vida. Frida pasó la mayor parte de sus 47 años en este mundo haciéndole frente al dolor, pero también gozando, disfrutando, amando. Su columna rota en un terrible accidente vial fue el vehículo para, paradójicamente, consolidar su propia estructura vital.

Pintaba acostada, parada, sentada, pero siempre mirando. Se observaba en el espejo para plasmarse en sus autorretratos; también para analizarse, conocerse y concebir un mundo de personajes y escenarios misteriosos y cargados de autenticidad. Miraba a su entorno familiar y amistoso para aprender de este, rendirle tributo y hasta perdonar sus traiciones. A Diego Rivera, para vivir un amor inconmensurable, indefinible. A su México querido, para denunciar injusticias. Y al mundo de entonces, para retarlo y sorprenderlo. Frida miraba, investigaba, leía, sentía, y en ese transitar se volvió una de las artistas con mayor reconocimiento de todos los tiempos.

Apoyó la Revolución mexicana, pero sobre todo fue ella misma una revolución en todos los aspectos de su vida. Amó libremente, rompió tabúes sobre el cuerpo y la sexualidad femeninos, se codeó con los personajes más grandes de su época. Era desfachatada para expresar sus opiniones, e intrigaba a la sociedad de su tiempo, que buscaba entrevistarla y fotografiarla.

Dueña de una personalidad apabullante, complementaba su presencia con sus vistosos vestidos de tehuana, elaborados peinados, múltiples joyas, su inconfundible uniceja, bigote y su forma casi teatral de mostrarse al mundo. No dejaba indiferente a nadie. Los transeúntes y los automóviles se detenían al verla pasar; el auditorio enmudecía al verla entrar; hacía honor a la frase «acto de presencia». Ella se sabía distinta y buscaba destacarlo.

Su simbolismo nos deja preguntas. Sus cartas y el diario que inició en sus últimos años de vida nos dan algunas respuestas pero, como buena creadora de historias, las variaba según la audiencia y el ánimo. Lo que sí sabemos es que no se identificó con estereotipo alguno. Se quiso encasillar su arte como surrealista, pero rechazó identificarse con este movimiento. El feminismo la reclama para sus filas, aunque ella nunca fue parte de ellas formalmente —en algunos aspectos de su vida por supuesto que lo fue, y seguro hoy lo declararía orgullosa.

En su pintura, Frida presenta complejos símbolos y contradicciones, alegrías que se combinan con desgarradoras escenas. Como ella misma dijo, pintaba su vida porque necesitaba hacerlo para expresar y, al mismo tiempo, controlar sus sentimientos. Frágil y valiente, lo mostraba todo, pero con detenimiento. No era una pintora improvisada. Era muy culta, una ávida lectora que investigaba rigurosamente para luego pintar con minuciosidad. Así, ilustraba aquello que no vemos pero, sobre todo, lo que no queremos ver. Nos revela (y rebela) a nosotros mismos.

Hoy seguimos hablando de sus amoríos, de su coraje y su permanente transgresión. ¿Sería igual si no hubiera sufrido el accidente? Nunca lo sabremos, lo que sí es claro es que Frida vivió intensamente y lo expresó. Le dijo a quienes amaba lo que sentía por ellas y ellos. Actuó sobre sus sentimientos y pasiones con libertad. Eso no lo hace más fácil, pero sí lo hace auténtico.

Para un mundo cada vez más impersonal como el actual, de vidas aparentemente perfectas e imágenes retocadas, Frida nos confronta con la maravilla de la autenticidad. En su vivir sin filtros reafirmó su unicidad. Y en ese camino nos enseñó cómo es vivir plenamente, a la luz de nuestros múltiples colores.

En las siguientes páginas nos adentraremos en este mundo único. Frida está hoy más vigente que nunca, no porque su imagen se haya vuelto una fuente inagotable de inspiración en el imaginario popular, sino por la forma en que vivió, pintó y amó. La mejor manera de rendirle homenaje a esta mujer descomunal, símbolo de resistencia y empoderamiento, es conociéndola de verdad.