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Florencia, 1938

 

Con un gesto tantas veces antes repetido, Ava se retiró del rostro un mechón rebelde de cabello trigueño que amenazaba con interponerse entre ella y el pequeño bloc de dibujo sobre el que se inclinaba, lápiz en mano, con la devoción de un copista benedictino.

Junto a ella, Manuela ojeaba un ejemplar de tapas raídas de la Odisea que había rescatado del fondo de una de las librerías de la biblioteca, donde le costaba encontrar buenas lecturas entre los tratados de cocina y costura. Pero en realidad no estaba prestando atención a las andanzas de Ulises, sino que seguía sin perder detalle los fluidos movimientos de las manos blancas de Ava; los trazos que recorrían el papel revelando poco a poco el contorno de una criatura tan hipnótica y desafiante como su creadora.

—¿Es un hada? —preguntó por fin.

Ava no levantó los ojos del dibujo, el gesto contraído en aquella concentración que, tan propensa a divagar como solía ser, adquiría tan solo cuando pintaba.

—No lo sé —confesó—. Es como pensaba que serían las criaturas de los cuentos que me contaba mi abuela.

Manuela no esperaba una respuesta mucho más concreta, ya había aprendido que Ava prefería el pincel a la lengua y que su verdadero idioma eran los cuadros que día y noche pintaba en la habitación. Las palabras la perdían, porque se enfangaba con ellas y se enredaba en monólogos incansables, con las mejillas arreboladas y los ojos perdidos en mundos a los que únicamente ella podía acceder. «Mi madre siempre me dice que quiero decir muchas cosas y al final no digo ninguna», se excusaba después.

—¿Y qué cuentos te contaba tu abuela?

—Muchos. Sobre las lamias y los dragones y sobre los demonios que hacen tratos con los campesinos para robarles su alma.

—La mía no contaba ninguno —se lamentó Manuela.

Su abuela había sido una mujer austera, de cabello y maneras almidonadas, con los labios siempre pintados y pocas veces contraídos en una sonrisa.

—Mi abuela era de Bretaña, creo que para ella ni siquiera eran cuentos. Eran verdades que se han olvidado, nada más —respondió Ava.

Manuela cerró el libro y lo dejó en la mesa del comedor. Estaban solas en la estancia, presidida por el reluciente piano de cola negro en el que miss Robinson tocaba a veces, acompañando la melodía con su desagradable voz nasal.

La academia para señoritas de miss Robinson se hallaba en el corazón de Florencia. Se trataba de una villa del siglo XVIII con muebles de madera oscura, algunos cuadros que representaban a muchachas lozanas y sonrojadas y flores frescas sobre el aparador de la entrada. La cursilería que cabía esperar de un lugar así quedaba contrarrestada por el espíritu británico y práctico de su directora. Las habitaciones eran dobles, con camas estrechas de pino y almohadas de plumas, y el único lujo eran los marcos dorados de los espejos que aparecían aquí y allá y que Manuela sospechaba que habían pertenecido a los dueños originales de la villa.

Ella había llegado allí al principio del curso, tras uno de los frecuentes ataques de inactividad de su madre en la casa de Xeixo. Abrumada por la huida tras la guerra, la ausencia de su marido, que seguía en Madrid, y el carácter monacal de su hermana, que le prohibía celebrar recepciones en la casa, se obsesionaba con el resto de los aspectos que podía controlar, lo cual atañía especialmente a sus hijos. Y decidió que si bien ella estaba condenada a la oscuridad de la mente de su hermana Casandra y del caserón que el difunto esposo de esta le había dejado en herencia, ellos debían salir y ver mundo. Así, ignorando las quejas de los afectados y sin muchos más trámites que unas cuantas llamadas y otros tantos billetes, había enviado a Hernán a un internado suizo y a Manuela a esa elegante escuela para señoritas.

«Lo llaman finishing school —había dicho su madre—. Algo así como... escuela de refinamiento. Siempre me han gustado los ingleses, son poco imaginativos pero tienen palabras para todo.»

Manuela pasó noches y noches en vela temiendo el momento de la partida. Se acurrucaba bajo las sábanas y las mantas de lana y cuando, ya de madrugada, era incapaz de dormir, se levantaba y vagaba por la casa, explorando cada rincón como si nunca fuera a volver. Se grababa en la memoria el aparador lleno de botellas viejas de oporto de la biblioteca, las manos inertes de los santos que custodiaban la cocina, el olor de la cera de las velas de la estrecha capilla.

Pero, al contrario de lo que había previsto, sobrellevó el viaje con calma y una dosis notable de curiosidad. Y en cuanto llegó a Italia supo que no iba a echar de menos la casa, ni los lamentos afligidos de su madre, ni las diatribas políticas de su hermano a favor de los sublevados o los rezos en voz tenue de su tía. Florencia era un sueño. Una ciudad antigua que guardaba en su corazón el fulgor de todos los artistas, los nobles y los desdichados que habían dado su vida por ella; se enamoró de los ojos pétreos de las estatuas que acechaban altivas en sus palacios, de los jardines decrépitos habitados por espíritus melancólicos, de las casas destartaladas que colgaban sobre el Arno y los elegantes escaparates de las sombrererías. Tan solo había echado de menos, al principio, alguien con quien compartir aquella fascinación.

Pero eso duró poco, pues Ava no tardó en llegar.

Se presentó en la escuela en mitad de la noche, como una aparición, con la melena mojada por la lluvia y un baúl lleno de pinturas; recién llegada de París en primera clase del Orient Express. Con su aspecto de Venus renacentista y aquella irreverencia innata que no podía, ni quería, controlar, no había tardado en confesarle que había sido expulsada de varias escuelas y que sus profesoras y sus padres la consideraban imposible de educar. En un último intento de encarrilarla, la habían mandado a Florencia concediéndole el capricho de pagarle clases de dibujo a cambio de su docilidad. Y aun así, sin poder evitarlo, Manuela se había sentido fascinada por ella, atrapada por su mirada llena de chispas, unas chispas que no había visto nunca antes en los ojos de una mujer. Ava hablaba del arte como Hernán lo hacía de política: con devoción, con una pasión que ella no había conocido hasta entonces. Así, en tan solo unas pocas semanas, se habían vuelto inseparables.

—¿Hoy no tienes clase de dibujo? —le preguntó Manuela a Ava, que permanecía concentrada en su creación.

Ella negó despacio.

—No, Andrea no puede, está muy ocupado, tiene una exposición.

Andrea era el profesor de dibujo de Ava, que le daba clases fuera de la escuela, en un estudio que Ava describía como «pintoresco» y que Manuela imaginaba más bien diminuto y sucio.

—¿Y qué dibujas con él? —insistió.

—Bodegones sobre todo. Frutas, jarrones, estatuas... Andrea dice que la técnica es imprescindible. Tiene razón, supongo. Aunque a mí me gusta más pintar otras cosas.

Manuela conocía de memoria los cuadernos de su amiga: entre sus páginas había pocas o ninguna piezas de fruta y muchos paisajes oníricos y extrañas criaturas de ojos ausentes.

—Prefiero pintar lo que no se ve —continuó Ava.

—Si no se ve, ¿cómo puedes pintarlo? —respondió Manuela divertida.

Ava levantó por fin los ojos del papel, como si se tomara la pregunta muy en serio.

—Porque yo sí puedo verlo. En mi cabeza.

—¿Ves todas esas criaturas?

—Sí. Porque... forman parte de mí. Como los recuerdos y los sueños.

—Yo casi nunca consigo recordar lo que he soñado.

En ese momento, entró en la sala Rebecca White, otra de las alumnas de la escuela, una muchacha silenciosa y de rostro somnoliento que arrastraba las palabras. Al verlas, las saludó con un gesto tímido y se sentó en la otra punta de la mesa con una de las novelas románticas que leía a todas horas, siempre a escondidas de la directora. Ava escudriñó a Rebecca con cierta desconfianza. Manuela era su única amiga allí, y con el resto de las muchachas solía mostrarse indiferente, algo que, secretamente, agradaba a Manuela, orgullosa de ser la única que atesoraba su amistad. En cuanto a las otras alumnas, tampoco buscaban su compañía, pues reconocían en Ava el mismo peligro que había intuido Manuela aquella noche de mediados de septiembre en que apareció. Y ellas eran jóvenes de buena familia que querían aprender a bordar y a cantar para matar las horas cuando su futuro marido saliera de casa. Sin embargo, al contrario de lo que Ava pensaba, no eran desgraciadas ni estaban llenas de tristeza, sino que aceptaban felices una vida de sencillez planeada, una existencia de pequeños lujos y sueños domésticos. Una vida en la que la rebelión no tenía cabida.

—Verás —prosiguió Ava en voz más baja—, esto es un secreto entre nosotras, pero ayer soñé algo que...

—¿El qué? —respondió Manuela en el mismo tono.

En realidad las precauciones eran innecesarias, Rebecca White era incapaz de entender ni una palabra de lo que decían, pues ellas eran las únicas en la escuela que hablaban castellano.

—No puedo contártelo porque no sabría explicarlo, y ni siquiera sé qué significa todavía. Solo sé que es importante y que debo pintarlo. He encontrado el lienzo perfecto. Será grande, por supuesto, porque tiene que ser así. Las cosas importantes deben pintarse a buen tamaño para no perderse los detalles. Cada vez que cierro los ojos lo veo, sé qué colores debo mezclar, azul de Prusia y gris sombra en el cielo, oro pálido para las estrellas, blanco de zinc para la silueta de la mujer...

Manuela cerró también los ojos y siguió escuchando la descripción de colores y formas que se entrelazaban y bailaban mientras se esforzaba por descifrar qué imagen reveladora terminarían mostrando.

—No consigo... imaginarlo —dijo por fin, frustrada.

—No pasa nada. Por eso he decidido pintarlo.

Manuela abrió los ojos y sonrió, contagiada por la ilusión de su amiga por aquel cuadro que, aunque aún no existiera, ya parecía llamado a cambiar sus vidas.